A la mañana siguiente, de camino a Guéthary, Mathias Freire pensaba en Anaïs Chatelet. Se había despertado con su imagen en mente. Su presencia. Su voz.

—¿Está casada? ¿Tiene hijos?

—¿Tengo aspecto de estar casada? ¿De tener hijos? Aún no me ha llegado la hora.

—Y… ¿en qué anda?

—En internet. Las redes sociales.

—¿Y funciona?

—Digamos que siendo policía tengo cierto olfato…

Más adelante, fue ella quien hizo las preguntas.

—¿Por qué se hizo psiquiatra?

—Por pasión.

—¿Le parece interesante hurgar en la mente de los demás?

—No hurgo en sus mentes, los curo. Los alivio. De hecho, no veo qué puede haber en el mundo más interesante que eso.

La joven se mordió el labio inferior. Tuvo la misma intuición que en su primer encuentro. Anaïs Chatelet había estado ingresada en un psiquiátrico o bien había sufrido graves problemas psicológicos.

Obtuvo la confirmación de esa hipótesis más adelante, como consecuencia de un gesto. Cuando le sirvió vino, le vio los antebrazos. Estriados. Cortados. Lacerados en todos los sentidos. Reconoció esas cicatrices a primera vista. No eran el rastro de un intento de suicidio. Al contrario, eran marcas de supervivencia.

Mathias había tratado a menudo ese trastorno. Algunos adolescentes se automutilan para aliviar su angustia y liberarse de una sensación de asfixia. Tienen que sacarlo de dentro. Tienen que sangrar. El corte los libera. Es a la vez diversión (el sufrimiento físico reemplaza el dolor moral) y alivio. La herida produce la ilusión de que el veneno psíquico se derrama fuera de uno mismo…

La primera vez que Anaïs entró en su despacho, Freire ya presintió su fuerza. Imprimía su huella en el mundo. Era fuerte porque había sufrido. Pero también era frágil, vulnerable. Exactamente por las mismas razones. El final del siglo XX repitió hasta la saciedad un lugar común, resumido en la frase de Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos: «Lo que no me mata me hace más fuerte». Era una burrada. Por lo menos en su acepción banal y contemporánea. En la vida cotidiana, el sufrimiento no fortalece. Desgasta. Fragiliza. Debilita. Formaba parte del oficio de Freire. El alma humana no es un cuero que se curte al ser puesto a prueba. Es una membrana sensible, vibrante y delicada. Si se la golpea, queda dolorida, marcada y atormentada.

El sufrimiento se convierte entonces en enfermedad. Con su vida propia. Su respiración. Sus oscilaciones. Despierta sin previo aviso y, lo que aún es más peligroso, se alimenta de sí misma. Aparecen las crisis. Sin vínculo visible con el presente y el entorno. Y, en caso de existir, ese vínculo es tan profundo y está tan oculto que nadie, ni siquiera el psiquiatra, puede sacarlo a la luz.

Anaïs Chatelet vivía bajo esa amenaza. La crisis podía ocurrir en cualquier momento. Sin motivo aparente. Sin nada que la provocara. Al desencadenarse el sufrimiento, hay que liberar el veneno. Hacer correr la sangre. El sufrimiento no procede del exterior, sino del interior. Puede llamársele neurosis. O disfunción. Un síndrome de angustia. Palabras las hay a puñados. Freire las conocía todas. Eran sus herramientas de trabajo.

Pero el misterio prosigue. Cuenta la leyenda, pues se trata de una leyenda, que hay que buscar el origen de esas crisis en la infancia. El mal se instala durante los primeros años de la psique. Trauma sexual. Carencia de amor. Abandono. Freire estaba de acuerdo. Era freudiano. Pero nadie tiene la respuesta a la cuestión primordial: ¿por qué un cerebro reacciona con mayor o menor sensibilidad a los traumas o las frustraciones de la infancia?

Se había encontrado con adolescentes víctimas de violaciones colectivas, que habían sobrevivido al incesto, sufrido hambre, suciedad y golpes, y que saldrían de esa, lo presentía. Otros, felices en un hogar sin más historia, que se habían hundido por un detalle, una sospecha o una simple impresión. Hay niños maltratados que se vuelven locos. Y otros que siempre se mantendrán cuerdos. Nadie puede explicar esa diferencia. La naturaleza en mayor o menor medida porosa del alma que deja entrar la angustia, el sufrimiento, el malestar…

¿Qué le había ocurrido a Anaïs Chatelet? ¿Un trauma atroz o simplemente un hecho menor, insignificante pero percibido como algo mayor por un grado excepcional de sensibilidad?

El cartel indicador de BIARRITZ lo sacó de sus cavilaciones. Circuló junto al litoral. Pasó Bidart y llegó a Guéthary. Atravesó la plazoleta, vio el frontón de pelota vasca y se dirigió hacia el puerto. Aparcó a pocos metros del embarcadero y descendió a pie la rampa de cemento.

Había marea alta. El océano rompía en olas sobre la playa oscura, a la izquierda. El burbujeo de la espuma evocaba chorros de saliva gris, contaminada por alguna enfermedad. El mar oscilaba entre el negro y el pardo verdoso. La superficie parecía la piel de un batracio, arrugada, con ampollas y reluciente.

Allí estaba la barca, pero no el gigante del Stetson. Freire echó un vistazo al reloj. Las diez de la mañana. No había ni un alma entre los barcos fuera del agua, con las redes enrolladas y los mástiles desplegados sobre el cemento. Solo estaba abierta una tienda de material de pesca. Preguntó al comerciante, que le aconsejó que fuera a casa de los Bonfils. Una caseta en la playa, a un kilómetro de allí.

