—¿Está segura?

—Sin la menor duda. Es Patrick. Patrick Bonfils.

La enfermera se hallaba de pie frente a la mesa de su despacho, con las manos en las caderas. Myriam Ferrari. Treinta y cinco años. Un metro y setenta centímetros de altura. Ochenta kilos. Freire la conocía bien. Era tan sólida como sus colegas masculinos y con unos aires de niñera que eran de agradecer. Aún llevaba puesto el abrigo, y el bolso en bandolera. Había pedido hablar con Mathias Freire a primera hora de ese lunes.

Acababa de encontrarse con el vaquero amnésico en el pasillo de la unidad.

Al psiquiatra le costaba admitir semejante coincidencia.

—Soy vasca, doctor Freire. Mi familia vive en Guéthary, un pueblo de la costa, cerca de Biarritz. Voy allí todos los fines de semana. Mi cuñado tiene una tienda de ultramarinos cerca del frontón y…

—Continúe…

—Pues al llegar esta mañana lo he reconocido en el acto. Me he dicho: «¡Es Patrick!». Patrick Bonfils. Es un pescador muy conocido en el pueblo. Tiene su barca en el embarcadero.

—¿Ha hablado con él?

—Por supuesto. Le he dicho: «Hola, Patrick, ¿qué haces aquí?».

—¿Qué le ha respondido?

—Nada. En cierto sentido, era una respuesta.

Freire, con la vista baja, observaba los objetos sobre su mesa. El cuaderno. El bolígrafo. El Vidal, vademécum francés de los medicamentos. El Diagnostic and Statistical Manual, el libro estadounidense de referencia que clasifica los trastornos mentales. Esos objetos reflejaban la imagen de su escaso saber. De su propia impotencia.

Sin la ayuda del azar, ¿habría conseguido identificar a ese hombre?

—Cuénteme más sobre él —ordenó a la enfermera.

—No sé qué decirle.

—¿Tiene mujer? ¿Hijos?

—Mujer, sí. Vamos, una novia. No están casados.

—¿Sabe cómo se llama?

—Sylvie. O Sophie. No recuerdo. Trabaja en el café de la esquina del puerto. En la temporada alta. Ahora ayuda a Patrick a reparar las redes y esas cosas.

Freire tomaba notas. Pensó en el plancton hallado bajo las uñas del amnésico. Guéthary se hallaba en la zona donde crecía esa alga. «Patrick Bonfils». Subrayó el nombre.

—¿Cuánto tiempo hace que viven en Guéthary?

—No lo sé. Siempre los he visto allí. Bueno, nosotros llevamos cuatro años en Guéthary.

Conociendo la identidad del hombre, podría devolverlo despacio a su personalidad originaria. Luego, podría concentrarse en el trauma. «Lo que vio en la estación».

—Le estoy muy agradecido, Myriam —dijo al ponerse en pie—. Esta información nos será de gran ayuda para curar a… Patrick.

—Si me permite, ándese con cuidado… Parece un poco… trastornado.

—No se preocupe. Trabajaremos en varias etapas.

La enfermera se marchó.

Freire, que seguía de pie, releyó las notas y pensó que, muy al contrario, no había tiempo que perder. Cerró la puerta del despacho y descolgó el teléfono. Llamó a información y obtuvo el número de Patrick Bonfils, en Guéthary.

Después de tres tonos, respondió una voz femenina.

El psiquiatra fue al grano:

—¿Sylvie Bonfils?

—No me apellido Bonfils. Me llamo Sylvie Robin.

—Pero ¿es usted la compañera de Patrick Bonfils?

—¿Quién es usted?

La voz oscilaba entre la esperanza y la inquietud.

—Soy el doctor Mathias Freire, psiquiatra del centro Pierre Janet, en Burdeos. Hace tres días ingresé a Patrick Bonfils en mi unidad.

—Válgame Dios…

Se le estranguló la voz. Mathias percibió un ligero silbido. La mujer lloraba, de una manera extraña, aguda, continua.

—Señora…

—Estaba tan preocupada… —sollozó—. No tenía noticias de él.

—¿Cuándo desapareció?

—Hace seis días.

—¿No denunció su desaparición?

No hubo respuesta. El silbido, de nuevo.

Prefirió empezar de cero.

—¿Es usted la compañera de Patrick Bonfils, pescador de Guéthary?

