Anaïs convocó a Le Coz y a los demás integrantes del equipo en su despacho. Mientras los esperaba, contempló en derredor. Su antro, relativamente espacioso, se hallaba en la primera planta de la comisaría. Un ventanal daba a la rue François de Sourdis. Otro daba al pasillo. Esa ventana interior contaba con una cortina para aislarse de las miradas indiscretas. Anaïs no echaba nunca la cortina. Quería estar siempre integrada en el bullicio de la comisaría.
De momento, reinaba un silencio poco habitual. Un silencio de mañana de domingo. Anaïs solo oía el vago rumor procedente de la planta baja. Estaban enviando a sus casas a los ocupantes de las celdas de desintoxicación. La fiscalía autorizaba la puesta en libertad de los detenidos de la noche: conductores de coches sin permiso, chavales cazados en posesión de unos gramos de costo o de coca y camorristas de discoteca. La pesca de la noche del sábado acumulada en el acuario.
Consultó los correos electrónicos. Longo ya había enviado las fotos en formato pdf. Dio la orden de impresión y salió al pasillo a buscar un café. A su regreso la esperaba una macabra serie de fotos.
Observó con mayor atención los tatuajes de la víctima. Una cruz celta, un dibujo maorí, una serpiente rodeada de una corona de rosas: el tipo era de gustos eclécticos. Pasó a la última fotografía: la cabeza de toro depositada sobre la mesa de autopsias como si fuera el mostrador de una carnicería. Solo le faltaba el perejil en los ollares. No sabía si era una nota de humor de Longo o un acto de provocación, pero estaba satisfecha de ver esa imagen, el signo evidente de la demencia del asesino. Una suerte de encarnación animal de su locura y de su violencia.
Ollares anchos, amplia cornamenta, piel negra, como tiznada por el fuego de los genes. Los ojos, unas grandes canicas de laca oscura, aún brillaban, a pesar de la muerte, a pesar del frío, a pesar de las horas pasadas al fondo del foso de mantenimiento.
Dejó las fotos y bebió unos sorbos de café, de pie. El estómago le ronroneaba. No había comido nada desde hacía horas. Quizá desde hacía días. Había pasado el resto de la noche llamando a cárceles y psiquiátricos en busca de algún chiflado por la mitología griega o por las mutilaciones animales que hubiera sido liberado recientemente. Solo había logrado hablar con vigilantes adormilados. Tendría que intentarlo de nuevo más tarde.
También se había puesto en contacto con el Fort de Rosny, sede del servicio técnico de búsquedas judiciales y documentación de la gendarmería donde se hallan inventariados todos los crímenes cometidos en Francia. También infructuosamente. Un domingo, a las cinco de la madrugada, era verdaderamente imposible hablar con nadie.
Luego estudió el mito del Minotauro en internet. Como todo el mundo, lo conocía a grandes rasgos, y para los detalles tuvo que refrescar la memoria.
Empezaba con la historia del padre del monstruo, Minos. Era hijo de Europa, una humana, y de Zeus, rey de los dioses. Minos fue adoptado por el rey de Creta y a su vez se convertiría en monarca de la isla. Con objeto de probar sus lazos con los dioses, Minos pidió a Poseidón, dios del mar, que hiciera surgir de entre las olas un bello toro. Poseidón aceptó, con la condición de que Minos sacrificara acto seguido al animal en su honor. Minos no cumplió su promesa. Cautivado por la belleza del bóvido, le perdonó la vida y lo ocultó entre sus rebaños. Furioso, Poseidón inspiró a su esposa Pasífae una loca pasión por el animal. Ella se entregó a la bestia y dio a luz a un monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre: el Minotauro. Para ocultar ese fruto ilegítimo, Minos pidió a su arquitecto, Dédalo, que construyera un laberinto en el que encerró al monstruo. Más adelante, el rey ganó la guerra contra Atenas y obligó al soberano de esta a enviar cada año un grupo de siete muchachos y siete muchachas jóvenes para que sirvieran de pasto del Minotauro. El rey pagó ese terrible tributo hasta el día en que su hijo Teseo decidió unirse al cortejo para acabar con el monstruo. Gracias a la complicidad de una de las hijas de Minos, Ariadna, Teseo logró matar al Minotauro y hallar el camino de regreso en el laberinto.
Anaïs tuvo una intuición: la víctima evocaba a la vez al monstruo mitológico y a sus víctimas, los jóvenes sacrificados. Aquel hombre con el rostro destrozado por la cabeza de toro había sido asesinado, simbólicamente, por el Minotauro.
