El tirador no estaba solo. Otro debía de esperarlo, en lo alto, junto a su Volvo. Zigzagueando entre los arbustos, Freire levantó la mirada. No se veía a nadie. Echó un vistazo circular por encima del hombro. En la pendiente de enfrente, a más de trescientos metros, un hombre descendía por un camino de tierra entre la espesa vegetación. Empuñaba algo negro. Sin duda se trataba de una pistola automática. ¿Era el francotirador o su cómplice? En el mismo instante, unos impactos alcanzaron los arbustos junto a Freire. Esa era la respuesta.

El tirador aún se hallaba en posición y lo había localizado. Más que arrojarse, cayó entre los arbustos. Entre pinos, zarzas y retamas, gateó con esfuerzo, tratando de ascender y a la vez de alejarse de la pista. Avanzó, se arañó y trató de poner orden en sus ideas. «Imposible». Solo las imágenes sangrientas reaparecían en su conciencia. El cráneo abierto de Sylvie. El cuerpo del gigante alcanzado de lleno.

Freire salió de entre los matorrales, a la altura de la casa de los Bonfils. Se había alejado unos cincuenta metros del Volvo. Corrió en dirección al vehículo, junto a la vía del tren, torciéndose los tobillos sobre el balasto. Ya no veía al hombre del arma y tampoco al francotirador. Se hallaba solo a unos metros del coche cuando de golpe el parabrisas se volvió blanco como el azúcar. Un neumático se deshinchó. Un vidrio estalló.

Freire se puso a cubierto entre un grupo de pinos, con los pulmones a punto de reventar. Sus actos ya no pasaban por su conciencia. Las balas silbaban en dirección al vehículo. Era imposible coger el volante. ¿Y cruzar la vía y correr hacia la carretera asfaltada? Sería un blanco perfecto. Si bajaba de nuevo a la playa, sería aún peor. No tenía solución, no había ninguna salida. Solo la lluvia que se cernía sobre la tierra, las hojas y su cerebro…

Por reflejo, volvió la cabeza. El hombre del arma acababa de surgir del bosquecillo. Corría hacia él, junto a los raíles, a través de la lluvia. Era uno de los hombres de negro. El ejecutivo agresivo de cejas espesas y cabello ralo. Empuñaba una pistola de cañón grueso y miraba a un lado y a otro. Freire adivinó que no lo había visto.

Se agachó. No le venía idea alguna a la cabeza. Notó el agua que le chorreaba por la cara. Las hojas se agitaban a su alrededor. Los olores violentos de los vegetales y de la tierra empapada de agua. Hubiera deseado confundirse con esa naturaleza. Fundirse entre el barro y las raíces…

Un trueno retumbó a lo lejos. La tierra vibró bajo sus pies. Durante un breve instante, creyó que iba a ser fulminado. O que el mundo se abriría para tragárselo en sus abismos. Al alzarse, como un animal al acecho, comprendió qué sucedía. Se acercaba un tren, con su cortejo de temblores y vibraciones metálicas. «Un tren regional…», pensó.

El convoy avanzaba despacio, a su derecha. Con el coche de cabeza rojo y amarillo, que tiraba de los vagones como un prisionero tira de sus cadenas. Un vistazo a la izquierda: el asesino avanzaba en su dirección, pero seguía sin haberlo advertido. Si por un milagro se quedaba al otro lado de la vía para dejar pasar el tren, estaría salvado. El ruido se volvía ensordecedor. El convoy se hallaba solo a unos metros y circulaba a poca velocidad. Freire se escondió detrás de los pinos, pero pudo ver aún al asesino retroceder.

Al otro lado de los raíles.

Ocultado por el tren, Freire se puso en pie. Un vagón… Dos vagones… Unos segundos de plomo, metros de acero… Tres… Cuatro… Las ruedas rechinaban sobre los raíles entre chorros de chispas. Al quinto vagón y último, Freire saltó.

Tendió el brazo y agarró la manecilla exterior de la puerta. Tropezó con las piedras, pero pudo lanzar también su otra mano. Sus dedos asieron el metal. Durante unos segundos fue arrastrado, pero recuperó el equilibrio, tomó velocidad y logró encaramarse al estribo.

Sin pensarlo dos veces, accionó la manecilla. Sin resultado. Lo intentó de nuevo. Las ráfagas de lluvia lo azotaban. El viento lo estampaba contra la pared. Luchaba denodadamente con la portezuela. Iba a salir de esa. Tenía que…

En ese instante, entre sus párpados cubiertos de gotas de agua, los vio. Los dos hombres armados, apartados de la vía del tren. Uno de ellos llevaba una maleta negra de ángulos cromados, como las que utilizan los músicos y los disc-jockeys. El otro había escondido su arma bajo el abrigo. Freire se pegó contra la puerta.

Estaba al descubierto. Si los asesinos volvían la cabeza, lo verían. Pero ocurrió un milagro. Cuando Freire los miró de reojo, los vio, de espaldas, correr hacia el Volvo. Sin duda pensaban que Freire se había quedado cerca del coche. Cuando comprendieran que Mathias había elegido otra opción, ya estaría lejos.

O no tan lejos… El tren aminoró la marcha y entró en la estación de Guéthary. Freire volvió a sacudir la manecilla. Esta vez la portezuela se abrió y entró.

El tren se detuvo.