«Mierda, mierda y mierda».

Al volante de su automóvil, Anaïs se insultaba a sí misma. Tras el tormentoso interrogatorio de la víspera con el médico golfista, la había vuelto a liar con el criador de toros. Le era imposible no ser agresiva. Le era imposible no estropearlo todo con sus ataques pueriles y sus provocaciones de tres al cuarto. Tenía a su cargo una investigación criminal y se las daba de punk rebelde en lucha contra los burgueses.

La sangre le latía en las sienes. Un sudor helado le cubría el rostro. Si uno u otro interlocutor llamaban a la fiscalía, estaba acabada. Elegirían a otro investigador con mayor experiencia y menos impulsivo.

Se detuvo en Villeneuve-de-Marsan. Se sonó, bebió jarabe y se echó spray nasal. Dudaba entre visitar o no a los gendarmes. Habría que ser extremadamente diplomática y en ese momento se sentía del todo incapaz. Pondría a Le Coz a trabajar en ello. Era el mejor relaciones públicas.

Metió una marcha y arrancó de inmediato. Esta vez, dejó de lado las carreteras departamentales y tomó la N10 y luego la E05. Dirección Burdeos.

Le sonó el móvil. Respondió con un gesto, pues circulaba a ciento ochenta kilómetros por hora.

—Soy Le Coz. He trabajado toda la noche, con internet. Y esta mañana en el registro civil y en los distintos servicios sociales.

—Hazme un resumen.

—Philippe Duruy nació en Caen, en 1988. Padres desconocidos.

—¿Ni siquiera se conoce la identidad de la madre?

—No. Fue un parto anónimo. Si queremos acceder al expediente habrá que iniciar un procedimiento y…

—Continúa.

—Fue confiado a la tutela de la asistencia social a la infancia. Pasó por varios orfanatos y familias de acogida. Se anduvo con ojo, más o menos. Con quince años, llegó a Lille. Empezó un curso de agente de restauración polivalente. Un certificado para trabajar en los bares. Al cabo de unos meses, lo dejó todo y se hizo perroflauta. Botas militares, un chucho y a la calle. Su pista reaparece dos años después en el festival de Aurillac.

—¿Qué es?

—Un festival de teatro callejero. Fue detenido por posesión de estupefacientes. Al ser menor, fue puesto en libertad.

—¿Qué estupefacientes?

—Anfetas, éxtasis y ácido. He encontrado también la pista de por lo menos otras dos detenciones. Siempre relacionadas con algún festival de rock o una rave. Cambrai, en abril de 2008. Millau, en 2009.

—¿Por posesión de estupefacientes?

—No, por peleas. Nuestro amigo era peleón. Se lió a tortazos con los gorilas del festival.

Anaïs recordó el cuerpo de la víctima, que tenía más huesos que kilos. El chaval era valiente. O bien en esas ocasiones iba muy colocado. Una cosa era segura: no podían haberle inyectado algo a la fuerza. El asesino tenía que haberse aproximado a él con tranquilidad.

—¿Y más recientemente?

—Solo tengo una aparición este enero pasado.

—¿En Burdeos?

—En París. Otro concierto. El 24 de enero de 2010 en el Elysée-Montmartre. Duruy volvió a pelearse. Llevaba encima dos gramos de caballo. Comisaría de la Goutte d’Or. Celda de desintoxicación. Detención. Lo liberaron dieciocho horas después, por orden judicial.

—¿No fue imputado?

—Dos gramos se considera consumo personal.

—¿Y luego?

—Nada más hasta el foso de mantenimiento. Cabe suponer que volvió aquí a finales de enero.

Era inútil seguir hurgando con mayor detalle en sus antecedentes de granuja de poca monta. Solo importaban los últimos días. El asesino era un encuentro de última hora, que no pertenecía a su mundo.

—¿Tienes noticias de los demás?

—Jaffar ha pasado la noche con los colgados.

La noticia le llegó al alma. A pesar de sus órdenes, ni Le Coz ni Jaffar se habían ido a dormir. «Uno para todos, todos para ella…»

—¿Qué ha averiguado?

—Poca cosa. Duruy no era muy hablador.

—¿Y los albergues? ¿Y los comedores populares?

—En ello está.

—¿Y Conante? ¿Qué sabemos de las grabaciones de vídeo?

