He hecho cuanto estaba en mis manos para dejarle una cara potable.

—Ya veo.

Las diez de la mañana. Anaïs Chatelet solo había dormido dos horas, en el sofá de la oficina. Sosteniendo el teléfono con el hombro, contemplaba en la pantalla del ordenador lo que quedaba del rostro de la víctima de la estación de Saint-Jean. La nariz aplastada. Las cejas rotas. El ojo derecho hundido, descentrado varios centímetros respecto al izquierdo. Los labios tumefactos que dejaban entrever los dientes hechos pedazos. Una máscara llena de cicatrices, remendada, asimétrica.

Longo, el forense, acababa de enviarle la fotografía (para la identificación) y la llamó de inmediato.

—A priori, todas las fracturas de la cara han sido provocadas por la cabeza del toro. El asesino hizo un hueco en el interior del cuello del animal. Lo vació hasta el cerebro y luego clavó esa cosa inmunda sobre el cráneo del hombre, como una capucha. Las vértebras del animal y lo que quedaba de músculos y tejidos le espachurraron la cara al chaval.

El chaval. Esa era la palabra. Debía de tener unos veinte años. Cabello teñido, estilo cuervo, cortado de cualquier manera. Sin duda, un gótico. Habían cotejado sus huellas dactilares en el archivo nacional, sin resultado alguno. El tipo no había estado nunca en prisión, ni siquiera detenido. En cuanto al Archivo Nacional Automatizado de Huellas Genéticas, la comprobación requería más tiempo.

—¿Eso fue lo que le causó la muerte?

—No, ya estaba muerto.

—¿De qué?

—Mi intuición era correcta. Sobredosis. Hoy a primera hora de la mañana he recibido los análisis de toxicología. La sangre de nuestro cliente contenía cerca de dos gramos de heroína.

—¿Estás seguro de que ha muerto de eso?

—Nadie puede soportar semejante dosis. Te estoy hablando de una heroína casi pura. Y no hay rastro de ninguna otra herida.

Anaïs dejó de escribir.

—¿A qué te refieres al decir «casi pura»?

—Digamos en un ochenta por ciento.

La policía conocía el mundo de las drogas. Lo aprendió todo en Orleans, epicentro del tráfico de drogas de Île-de-France. Sabía que una heroína así no existe en el mercado del caballo y menos aún en Burdeos.

—¿Los análisis de toxicología no nos dicen nada más sobre el producto?

—¿El nombre y la dirección del camello, por ejemplo?

Anaïs no respondió a la pulla.

—Hay una cosa segura —prosiguió Longo—, nuestra víctima era toxicómana. Ya te enseñé su brazo. En las manos también hay rastros de pinchazos. No he podido verificar los tabiques nasales a la vista del estado de los huesos y cartílagos, pero no necesito confirmación. Nuestro cliente estaba muy familiarizado con la heroína. Nunca se habría metido semejante producto si hubiera conocido su composición.

Las sobredosis siempre son accidentales. Los drogadictos flirtean a menudo con la línea roja, pero el instinto de supervivencia les impide cruzarla conscientemente. Así que a la víctima le habían vendido o dado un veneno sin precisarle sus riesgos.

—El tipo se ahogó —continuó el forense—. Los signos son evidentes. Un EPA de tomo y lomo.

—¿Un qué?

—Edema pulmonar agudo. Las pupilas están cerradas por la heroína y la anoxia cerebral. También he hallado espuma rosácea en el fondo de la boca. Plasma regurgitado cuando se estaba ahogando. En cuanto al corazón, estaba a punto de estallar.

—¿Has podido establecer el momento de la muerte?

—No murió anoche, sino la noche anterior. No puedo dar una hora precisa.

—¿Por qué por la noche?

—¿Tienes otra idea?

Anaïs pensó en la niebla que comenzó veinticuatro horas antes y persistió a lo largo de todo el día. El asesino podía haber actuado en cualquier momento, pero para llevar a cabo el transporte era más prudente hacerlo de noche. «Noche y niebla», pensó. Nacht und Nebel. Le vino a la cabeza la película de Alain Resnais. El documental más aterrador jamás realizado sobre los campos de concentración alemanes: «Esos portales destinados a ser franqueados una sola vez». Cada vez que veía el filme, pensaba en su padre.

—Hay otra cosa extraña —añadió Longo.

—¿Qué?

—Tengo la impresión de que le falta sangre. El cuerpo está anormalmente pálido y he verificado otros detalles. Las mucosas de los párpados, los labios y las uñas: en todas partes se detecta esa misma palidez exangüe.

—Me has dicho que no había rastro de heridas.

—Precisamente. Creo que el asesino le extrajo uno o dos litros de sangre fresca. Entre las cicatrices recientes de los chutes, varias podrían ser la huella de la inyección mortal y también de una toma de sangre.

—¿Se la extrajeron vivo?

—Por supuesto. Después de la muerte es imposible extraer sangre.

Anaïs anotó el detalle. «¿Un vampiro?»

—¿No nos dice nada más el cadáver?

—Tiene lesiones antiguas. En su mayoría, heridas mal cicatrizadas. Con las radiografías incluso he descubierto el rastro de fracturas que se remontan a la infancia. Ya te lo he dicho, para mí ese tipo es un vagabundo. Un niño maltratado que acabó descarriado.

Anaïs recordó el cuerpo extremadamente delgado, cubierto de tatuajes. Estaba de acuerdo. Otro hecho corroboraba esa hipótesis: no había ninguna denuncia de desaparición de un hombre que se correspondiera con esa descripción. O el tipo no era de por allí, o no había nadie que lo echara en falta…

—¿Has encontrado otras pistas que apunten en esa misma dirección?

