—Ayer me dijiste que te llamabas Mischell.
—Así es. Pascal Mischell.
Freire anotó el nombre de pila. Verdadero o falso, era un nuevo elemento. No le había costado nada sumir al vaquero en estado de hipnosis. Su amnesia le predisponía a desconectarse del mundo exterior. Influía también otro factor: la confianza que ponía en el psiquiatra. Sin confianza, no había relajamiento. Y sin relajamiento, no había hipnosis.
—¿Sabes dónde vives?
—No.
—Piensa.
El coloso se sentaba erguido en la silla, las manos sobre los muslos y cubierto con el ineludible sombrero. Freire había querido llevar a cabo la sesión en su despacho, en la zona de consultas. En un domingo, era el lugar ideal para que no le molestaran. Había echado las cortinas y cerrado la puerta. Penumbra y tranquilidad.
Eran las nueve de la mañana.
—Creo… Sí, el nombre de la ciudad es Audenge.
—¿Dónde está?
—En la bahía de Arcachon.
Freire tomó nota.
—¿Cuál es tu profesión?
Mischell no respondió de inmediato. Las arrugas en la frente, justo en el borde del Stetson, dibujaban unas líneas de reflexión.
—Veo ladrillos.
—¿Ladrillos de construcción?
—Sí. Los sostengo. Los pongo.
El hombre imitaba los gestos, con los párpados cerrados, como un ciego. Freire pensó en las partículas halladas en sus manos y debajo de las uñas. «Polvo de ladrillo».
—¿Trabajas en la construcción?
—Soy albañil.
—¿Dónde trabajas?
—Estoy… Creo… En este momento, trabajo en una obra en Cap Ferret.
Freire seguía escribiendo. No creía a pies juntillas esas informaciones. La memoria de Mischell podía deformar la verdad. O crear elementos de pura ficción. Esas informaciones eran más bien pistas. Marcaban una orientación de búsqueda. «Comprobarlo todo».
Alzó el bolígrafo y esperó. «No multiplicar las preguntas. Dejar que actúe la atmósfera del despacho». Él mismo se sentía presa del sueño. El gigante ya no hablaba.
—¿Recuerdas cómo se llama tu jefe? —preguntó Mathias, por fin.
—Thibaudier.
—¿Puedes deletrearlo?
Mischell no vaciló.
—¿Recuerdas algo más?
Silencio. Luego:
—La duna. Desde la obra se ve la duna de Pilat…
Cada respuesta era como un trazo de lápiz que completara el croquis.
—¿Casado?
Nueva pausa.
—Casado, no… Tengo una amiga.
—¿Cómo se llama?
—Hélène. Hélène Auffert.
Tras hacerle deletrear ese nuevo apellido, Freire profundizó:
—¿A qué se dedica?
—Es administrativa en el ayuntamiento.
—¿El ayuntamiento de vuestro pueblo? ¿El ayuntamiento de Audenge?
Mischell se pasó la mano por la cara. Le temblaba.
—Yo… no lo sé…
Freire prefirió detener la sesión. Organizaría otra al día siguiente. Había que respetar el ritmo de la memoria que se abría camino hacia la luz.
Con pocas palabras, sacó a Mischell de su estado de sugestión y descorrió las cortinas. La luz del sol le deslumbró y le provocó de nuevo el dolor en el fondo de la órbita. Ya no había niebla sobre Burdeos. El sol invernal reinaba sobre la ciudad. Blanco y frío como una bola de nieve. Freire vio en ello un buen presagio para su trabajo con el amnésico.
—¿Cómo te encuentras?
El vaquero no se movía. Llevaba una chaqueta de hilo, del mismo color que el pantalón, proporcionados por el centro. Entre pijama y ropa de presidiario. Freire movió la cabeza. Era contrario a la idea de un uniforme para los pacientes.
—Bien —dijo Mischell.
—¿Recuerdas nuestra conversación?
—Vagamente. ¿He dicho cosas importantes?
El psiquiatra respondió con prudencia, utilizando las fórmulas habituales pero sin repetir en voz alta las informaciones. Primero tenía que verificarlas, una tras otra. Se sentó a su mesa y miró a Mischell a los ojos. Tras unas palabras para calmarlo, le preguntó cómo había dormido.
—He vuelto a soñar lo mismo.
—¿El sol?
—Sí, el sol. Y la sombra.
¿Qué había soñado él? Tras el episodio de los hombres de negro, cayó en la inconsciencia como una piedra en un pozo. Durmió completamente vestido en el sofá del salón. Se estaba convirtiendo en el vagabundo de su propia existencia.
Se puso en pie y dio la vuelta alrededor del gigante, que permanecía sentado.
—¿Has tratado de recordar… la noche en la estación?
—Claro. Pero no me viene nada.
Freire caminaba ahora a espaldas del otro. Era consciente de que sus pasos tenían algo amenazador, opresivo… como un policía interrogando a un detenido. Se acercó a él por la derecha.
—¿Ni un detalle?
—Nada.
—¿La llave inglesa? ¿El listín?
Mischell parpadeó varias veces. Unos tics nerviosos aparecieron en su rostro.
—Nada. No sé nada.
El psiquiatra volvió a su mesa. Esta vez sentía cierta resistencia por parte del hombre. Tenía miedo. «Miedo a recordar». Freire le dirigió una sonrisa amistosa. Un signo claro de conclusión y relajamiento. No tomaba suficientes precauciones con ese paciente. Su memoria era como una hoja de papel arrugada, que podía rasgarse a medida que se desplegaba.
—Hoy vamos a dejarlo aquí.
—No. Quiero hablarte de mi padre.
La máquina de la memoria se había puesto en marcha. Con o sin hipnosis. Freire tomó de nuevo el cuaderno.
—Te escucho.
—Murió. Hace dos años. Era albañil, como yo. ¿Te he dicho que ese es mi oficio?
—Sí.
—Le quería mucho.
—¿Dónde vivía?
—En Marsac. Un pueblo de la bahía de Arcachon.
—¿Y tu madre?
No respondió de inmediato y volvió la cabeza. Sus ojos parecían buscar la respuesta en el fondo de la luz helada de la ventana.
—Tenía un bar con estanco —dijo por fin—, en la calle principal de Marsac. También murió, el año pasado. Justo después de mi padre.
—¿Recuerdas en qué circunstancias?
—No.
—¿Tienes hermanos o hermanas?
—No… —Mischell titubeó—. No lo sé…
Freire se puso en pie. Ahora sí había llegado el momento de dar por terminada la entrevista. Llamó a un enfermero y recetó un sedante para Mischell. «Sobre todo, reposo».
Una vez que se quedó solo, consultó el reloj. Eran casi las diez. Su guardia en urgencias empezaba a la una. Tenía tiempo de volver a su casa, pero ¿para qué? Decidió visitar la unidad. Luego regresaría al despacho para comprobar los datos sobre Pascal Mischell.
Al salir al pasillo, comprendió una verdad oculta.
Trataba de vivir allí, en el centro hospitalario especializado Pierre Janet. Seguro. Como sus pacientes.