—Las está visionando. De momento, cero. Duruy no aparece en ninguna.

—¿Y Zak?

—No tengo noticias de él. Debe de andar despertando a los camellos. Parece que le has dicho que tomara el relevo.

Le Coz dijo eso en tono firme, pero ella no tenía tiempo para andarse con susceptibilidades. Se le ocurrió una idea.

—Llama a Jaffar. Dile que investigue al perro.

—¿Al perro? Ya hemos llamado a las perreras. No hay rastro del chucho. Además, ni siquiera sabemos de qué raza es. Seguro que está muerto y enterrado.

—Interrogad a los carniceros. En los mercados. Los mayoristas de carne. Los tipos como Duruy siempre tienen recursos para dar de comer a su animal.

Hubo un breve silencio. Le Coz pareció desorientado.

—¿Qué buscas exactamente?

—Un testigo. Alguien que haya podido ver a Duruy en compañía de otro hombre, el que le inyectó la droga.

—Me extrañaría que un carnicero tuviera la respuesta.

—Que investigue también la ropa —prosiguió Anaïs—. Duruy debía de vestirse en las tiendas de segunda mano o en los hogares de Emaús. Quiero que se investiguen sus últimas adquisiciones.

—Debía de pasarse buena parte del tiempo colgado.

—Seguro. También hay que averiguar dónde mendigaba. Un hombre hizo el mismo trabajo antes que nosotros, ¿me entiendes? Lo descubrió. Lo vigiló. Lo estudió. Seguid sus pasos. Y quizá os cruzaréis con su sombra. ¿Tienes más fotos de Duruy?

—Sí, los retratos antropométricos.

—Enseñadles esas fotos a los tipos que interroguéis. Y enviádmelas a mi iPhone.

—Vale. ¿Y yo?

Anaïs lo puso a trabajar en la pista de los anestésicos. Comprobar los stocks, las recetas de Imalgene y de ketamina en la región de Aquitania, y eventualmente los robos que se hubieran producido en clínicas o en unidades de producción. Le Coz asintió, sin entusiasmo.

Antes de colgar, le pidió también que telefoneara a los gendarmes de Villeneuve-de-Marsan para averiguar si por su parte habían avanzado. Le aconsejó que tratara el asunto con guante de seda…

Estaba llegando a las afueras de Burdeos. Pensó brevemente en el policía engominado. El teniente tenía una particularidad: unos signos externos de riqueza que no cuadraban con su salario. Esa holgura no le venía de familia: Le Coz era hijo de un ingeniero jubilado. Un día u otro, la inspección general de policía investigaría el asunto. Anaïs no se hacía preguntas: tenía las respuestas.

La metamorfosis del policía remontaba al robo de un palacete en la avenue Félix Faure en 2008. Le Coz no dio el golpe, pero dirigió la investigación. Interrogó varias veces a la propietaria de la casa, baronesa de edad provecta que poseía un grand cru del Médoc. Desde ese momento, Le Coz lucía un Rolex, conducía un Audi TT, pagaba con una Black Card Infinite. No dio con los ladrones, pero halló el amor, a pesar de lo que dijeran sus colegas. Un amor que rimaba con ciertas comodidades. De haber sido el caso contrario, esa historia no habría sorprendido a nadie.

Otra llamada. Jaffar.

—¿Dónde estás? —preguntó él.

—Llegando a Burdeos. ¿Has hallado algo?

—He encontrado a Raoul.

—¿Quién es?

—El último tío que habló con Duruy antes de que lo liquidaran.

De nuevo sintió el sudor en las sienes. Tenía fiebre. Sin dejar el volante, bebió un trago de jarabe.

—Cuéntame.

—Raoul es un indigente que vive en los muelles, cerca de Stalingrad, en la orilla izquierda. Duruy iba a visitarlo de vez en cuando.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—El viernes 12 de febrero, a última hora de la tarde.

«La presunta noche del crimen». Un testigo esencial.

—Según él, Duruy tenía una cita. Esa misma noche.

—¿Con quién?

—Con un ángel.

—¿Cómo dices?

—Eso es lo que cuenta Raoul. En todo caso, es lo que le dijo Duruy.

Anaïs estaba decepcionada. Un delirio etílico o de colgado.

—¿Lo has llevado a comisaría?

—No a la central. A la comisaría de la rue Ducau.

—¿Por qué lo has llevado allí?

