—Yo busco la falla cósmica.
La mano negra acariciaba la pared resquebrajada de la celda de desintoxicación.
—En cuanto la encuentre, me escaparé…
Anaïs no se tomó la molestia de responder. Hacía diez minutos que soportaba los delirios de Raoul el Tajas. Tenía que pisar el freno.
—Solo tengo que seguir la línea —continuó el borracho, con la nariz pegada a una nueva grieta.
Anaïs fue al grano. De una bolsa de plástico, sacó el tetrabrik que había comprado de camino. De golpe, los ojos de Raoul centellearon. Dos bolas ardientes. Atrapó el tetrabrik y lo vació de un trago.
—¿Qué me dices de Philippe Duruy?
El colgado se enjugó la boca con el revés de la manga y soltó un eructo sonoro. Su rostro colorado evocaba una carroña atrapada en una alambrada. Pelos de la barba, cabello y cejas eran agujas de acero clavadas en todos los sentidos sobre su piel sanguina.
—Conozco bien a Fifi. Siempre dice que su corazón late a ciento veinte y el cerebro a ocho coma seis.
Anaïs captó la doble alusión. 120 bpm (beats per minute) es el tempo del techno. Y «8,6», una referencia a la cerveza Bavaria y sus ocho coma seis grados. La cerveza de los campeones: de los punks, de los fiesteros y de los marginados de toda ralea. Raoul hablaba de Fifi en presente. No sabía que había muerto.
—La verdad es que está loco.
—Creía que erais colegas.
—La amistad no está reñida con la lucidez.
Anaïs tuvo que aguantarse la risa. El borracho continuó:
—Fifi lo hace todo y luego lo contrario. Se mete heroína, y lo deja. Escucha metal y luego se pasa al techno. Es gótico y al día siguiente es punk…
Ella trató de imaginar la vida cotidiana del chico. Una vida de vagabundeo, peleas y colocones. Chutes de heroína, cuelgues de éxtasis, noches enteras pasadas con la cara contra la pared de una celda, despertares en lugares desconocidos, sin el menor recuerdo. Así pasaba día tras día, con la esperanza de desengancharse.
Raoul emprendió una digresión acerca de los gustos musicales de Duruy:
—Yo le decía: «Tu música es una mierda. Esos tíos que te gustan no hacen más que copiar». Marilyn Manson es Alice Cooper. El techno es Kraftwerk. El R&B…
—Es Isaac Hayes.
—Exacto. ¡Se coge a los mismos y vuelta a empezar!
—¿De qué vivía Fifi?
—Pues de pedir, como el menda.
—¿En Burdeos?
—En Burdeos y allí adonde iba. ¿No tendrás otro tetrabrik?
Anaïs le tendió el segundo. Se lo bebió también de un solo trago. No eructó, pero ella temió que fuera a mearse encima. Llevaba un abrigo de espiguilla tan sucio que ya no se distinguía el motivo del paño. Un pantalón de faena tieso de tan guarro. Unas alpargatas gastadas y agujereadas que dejaban ver unos pies desnudos y negros. Anaïs tenía la nariz tapada y, aun así, antes de entrar se había untado las ventanas nasales de Vicks Vaporub.
Raoul lanzó el tetrabrik al otro extremo de la celda. Había llegado el momento de ir verdaderamente al grano.
—Hace unos días, Fifi te habló de un ángel…
Raoul se apoyó en el ángulo de las dos paredes y se rascó la espalda como un animal, moviendo los hombros.
—Un ángel, di que sí… —Se rió—. Le iba a dar polvo de ángel…
«Su asesino». Era la primera vez que le hablaban explícitamente de él.
Se inclinó hacia Raoul y articuló claramente:
—¿Le conocía bien?
—No. Acababa de conocer a ese tío.
—¿Qué te dijo exactamente acerca de él?
—Que lo iba a llevar al cielo. Hablaba sin cesar de san Julián yo que sé…
—San Julián el Hospitalario.
—El mismo.
—¿Por qué hablaba de él?
Raoul pareció tener un destello de lucidez:
—Fifi dejó la escuela muy pronto, pero recordaba esa leyenda. Un príncipe mata a sus padres por error. Entonces se marcha muy lejos. Se hace barquero. Una noche, un leproso le pide que le cruce el río. Julián lo acoge, le da de comer y lo calienta con su cuerpo. El leproso se lo lleva al cielo. Era Jesucristo. Fifi decía que ese ángel también había ido a buscarle, que iba a llevarlo al séptimo cielo…
—¿Por qué pensaba precisamente en esa leyenda?
—Porque su ángel era leproso.
—¿Leproso?
—El tipo llevaba la cara envuelta en trapos.
Anaïs intentó visualizar la escena. Un tipo cubierto con un turbante se cruza con Philippe Duruy. Le propone un chute sensacional. El colgado fantasea con el personaje y la propuesta. ¿Ese encuentro habría sido filmado por una cámara de vigilancia?