—Sí.

—¿Cómo desapareció?

—El miércoles pasado. Fue al banco.

—¿En Guéthary?

Ella se rió entre sus lágrimas.

—Guéthary es un pueblo. Se fue a Biarritz, en nuestro coche.

—¿Qué modelo de coche?

—Un Renault, un modelo antiguo.

—¿Cuándo empezó usted a preocuparse?

—Pues… de inmediato. En primer lugar, quería saber qué había ocurrido en el banco. Tenemos algunos problemas. Problemas graves…

—¿Deudas?

—Un préstamo. Para la barca. Lo hicimos… Ya se imagina… La pesca cada vez da menos y encima tenemos un montón de impuestos. Las reglas cambian continuamente. Y luego están los españoles, que nos lo roban todo. ¿No ve usted las noticias en la tele?

Mathias tomaba notas con pulso nervioso en el cuaderno.

—¿Qué pasó?

—Nada. No volvió en todo el día. Llamé al banco. Lo habían visto. Fui al puerto. A los bares que frecuenta.

—¿Patrick bebe?

Sylvie no respondió. Era una manera de confirmarlo. Freire seguía escribiendo. Patrick Bonfils era un caso de manual. Bajo la presión de los problemas económicos, el hombre se desprendió de su identidad como si fuera un abrigo demasiado pesado. Luego tomó un tren, en dirección a Burdeos. Pero, en tal caso, ¿qué papel desempeñaba el trauma de la estación? ¿Hubo tal trauma? ¿De dónde procedían el listín telefónico y la llave inglesa?

—¿Y luego?

—Por la noche, fui a la gendarmería. Emitieron un aviso de búsqueda.

Los gendarmes no debieron de precipitarse tras la pista de un pescador alcohólico. Y, de todas formas, el aviso de búsqueda no llegó hasta la Gironda.

—¿Es la primera vez que desaparece?

—Eh… sí. Patrick siempre llega tarde. Siempre tiene la cabeza en otro sitio. Pero nunca me había hecho algo así.

—¿Cuánto hace que viven ustedes juntos?

—Tres años.

Hubo un silencio. Sylvie preguntó con timidez:

—¿Cómo está?

—Bien. Simplemente tiene un problema de memoria. Creo que, bajo la presión de sus problemas actuales, su mente… ha sufrido un cortocircuito. Patrick se ha visto bruscamente sumido en una amnesia. Su inconsciente ha tratado de borrar el pasado para empezar de nuevo.

—¿Empezar de nuevo? ¿Qué quiere decir?

Sylvie parecía asustada. Freire se había expresado con la ligereza de un tanque.

—No ha querido huir de usted —matizó—. Son las deudas y las dificultades de su oficio las que le han obligado a escapar de sí mismo…

Silencio al otro extremo de la línea. Freire no insistió. Además, quizá no fuera la verdad. Había otra opción. Patrick fue al banco. Se entretuvo. Bebió. Tomó el tren a Burdeos… Luego vio «algo». Ese choque aniquiló su memoria. El vaquero se refugió en el taller de engrase, con la mente en blanco.

—¿Puedo ir a visitarlo?

—Por supuesto, pero espere a que vuelva a llamarla esta mañana.

Freire se despidió de la mujer. Eran las nueve y media. Los informes de las admisiones, que estudiaba cada mañana, tendrían que esperar. Cerró su despacho, avisó a la secretaria de que se ausentaba y se dirigió a la sala de terapia artística. Estaba seguro de que encontraría allí al hombre del Stetson.

Mathias echó mano de su manojo de llaves y atravesó la unidad. Apresurado, repartió algunos saludos sin detenerse. Como había previsto, Bonfils estaba allí. Hoy había optado por el taller de escultura. Trabajaba en una especie de máscara primitiva de arcilla.

—Hola.

Una sonrisa le iluminó el rostro, dejando al descubierto las amplias encías.

—¿Cómo te encuentras?

—Muy bien.

Freire se sentó y comenzó con tacto:

—¿Has pensado en lo que me contaste ayer?

—¿Te refieres a… mis recuerdos? Ya no estoy muy seguro. Esta mañana me ha venido a ver una mujer. Me ha llamado Patrick y…

Calló, sin apartar la vista de su escultura. Tenía el aspecto de un evadido al volver a la cárcel. Tragaba saliva sin cesar. Le temblaba la glotis.