Se sentó a la mesa de trabajo y se desperezó. Mentalmente, dejó de lado la mitología, la teoría, para volver a lo concreto. «Una heroína pura en un ochenta por ciento». Era una pista importante. Los recuerdos se impusieron a las reflexiones. Cuando ingresó en el servicio regional de la policía judicial de Orleans y comprendió que el asunto primordial de sus casos sería la droga, decidió seguir una breve formación personalizada. Se tomó una semana de vacaciones, guardó su identificación policial y su arma reglamentaria en un cajón, y se marchó a los Países Bajos.
Allí conoció a camellos de los suburbios de Amsterdam, unos tipos que alquilaban apartamentos vacíos cuyo único mobiliario consistía en una mesa baja de cristal, más práctica para hacerse una raya. Esnifó con ellos y, completamente colocada, les pidió que envolvieran en plástico, muy apretado, los cien gramos de heroína que les compró. Luego se fue al váter y se metió la bola por el ano. Como hacían todos antes de emprender el regreso.
Viajó así, sintiendo el veneno en el culo, y le pareció que se consagraba a su oficio en cuerpo y alma. No se infiltró en el hampa, sino que el hampa se infiltró en ella… No detuvo a nadie, no tenía competencia alguna en aquel territorio. Simplemente vivió «como ellos». Y tomó una decisión. A partir de aquel momento, ejercería su oficio de esa manera. Implicada hasta lo más hondo. Sin otra vida más que esa.
Llamaron a la puerta.
Al instante entraron en su despacho cuatro tipos. Le Coz, de punta en blanco, con corbata, como si fuera de camino a misa. Amar, apodado Jaffar, que representaba la tendencia contraria: sin afeitar, hirsuto y vestido como un vagabundo. Conante, con chaquetón y una incipiente calvicie, y con un físico tan vulgar que se convertía en un don. Zakraoui, llamado Zak, con aspecto de payaso triste con un sombrerito sobre la cabeza pero con una cicatriz en la comisura de los labios (la famosa sonrisa tunecina) que daba miedo. Los cuatro mosqueteros. «Uno para todos, todos para ella…»
Distribuyó el retrato del que había hecho copias y aguardó a que surtiera efecto. Le Coz hizo una mueca. Jaffar sonrió. Conante movió la cabeza con aire bobo. Zak toqueteó el borde estrecho de su sombrero, suspicaz. Anaïs expuso su estrategia. A falta de poder identificar al asesino, iban a identificar al muerto.
—¿Con esto? —preguntó Jaffar agitando la fotografía.
Les resumió la conversación con el forense. El chute mortal. La calidad excepcional de la droga. El hecho de que, a priori, la víctima era un indigente. Todo ello limitaba considerablemente el abanico de pistas que explorar.
—Jaffar, ocúpate de los vagabundos. Ya conocemos sus cuarteles, ¿verdad?
—Hay varios.
—A la vista de su pinta y de su edad, nuestro cliente era más un pequeño delincuente que un marginado. Un marchoso que no debía de perderse las raves ni los festivales de música.
—En ese caso será por el paseo Victor Hugo, la rue Sainte-Catherine, la place du Général Sarrail, la place Gambetta y la place Saint-Projet.
—No olvides la estación. Es lo primero que tienes que visitar.
Jaffar asintió.
—Y cuando hayas rastreado esos sitios, investiga en las iglesias, los cajeros automáticos y las casas de okupas. Enséñales la foto a todos los mendigos, punks y vagabundos que encuentres. Visita también los albergues, hospitales y el Samu social. Y todas las ONG.
Jaffar se rascaba la barba y contemplaba la cara destrozada de la foto. El policía, que contaba cuarenta años, se hallaba él mismo al borde de convertirse en un sin techo. Estaba divorciado y se empecinaba en no pagar la pensión alimentaria. El juez de familia lo perseguía, y vivía en hoteles de mala muerte. Bebía. Se colocaba. Apostaba a las carreras y jugaba al póquer. Se decía incluso que llegaba a fin de mes gracias a una chica de la rue des Étables. Realmente era un tipo poco recomendable, pero sin igual cuando se trataba de investigar en los bajos fondos de la ciudad.
—Tú —le dijo a Le Coz—, interroga a los camellos.
—¿Dónde?
—Pregunta a Zak. Si ha aparecido heroína blanca en el mercado, se habrá hablado de ello.
—¿No es siempre blanca, la heroína?
A Le Coz, impecable en cuestiones de procedimiento, le faltaba experiencia sobre el terreno.
—La heroína nunca es blanca. Es marrón. Los drogadictos consumen el brown en polvo o en chinas. Ese tipo de producto solo contiene entre un diez y un treinta por ciento de heroína. La droga que mató a nuestro cliente contenía un ochenta por ciento. La verdad es que no era algo corriente.
