El centro de documentación se hallaba a seis bloques de la unidad Henri Ey. Atravesaron el campus en ese día soleado y frío. Avenidas grises. Pabellones de techo abombado. Palmeras. Era domingo y, a pesar del frío que hacía, había familias que paseaban, evitando siempre a cualquier personaje de comportamiento extraño. Anaïs Chatelet observaba descaradamente a los visitantes y a los visitados. Había también pacientes solos. Una anciana que jugaba a las muñecas con una botella de suavizante. Un joven de dedos ganchudos que fumaba y hablaba solo. Un viejo que rezaba al pie de un árbol, alisándose la barba con las dos manos.

—Menudos personajes tienen aquí…

La capitán no se andaba por las ramas para hablar de los pacientes, y eso le gustó. En general, a los visitantes se les pone cara de circunstancias y así ocultan su miedo y su embarazo. Anaïs tenía miedo, pero su manera de reaccionar era el ataque frontal.

—¿Hay algún enfermo que logre escapar?

—Hoy los llamamos usuarios.

—¿Como a los de los autobuses?

—Así es. —Sonrió—. Salvo que aquí no se va a ningún sitio.

—¿Hay evasiones?

—Nunca. Los hospitales especializados se basan en el principio contrario.

—No lo entiendo.

Freire señaló otra avenida. Siguieron caminando. El sol estaba alto y su claridad cegadora no dejaba lugar para pensamientos sombríos.

—Desde hace más de cincuenta años, el lema de la psiquiatría mundial es «¡Abrid las puertas!». Gracias a los neurolépticos, la mayoría de los pacientes se vuelven casi como los demás. En cualquier caso, pueden regresar junto a su familia o vivir en pisos terapéuticos. Y, sin embargo, muchos de ellos prefieren quedarse aquí, donde se sienten seguros. Tienen miedo del mundo exterior.

—¿Los que se quedan aquí son incurables?

—Sí, son crónicos.

—¿No hay manera de curarlos?

—Ese término no suele emplearse en psiquiatría. Digamos que a veces se dan casos de mejoría, entre los esquizofrénicos, por ejemplo. A los demás hay que tratarlos, acompañarlos, conducirlos, estabilizarlos…

—Drogarlos, en resumidas cuentas.

Habían llegado al centro de documentación. Un edificio de ladrillo coronado por una chimenea que podría haber albergado la caldera o las herramientas de jardinería. Freire buscó sus llaves. Aquella conversación lo divertía.

—Todo el mundo ve esos tratamientos con malos ojos. La famosa camisa de fuerza química. Pero los primeros que se sienten aliviados son los propios pacientes. Cuando uno está convencido de que las ratas le están comiendo el cerebro u oye voces de día y de noche, es mejor estar un poco atontado, se lo aseguro.

Abrió la puerta. Deslizó la mano en el interior para encender la luz. Se sentía excitado de entrar allí, un domingo, con aquella policía menuda y atractiva, como un chiquillo enseñando su cabaña en un rincón del jardín.

Anaïs Chatelet observó en derredor en silencio. Hacía ya varios años que la documentalista jefa luchaba en secreto contra el PVC, los fluorescentes y la moqueta. Había recuperado todos los muebles de madera del hospital: armarios, estanterías, archivadores de cajones… El resultado era una decoración cálida que destilaba una atmósfera propicia a la meditación, impregnada de un perfume sobrio.

—Espéreme aquí.

Se hallaban en la sala de lectura, ocupada por unos pupitres escolares y unas sillas de estilo modernista. Freire pasó a la biblioteca propiamente dicha: unos pasillos de estanterías que sostenían un siglo de obras especializadas, monografías, tesis y publicaciones médicas. Mathias sabía dónde encontrar los libros que necesitaba para su demostración.

Cuando regresó a la sala, vio que Anaïs se había sentado a una mesa. Saboreó el espectáculo: la silueta de motera, cuero y tejanos, en contraste con el confort cobrizo de la estancia. Cogió una silla y se sentó al otro lado del pupitre, con la documentación delante de él.

—Creo que Mischell, como se llama a sí mismo, se halla en plena fuga psíquica.

Anaïs abrió los ojazos negros.

—En un primer momento me pareció que sufría un síndrome amnésico retrógrado. Una pérdida de memoria clásica, que afectaría a su memoria personal. Al día siguiente de su ingreso, sus recuerdos comenzaron a aflorar y con ellos su pasado. Y, en realidad, lo que sucedía era justamente lo contrario.

—¿Lo contrario?

—Nuestro vaquero no recordaba, sino que inventaba. Se creaba una nueva identidad. Es lo que se llama «fuga psíquica» o «fuga disociativa». En la jerga psiquiátrica, se habla también del «viajero sin equipaje». Es una patología muy rara, que se conoce desde el siglo XIX.

—Explíquese.

Freire abrió un primer libro, escrito en inglés, y se detuvo en un capítulo. Luego se lo tendió a Anaïs para que esta pudiera ojearlo. The Personality Labyrinth de un tal McFeld, de la Universidad de Charlotte, Carolina del Norte.

—Ocurre que un hombre, bajo la presión de un fuerte estrés o de un choque, puede doblar una esquina y perder la memoria. Más tarde, cuando cree recordar, se inventa una personalidad nueva, un pasado nuevo, para escapar de su propia vida. Se trata de una suerte de fuga, pero dentro de uno mismo.

—¿El tipo es consciente de lo que hace?

—No. Mischell, por ejemplo, cree realmente que está recordando. De hecho, está mudando de piel.

