La oficial de la policía judicial se paseaba arriba y abajo por el vestíbulo de urgencias. De talla menuda, llevaba el cabello corto y chaqueta de piel, unos tejanos y botas de motorista, como en la canción «L’Homme à la moto» que cantaba Edith Piaf. Su aspecto era muy masculino. Su rostro, sin embargo, era de gran belleza y sus mechones negros le trazaban sobre las mejillas dibujos de algas húmedas. Le vino a la mente una expresión ya pasada de moda para referirse a los rizos: «caracoles».
Freire se presentó. La mujer le respondió en tono jovial:
—Buenos días. Soy la capitán Anaïs Chatelet.
A Mathias le costaba disimular la sorpresa. Esa chica poseía un magnetismo irresistible. Una presencia de una intensidad particular. Era ella quien dejaba su huella en el mundo y no a la inversa. Freire la contempló unos segundos.
Su rostro era como el de una muñeca de otro siglo. Ancho, redondo, tan blanco como un recortable de papel, con unos rasgos dibujados con un solo trazo, sin la menor vacilación. La boquita roja evocaba una fruta dentro de una copa de azúcar. Pensó en dos palabras que nada tenían que ver una con otra. «Grito» y «leche».
—Vamos a mi despacho —dijo, con modales de seductor—. Se encuentra en el edificio contiguo. Allí estaremos más tranquilos.
La mujer pasó delante de él sin responderle. El cuero de su chaqueta crujió en los hombros. Advirtió la culata rectangular de su arma. Comprendió que se equivocaba de actitud. Sus formas aterciopeladas se dirigían a la joven, y quien acudía a visitarle era una capitán de policía.
Se dirigieron a la unidad Henri Ey. La oficial de la policía judicial dirigió un rápido vistazo a los jugadores de petanca. El psiquiatra advirtió en ella cierto nerviosismo, algún trastorno oculto. Y, sin embargo, no era una persona a la que la asustara la proximidad de los enfermos mentales. Quizá el lugar le traía malos recuerdos…
Accedieron al edificio, cruzaron la recepción de las consultas y entraron en el despacho. Freire cerró la puerta.
—¿Le apetece un café? ¿Un té? —ofreció.
—Nada. Gracias.
—Puedo calentar agua.
—Nada, le he dicho.
—Siéntese.
—Siéntese usted. Yo me quedaré de pie.
Él sonrió de nuevo. Con las manos en los bolsillos, tenía el aspecto conmovedor de una chiquilla que exagera la pose viril. Rodeó la mesa de despacho y tomó asiento. Ella permanecía inmóvil. El otro rasgo sorprendente era su juventud: parecía no tener más de veinte años. Sin duda era mayor, pero su aspecto recordaba al de una estudiante recién salida de la facultad. El grito. La leche. Esas palabras seguían flotando en su mente.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Anteayer, la noche del 12 al 13 de febrero, un amnésico ingresó en su servicio. Un tipo al que encontraron en las vías de la estación de Saint-Jean.
—Exacto.
—¿Ha hablado? ¿Ha recuperado la memoria?
—No exactamente.
La mujer dio unos pasos.
—Ayer, usted llamó al teniente Pailhas al móvil. Le habló de una sesión de hipnosis… ¿Ha intentado llevarla a cabo?
—Sí, esta mañana.
—Y ¿ha conseguido algo?
—El hombre se ha acordado de algunos elementos, pero los he comprobado: todo es falso. Yo…
Calló y entrelazó ambas manos sobre la mesa, en un gesto de determinación.
—No lo entiendo, capitán. ¿A qué vienen estas preguntas? El teniente Pailhas me dijo que hoy retomaría la investigación. ¿Trabaja usted con él? ¿Hay alguna novedad?
Ella no hizo caso a la pregunta.
—En su opinión, ¿no está fingiendo? ¿Su amnesia es real?