Le Coz tomaba notas en su cuaderno, como en el colegio.
—Llama también a los gendarmes de la Agrupación Interregional de Burdeos-Aquitania. Tienen archivos sobre ese asunto. Nombres y direcciones.
—Va a ser difícil.
—La guerra entre policías ya acabó. Explícales el caso: te ayudarán. Y ponte en contacto con la prisión de Burdeos. Rastrea a todos los tipos implicados en drogas.
—Si los tíos están en la cárcel…
—Estarán al corriente, no te preocupes. Enseña el retrato en todos los casos.
Le Coz seguía escribiendo con su resplandeciente Montblanc. Era de tez mate, con unas cejas arqueadas femeninas, cuello muy delgado y cabello reluciente de gomina. Al verlo así, peinado como un actor de cine mudo, Anaïs se preguntó si era buena idea mandarlo al frente de combate.
—Y no olvides a los farmacéuticos. Los toxicómanos son sus mejores clientes.
—Es domingo.
—Empieza por las farmacias de guardia. Y, de los demás, localiza sus direcciones personales.
Anaïs se volvió hacia Conante: tenía los ojos enrojecidos después de haber pasado la noche visionando los vídeos de la estación.
—¿Has descubierto algo?
—Nada de nada. Además, el foso de mantenimiento se encuentra en un ángulo muerto.
—¿Y el aparcamiento?
—Nada en particular. He sacado de la cama a dos agentes en prácticas para anotar las matrículas y convocar hoy a todos los conductores de las últimas cuarenta y ocho horas.
—¿Y el puerta a puerta? ¿Qué hay del personal de la estación? ¿Y los okupas de los edificios abandonados?
—Estamos en ello con los muchachos de la brigada anticrimen. De momento, nadie ha visto nada.
Anaïs no esperaba milagros.
—Regresa allí con el retrato. Muéstraselo a los tipos de seguridad, a la policía de la estación y a los indigentes. Es posible que nuestro fulano se moviera por allí.
Conante asintió con la cabeza metida en el cuello de su chaquetón. Anaïs se volvió hacia Zak. Un pintas de pies a cabeza, ex yonqui y ex ladrón de coches, que ingresó en el cuerpo de policía como uno se alista en la Legión extranjera. Borrón y cuenta nueva. Le había encargado investigar la pista del toro mutilado.
Apoyado en la pared, con las manos en los bolsillos, dijo en un tono monocorde:
—He empezado a despertar a los ganaderos. Solo en la Landa Alta, el País Vasco y Gascuña hay una decena. Si sumamos la Camarga y los Alpilles, la cifra asciende a cuarenta. De momento, no he hallado nada.
—¿Has llamado a los veterinarios?
Zakraoui le guiñó un ojo y ella no se ofendió por esa familiaridad.
—Será lo primero que haré, jefa.
—¿Y los mataderos y las carnicerías industriales?
—En eso estamos.
Se apartó de la pared.
—Una pregunta, jefa. Simple curiosidad.
—Dime.
—¿Cómo sabes que esa cabeza pertenece a un toro de lidia?
—Mi padre era muy aficionado a las corridas. Pasé mi infancia en las plazas. La cornamenta de los toros bravos no tiene nada que ver con la de los otros animales. Hay otras diferencias, pero no voy a darte una conferencia.
Mientras hablaba, Anaïs sintió una gran satisfacción. Había evocado a su padre sin dejar entrever emoción alguna. No se le había roto la voz, ni había temblado. No se hacía ilusiones. La adrenalina era simple y llanamente lo que la hacía más fuerte esa mañana.
—Hemos hablado de la víctima —dijo Jaffar—. ¿Y el asesino? ¿A quién buscamos, exactamente?
—A un ser frío, cruel y manipulador.
—Espero que mi ex tenga una coartada —dijo moviendo la cabeza.
Los otros rieron.
—No estamos de guasa —replicó Anaïs—. A la vista de la puesta en escena, hay que descartar un asesinato impulsivo, pasional y sin premeditación. El tipo preparó el golpe a conciencia. Hasta el menor detalle. Hay pocas probabilidades de que se trate de una venganza. Solo queda la pura locura. Una locura cruda, implacable y marcada por la mitología griega.
A modo de conclusión, Anaïs se levantó de la silla en una clara invitación a que se pusieran manos a la obra. Los cuatro oficiales de la policía judicial se dirigieron a la puerta.
En el umbral, Le Coz se detuvo y le comentó por encima de su hombro:
—Lo olvidaba. Hemos localizado al amnésico de la estación.
—¿Dónde?
—Cerca. En el centro Pierre Janet, donde los chiflados.