—¿Qué son esas tonterías?

Anaïs gritaba al aparato. Freire trató de serenar la situación.

—Como médico, he decidido trasladar…

—¿A un testigo directo?

—A un paciente amnésico.

—Tenía usted que informarnos del menor hecho o gesto.

—Primera noticia.

Freire circulaba por la N10. Anaïs acababa de ser informada del traslado de Bonfils, que él había organizado. También había hablado con el coordinador de Identificación Judicial, que la había puesto al corriente de sus mentiras de la víspera y sobre todo de la presencia de plancton en las manos de Bonfils y en el foso de mantenimiento. Era para volverse loca.

—Empiezo a estar harta de sus aires de suficiencia —espetó ella al otro lado de la línea.

—¿Aires de suficiencia?

—El psiquiatra de diagnóstico certero. El explorador de almas que salva a todo el mundo. De momento, se trata de un asesinato y es trabajo de la pasma, ¡joder!

—Le repito que mi paciente es…

—Su paciente es nuestro sospechoso número uno.

—No es lo que me dijo.

—Sabe desde ayer que el amnésico dejó huellas en el foso. ¿Se lo tengo que decir más claro?

—Nada permite suponer que…

—Complicidad en fuga, extorsión ilegal de información en el marco de una investigación judicial, ¿sabe lo cara que le puede salir la broma?

Frente a él, Freire aún veía desfilar los bosques landeses. Los pinos marítimos tapaban el cielo. Volvía a llover.

—Escúcheme —dijo él con su voz más calmada, la que utilizaba con los locos—, hay una novedad. Hemos identificado al paciente.

—¿Qué dice?

Mathias resumió la situación. Anaïs lo escuchaba en silencio. Pensaba haber ganado una baza, pero ella contraatacó de inmediato:

—¿Me está usted diciendo que el tipo ha recuperado la memoria y lo ha acompañado por las buenas a su casa?

—No toda su memoria. No recuerda lo sucedido en la estación de Saint-Jean. Yo…

—Voy a enviarlo a buscar mañana a primera hora. ¡El vaquero, detenido!

—¡Ni se le ocurra! Hay que darle unos días. Que se tranquilice. Que se encuentre a sí mismo.

—Pero ¿usted qué cree que es esto? ¿Un balneario?

Freire mantenía la calma.

—A todos nos interesa que Patrick Bonfils se estabilice en su antigua personalidad. Solo así podrá recordar las últimas horas antes de su fuga y…

—Es a usted a quien voy a detener.

Le colgó bruscamente.

Freire se quedó con el teléfono pegado a la oreja. Los árboles seguían desfilando. Acababa de pasar por Liposthey y pronto iba a tomar la A63. En ese instante, vio un par de faros en el retrovisor. Un todoterreno negro. Juraría que ya había visto ese coche, media hora antes.

Se dijo que eso no significaba nada. Hoy en día, conducir es una actividad automática. Se circula en fila india, con el motor atenazado por el limitador de velocidad y el cerebro frenado por el temor a los radares y demás vigilantes de la carretera. Los faros blancos aún lo seguían…

Intentó tranquilizarse, pero reconoció, o le pareció reconocer, a los dos hombres de negro que merodeaban por su casa. Solo en ese momento identificó el modelo del vehículo. Un todoterreno Audi Q7.

Mathias aminoró bruscamente a treinta kilómetros por hora. El coche, detrás de la cortina de lluvia, imitó el movimiento. Sintió el dolor en el fondo del ojo, una palpitación sorda, roja, como una señal de alarma dentro del cráneo.

Aceleró de golpe. El todoterreno lo siguió, sin separarse ni un metro de él. El punto, cada vez más fuerte, en su órbita, parecía iluminarle el interior de su cerebro. Sus dedos resbalaban sobre el volante, manchado de sudor. La lluvia, un verdadero aguacero, furiosa y cegadora, parecía que iba a arrastrar consigo el paisaje entero en una enorme riada.

Apareció una salida. Sin pensarlo dos veces, giró a la derecha. Ni siquiera leyó los nombres escritos. Estaba en plenas Landas. Al llegar a la carretera departamental, volvió a girar a la derecha y aceleró. Un kilómetro. Dos kilómetros. Alrededor de él, las largas murallas de pinos temblaban. Ni un pueblo a la vista. Ni una casucha. Ni una gasolinera. Nada. El lugar ideal para sufrir una agresión. Miró de reojo por el retrovisor: el Q7 seguía allí y sus faros lo iluminaban.

