Las nueve de la noche.

Por fin había acabado la guardia. De regreso a casa, Mathias Freire pensaba en el hombre del Stetson y en el Minotauro. Desde la visita de Anaïs Chatelet, no dejaba de darle vueltas a la relación que quizá existía entre los dos asuntos. A lo largo de toda la tarde atendió las visitas sin dejar de rumiar esas preguntas. ¿Qué relación había entre Mischell y el asesinato? ¿Qué vio exactamente el amnésico? Lamentó no haber aceptado la propuesta de la policía. No veía manera de avanzar en el caso del vaquero.

Al meter la llave en la cerradura de la puerta de su casa, le vino a la cabeza una idea. Se tiraría un farol. Encendió la lámpara del salón y se conectó a internet. Dio fácilmente con la dirección del laboratorio de la policía científica más cercano a Burdeos, el 31, situado en Toulouse. Se preguntó si sería uno de los equipos que habían trabajado en el caso del amnésico y habían tomado las muestras de las manos de Mischell. Si era así, los mismos tipos estarían trabajando en el caso del Minotauro.

La mejor manera de averiguar más era llamar.

Pudo hablar con el funcionario de guardia. Se presentó como el perito psiquiatra del sospechoso en el caso del cadáver de la estación de Saint-Jean. La persona que lo atendió al teléfono había oído hablar de ello y esa misma mañana se había enviado material suplementario para llevar a cabo unos análisis.

Freire había acertado. El mismo equipo se había ocupado de la toma de muestras del desconocido, la noche del 13 de febrero, y luego en la escena del crimen la noche del día siguiente. Una simple coincidencia: los técnicos ya se hallaban en Burdeos ocupados en otro caso.

—¿Podría proporcionarme el número de móvil del jefe del equipo?

—¿Quiere decir el del coordinador?

—El del coordinador, eso es.

—No es el procedimiento reglamentario. ¿Por qué no llama el oficial de la policía judicial que lleva el caso?

—¿Anaïs Chatelet? Me ha dicho ella que le llamara.

El nombre dio en el blanco. Al dictarle el número, el tipo añadió:

—Se llama Abdellatif Dimoun. Aún está en Burdeos. Trabaja con un laboratorio privado. Quería estar sobre el terreno cuando llegaran los resultados.

Freire le dio las gracias, colgó y marcó los ocho números.

—¿Diga?

El médico repitió su embuste del perito psiquiatra, pero Abdellatif Dimoun no era ningún pardillo.

—Solo le daré los resultados al capitán al cargo de la investigación, así como una copia al juez en cuanto sea designado.

—Mi paciente es amnésico —respondió Freire— y estoy tratando de que recupere la memoria. Hasta el menor detalle o el menor indicio pueden serme de utilidad.

—Lo entiendo, pero tendrá que hablar con Anaïs Chatelet.

Freire fingió no haber oído.

—Según el informe, han encontrado partículas de polvo en…

—No insista, amigo. Mañana a primera hora le enviaré el informe a Chatelet. Ya lo hablará con ella.

—Podemos ganar tiempo. A primera hora de la mañana tengo una sesión de hipnosis con mi paciente. ¡Si me lo cuenta por teléfono me permitirá ganar un día!

El técnico no respondió. Titubeaba. A todo el mundo le horrorizaba el papeleo. Freire se aprovechó de su ventaja.

—Resúmame los resultados. Según mi paciente, que comienza a recuperar la memoria, las partículas halladas bajo sus uñas podrían ser polvo de ladrillo.

—En absoluto.

—Y ¿qué son?

—Una especie fitoplanctónica.

—¿Cómo dice?

—Plancton marino. Un microorganismo que se encuentra en el litoral atlántico francés, más bien al sur. En la Costa Vasca.

Freire pensó en las fabulaciones de Mischell acerca de Audenge, de Cap Ferret, de Marsac, un pueblo imaginario próximo a la Isla de los Pájaros. Deformaciones y variaciones respecto a su verdadero origen: «el País Vasco».

—¿Ha podido identificar ese plancton?

—Hemos tenido que recurrir a los especialistas del Ifremer, el Instituto de Investigación de la Explotación del Mar, y a los del Conservatorio del Litoral. El plancton forma parte de los dinoflagelados, el Mesodinium harum. Según las personas con las que he hablado, es un fitoplancton raro. Pertenece a la flora submarina de la cornisa vasca.

Mathias lo anotó en un cuaderno y prosiguió; el tema estaba candente.

—¿Han encontrado alguna otra cosa?

El científico titubeó y acto seguido admitió:

—Lo que interesará a los polis es que hemos encontrado ese plancton en otro sitio.

—¿Dónde?

—En la escena del delito. En el fondo del foso de mantenimiento. Nuestros programas han establecido una correspondencia entre las muestras del tipo y las del foso.

Freire digirió la noticia en silencio. Anaïs Chatelet llevaba razón: el amnésico había visto el cadáver. Tal vez más, incluso…

—Gracias —concluyó—. De momento, no tendré en cuenta ese hecho en mi sesión de hipnosis. La investigación policial corresponde a la policía.

—Por supuesto —dijo el técnico en tono comprensivo—. Buena suerte.

Mathias colgó. Con caligrafía nerviosa, resumió los elementos de la conversación. El plancton marino señalaba la Costa Vasca. Quizá indicaba también un oficio marinero. Hasta entonces, estaba convencido de que Mischell ejercía un trabajo manual, al aire libre. «¿Pescador?» Subrayó la palabra varias veces.

El plancton, sin embargo, también establecía un vínculo directo entre Mischell y el cadáver. Freire levantó el bolígrafo: súbitamente tuvo la impresión de que ese vínculo era la soga que iba a apretarse alrededor del cuello de su paciente…

Al mismo tiempo, no podía deshacerse de su convicción como médico: el vaquero era inocente. Quizá sorprendió al asesino. Quizá se peleó con este, en el fondo del hoyo, armado con su listín telefónico y su llave inglesa. A fin de cuentas, podía tratarse de la sangre del asesino…

Como si esa conclusión condujera a otra idea, Freire se puso en pie y se dirigió a la cocina. Sin dar la luz, se situó frente a la ventana y observó la calle oscura.

Los hombres de negro no estaban allí.