Soñó toda la noche con mataderos.

Unas naves oscuras, abiertas, dominadas por estructuras de zinc y de plomo. Abajo humeaban las carcasas. Los cuchillos se abatían sobre los lomos de los bueyes. Los regueros oscuros caían en las fosas colectoras. Las cabezas blancas se apilaban. Los cueros despellejados flotaban como capas. Los hombres cubiertos con gorra trabajaban con tesón. Sumidos en las sombras, despiezaban, cortaban y desangraban. Marcaron el ritmo de su sueño toda la noche.

Al despertar, se sorprendió al no verse cubierta de sangre.

Se duchó. Preparó café. Se instaló a la mesa de trabajo y releyó las notas de la noche anterior.

Se había descubierto el cuerpo decapitado de un toro la mañana del 13 de febrero en los pastos de la ganadería de Gelda, una dehesa de toros de lidia cercana a Villeneuve-de-Marsan. Anaïs felicitó a Zakraoui y le dijo que se fuera a dormir. Ella iría a interrogar personalmente al propietario. El policía pareció decepcionado, pero no insistió; al igual que los demás, no había dormido desde hacía veinticuatro horas.

Anaïs regresó a su casa. Llamó al ganadero para avisarle de que llegaría al día siguiente a primera hora. Luego consultó en internet los principales casos de mutilación de animales de los últimos años. El de mayor calado era una serie de actos criminales perpetrados contra caballos en Alemania, en los años noventa. Orejas cortadas, órganos genitales mutilados y ejecuciones a cuchillo. Según los artículos, varios sospechosos fueron detenidos, pero las agresiones prosiguieron. Durante la misma década hubo otros casos en Gran Bretaña y Países Bajos. Anaïs los examinó: no había relación alguna con su asesinato y nada que pudiera ayudarla en su investigación.

El otro gran caso era el de la cirugía furtiva. En los años ochenta fueron hallados en campos norteamericanos bovinos mutilados o despellejados con misteriosas técnicas. Cuando Anaïs comprendió que los principales sospechosos eran extraterrestres o los propios granjeros, abandonó esa pista.

A medianoche, aún no había conciliado el sueño y se sumergió en unos artículos acerca de la cría de los toros bravos. La alimentación. La vida cotidiana. La selección. Sus últimas horas en la plaza. Todo lo que aprendió confirmó lo que ya sabía: las corridas de toros eran una mierda. Unos animales aislados, marcados con un hierro al rojo vivo, cebados y a los que se enviaba a la lidia a los cuatro años, sin la menor experiencia de lucha, cuando un toro puede vivir hasta veinte años.

Hacia las dos de la madrugada, la despertó una llamada: se había dormido sobre el teclado. Longo había contactado a última hora de la tarde con un tal Hanosch, veterinario. Este recogió la cabeza del toro a las ocho de la tarde y se puso de inmediato manos a la obra. El hombre era perito judicial en casos de envenenamiento y contaminación del ganado. Hablaba atropelladamente y su nerviosismo era inquietante, pero Anaïs comprendió que aquel personaje febril iba a permitirle ganar un tiempo precioso.

Antes incluso de iniciar el estudio de la cabeza, el experto le extrajo sangre y envió una muestra al laboratorio de toxicología de los servicios de inspección cárnica. Ya tenía los resultados: la sangre del cerebro del animal contenía un potente anestésico, ketamina, utilizado para dormir al ganado. Había diversas marcas registradas que contenían esa molécula, pero el veterinario se inclinaba por el Imalgene, uno de los productos más utilizados para esos fines. Así que el asesino noqueó químicamente al monstruo antes de decapitarlo. A Anaïs no le sorprendió: los toros de lidia no son animales a los que uno pueda acercarse con facilidad.

Según el veterinario, el asesino pudo envenenar el alimento del animal o bien, y eso era más probable, utilizar un fusil hipodérmico, un material de uso muy extendido entre los veterinarios, bomberos y técnicos de parques zoológicos… Contrariamente, para adquirir el Imalgene se necesitaba una receta sellada por un facultativo y solo podía encontrarse en clínicas veterinarias. Una pista de peso. Habría que verificar las compras y prescripciones del producto en los departamentos de Aquitania durante las últimas semanas. Y comprobar igualmente los eventuales robos en clínicas veterinarias o en laboratorios productores.

