Mathias Freire creía estar curtido, pero el encuentro de Patrick y Sylvie le llegó a lo más hondo. La edad de los protagonistas, el amor del uno por el otro aún tan vivo y el pudor contenido que se traducía en pestañeos, palabras murmuradas y gestos titubeantes eran mucho más emotivos que las grandes efusiones.
Influía en ello también su aspecto de marginados. Sylvie era una mujer menuda y colorada, con el rostro cubierto de arrugas y cicatrices. Su cuperosis y sus rasgos abotargados delataban un pasado de alcoholismo. Al igual que Patrick, debía de haber vivido algunos años al raso. Esos dos se habían conocido después de una vida muy dura.
El decorado añadía realismo poético a la escena. El puerto de Guéthary no era más que una rampa de cemento donde fondeaban algunas barcas pintadas de colores vivos. El cielo se había encapotado. A través de las nubes, sin embargo, el sol se asomaba con tozudez y destilaba una luz vidriosa. La secuencia parecía tener lugar en el fondo de una botella de vidrio, como esas en las que se encierran veleros en miniatura.
—No sé como agradecérselo —dijo Sylvie volviéndose hacia Mathias.
Él se inclinó en silencio. Sylvie señaló hacia una crujía de madera, apoyada en la roca, que caía sobre el mar.
—Venga. Demos un paseo.
Freire la observó. Cabello graso, jersey deformado, pantalón de chándal con bolsillos, unas zapatillas de deporte de hace años… En ese naufragio solo sus ojos se mantenían a flote. Brillantes y vivos, como dos cantos rodados claros, lacados de lluvia.
La mujer rodeó las barcas en dique seco y tomó el camino de la pasarela. Patrick, por su cuenta, se dirigió hacia una barca a flote, amarrada a pocos metros del espigón. Sin duda era su famosa embarcación, motivo de tanto estrés. El casco lucía con orgullo su nombre en letras amarillas: JÚPITER.
Freire alcanzó a Sylvie, agarrándose a la barandilla bamboleante. Liaba un cigarrillo con una mano, indiferente a las salpicaduras y al relieve de la crujía.
—¿Puede aclararme qué sucedió?
Freire se lo explicó. La estación de Saint-Jean. La fuga psíquica de Patrick. Sus esfuerzos inconscientes por convertirse en otra persona. La casualidad de la presencia de la enfermera de Guéthary. Ocultó el detalle de la sangre sobre el listín telefónico y la llave inglesa, y la presencia de un cadáver en la estación de Saint-Jean; Anaïs Chatelet aparecería muy pronto.
Sylvie no decía nada. Un mechero grande y oxidado se materializó entre sus dedos. Encendió el cigarrillo.
—No me lo puedo creer —acabó por decir con voz ronca.
—Esos últimos días, ¿advirtió algo extraño en su comportamiento?
Se encogió de hombros. Sus mechones estropajosos se le pegaban a la cara consumida. Daba caladas con fuerza y exhalaba una humareda digna de una locomotora, raudamente barrida por el viento marino.
—Patrick no es muy hablador…
—¿Nunca ha sufrido ausencias? ¿O pérdidas de memoria?
—No.
—Hábleme de sus preocupaciones.
Ella dio unos pasos sin responder. El mar rugía a sus pies. Respiraba. Zumbaba. Retrocedía para tomar impulso con redoblado furor.
—Historias de pasta. Nada original. Patrick pidió un préstamo para el barco, quería ser su propio jefe. Pero la temporada no ha sido buena.
—A lo largo del año hay varias temporadas, ¿no es cierto?
—Me refiero a la más importante. La de octubre. El atún blanco. Apenas nos llegó para vivir y pagar a los demás, a los colegas. Así que el banco…
—¿Cómo hicieron para comprar el barco? ¿Tenía para la entrada?
—Fui yo quien aportó los fondos.
Freire se mostró sorprendido. Sylvie sonrió.
—Aunque no lo parezca, tengo lo mío. Bueno, tenía. Una caseta de playa en Bidart. La vendimos e invertimos en la barca. Desde entonces, no salimos a flote. Las deudas a los proveedores. Las letras del banco. No se lo puede usted imaginar…
Sylvie parecía pensar que Mathias era millonario. Él no se dio por aludido. Las sensaciones se imponían a sus pensamientos. El viento marino estaba cargado de salpicaduras y destellos plateados de sol. Sentía la sal en los labios, la luz de mercurio en el extremo de las pestañas.
La mujer menuda miraba de reojo a Patrick. Este había saltado al barco y estaba ocupado en la cala, sin duda en el motor. Ella lo vigilaba como una madre a su chiquillo.
—¿Le ha hablado de su vida… de antes?
—¿Se refiere a su mujer? No habla mucho de ella, pero no es ningún secreto.
—¿Mantiene contacto con ella?
—Jamás. Acabaron a malas.