—Varias. En primer lugar, el cuerpo estaba muy sucio.

—Ya me lo dijiste sobre el terreno.

—Me refiero a una mugre crónica. Para lavar la piel, hemos tenido que emplear lejía. Las manos también estaban muy estropeadas. La piel de la cara, enrojecida, denota una vida al aire libre. También he descubierto picadas de pulgas. Además de ladillas y piojos. En la morgue, el cadáver aún se movía.

Anaïs no estaba segura de apreciar el humor de Longo. Lo imaginaba en la sala de autopsias, bajo las lámparas cialíticas, dando vueltas alrededor del cadáver dictáfono en mano. Era un cincuentón gris, neutro e indescifrable.

—El interior del cuerpo está por el estilo —prosiguió—. El hígado estaba al borde de la cirrosis. Desesperanzador en un tipo tan joven.

—¿También era alcohólico?

—En mi opinión, padecía una hepatitis C. El resultado de los análisis nos lo dirá. En cualquier caso, hallaremos otras afecciones. Ese tipo no habría llegado a los cuarenta años.

Anaïs deducía conclusiones indirectas acerca del asesino. «Un asesino de indigentes». Un asesino con un ritual delirante, que atacaba a los desamparados. Sintió un hormigueo en las extremidades. Se estaba adelantando a los hechos. Nada indicaba que el asesino fuera reincidente. Y, sin embargo, estaba convencida: si el Minotauro era su primera víctima, no sería la última.

—¿Hay señales de relaciones sexuales? ¿Fue violado?

—Nada. No hay rastro de esperma.

—¿Has averiguado algo sobre las últimas horas de su vida, antes de ser asesinado?

—Sabemos qué comió. Palitos de surimi de cangrejo. Nems de pollo. Trozos de hamburguesa del McDonald’s. En resumidas cuentas, cualquier cosa. El tipo a buen seguro comía de la basura, y lo que sí está claro es que su última cena estuvo bien regada. Tenía una tasa de alcohol en sangre de dos coma cuatro. Antes de meterse el pico mortal, se emborrachó completamente.

Anaïs trató de imaginar una cena con dos personas, víctima y asesino, regada con cerveza, y luego el paso a las cosas serias: la inyección. «No». Imaginó otra cosa. El asesino abordó al joven después del festín, y lo convenció para colocarse con la «mejor heroína del mundo».

—¿Qué puedes decirme sobre el asesino?

—No mucho. No ha practicado ninguna mutilación. Se contentó con encasquetarle esa enorme cabeza sobre el cráneo. En mi opinión, es una persona con una extraordinaria sangre fría. Metódica. Se consagra aplicada y muy rigurosamente a su delirio.

—¿Por qué dices «metódica»?

—He descubierto un detalle. Las cicatrices de agujeros minúsculos en las aletas de la nariz, en las comisuras de los labios, sobre la clavícula derecha y a un lado y otro del ombligo.

—¿Qué son?

—Marcas de piercings. El asesino los retiró. No sé qué significa, pero no quería que hubiera metal sobre la víctima. Repito: se trata de un psicópata. Frío como una serpiente.

—¿Cómo crees que sucedió?

—Ya conoces la regla: «El forense no tiene derecho a lanzar hipótesis».

Anaïs suspiró. Sabía que Longo se moría de ganas de hablar.

—No te hagas de rogar.

El médico inspiró a fondo y comenzó a hablar:

—Diría que todo pasó anteayer. El asesino se acercó al rufián a última hora de la tarde. O sabía dónde dar con él, o lo eligió en ese mismo instante, en algún bar, en una fiesta, en una casa de okupas o simplemente por la calle. En cualquier caso, sabía que su víctima era drogata. Debió de tentarlo con un pico alucinante. Lo llevó a algún rincón tranquilo y le preparó la inyección letal. Antes o después, le extrajo la sangre. Pensándolo bien, debió de extraérsela antes, para que la hemoglobina no estuviera saturada de heroína. Aunque hasta que no sepamos qué hizo con ella…

Anaïs añadió mentalmente una circunstancia. La víctima conocía a su asesino. Ni siquiera un drogadicto con el mono se dejaría ofrecer un chute por un desconocido. El Minotauro confiaba en su verdugo. «Buscar entre sus camellos. O entre sus compañeros de los últimos días».

Otra convicción: le regalaron la droga. La víctima no tenía recursos para pagarse una heroína que valía más de ciento cincuenta euros el gramo.

—Gracias, Michel. ¿Cuándo recibiré el informe?

—Mañana a primera hora.

—¿Cómo?

—Es domingo. He pasado toda la noche con este fiambre y, si no tienes inconveniente, me gustaría llevarles unos cruasanes a mis chavales.

Anaïs contemplaba el rostro lleno de cicatrices de la víctima. Ella iba a pasarse el domingo interrogando a indigentes y camellos, con ese careto de película de terror. Las lágrimas asomaron a sus ojos. «Frena».

—Envíame ya las fotos del cadáver.

—Y ¿qué hago con la cabeza?

—¿Qué cabeza?

—La del toro. ¿A quién se la envío?

—Redacta un primer informe. Una nota sobre la manera en que el asesino la ha cortado y agujereado.

—Los animales no son competencia mía —dijo Longo con desdén—. Hay que llamar a un veterinario. O a la escuela de carnicería, en París.

—Busca tú mismo un veterinario —replicó—. Esa cabeza forma parte de tu cadáver, así que es asunto tuyo.

—¿En domingo? ¡Eso me llevará horas!

Ella respondió con un ápice de crueldad, al imaginar cómo se iba a pique el desayuno familiar del forense:

—Apáñatelas, estamos todos en el mismo berenjenal.