En cuanto a la técnica de decapitación, se hallaban ante un verdadero profesional, según Hanosch. Había operado como un hombre del oficio, es decir, un cirujano o un carnicero. Primero hizo una incisión en la piel y los tejidos blandos, y luego insirió la hoja en la articulación atlanto-occipital y seccionó la médula espinal y el ligamento de esa región, debajo de la segunda cervical. Según el veterinario, esa maestría le había permitido cortar la cabeza con un simple escalpelo, sin dificultad. El asesino también cortó la lengua, aunque desconocía el motivo. Anaïs seguía tomando notas. Se dijo que el agresor había extraído el órgano para completar la belleza del cuadro: no era cuestión de que la lengua de su Minotauro colgara como la de un bovino sediento.

Poco a poco, las certezas se dibujaban ante sus ojos: el asesino ya no podía ser un colgado y tampoco un camello cualquiera. Menos aún el amnésico de la estación de Saint-Jean. Era un asesino loco, frío y racional. Un asesino de nervios de acero que se había preparado concienzudamente para llevar a cabo el sacrificio. No se trataba de un carnicero, ni de un ganadero ni de un veterinario, Anaïs estaba segura de ello. Simplemente había adquirido esos conocimientos para llevar a cabo su puesta en escena.

Se estremecía ante la idea de tener que enfrentarse a semejante adversario. De miedo o de excitación, no sabía distinguirlo. Sin duda ambas cosas a la vez. Tampoco olvidaba que, en la mayoría de las ocasiones, los asesinos psicópatas son detenidos porque cometen un error o porque un golpe de suerte echa una mano a la policía. No debía contar con que ese asesino fuera a cometer un error. Y en cuanto a la suerte…

Le dio las gracias al veterinario y quedó a la espera del informe escrito. Se acostó y durante varias horas nadó en la sangre de los animales. Esperó a las ocho de la mañana para ponerse en marcha. En esos momentos circulaba en dirección a Mont-de-Marsan.

Desde que había salido, no había parado de llover. El día apenas clareaba. Atravesaba extensiones de abetos, bosques de robles, pastos y viñedos dependiendo del relieve. No había nada que pudiera alegrarle el humor. Y, para acabar de arreglarlo, se había despertado con una fuerte gripe. Le dolía la cabeza, tenía sinusitis y la nariz tapada. Eso le pasaba por tumbarse en las viñas en plena noche, con el rostro empapado de lágrimas…

Descartó la A62 o la E05 y tomó la D651, que se dirigía directamente hacia el sur. Eso le daba tiempo para reflexionar. Sus limpiaparabrisas llevaban el compás de una suerte de marcha fúnebre. La carretera se dibujaba difusa bajo el restallido del chaparrón. En varias ocasiones se dijo que el asesino había recorrido ese mismo trayecto en sentido inverso, con su trofeo al lado, con la cabeza a cuestas.

Rodeó Mont-de-Marsan y se dirigió hacia Villeneuve-de-Marsan. Encontró una farmacia y se aprovisionó. Paracetamol. Descongestionante nasal. Antigripal… Compró también una Coca-Cola Zero en la panadería vecina para tomarse las pastillas. Lo remató a base de un jarabe para la garganta y pulverizaciones nasales.

Se puso en marcha de nuevo. A la salida de la ciudad, vio el letrero GANADERÍA DE GELDA a la derecha y tomó un camino de arena encharcado. No había un solo toro a la vista. No la sorprendió. El principio básico de la cría de toros de lidia es evitarles cualquier contacto con el hombre antes de llegar a la plaza. Con la finalidad de que sean más fieros y agresivos, y también para que estén más indefensos ante el torero.

Tendría que haber informado de su visita a la gendarmería, tanto para no herir susceptibilidades como para ponerse al corriente del caso. Sin embargo, prefería llevar a cabo el interrogatorio en solitario, sin ideas preconcebidas y con la mayor discreción. De la diplomacia se ocuparía más adelante.

Se adentró por un paseo bordeado de árboles cuyas ramas cuarteaban el cielo. Al final, a la derecha, apareció una casa con entramados de madera. Anaïs avanzó unos metros más y aparcó. Era la típica granja de las Landas. Un amplio patio de tierra enmarcado por grandes robles, una casa solariega en la que alternaban vigas negras y enlucidos blancos, con unas dependencias de paredes estucadas…

El conjunto transmitía sensación de nobleza, pero también de tristeza y precariedad. Décadas o siglos de penurias, sin los progresos o las comodidades modernas. Anaïs imaginaba el interior de la casona, sin calefacción ni agua corriente. Dibujaba un cuadro muy sombrío con una especie de resentimiento feroz.

Salió del coche y se dirigió hacia el edificio principal, cubriéndose con la capucha y esquivando los charcos. Un perro invisible se puso a ladrar. En el aire flotaba un olor a purines. Llamó a la puerta. No hubo respuesta.