Freire rebuscó en el bolsillo y sacó el móvil. Estabilizó la velocidad a setenta kilómetros por hora. Accionó el móvil en modo «cámara» y apuntó con el objetivo al vehículo. Enfocó el zoom a la calandra chorreante de lluvia. Era imposible comprobar si había encuadrado la matrícula con precisión. Tomó varias fotos, desde varios ángulos, y aceleró de nuevo. Frente a él, los rayos del chubasco, las estrías del bosque. Tenía la impresión de romper unas rejas.

En ese instante, apareció a su derecha un camino.

Una herida en la carne vegetal.

Freire frenó y derrapó sobre el barro. Con un golpe de volante, recuperó el rumbo, cambió de marcha y aceleró. Con un rugido del motor, el coche patinó. Un chorro de tierra roja crepitó sobre el parabrisas. Habría necesitado cuatro ruedas motoras. Esa idea le hizo alzar la vista al retrovisor. No se veía el todoterreno.

Pisó el pedal del acelerador. El coche rugió, tosió y luego se arrancó del suelo. Pinos. Helechos. Retamas. Todo desfilaba como en un brochazo, y se entremezclaban chirridos, crujidos, ráfagas de verde y púrpura, de ramas y tierra… Esperaba que el bosque lo detuviera. Un charco. Un socavón. Un obstáculo…

Un tronco de árbol apareció a la luz de sus faros, perpendicular al sendero. Freire frenó y giró a la vez. Unos segundos es poco tiempo, pero bastan para contemplar la propia muerte. Su coche despegó y cayó pesadamente en una marisma. El motor se caló. Las ruedas se bloquearon.

Freire no respiraba. Se había clavado el volante en las costillas. Su frente había golpeado contra el parabrisas. Sentía un fuerte dolor. Sangraba. Pero sabía que no estaba gravemente herido. Permaneció así unos segundos, inclinado sobre el volante. Se adueñaba de nuevo del tiempo y notaba que la sangre volvía a circular por sus venas.

La lluvia seguía golpeando el techo, martilleando los cristales y azotando el bosque. Se desabrochó el cinturón con dificultad. Deslizó dos dedos en la manecilla de la puerta y empujó con el hombro para abrirla. El impulso le hizo caer sobre un charco. Se incorporó, de rodillas. El bosque chasqueaba como mil goteros. Seguía sin aparecer el todoterreno. Los había perdido definitivamente.

Con esfuerzo, se puso en pie. Se apoyó en el coche y se miró las manos; le temblaban convulsamente. El corazón le latía a la par. Pasaron los minutos. Al ruido de la lluvia se sumaba el de las copas de los árboles agitadas por el viento. Cerró los ojos. Tenía la sensación de hallarse en inmersión. Chorreaba agua, pero le parecía que era el miedo lo que se deslizaba hasta sus pies. El olor a resina, a moho y a hojas le llenaba la nariz. Empezaba a sentir frío.

Cuando estuvo helado y su corazón recuperó el ritmo normal, se metió en el habitáculo, cerró la puerta y puso la calefacción al máximo. Era el momento de las preguntas. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Por qué le seguían? ¿Le estarían esperando en otro sitio? No tenía respuestas.

Accionó la llave de contacto y metió la marcha atrás. No había comprobado si estaba atascado. Las ruedas patinaron, mordieron la tierra y arrojaron chorros rojizos. Por fin, el vehículo salió de allí como los barcos que sacan del agua. Siguió marcha atrás, asomando la cabeza por la ventanilla para ver el camino. Cien metros más adelante, logró girar.

Ya en dirección a Burdeos, pudo reflexionar con más serenidad. El dolor (se preguntaba si no tendría una o dos costillas fisuradas) lo mantenía despierto. Intentó recordar la primera vez que vio a los hombres del Q7.

La noche del viernes al sábado. Su primera noche de guardia.

La noche en que apareció Patrick Bonfils…

Freire sopesó esos elementos. Bonfils el amnésico. Los visitantes nocturnos. El asesinato de la estación de Saint-Jean. ¿Existiría algún vínculo entre esos tres elementos? Se dijo que quizá Patrick Bonfils vio al asesino depositando al Minotauro en el fondo del hoyo o bien otra cosa. Algo que interesaba a esos sepultureros. O que temían.

Quizá temían que Bonfils hubiera hablado.

¿A quién? A su espicatra.