—Cuando viste a Fifi por última vez, ¿qué te dijo exactamente?
—Que iba a verse con el leproso esa misma noche. Iban a cruzar juntos el río. Gilipolleces.
—¿Dónde habían quedado?
—No lo sé.
—Cuando lo viste, ¿dónde fue?
—En los muelles. Cerca de Stalingrad. Fifi iba como una moto.
—¿A qué hora?
—No me acuerdo. A última hora de la tarde.
Anaïs repasó todos los detalles.
—Fifi tiene un perro, ¿verdad?
—Sí. Como todos los perroflautas. ¿No tendrás más vino?
—No. ¿Cómo se llama?
—Mirwan. Es el nombre de un santo georgiano. Fifi está zumbado.
—¿Iba con él ese día?
—Claro.
—¿Has vuelto a ver al perro después?
—No, y tampoco he vuelto a ver a Fifi…
Su voz se ahogó. El indigente había agotado toda su energía. Sus pupilas se habían apagado. Necesitaba más carburante, pero Anaïs se había quedado seca. Se puso en pie, evitando rozar aquel saco de mierda.
—Te van a soltar.
Llamó a la pared acristalada de la celda. Apareció un guardia.
A su espalda, Raoul preguntó:
—¿Qué le ha pasado a Fifi?
—No lo sabemos.
Raoul se echó a reír al abrirse la pared acristalada.
—Los polis siempre nos tomáis por tontos, pero vosotros sois los más tontos. ¿Crees que no he entendido que se han cargado a Fifi?
Ella salió de la celda sin decir palabra. Escupida como el hueso de una fruta podrida. Con el revés de la manga, se limpió el Vicks Vaporub de la nariz. Un vistazo al reloj: las doce del mediodía. Oía el tictac de la cuenta atrás. Esperaba mucho de esa entrevista, pero no había obtenido nada concreto.
Al subir al coche, llamó a Le Coz. En dos horas, el policía se había convertido en un experto en la producción y la venta de Imalgene. Había hecho una lista de las recetas firmadas en Gironda aquellas últimas cuatro semanas y se estaba poniendo en contacto con todos los veterinarios, parques zoológicos, etc. También comprobaba los stocks, los pedidos y las ventas. La verificación llevaría por lo menos todo el día.
En lo concerniente a los robos, durante el mes de enero habían sido asaltadas dos clínicas veterinarias, una cerca de Burdeos y otra en los alrededores de Libourne. Eso, sin embargo, no quería decir nada, pues había averiguado que la ketamina posee efectos alucinógenos en las personas. Incluso hay una red de venta clandestina para los colgados. Según los investigadores de los dos robos, las sospechas señalaban probablemente a traficantes de ese tipo…
Anaïs preguntó por Jaffar. Seguía tras la pista del perro y de la ropa de Duruy. En cuanto a Zak y a Conante, no había noticias de ellos desde la última llamada.
—¿Estás en la oficina? —preguntó ella a modo de conclusión.
—Sí.
—¿Hemos recibido las huellas que han enviado los de Identificación Judicial?
—Hace una hora.
—¿Y bien?
—Aún no las hemos podido cotejar en el archivo. Tenemos un problema informático.
Las comisarías están equipadas con los programas más baratos y con los cacharros menos evolucionados del mercado. En cada comisaría podría abrirse un libro de registro para anotar las averías que se producen a diario.
—¿Qué dice nuestro experto?
Así habían bautizado a un teniente de policía que había hecho un cursillo de informática de unos días. Silencio de Le Coz.
—Joder —masculló Anaïs—. Avisad a un técnico. A uno de verdad.
—Ya hay un tipo trabajando en ello.
—¿Quién?
—Mi vecino de escalera. Es programador de videojuegos.
Anaïs se echó a reír nerviosa. Eso ya era el colmo. Se imaginaba al friki al rescate de la policía. La contracultura aliada con las fuerzas del orden.
—¿Y qué?
—Ya está arreglado.
—¿Así que puedes acceder al archivo central?
—No.
—¿Por qué?
—Hemos perdido el cuaderno.
Anaïs maldijo. La administración imponía una contraseña para utilizar cada programa. Unas secuencias de letras y números imposibles de memorizar. Esos jeroglíficos se anotaban en un cuaderno, al que tenía acceso todo el servicio.
Sin cuaderno, no había contraseñas.
Sin contraseña, no se podía hacer la consulta.
Anaïs arrancó. Eso de ser expertos les quedaba muy grande todavía. El tictac se volvía ensordecedor. Colgó y pensó de nuevo en Zak. Se suponía que tenía que pasar por el centro Pierre Janet a echar un vistazo al amnésico, el sospechoso número uno. ¿Por qué no la había llamado? Encendió el teléfono.