Mathias se subió al coche. La inquietud se apoderaba de él. Pensó en los perseguidores y en su hipótesis de la víspera. Aparecieron a la vez que Patrick Bonfils. Se interesaban por lo que el vaquero pudiera haberle dicho. Concluyó que se hallaba en peligro. Pero había olvidado lo esencial: si él lo estaba, Patrick Bonfils más aún. Se dijo de repente que no debería haberlo soltado. En su habitación, en el Pierre Janet, el pasajero de las brumas se hallaba seguro.

Vio la casa que daba sobre la playa. Un bloque de cemento sobre el que la pareja había fijado un letrero de madera en forma de atún. Abandonó su coche junto a un talud. Anduvo hasta la casa, con el cuello alzado y las manos en los bolsillos. Empezaba a llover. A su izquierda, la vía férrea separaba las otras casas de la playa y del océano. A su derecha, unas terrazas de matorrales descendían hacia el mar. Los pinos marítimos, las aulagas de flores amarillas y los brezos de un malva acidulado danzaban al viento.

Llamó a la puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar. En vano. Llegado a ese extremo, estaba ya francamente inquieto. Rodeó la caseta y dirigió la mirada al mar. Una sonrisa. La pareja estaba al pie de la ladera. Patrick Bonfils, sentado con las piernas cruzadas sobre una roca, remendaba una red. Sylvie, con su anorak y sus pasos oscilantes, iba de un lado a otro junto a las olas oscuras.

Unos minutos más tarde, Freire saludó a Sylvie.

—¿Qué coño hace aquí?

Ya no era bienvenido. De golpe, comprendió la verdad. La mujer lo sabía. Siempre lo había sabido. La fuga del 13 de febrero no era más que una crisis entre otras.

—Ayer no me dijo la verdad.

—¿La verdad?

—Patrick no es Patrick. Ese personaje ya es resultado de una fuga psicógena. Su primera esposa, su padre quemado en ácido, la Legión y todo eso es falso, y usted lo sabe desde hace tiempo.

Sylvie se enfurruñó.

—¿Y qué más da? Así somos felices.

Freire tenía que avanzar con precaución. No habría investigación posible sin la ayuda de Sylvie. No descubriría la verdad sin la ayuda de aquella buena mujer…

—No es tan sencillo —dijo él en un tono de voz sereno—. Patrick está enfermo. No puede usted negarlo. Y seguirá enfermo si se le deja vivir en una mentira.

—No entiendo nada de lo que me cuenta.

Mathias podía leer el miedo en el rostro de Sylvie. Temía la verdad. Temía el verdadero pasado de Patrick. ¿Por qué? Tal vez el vaquero tuviera hijos, esposa, deudas… O quizá peor aún: un pasado criminal.

—¿Podemos dar un paseo?

Sin decir palabra, Sylvie lo adelantó y siguió la línea cambiante de las olas. Freire echó rápidamente un vistazo a Patrick, que acababa de verlo desde debajo de su capucha. Lo saludó amistosamente con la mano, pero no soltó sus redes. Era en verdad un inocente.

Freire alcanzó a Sylvie. Los pies se le hundían en la arena oscura. Sobre sus cabezas, los pájaros zigzagueaban entre las líneas de la lluvia. Gaviotas, gaviones, cormoranes… Por lo menos esos eran los nombres que le venían a la cabeza. Sus chillidos roncos se oían por encima del rugido del océano.

—No quiero que le hagan nada a Patrick.

—Tengo que interrogarlo. Debo hurgar en su memoria. Solo podrá obtener un verdadero descanso si recobra su identidad original. Su inconsciente no cesa de mentirle. Vive en una ilusión, en una mentira que le devora la mente y amenaza su equilibrio. Eso no cambiará nada en la relación entre ustedes dos. Al contrario, por fin podrá vivirla plenamente.

—¿Con qué me viene? ¿Y si se acuerda de otra? ¿Y si tiene…?

Sylvie no acabó la frase. Volvió bruscamente la cabeza, como si un ruido la hubiera sorprendido. Freire no lo entendía: no había oído nada. Se volvió de nuevo, a un lado y luego al otro, como si por dos veces la hubiera alcanzado una fuerza invisible.

—¿Sylvie?

La mujer cayó de rodillas. Estupefacto, Mathias vio que le faltaba la mitad del cráneo. El cerebro desnudo humeaba en el aire frío. Al cabo de un segundo, su torso chorreaba sangre. Por reflejo, miró de reojo a Patrick sobre la roca. El gigante se arqueó, con la nuca destruida, como si se la hubiera mordido un animal invisible. Su chubasquero se cubrió de rojo. Luego su pecho estalló en salpicaduras oscuras sobre el fondo del cielo de tormenta.

La escena y el movimiento, en un destello subliminal, le recordaron a Freire las imágenes del asesinato de Kennedy. En ese instante lo comprendió. Les estaban disparando. Sin la menor detonación.

Bajó la vista y vio los estallidos en la arena, unos impactos más fuertes y más profundos que los de las gotas de lluvia. Balas. Disparos ahogados por un silenciador. A través del chaparrón y de las salpicaduras del mar, una lluvia de metal silbaba, golpeaba y destruía.

Freire no se hizo más preguntas.

Corría ya hacia el sendero en dirección a su coche.