Anaïs observó de nuevo los alrededores. Entre dos edificios distinguió una plaza de tientas. Allí no se selecciona a los toros, a los que nunca se lidia antes del gran día, sino a sus madres. Se las pica con la garrocha. Las vacas que reaccionan con más nervio son supuestamente las mejores reproductoras de toros bravos, como si existiera un gen de la agresividad.

—¿Es usted la policía que llamó anoche?

Anaïs se volvió y descubrió a un hombre de silueta delgaducha, oprimido en un anorak azul petróleo. Un auténtico peso pluma. Apenas cincuenta kilos para una estatura de metro setenta. Parecía a punto de salir volando a la menor ráfaga de viento. Le mostró la identificación de policía.

—Capitán Anaïs Chatelet, de la comisaría central de Burdeos.

—Bernard Rampal —dijo a su vez estrechándole la mano sin entusiasmo—. Soy el mayoral. El criador y conocedor.

—¿El conocedor?

—La genealogía de los animales. La cronología de los combates. La cría es, ante todo, una cuestión de memoria. —Se llevó el índice a la sien—. Todo está aquí.

La lluvia caía sobre su cabellera plateada sin penetrar en ella, como sobre el plumaje de un cisne. Su aspecto era en verdad sorprendente. Hombros de jockey. Rostro de chiquillo, pero ceniciento y muy arrugado. Su voz era acorde: débil y aguda. Anaïs había imaginado de otra manera a un ganadero de bestias que pesaban media tonelada. La virilidad del tipo debía de ser de otra naturaleza. Su profundo conocimiento del oficio. Su autoridad, sin la menor consideración moral o sentimental.

—¿Encontrará al cabrón que ha matado a mi toro?

—Sobre todo, ha matado a un hombre.

—Los hombres llevan toda la vida matándose entre ellos, pero ese cerdo ha matado a un animal indefenso. Y eso sí es una novedad.

—Y, sin embargo, a eso se dedica usted todo el año, ¿verdad?

El mayoral frunció el ceño.

—¿No será usted una de esas chaladas anticorridas?

—Voy a los toros desde que era niña.

Anaïs no precisó que cada vez que iba se ponía enferma. El rostro del mayoral se animó ligeramente.

—¿A quién pertenece esta ganadería?

—A un empresario de Burdeos. Un apasionado de la tauromaquia.

—¿Le ha avisado?

—Por supuesto.

—¿Cómo ha reaccionado?

—Como todos los de aquí. Está horrorizado.

Anaïs anotó el nombre y la dirección del empresario. Habría que interrogarlo, al igual que a todo el personal de la ganadería. No podía descartarse la hipótesis de un culpable intramuros. Pero los gendarmes ya debían de haberlo hecho.

—Sígame —dijo el hombre—. Hemos guardado el cuerpo en el granero, para el seguro.

Anaïs se preguntó qué iba a declarar el ganadero como siniestro. ¿Degradación del material? Entraron en un granero lleno de heno y barro. Hacía un frío polar. El olor del forraje húmedo quedaba cubierto por un fuerte relente orgánico. La peste a carne podrida.

El cadáver estaba en el centro del espacio, cubierto con una lona.

El hombre lo descubrió sin titubear. Se alzó una nube de moscas. El hedor se intensificó. Allí estaba el cuerpo negro. Enorme. Hinchado por la descomposición. A su mente volvieron las pesadillas de la noche: hombres sin rostro trabajando en un matadero, ganchos que alzaban las carcasas, relucientes como cuerpos adornados con cintas de terciopelo…

—El perito tiene que venir hoy. Luego lo enterraremos.

Anaïs no respondió. Se cubría la nariz y la boca con la mano. Aquella carroña colosal, decapitada, remitía a los sacrificios de los toros de la Antigüedad, que liberaban las fuerzas de la vida y propiciaban la fertilidad.

—Pobre desgraciado… —gimió el mayoral—. Un cuatreño. Estaba a punto de salir.

—Por primera y última vez.

—Decididamente, habla como esos militantes que nos joden todo el año.

—Lo tomo como un cumplido.

—Así que llevo razón. Tengo buen olfato para detectar a esos cabrones.

«Cambiar de rumbo». De lo contrario, no obtendría nada de ese interrogatorio.

—Soy policía —dijo con voz firme—. Mis opiniones solo me incumben a mí. ¿Cuánto pesaba este toro?

—Unos quinientos cincuenta kilos.

—¿Su campo era accesible?