Mathias optó por la vía directa:

—He hablado con Sylvie.

—¿Sylvie?

El gigante le miró fijamente. Las pupilas se le habían dilatado como las de un animal nocturno. En la noche de su mente ahora veía con claridad. Freire había previsto una sesión progresiva en la que guiaría al amnésico a buen puerto. Comprendió, al verlo, que el mecanismo de la memoria ya se había puesto en marcha. Patrick Bonfils empezaba a ser él mismo de nuevo. Había que acelerar el movimiento.

—Voy a llevarte a casa, Patrick.

—¿Cuándo?

—Esta tarde.

El vaquero movió la cabeza lentamente. Dejó la arcilla y contempló su obra inacabada. Ya se había emitido su billete. Ya no tenía manera de escapar. Desde el punto de vista psiquiátrico, Freire confiaba plenamente en ese regreso al País Vasco. Bonfils, con el apoyo de su mujer y de su entorno, recobraría su propio yo.

Ahora a Mathias le preocupaba otra cosa. Al recobrar la memoria, el fugado a menudo olvida la personalidad que ha inventado. Freire temía que Patrick borrara también lo que había visto en la estación. Pero no podía volver a hablarle de Pascal Mischell.

Freire se puso en pie y le apoyó amistosamente la mano sobre el hombro.

—Descansa. Vendré a buscarte después de comer.

El hombre del Stetson asintió. Era imposible saber si se alegraba de esa perspectiva o si, por el contrario, le preocupaba. Freire regresó a la carrera a su despacho. Puertas. Llaves. Mesas y camas fijadas en el suelo. Siempre ese sentimiento de ser un carcelero de almas.

Pidió a la secretaria que fuera a comprar los periódicos del lunes y luego llamó de nuevo a Sylvie para anunciarle su regreso. La mujer parecía aturdida.

Freire concluyó con grandilocuencia:

—El camino más corto para que Patrick vuelva a ser él mismo es usted.

Convino con ella encontrarse hacia las tres de la tarde en el puerto de Guéthary y colgó. Avanzaba a tientas. Jamás se había enfrentado a una situación semejante. Por un instante, estuvo tentado de llamar a la capitán Chatelet para darle la noticia. Luego recordó que se habían despedido a malas. Recordó sobre todo que le había mentido al técnico de Identificación Judicial. ¿Sería eso un delito?

Había otro problema. Anaïs iba a recibir esa noche los resultados de los análisis que él había obtenido en primicia. La presencia del plancton en las manos del vaquero y en el foso reforzaba su perfil de sospechoso. ¿Iba a detenerlo? Sería mejor llevarse a Patrick cuanto antes. En el peor de los casos, tendrían que ir a buscarlo a Guéthary. Mientras, Patrick dispondría de uno o dos días para familiarizarse de nuevo con su yo de origen…

La secretaria llamó a la puerta y entró acto seguido con la prensa regional: Sud-Ouest, La Nouvelle République des Pyrénées, La Dépêche, Le Journal du Médoc… Mathias echó un vistazo a las portadas. Los titulares estaban dedicados a la niebla que se había cernido sobre la Gironda el fin de semana. La lista de los accidentes relacionados con el fenómeno ocupaba la mitad de la página.

Se evocaba también, sin tanto realce, el «hallazgo de un indigente fallecido en la estación de tren de Saint-Jean, muerto de frío». Freire apreció la proeza. No sabía cómo se las había apañado la policía, pero había logrado neutralizar ese crimen espectacular. Sin duda era un movimiento estratégico, pero contribuía a la discreción de la investigación.

En cuanto a Bonfils, solo merecía los honores de las páginas centrales, consagradas a Burdeos y a la actualidad local. Se hablaba de un hombre hallado en la estación la noche del 12 al 13 de febrero, que padecía un trastorno mental y había sido trasladado inmediatamente al centro Pierre Janet.

Freire dobló los periódicos. Con un poco de suerte, ni siquiera recibiría una llamada de la prensa acerca de su nuevo interno. Miró el reloj. Las diez. Cogió el montón de expedientes de las admisiones del lunes. Disponía de la mañana para ocuparse de esos casos, efectuar la visita cotidiana a su unidad y atender las consultas. Después de todo ello, se marcharía al País Vasco, en compañía de Patrick Bonfils y sus verdades sumergidas.