—Nunca se puede ser categórico al cien por cien, pero creo que es sincero.
—¿Ha sufrido alguna lesión? ¿Padece alguna enfermedad?
—Se niega a someterse a una radiografía o a un escáner, pero todo hace pensar que su síndrome es probablemente la reacción a una emoción fuerte.
—¿Qué tipo de emoción?
—No tengo la menor idea.
—¿De qué trataba la información que le ha dado?
—Se lo repito: todo es falso.
—Nosotros contamos con otros medios para verificar esa información.
—Dice llamarse Pascal Mischell. Eme, i, ese, ce, hache, e, elle.
Ella sacó un rotulador y un bloc. Un cuaderno de la marca Moleskine. La reedición de la famosa libreta de viaje de Hemingway y de Van Gogh. Tal vez un regalo de su novio… Escribía de manera aplicada, dejando asomar discretamente, en la comisura de los labios, una lengua felina. No llevaba alianza.
—¿Qué más?
—Dice ser albañil. Originario de Audenge. Y que en la actualidad trabaja en una obra en Cap Ferret. Eso también lo he verificado y…
—Continúe.
—También me ha explicado que sus padres vivían en un pueblucho del golfo de Arcachon, pero esa localidad no existe.
—¿Cómo se llama el pueblo?
Freire inspiró, hastiado.
—Marsac.
—¿Y acerca de su trauma?
—Ni una palabra. Ni el menor recuerdo.
—¿Y de la noche en la estación?
—Nada. Es incapaz de recordar nada.
Ella mantenía la vista puesta en el cuaderno, pero él sentía que a la vez lo observaba, furtivamente, a través de los párpados caídos.
—¿Hay alguna posibilidad de que recuerde rápidamente algo relacionado con ese tema?
—Es sin duda lo que más tardará en volverle a la cabeza. El choque, de la naturaleza que sea, tiende a ocultar la memoria a corto plazo en primer lugar. De todas formas, creo que todo lo demás lo inventa. Su nombre. Su origen. Su oficio. ¿Qué busca usted exactamente?
—Lo siento. No puedo decirle nada al respecto.
Mathias Freire se cruzó de brazos con humor.
—Ustedes los polis no son muy cooperativos. Si dispone de informaciones nuevas podrían servirme para reorientar mi propio trabajo y…
Se detuvo. Anaïs Chatelet reía a carcajadas, de pie frente a la ventana. Se volvió hacia él, sin dejar de reír. Aquel rostro ocultaba otro secreto. El esmalte puro de sus dientecillos de animal fiero.
—¿Qué la hace reír?
—Esos tíos que juegan a la petanca ahí abajo. Cuando le toca a uno de ellos, todos los demás se esconden detrás de los árboles.
—Es Stan. Un esquizofrénico. Confunde la petanca con los bolos.
Anaïs Chatelet movió la cabeza y se volvió hacia él.
—No sé cómo se las arregla usted.
—¿Cómo?
—Para aguantar con todos esos… chalados.
—Como usted, imagino. Me adapto.
La oficial iba y venía de nuevo por la habitación, tamborileando con el rotulador sobre la cubierta del cuaderno. Toda ella delataba su esfuerzo por dárselas de dura, pero esa voluntad producía el efecto inverso: una impresión de extrema femineidad.
—O me dice qué sucede o no contesto más a sus preguntas.
La mujer se detuvo de golpe y miró a Freire de hito en hito. Tenía unos ojos grandes y oscuros en cuyo fondo brillaba un destello cobrizo.
—Esta noche se ha hallado un cadáver —dijo ella en tono neutro—. En la estación de Saint-Jean, a doscientos metros del taller de engrase donde los ferroviarios encontraron al amnésico. Eso lo convierte en el sospechoso ideal.
Freire se puso en pie. Ahora tenía que luchar en igualdad de condiciones.
—Anoche dormía tranquilamente en mi unidad. Soy testigo de ello.
