Unos largos edificios de madera cenicienta, estilo Bahamas, daban acceso al campo de golf. Estructuras de alerce, tablillas y tejado de cedro rojo. Los montículos verdes rodeaban esas líneas grises como complemento.
Anaïs estacionó en el aparcamiento, deslizando su Golf entre todoterrenos Porsche Cayenne y Aston Martin. Al salir de su cacharro, tuvo ganas de escupir sobre esas relucientes carrocerías o de romper un par de retrovisores. Odiaba el golf. Odiaba a la burguesía. Odiaba Burdeos. Se preguntaba por qué había vuelto. Pero era bueno alimentar su odio. Alimentarlo como a una fiera salvaje. Esa energía negativa la mantenía en pie.
Fue andando hasta el Club House. Al cruzar el umbral, imaginó que se encontraba de repente de frente con su padre. Siempre tenía en cuenta esa eventualidad. Otra razón que debería haberla alejado de esa ciudad.
Echó un vistazo a los salones y a la tienda de equipamiento deportivo. No había ningún rostro familiar. En esos entornos privilegiados también temía que la reconocieran como la hija de Chatelet. Nadie en las altas esferas de Burdeos había olvidado el escándalo asociado a ese apellido.
Fue al bar. Estaba sorprendida de que, con sus tejanos y sus botas de punta metálica, nadie la hubiera echado aún a la calle. Los golfistas (hombres, en su mayoría) se hallaban acodados a la barra de madera barnizada. Todos vestían el uniforme reglamentario. Pantalones a cuadros. Polos de malla ceñida. Zapatos de clavos. Las marcas destacaban de manera obscena. Ralph Lauren. Hermès. Louis Vuitton…
Se presentó al barman, mostró discretamente su identificación y explicó el motivo de su visita. El hombre avisó al jefe de los caddies, un tal Nicolas, según la chapa que lucía en su jersey verde. El doctor David Thiaux se hallaba en pleno recorrido. Anaïs salió con el caddie. Cuando se disponían a tomar un cochecito, la avisaron de que el médico acababa de regresar al vestuario. Anaïs se hizo guiar hasta allí.
—Aquí es —dijo Nicolas al detenerse frente a una villa de madera situada al pie de un cerro—. Pero es solo para hombres.
—Acompáñeme.
Entraron en la guarida de los machos. Chisporroteos de las duchas, guirigay de voces graves, efluvios de sudor y perfume. Algunos se vestían de pie ante su taquilla con puerta de madera. Otros salían de la ducha, chorreando, con las vergas a media asta. Y los había también que se peinaban o se untaban de gel hidratante.
Anaïs tuvo la impresión de penetrar, físicamente, en el reducto de la omnipotencia masculina. Allí debía de hablarse de dinero, poder, política y victorias deportivas. Y por supuesto de sexo. Todos debían de hablar de sus amantes, de sus proezas y de sus satisfacciones, igual que hablaban de sus resultados en el green. De momento, nadie le prestaba atención a ella.
Se dirigió a Nicolas:
—¿Dónde está Thiaux?
El caddie señaló a un hombre que acababa de abrocharse el cinturón. Alto, robusto, canoso y alrededor de la cincuentena. Anaïs se acercó y fue presa de un nuevo azoramiento. El tipo se parecía a su padre. La misma cara ancha, bronceada y magnífica. El mismo careto de terrateniente acaudalado, al que le gusta sentir sus tierras bajo los pies.
—¿Doctor Thiaux?
El hombre sonrió a Anaïs. Su malestar se acrecentó. Los mismos ojos de iceberg, que solo ofrecían su transparencia para hundir a quien tenían delante.
—Soy yo.
—Anaïs Chatelet. Capitán de la policía de Burdeos. Desearía hablarle de Philippe Duruy.
—Philippe, por supuesto, sé a quién se refiere.
Apoyó el talón en el banco para atarse el zapato. Parecía indiferente a la agitación y al jaleo que lo rodeaban. Anaïs dejó transcurrir unos segundos.
El hombre se puso el segundo zapato.
—¿Tiene algún problema?
—Ha muerto.
—¿Sobredosis?
—Exactamente.
Thiaux se incorporó y movió la cabeza lentamente, con fatalismo.
—La noticia no parece sorprenderle.
—Con lo que se metía por las venas, no hay de qué sorprenderse.
—Usted le recetó buprenorfina. ¿Intentaba dejarlo?
—Tenía temporadas. En su última visita, tomaba cuatro miligramos del fármaco. Parecía bien encaminado, pero yo no tenía muchas esperanzas. Y la prueba…
El médico se puso el loden.
—¿Cuándo vio a Philippe por última vez?
—Tendría que consultar mi agenda. Debe de hacer un par de semanas.
—¿Qué sabe acerca de él?
—No mucho. Venía al ambulatorio a buscar su receta mensual. Dejaba el perro fuera y no contaba su vida.
—¿Al ambulatorio? ¿No le visitaba en la consulta?
Se abrochó los botones de madera y cerró la bolsa de deporte.
—No. Atiendo una consulta todos los jueves, en el barrio de Saint-Michel, en un centro médico-psicológico.
A Anaïs le costaba imaginar a aquel burgués recibiendo en su consulta a un tipo de los barrios bajos tan sucio como Philippe Duruy. Aún le costaba más visualizarlo en una sala de PVC, esperando a los marginados del barrio.
Él pareció leerle el pensamiento.
—Le sorprende que un médico como yo pueda pasar visita en un ambulatorio, ¿verdad? Lo hago para tener la conciencia tranquila.
