—El Château Lesage es un cru bourgeois superior, de Listrac-Médoc, una de las seis denominaciones comunales del Médoc…
Anaïs tenía frío. La sala de las cubas, unos altos silos cromados alineados como sarcófagos, era un templo de las corrientes de aire. Se alegró de no haberse quitado la cazadora para la visita. También estaba contenta, como de costumbre, por su aspecto de chusma al lado de los demás miembros del club.
—Nuestro viñedo tiene una larga historia puesto que nuestras cepas ya existían aquí en el siglo XV…
El grupo avanzaba lentamente por la sala, escuchando el discurso del propietario y reflejándose en las paredes plateadas de las cubas. Cada domingo por la tarde, Anaïs visitaba un nuevo viñedo, pues era miembro de un club de degustación que recorría las bodegas bordelesas.
Cada vez se preguntaba por qué se había inscrito y por qué, irresistiblemente, acudía a esas tristes veladas. ¿No preferiría cenar en el sofá viendo una de esas series de televisión que le encantaban? O, esa misma noche, ¿no debería haber estudiado los elementos simbólicos del mito del Minotauro? ¿O las redes del tráfico de heroína en Europa?
No se lo había planteado siquiera. A las ocho de la tarde, como todos los domingos, se había dirigido a la bodega. En cuanto a la investigación, aquella tarde no había aportado nada nuevo. Jaffar había peinado el mundo de los indigentes, sin resultado alguno. Le Coz trabajaba en una biografía pormenorizada de Philippe Duruy, pero un domingo por la tarde era prácticamente imposible lograr avanzar. Conante había acabado de visionar las grabaciones de las cámaras de vigilancia de la estación, sin hallar rastro del cliente, y luego se había puesto con las de los barrios en los que se movían los colgados. No había tenido noticias de Zak. El hombre parecía haberse perdido tras la pista de los ganaderos de toros.
Por su lado, había llamado de nuevo al Fort de Rosny. Esta vez había dado con un especialista en archivos, una auténtica memoria viva del crimen. No tenía recuerdo alguno de un crimen mitológico. Ningún ejemplo de puesta en escena tan macabra. Ni en Francia, ni en Europa. Después de hablar por teléfono con cada uno de sus hombres, dio asueto a su tropa y los citó al día siguiente, a primera hora, en el despacho.
Al salir de la comisaría de policía, se cruzó con Deversat, comisario principal, que le habló muy claro. Iban a silenciar el caso a los medios de comunicación. No se designaría juez antes de seis días. Anaïs tenía las manos libres para llevar la investigación como mejor creyera. Sin embargo, tenía que tener presente que todos los políticos, poderosos y cargos electos de Gironda la tenían en el punto de mira. Anaïs le agradeció su confianza y partió con aire despreocupado; en realidad, el estrés empezaba a estrujarle el estómago como una esponja.
—En noviembre, trasvasamos los vinos a las barricas y se lleva a cabo la fermentación maloláctica. La crianza en barrica es de doce a trece meses…
Anaïs se estremeció otra vez. Esa sensación le hizo pensar en sus brazos y cicatrices. Siempre tenía la impresión de que estaban desnudos, a la vista, temblorosos. No había tejido ni material que pudiera mitigar ese frío. Surgía «de dentro».
—No tratamos de hacer vinos con demasiada madera. Nuestro objetivo es lograr un vino equilibrado en el afrutado, la acidez y el alcohol. Son vinos redondos, agradables y sobre todo de gran frescor…
Anaïs ya no estaba allí. Estaba en el fondo de su cuerpo. En el fondo de su sufrimiento. A su pesar, se agarraba los brazos y ya pensaba en lo peor. «No lo voy a aguantar…» Le temblaban las piernas. Su cuerpo se agitaba. A la vez, se sentía petrificada. Durante sus ataques de angustia, podía caer al suelo o desplomarse en un banco y no moverse durante horas. Era una parálisis. Una presa de un terror que le provocaba un sudor helado.