—La víctima fue asesinada la noche anterior. Nadie descubrió el cuerpo durante el día debido a la niebla. En ese momento, su fulano aún andaba suelto. Incluso se encontraba allí.
—¿Dónde estaba el cadáver exactamente? ¿Sobre los raíles?
Ella sonrió, como una reacción agridulce.
—En un foso de mantenimiento. Junto a los antiguos talleres de reparación.
Hubo un silencio. Freire se sorprendió de su propio estado de ánimo. El asesinato no le había causado ninguna conmoción ni sentía curiosidad al respecto. En su lugar, admiraba la tez de la policía. Pensaba ahora en una pared de papel de arroz detrás de la cual hubiera una luz misteriosa, tal vez una japonesa sosteniendo un farolillo, andando sin hacer ruido, con pasos minúsculos y calcetines blancos.
Reaccionó. De pie frente a la mesa de trabajo de Freire, Anaïs Chatelet se dejaba observar. Como una mujer que aprovecha la caricia del sol.
Súbitamente, también ella pareció salir de aquel paréntesis.
—La víctima murió de una sobredosis de heroína.
—¿No ha sido un asesinato?
—Es un asesinato por heroína. ¿Aquí tienen heroína?
—En absoluto. Tenemos opiáceos. Morfina. Y muchas sustancias químicas. Pero no tenemos heroína. Es un producto que carece de propiedades terapéuticas. Y además es ilegal, ¿verdad?
Anaïs hizo un gesto vago que podía entenderse como una respuesta.
—¿Han identificado a la víctima?
—No.
—¿Se trata de una mujer?
—Un hombre. Bastante joven.
—¿Había algún detalle… singular en el lugar del crimen? Quiero decir, ¿en el foso?
—La víctima estaba desnuda. El asesino le clavó sobre la cabeza una testuz de toro.
Esta vez, Mathias reaccionó. De golpe, lo veía todo. Los raíles. La bruma. El cuerpo desnudo en el fondo del foso. Y la cabeza negra del toro. «El Minotauro». Anaïs lo observaba a su vez de reojo y sin duda descifraba hasta su menor reacción.
Para disimular su desazón, Freire subió el tono:
—¿Qué quiere exactamente de mí?
—Su opinión acerca del… interno.
Recordó al coloso sin memoria. Su sombrero de vaquero. Sus botas de cuero. Su aspecto de ogro de dibujos animados.
—Es absolutamente inofensivo. Se lo certifico.
—Cuando lo encontraron tenía en sus manos objetos ensangrentados.
—Su víctima no fue mutilada a golpes de llave inglesa ni de listín telefónico, ¿verdad?
—La sangre de esos objetos se corresponde con la de la víctima.
—Cero positivo, es un grupo sanguíneo muy extendido y…
Freire se detuvo: adivinaba el juego de la joven.
—Está tomándome el pelo —continuó—. Sabe que no es el asesino. ¿Qué le interesa de él?
—No sé nada de nada. Pero hay otra posibilidad. Estaba en el lugar en el momento en que el asesino depositó el cadáver en el foso. Podría haber visto algo. —Se detuvo un instante y prosiguió—: El choque que le provocó la amnesia podría deberse perfectamente a lo que vio aquella noche.
Mathias comprendió (en realidad, lo intuía desde el primer momento) que tenía frente a él a una policía brillante, muy por encima de la media.
—¿Podría verlo? —preguntó ella.
—Es prematuro. Aún está muy cansado.
Ella le guiñó el ojo por encima del hombro. Nunca se sabía por dónde iba a salir esa chica. A veces era brusca y otras, traviesa.
—¿Y si me dice la verdad?
Freire frunció el ceño.
—¿A qué se refiere?
—Ya tiene un diagnóstico concreto de ese hombre.
—¿Cómo lo sabe?
—Instinto de cazador.
Él se echó a reír.
—De acuerdo. Acompáñeme.