—¿Por qué no se divorció?
—¿Y con qué dinero?
Freire no insistió. No tenía experiencia alguna en ese terreno. Matrimonio. Noviazgo. Divorcio. Eran nociones ajenas a su vida.
—¿Le cuenta algo de su infancia?
—Así que no sabe usted nada… —replicó ella con un retintín de desdén.
—¿Qué debería saber?
—Mató a su padre.
Mathias encajó el golpe.
—Su padre era chatarrero —continuó—. Patrick lo ayudaba.
—¿En Gheren?
—En el pueblo donde vivían con sus padres. No recuerdo el nombre.
—¿Qué pasó?
—Se pelearon. El padre bebía y les pegaba. Se cayó en el cuenco de ácido que servía para decapar los metales viejos. Antes de que Patrick pudiera sacarlo de ahí, el viejo estaba muerto. Tenía quince años. Yo digo que fue un accidente.
—¿Hubo una investigación?
—No lo sé. En cualquier caso, Patrick no fue al talego.
Era fácil comprobarlo. Mathias tenía la confirmación de su presentimiento. Una infancia dura. Un drama familiar que provocó una falla en el fondo de su inconsciente. Una fisura que no había cesado de abrirse hasta engullir completamente su personalidad.
—¿Sabe qué hizo luego? ¿Se quedó con su familia?
—Se alistó en la Legión.
—¿La Legión extranjera?
—Se sentía responsable de la muerte de su padre. Actuó como un criminal.
Llegaron al final de la pasarela. Sin siquiera comentarlo, dieron media vuelta y regresaron lentamente hacia el puerto. Sylvie seguía mirando de reojo a Patrick a bordo de su esquife. El pescador parecía haberse olvidado de ellos por completo.
—¿Patrick ha tenido algún otro problema con la justicia? —continuó el psiquiatra.
—¿Usted qué se ha creído? No todos los pobres son delincuentes. Patrick ha pasado por malos momentos, pero nunca se ha apartado del buen camino.
Freire no insistió. Quería confrontar los elementos inventados por Pascal Mischell con la verdadera vida de Patrick Bonfils.
—¿Van a veces a la bahía de Arcachon?
—Nunca.
—¿El nombre de Thibaudier le dice algo?
—No.
—¿Hélène Auffert?
—¿Quién es esa?
Freire sonrió para indicarle que no había ningún peligro en ese sentido. La mujer sacó de nuevo su tabaco y el papel de fumar. No parecía convencida. En unos segundos, se lió otro cigarrillo.
—¿Le ha contado alguna vez lo que sueña a menudo?
—¿Qué sueño?
—Camina por un pueblo soleado. Se produce una explosión muy blanca y su sombra queda fijada sobre la pared.
—Nunca.
Una nueva confirmación. El sueño era posterior al trauma. Retomó las referencias de Pascal Mischell. Peter Schlemihl. Hiroshima…
—¿Patrick lee mucho?
—No para de leer. Nuestra casa es peor que la biblioteca municipal.
—¿Qué tipo de libros?
—Sobre todo de historia.
Prudentemente, Freire llegó al día D.
—Cuando Patrick se fue al banco, ¿mencionó algún otro recado o una visita?
—¿Es usted poli o qué? ¿A qué vienen tantas preguntas?
—Tengo que comprender qué le ha sucedido. Quiero decir mentalmente. Debo reconstituir, punto por punto, el día en que se disolvió dentro de sí mismo. Quiero curarlo, ¿me entiende?
Ella agitó el cigarrillo en el aire destemplado, sin responder. Empezaba a hartarse. Llegaron al embarcadero en silencio. Bonfils seguía trabajando en su motor. De vez en cuando, asomaba el rostro. Incluso a esa distancia, parecía feliz y sereno.
—Tengo que volver a ver a Patrick.
—No —dijo Sylvie arrojando la colilla al mar—. Déjelo en paz. Todo lo que ha hecho es genial. Ahora, yo tomo el relevo. Quizá no sea muy lista, pero sé que lo que Patrick necesita es que no se hable más de todo esto.
Freire no iba a ganar nada tratando de negociar ahora.
—Muy bien —se rindió—, pero le daré los datos de un colega en Bayona o en San Juan de Luz. Lo que le ha ocurrido es grave, ¿me entiende? Tiene que ir a consulta.
La mujer menuda no respondió. Freire le estrechó la mano y saludó a Patrick, que le respondió con entusiasmo.
—Llamaré mañana, ¿de acuerdo?
No hubo respuesta. O bien el viento se la llevó. Freire subió la pendiente de cemento. Al abrir la puerta del coche, se volvió. Sylvie, con sus andares zozobrantes, se reunía con su hombre.
El psiquiatra se instaló en el habitáculo y arrancó.
Con su acuerdo o sin él, ayudaría a esos pobres diablos.