—Ahora cataremos nuestra cosecha de 2005, que fue un año excelente en Médoc. Hoy solo podremos atisbar lo que esta cosecha puede llegar a ser dentro de unos años. No se lo voy a ocultar, esta cata es prematura. Hemos tomado una muestra de la barrica y…
El grupo se adentraba en los sótanos del castillo. Ante la escalera, Anaïs vaciló, pero decidió seguir moviéndose. Con esfuerzo, logró descender los peldaños. Olía a moho. El trabajo intrínseco de la fermentación. Le gustaba el vino, pero siempre le hacía pensar en su padre. En ese campo, su padre se lo había enseñado todo. A catar. A degustar. A coleccionar. Cuando se rasgó el velo, debería haber renunciado a todo cuanto tenía algo que ver, de lejos o de cerca, con su mentor. Pero precisamente eso no. Su padre se lo había robado todo. No iba a robarle también eso.
—Lo repito, es algo pronto para degustarlo…
Súbitamente, Anaïs se volvió sobre sus talones y abandonó el cortejo. Ascendió la escalera y tropezó varias veces. Corrió a través de la sala de las cubas, frotándose aún los brazos. Salir. Respirar. Gritar. Su reflejo deforme, horrible, pasaba sobre las paredes abombadas. Sentía que los recuerdos acudían a su mente. La oleada de atrocidades que iba a estallar en el fondo de su cabeza. Como todas las veces.
Tenía que llegar al patio, a la noche, al cielo.
La plaza del castillo estaba desierta. Aminorando el paso, dejó atrás los edificios de las bodegas y se dirigió hacia los viñedos. Todo era azul. La tierra y el cielo habían cobrado colores lunares. La tierra de grava parecía dibujar caminos de ceniza sobre los que se retorcían las cepas.
El vino…
El padre…
Sus labios escupían vapor que se fundía con la gasa plateada que se alzaba desde la tierra. Allí los cerros descendían hacia el estuario de la Gironda. Siguió la pendiente. Sentía rodar los guijarros bajo las botas. Las ramas y los tutores le arañaban los tejanos, como si quisieran hacerle daño.
El vino…
El padre…
Se tumbó entre los plantones y dio rienda suelta, por fin, a sus recuerdos. Hasta el fin de la adolescencia, solo había habido un hombre en su vida. Su padre. Era normal en el caso de una cría que había perdido a su madre a los ocho años. Lo que no era tan normal era que su padre no tuviera otra mujer que su hija. Ambos formaban una pareja perfecta, platónica, fusionada.
«El padre modelo». Era él quien la ayudaba con los deberes. Él quien iba a buscarla al centro de hípica. Él quien la llevaba a la playa de Soulac-sur-Mer. Él quien le hablaba de su madre chilena, que se marchitó en la clínica como una flor ahogada en un invernadero. Él siempre estaba allí. Siempre presente. Siempre perfecto…
A veces, Anaïs sentía un vahído. Inexplicable. Le daban ataques de angustia y una oleada de terror la cubría a pesar de hallarse junto a su padre. Como si su cuerpo supiera algo que escapaba a su conciencia. ¿Qué era?
Obtuvo la respuesta el 22 de mayo de 2002.
En la primera página del Sud-Ouest.
El artículo se titulaba: «Un torturador en nuestros viñedos». Curiosamente, lo había redactado un periodista de la televisión. El autor acababa de ver un documental programado por el canal Arte acerca del papel desempeñado por los militares franceses en las dictaduras sudamericanas de los años setenta. Entre quienes formaban parte había también activistas de extrema derecha, veteranos de la Organización del Ejército Secreto y antiguos agentes secretos del Servicio de Acción Cívica creado en tiempos de De Gaulle. Hubo otros franceses que participaron directamente en la represión. En Chile, un reconocido enólogo desempeñó un papel primordial en las actividades de los escuadrones de la muerte. El hombre nunca se había ocultado. Jean-Claude Chatelet, originario de Aquitania. Especialista en vino de día. Especialista en sangre de noche.
En cuanto se publicó el artículo, el teléfono del domicilio no dejó de sonar. La noticia corrió como la pólvora. En la facultad, murmuraban a su paso. Por la calle, no le quitaban la vista de encima. El documental se emitió en Arte. La verdad vio la luz. El filme mostraba un retrato de su padre, más joven, menos apuesto que el que ella conocía. «Un personaje clave en la práctica de la tortura en Santiago». Unos testigos recordaban su esbelta silueta, su cabello ya canoso, sus ojos claros… y su famosa renquera, tan reconocible. Jean-Claude Chatelet siempre había cojeado, una reliquia de un accidente ecuestre en su infancia.