—Era la más cercana. Está en una celda de desintoxicación.

—¿A las diez de la mañana?

—Espérate a ver al fenómeno.

—Pasaré un momento por François de Sourdis e iré para allá. Quiero interrogarlo personalmente.

Colgó, con esperanza renovada. Ese trabajo de hormiga acabaría por dar resultado. Podrían reconstruir hasta el menor hecho o gesto de la víctima, hasta su último contacto con el asesino. Comprobó si había recibido las fotos de Duruy por SMS. Se encontró con varios retratos antropométricos. El joven punk no parecía muy cómodo. Mechones morenos hirsutos. Ojos carbonosos subrayados con kohl. Piercings en las sienes, las aletas de la nariz y las comisuras de los labios. Philippe Duruy presentaba un curioso sincretismo. Cincuenta por ciento punk. Cincuenta por ciento gótico. Cien por cien colgado de la música techno.

Entró en la ciudad y pasó junto a los muelles. El sol lucía de nuevo sobre la explanada de Quinconces. El cielo limpio tras el chaparrón relucía azul sobre los edificios aún brillantes de lluvia. Tomó el paseo Clemenceau, evitó el refinado barrio de Grands Hommes y luego se alejó del centro por la rue Judaïque. No pensaba en cómo orientarse, pues parte de ella misma, la parte refleja, le servía de GPS.

Una vez en la rue François de Sourdis, se dirigió rápidamente a su despacho y repasó los correos electrónicos. Había recibido el informe del coordinador de Identificación Judicial, el árabe guapo. Contenía una primicia: habían hallado en el fondo del foso unas partículas de un plancton específico, presente en la Costa Vasca. Y habían encontrado ese mismo producto orgánico en las uñas del amnésico, el vaquero del Pierre Janet.

Anaïs descolgó el teléfono con la esperanza de poder averiguar algo más. Un vínculo directo entre la escena del delito y el gigante. Dimoun solo pudo repetirle lo que ya había escrito y añadió a continuación:

—¿Conoce a un psiquiatra que se llama Mathias Freire?

—Sí.

—¿Es su perito en este caso?

—No contamos con ningún perito. Ni siquiera tenemos sospechoso. ¿Por qué?

—Me llamó anoche.

—¿Qué quería?

—Conocer los resultados de mis análisis.

—¿Los de la escena del delito?

—No. Los de las muestras del amnésico.

—¿Se los dio?

—¡Me dijo que llamaba de su parte!

—¿Le contó que también había plancton en el foso?

Dimoun no respondió. Más elocuente que una confesión. No estaba con el psiquiatra ni con el técnico. Cada uno iba a lo suyo. Todo vale en el amor y en la guerra.

Se disponía a colgar cuando el científico añadió:

—Tengo una cosa más para usted. Cuando ya le había enviado el informe, han llegado nuevos resultados. Una cosa en la que no creía en absoluto.

—¿Qué?

—Probamos una transmutación química en las paredes del foso. Es una técnica que permite recuperar marcas papilares, incluso sobre una superficie empapada.

—¿Han hallado huellas?

—Algunas. Y no son las de la víctima.

—¿Las han comparado con las del amnésico?

—Acabo de hacerlo. Tampoco son sus huellas. Hubo otro tipo que pasó por ese foso.

Un hormigueo por todo el cuerpo. «Un tercer hombre». ¿El asesino?

—¿Se las mando? —dijo Dimoun ante el silencio de Anaïs.

—Ya tendrían que estar aquí.

Colgó sin ni siquiera despedirse. La verdad es que se hallaba a años luz de cualquier estrategia de seducción. Ya no le interesaba eso. Solo le importaba la investigación. Antes de ir a la comisaría de la rue Ducau, llamó a Zakraoui, pues al llegar había visto que no se encontraba en su despacho.

—Zak, ¿alguna novedad?

—No. Sigo con los camellos. Algunos conocen a Duruy, pero nadie ha oído hablar de una droga tan pura. Y tú, ¿qué tal con el criador de toros?

—Ya te contaré. Hazme un favor. Pasa por el centro Pierre Janet y comprueba que el amnésico de la estación de Saint-Jean sigue allí. Avisa al psiquiatra, a Mathias Freire, de que pasaré por la tarde a interrogarlo de nuevo.

—¿Al psiquiatra o al amnésico?

—A los dos.