A mediodía, tras visitar su servicio y atender las urgencias, Mathias Freire se instaló de nuevo ante el ordenador para comprobar las informaciones que le había dado Pascal Mischell.

Buscó primero en el listín, como el día anterior. No había ningún Pascal Mischell en Audenge, en la bahía de Arcachon. Consultó de nuevo el PMSI. No había rastro de intervenciones médicas a alguien con ese nombre en los departamentos de Aquitania ni en otros lugares de Francia. Llamó a la administración del hospital y le pidió al empleado de guardia que hiciera una búsqueda. No había ningún Pascal Mischell afiliado a la seguridad social.

Freire colgó. Fuera tenía lugar una animada partida de petanca. Oía el repiqueteo de las bolas y las risas de los pacientes. Solo por las voces ya sabía quién participaba en el juego.

El psiquiatra descolgó de nuevo el teléfono y llamó al ayuntamiento de Audenge. No contestó nadie; era domingo. Llamó al puesto de la gendarmería. Explicó el caso y no le costó probar su buena voluntad gracias a la voz, la serenidad y el uso de los términos médicos. Audenge era una población pequeña. Conocían a todo el mundo en el ayuntamiento y allí no trabajaba ninguna Hélène Auffert.

Freire dio las gracias a los gendarmes. Su intuición era correcta. Inconscientemente, el vaquero deformaba sus recuerdos o los inventaba por completo. Su diagnóstico se iba precisando cada vez más.

Accedió a internet y consultó el catastro de Cap Ferret. Un servicio ofrecía información actualizada de las obras en curso en la ciudad y la región. Mathias anotó todos los nombres de las empresas y luego buscó, también en internet, el nombre de sus dueños y de los capataces de las obras de esas empresas. En ningún momento apareció el nombre de Thibaudier.

Fuera resonaban las bolas de petanca, acentuadas por gritos, quejas y risas incontroladas. Para no dejar ningún cabo suelto, Freire comprobó las últimas revelaciones de Mischell. Su padre nacido en Marsac, «un pueblo en la bahía de Arcachon», su madre que regentaba un café con estanco en la calle principal. Examinó minuciosamente el mapa de la región en la pantalla. Ni siquiera localizó el pueblo.

Freire observó aún los contornos y los nombres: el mar interior de la bahía, la Isla de los Pájaros, la punta de Cap Ferret, la duna de Pilat… El desconocido había mentido, pero la clave del misterio se hallaba en esa zona.

Sonó el teléfono. Era la enfermera de urgencias.

—Perdone que le moleste, doctor. Le hemos llamado a su móvil, pero…

Freire miró el reloj: las doce y cuarto.

—Mi guardia empieza a la una…

—Sí, pero tiene una visita.

—¿Dónde?

—Aquí, en urgencias.

—¿Quién es?

La enfermera titubeó brevemente.

—La policía.