—Los pastos de los toros nunca son accesibles. Ni desde la carretera ni desde la pista. Hay que ir hasta allí a caballo.

Anaïs rodeó el cuerpo del animal. Pensaba en el asesino. Para enfrentarse a semejante monstruo, había que estar muy decidido. El asesino, sin embargo, necesitaba imperativamente esa cabeza para su puesta en escena, así que no vaciló.

—¿Cuántos toros tienen en total?

—Unos doscientos aproximadamente, repartidos en varios campos.

—¿Cuántos vivían juntos en el campo de este?

—Unos cincuenta.

Sin apartarse la mano de la boca, Anaïs se acercó a la masa. El pelaje negro había adquirido un tono mate y frío. Parecía empapado de humedad. Ese cuerpo yaciente constituía el reflejo de la escena del foso de mantenimiento. Era el eco del sacrificio de Philippe Duruy. De la misma manera que Duruy representaba al Minotauro y a su víctima, ese toro decapitado representaba a la vez el dios soberano y la bestia a él sacrificada.

—En su opinión, ¿cómo cree que pudo llegar el agresor hasta el animal?

—Con un fusil hipodérmico. Lo inyectó y lo decapitó.

—¿Y los otros?

—Debieron de apartarse. El primer reflejo de un toro es huir.

Anaïs conocía esa paradoja. Un toro de lidia no es agresivo. Es su actitud de defensa, anárquica y desordenada, lo que da la impresión de hostilidad.

—¿Pudieron envenenarle la comida?

—No. En invierno, les damos heno y pienso. Un complemento alimentario. El suministro solo lo manipulan nuestros ganaderos. Y además los animales comen todos en el mismo comedero. Un fusil hipodérmico. No hay otra solución.

—¿Cuentan con una provisión de anestésico en la granja?

—No. Si hay que dormir a un animal, llamamos al veterinario. Y se trae su fusil y sus productos.

—¿Sabe de alguien que tenga un gran interés por los toros bravos?

—Varios miles. Vienen cada año a la feria.

—Me refiero a alguien que haya estado husmeando por sus campos. Algún merodeador.

—No.

Anaïs examinaba el cuello abierto del animal. Los músculos y la carne habían adquirido un color violáceo. Una cesta de moras. Unos minúsculos cristales los recubrían como lentejuelas.

—Hábleme de la muerte.

—¿Cómo dice?

—¿Cómo se mata al toro en la plaza?

El hombre adoptó un tono incuestionable:

—El torero le clava la espada al toro en la cerviz hasta la empuñadura.

—¿Cuánto mide la hoja?

—Ochenta y cinco centímetros. Hay que llegar a la arteria o a una vena pulmonar.

En un destello, Anaïs vio (y sintió) la hoja al hundirse en la envoltura negra, rasgando la carne y los órganos. Se vio a ella, de pequeña, aterrorizada en las gradas de piedra. Se echaba en brazos de su padre, que la protegía entre risas. «Cabrón».

—Antes de eso, sin embargo, los picadores le han cortado el ligamento de la nuca con la pica.

—Claro —confirmó él.

—Luego los banderilleros continúan la faena, abriendo más la herida y provocando la hemorragia.

—Si ya sabe las respuestas, ¿por qué me lo pregunta?

—Quiero hacerme una idea de las etapas de la muerte. Todo eso debe de provocar que sangre un montón, ¿verdad?

—No. Todo sucede en el interior del cuerpo. El torero tiene que evitar los pulmones. Al público no le gusta que el toro escupa sangre.

—Me sorprende. ¿La espada es el golpe de gracia?

—Me está usted empezando a cabrear. ¿Qué quiere, exactamente?

—El agresor podría ser un torero.

—Yo me inclinaría más por un carnicero.

—¿No son sinónimos?

El mayoral se dirigió hacia la puerta. La conversación había acabado. Anaïs había vuelto a fastidiar el interrogatorio. Lo alcanzó en el umbral. Había dejado de llover. Un sol tímido se filtraba en el patio y hacía resplandecer los charcos como espejos.

Debería haber tratado de arreglar la situación, pero no pudo evitar preguntar:

—¿Es verdad que los toros bravos nunca ven hembras? ¿Tener los cojones llenos los vuelve más agresivos?

Bernard Rampal se volvió hacia ella. Masculló, apretando los dientes:

—La tauromaquia es un arte. Y todas las artes tienen sus reglas. Unas reglas seculares.

—Me han explicado que en el campo se montan los unos a los otros. Tanto maricón en la plaza no es bueno para la fiesta, ¿verdad?

—Lárguese de mi casa.