Lo dijo en tono irónico. Ese personaje cada vez irritaba más a Anaïs. El jaleo alrededor de ella agravaba la situación. Esas ondas funestas de machos triunfantes, felices de estar juntos, saboreando su fuerza y su fortuna, le zumbaban en los oídos.
Thiaux le clavó la puntilla.
—Para ustedes, los polis progres, somos el origen de todos los males. Hagamos lo que hagamos, siempre nos equivocamos. Siempre actuamos por interés o por hipocresía burguesa.
Se dirigió hacia la salida, saludando a algunos al paso. Anaïs lo siguió:
—¿Philippe Duruy nunca le habló de su familia?
—No creo que tuviera familia. Y, en cualquier caso, nunca la mencionó.
—¿Y de los amigos?
—Tampoco. Era un nómada. Un solitario. Cultivaba ese estilo, era del tipo silencioso y cerrado. De los que viajan en busca de música y colocones.
Thiaux cruzó el umbral. Anaïs lo siguió. Apenas eran las cuatro de la tarde y ya oscurecía. El graznido de un cuervo sucedió a las voces de los hombres. La policía se estremeció bajo su cazadora.
—Pero digamos que estaba asentado en Burdeos…
—Asentado es una palabra de peso. Digamos que, cada mes, venía a verme. Eso significa que rondaba por los alrededores, supongo.
El médico llegó al aparcamiento y sacó las llaves de su coche. El mensaje era claro: no tenía intención de quedarse conversando con Anaïs más de lo necesario.
Ella lo alcanzó.
—¿Nunca le habló de su pasado? ¿De sus orígenes?
—No tiene muy claro cómo son las relaciones entre un médico de ambulatorio y un toxicómano como Duruy. Buenos días, buenas tardes y poco más. Le hago un examen sucinto, le firmo la receta y el tipo desaparece. No soy psiquiatra.
—¿Le atendía alguno en el ambulatorio?
—No creo, no. Philippe no buscaba ninguna ayuda. La calle era su elección.
—¿Tenía otros problemas de salud, aparte de la droga?
—Contrajo una hepatitis C hace unos años. No seguía ningún tratamiento ni ningún régimen. Un puro suicidio.
—¿Sabe cómo cayó en la heroína?
—Creo que siguió el itinerario clásico. Cannabis. Raves. Éxtasis. Se empieza a tomar heroína para evitar los bajones malos del éxtasis, el domingo por la mañana, y el lunes uno se despierta ya adicto. Siempre la misma calamidad.
El médico se detuvo frente a un Mercedes Clase S negro. Por primera vez, pareció presa del cansancio. Durante unos segundos, bajó la guardia. Se quedó inmóvil delante del vehículo, con las llaves en la mano. Al cabo de un segundo, recobró el aplomo y le dio al mando a distancia.
—No entiendo sus preguntas. Si Philippe ha muerto de sobredosis, ¿dónde está el problema con la justicia?
—Duruy ha muerto de sobredosis, pero se trata de un asesinato. Le inyectaron una dosis letal de heroína. Una heroína muy pura. Luego le aplastaron la cara con la cabeza de un toro que le hundieron hasta los hombros.
Thiaux acababa de abrir el maletero. Se quedó pálido. Anaïs saboreaba el espectáculo. La compostura del médico se fundía en penumbra.
—¿De qué se trata? ¿De un asesino en serie?
En la actualidad, todo el mundo tiene esas palabras en la boca. Como si se tratara de un fenómeno social conocido, entre el paro y el suicidio profesional.
—Si se trata de una serie, acaba de empezar. ¿Le hablaba de sus camellos?
Metió la bolsa en el maletero y lo cerró de golpe.
—Nunca.
—La última vez que lo vio, ¿le habló de un camello diferente? ¿De una heroína de una calidad excepcional?
—No. Al contrario, parecía más decidido que nunca a dejar el caballo.
—¿No volvió a verlo? ¿En otro contexto?
Thiaux abrió la puerta del coche.
—En absoluto.
—Lo comprobaremos —dijo ella metiéndose las manos en los bolsillos.
Se arrepintió de inmediato de esas últimas palabras. Eran palabras de policía. Palabras de gilipollas. El médico no era un sospechoso. Esa frase solo tenía por objeto causarle inquietud. Todos los policías experimentan ese anhelo de poder.
El médico se apoyó en el marco de la puerta:
—Señorita, me cae simpática a pesar de que hace cuanto está en sus manos para ser desagradable. Es usted una chiquilla resentida con el mundo entero, como todos esos a los que visito cada semana en el ambulatorio.
Anaïs se cruzó de brazos. Ese tono compasivo aún le gustaba menos.
—Voy a confesarle un secreto —dijo inclinándose hacia ella—. ¿Sabe por qué atiendo esas visitas en el ambulatorio a pesar de que en mi consulta privada recibo a la clientela más selecta de Burdeos?
Anaïs permanecía inmóvil, tamborileando con el pie y mordiéndose el labio. Perfecta en su postura de animalillo arisco.
—Mi hijo murió de sobredosis a los diecisiete años. Ni siquiera llegué a sospechar que fumara porros. ¿Le basta esa razón? No puedo cambiar el curso de las cosas ni borrarlas, pero puedo ayudar a algunos chavales que sufren, y eso ya es mucho.
La puerta se cerró. Anaïs se quedó mirando el Mercedes, que desapareció bajo la masa de árboles y se desvaneció en la noche. Le vino a la cabeza un recuerdo. La voz del humorista Coluche. Su sketch sobre los policías: «Sí, lo sé, parezco gilipollas». La frase le hizo el efecto de una sentencia personal.