Los torturados evocaban su voz suave y sus aterradoras prácticas. Descargas eléctricas, mutilaciones, enucleaciones, inyecciones de aceite de alcanfor… El Cojo, como le apodaban, era conocido por una especialidad: eliminaba a los prisioneros inútiles introduciéndoles una serpiente viva en el gaznate. Otros testigos, militares, explicaban lo mucho que Chatelet, joven discípulo del general Aussaresses, destinado en Argentina, había aportado a los equipos…
Anaïs vio el programa en casa de una amiga. Aturdida. Aquella noche perdió la voz. Los días siguientes se multiplicaron los artículos en la prensa local. Frente a los ataques, su padre se refugió en el silencio y el agua bendita: siempre había sido católico practicante. Anaïs, en estado de choque, hizo las maletas. Tenía veintiún años y contaba con un capital heredado de su madre, unas tierras vendidas en Chile cuyos beneficios invertidos le correspondían solo a ella.
Se instaló en un piso de dos habitaciones en la rue Fondaudège, arteria comercial del centro de la ciudad, y no volvió a ver a su padre. No dejaba de pensar en las palabras de los testigos que describían al Cojo. Sus palabras. Sus gestos. Sus manos.
Esas manos que habían aplicado la punta eléctrica de la picana. Que habían cortado, seccionado y mutilado carne humana. Esas eran las manos que la lavaron cuando era un bebé. Que la acompañaron a la escuela. Que la protegieron de todo y contra todo.
En el fondo, siempre lo había presentido. Como si su propia madre, enclaustrada en su locura, le hubiera murmurado mentalmente su secreto: se había casado con el diablo. Y ahora, Anaïs era la hija de ese diablo. Su sangre estaba maldita.
Poco a poco, recuperó la voz y también una vida normal. Facultad de Derecho. Licenciatura. Escuela Nacional Superior de Oficiales de Policía. A la salida de la escuela de policía, Anaïs pidió un mes de libre disposición. Se fue a Chile. Hablaba español con fluidez, eso también corría por sus venas. No tuvo que buscar mucho para dar con las huellas de su padre. El Serpiente, como también era conocido, era una celebridad en Santiago. En un mes, dio por concluida su investigación. Reunió indicios, testimonios y fotos. Lo suficiente para lograr la extradición de su padre de Francia a Chile. O, por lo menos, para apoyar las denuncias de los exiliados chilenos en Francia.
Sin embargo, no se puso en contacto con jueces, abogados ni denunciantes. Regresó a Burdeos. Abrió una caja de seguridad en un banco y guardó allí su expediente. Al cerrar la caja metálica, sopesó la ironía de la situación: esa primera investigación criminal era su bautismo como policía. Pero lo había perdido todo. La infancia. Los orígenes. La identidad. Su futuro era, a partir de ese instante, una página en blanco por escribir.
Anaïs se puso en pie entre los plantones de cepas. El ataque había pasado. Como siempre, llegaba a la misma conclusión. Tenía que echarse novio. Era lo que más necesitaba. Un hombre entre cuyos brazos aquellos recuerdos, traumas y angustias ya no pesarían. Se secó las lágrimas, se sacudió el polvo de las rodillas y remontó la ladera de cepas. «Un hombre en su vida». No pensaba en el coordinador de la policía técnica y científica, el árabe encantador, ni en los zombis que la aguardaban en internet.
Pensaba en el psiquiatra.
El intelectual apasionado, en su biblioteca de madera barnizada.
Quiso abandonarse a sus ensoñaciones, pero el recuerdo de Freire la llevó de nuevo al asesinato. Echó un vistazo al móvil. Ningún mensaje. Tenía que dormir unas horas. Retomar la investigación al alba. Para ella, ya había empezado la cuenta atrás.
Llegó al coche. Ya no sentía el frío, solo la quemazón de sus ojos por haber llorado demasiado. Y un sabor a agua marina en la garganta.
Al abrir la puerta, sonó el móvil.
—¿Diga?
—Soy Zak.
—¿Dónde diablos te habías metido?
—En el sur. He encontrado el toro.