Anaïs ojeaba las páginas sin leerlas. Pensaba. Mathias la observaba. Tenía la boca crispada. Sus ojos pestañaban rápidamente. Lo notaba: estaba familiarizada con los trastornos psicológicos. Ella alzó la vista de golpe y Freire se sobresaltó.

—¿Desde cuándo se estudian estos casos?

—Las primeras fugas psicológicas se descubrieron en el siglo XIX, en Estados Unidos. En general, se deben a condiciones de vida insoportables: deudas, crisis conyugales o trabajos infernales. El fugado se marcha a un recado y no regresa jamás. Mientras, lo olvida todo. Cuando se acuerda, ya es otro.

Freire tomó otro libro y se lo tendió a la policía abierto en una página en concreto.

—El caso más famoso es el de Ansel Bourne, un predicador evangélico que se instaló en Pennsylvania con el nombre de A. J. Brown y abrió una papelería.

—¿Bourne, como Jason Bourne?

—Robert Ludlum se inspiró en ese nombre para su personaje de amnésico. En Estados Unidos es una referencia muy conocida.

—¿Se parece a lo que se llama personalidad múltiple?

—No. Quienes padecen ese síndrome albergan dentro de ellos varios personajes simultáneamente. En los casos a los que me refiero, por el contrario, el amnésico borra su personalidad precedente y se convierte en otro. No cohabitan.

Anaïs ojeaba los libros y artículos consagrados al fenómeno. De nuevo, sin detenerse a leer. Lo que quería era una explicación de viva voz.

—Para usted, ¿Mischell es uno de esos casos?

—Estoy seguro.

—¿Por qué?

—En primer lugar, sus recuerdos son falsos. Podrá comprobarlo usted misma. Además, esas informaciones huelen a montaje… inconsciente.

—Deme un ejemplo.

Mathias se puso en pie y se situó detrás del mostrador de roble macizo que la documentalista jefa utilizaba como cuartel general. En un cajón, dio con lo que buscaba y volvió a sentarse frente a Anaïs, con una caja de Scrabble en mano.

—Nuestro desconocido dice llamarse «Mischell».

Escribió con las letras de plástico: MISCHELL.

—A menudo, un nombre inventado por el inconsciente es un anagrama.

Reordenó las letras y escribió: SCHLEMIL.

—¿Qué significa eso?

—¿No sabe quién es Peter Schlemihl?

—No —dijo ella, en un tono obstinado.

—Es el protagonista de una novela del siglo XIX escrita por Adelbert von Chamisso. El hombre que perdió su sombra. Nuestro amnésico, en el momento de crear su nueva identidad, se acordó de ese libro…

—¿Tiene alguna relación con su historia?

—La pérdida de la sombra podría ser la pérdida de su antigua identidad. Desde que llegó aquí, Mischell sueña con lo mismo. Camina bajo el sol en un pueblo desierto. Súbitamente, se produce una explosión blanca y silenciosa. Huye, pero su sombra se queda pegada a una pared. Mischell ha dejado a su doble a su espalda.

Al repetir el análisis ante la oficial de la policía judicial, le sonó aún más acertado que la víspera. Ese sueño era la traducción simbólica de su fuga.

—Volvamos a mi caso —dijo Anaïs poniéndose en pie (no se había quitado la cazadora)—. Esa crisis pudo provocarla un choque, ¿verdad? ¿Algo que tal vez vio?

—¿Como un asesinato o un cadáver? —Freire sonrió—. Enlaza usted bien las ideas. Sí, es posible.

Anaïs se aproximó al pupitre. Mathias seguía sentado. La relación de fuerzas había vuelto al punto de partida.

—¿Qué posibilidades tiene usted de lograr que recupere la memoria?

—De momento, pocas. Tendría que descubrir quién es realmente para reconducirlo, suavemente, al camino que le lleve a sí mismo. Solo en ese caso, quizá lograra recordar.

La joven retrocedió y clavó los talones en el suelo.

—Nos pondremos juntos manos a la obra. ¿Las informaciones que le proporciona tienen utilidad?

—No mucha. Construye la identidad nueva con fragmentos de la antigua. Se trata de elementos deformados, elípticos, a veces invertidos.

—¿Podría darme sus notas?

—Ni hablar.

Freire se puso en pie a su vez y se inclinó para atenuar la violencia de su reacción.

—Lo siento, pero me es imposible. Secreto médico.

—Se trata de un asesinato —dijo ella en un tono súbitamente autoritario—. Puedo citarle como testigo directo.

Él rodeó el pupitre y se situó frente a Anaïs. Le sacaba una cabeza, pero la joven no parecía impresionada.

—Llámeme, si quiere. Para interrogarme, primero tendrá que solicitar una autorización del colegio de médicos, que le denegarán. Lo sabe tan bien como yo.

—Se equivoca al reaccionar así —replicó ella poniéndose de nuevo a caminar arriba y abajo—. Podríamos haber unido nuestros esfuerzos… Es imposible que ambos casos no estén ligados. ¿No está dispuesto a lo que haga falta para descubrir la verdad?

—Hasta cierto punto. Quiero curar a mi paciente, y no hacer que lo detengan.

—No podrá evitarlo. No olvide que sigue siendo mi principal sospechoso.

—¿Es una amenaza?

Ella se acercó, con las manos en los bolsillos, sin responder. Había retomado su actitud del inicio. Dispuesta a enfrentarse al mundo. Él se llevó a su vez las manos a los bolsillos. Cazadora de cuero contra bata blanca.

El silencio se eternizaba. De golpe, aquel jueguecito le cansó.

—¿Ya hemos acabado?

—No, aún no.

—¿Qué?

—Quiero ver a la bestia.