La niebla iba en aumento en el centro de la ciudad. Unas volutas blancas surgían del asfalto, de las paredes y de las bocas de las alcantarillas. No se veía a más de cinco metros. Ningún problema. Anaïs podría haber regresado a la comisaría con los ojos cerrados. Después de las explicaciones bastante confusas del encargado de vigilancia (la noche anterior habían encontrado a un vaquero amnésico, en la misma zona de la red ferroviaria), dio algunas órdenes y volvió a su coche.

Desde los muelles del río, tomó el paseo Victor Hugo en dirección a la catedral de Saint-André. Tras la excitación, ahora había bajado las revoluciones. ¿Estaría a la altura? ¿Iban incluso a permitirle llevar el caso? En unas horas, la noticia se difundiría entre las altas esferas de la ciudad. El prefecto, el alcalde y los diputados llamarían al comisario principal, Jean-Pierre Deversat. Un cadáver con cabeza de toro, en la ciudad del vino, supondría un problema. Todos estarían de acuerdo: habría que cerrar la investigación lo antes posible. Y entonces se preguntarían acerca de la oficial de la Policía Judicial designada. Edad. Experiencia. Sexo. Y sobre todo nombre. El escándalo relacionado con su padre. Esa historia se había convertido en una especie de mancha de nacimiento, indeleble.

¿Deversat la cubriría? No. Apenas la conocía. Sabía de ella lo que todo el mundo: una joven policía muy titulada, brillante, ambiciosa. Pero esas cualidades aportaban poco a una investigación policial. Nada podía sustituir la experiencia de un viejo sabueso. Se consoló diciéndose que la protegía el plazo de flagrancia. Ella había sido designada, nadie más.

Contaba con ocho días para actuar, sin juez ni comisión rogatoria. Podría interrogar a quien quisiera. Registrar allí donde le placiese. Requerir a los colegas o el material que necesitara. En realidad, esa perspectiva le daba miedo. ¿Sabría utilizar semejante poder?

Redujo la marcha y giró a la derecha, por el paseo Pasteur. La imagen del coordinador de la policía técnica y científica se confundió en sus pensamientos. El árabe de sonrisa cautivadora. Recordó su metedura de pata y su insistencia en darle el número de móvil. Menuda gilipollas estaba hecha. ¿Había hecho el ridículo? Como respuesta, recordó el cloqueo de Véronique Roy mientras ella se alejaba.

Aminoró la marcha en el semáforo en rojo, que brillaba como una bola de fuego en la trama tornasolada, y cruzó la calle sin esperar al verde. Había colocado el girofaro en el techo, en modo silencioso. Un faro azul en el limo de las tinieblas.

Trató de centrarse de nuevo en la investigación, infructuosamente. La cólera iba en aumento en su interior. Una cólera dirigida contra sí misma. ¿Por qué se echaba encima de todos los tíos? Siempre ávida, siempre impaciente por suscitar el deseo… ¿Cómo podía estar tan enganchada al amor? Su soledad se había convertido en una enfermedad. Una hipersensibilidad a todo lo referente a los sentimientos.

Si se cruzaba con unos enamorados por la calle, se le hacía un nudo en la garganta. Si en una película se besaban unos amantes, se le saltaban las lágrimas. Si alguien conocido se casaba, se tomaba un Valium. No soportaba ver amarse a los demás. Su corazón se había convertido en un absceso que reaccionaba ante el menor estímulo. Conocía el nombre de esa enfermedad. Neurosis. Y el especialista que necesitaba: un psiquiatra. Pero ya había consultado a un montón de psiquiatras, desde la adolescencia, y sin el menor resultado.

Estacionó el Golf al pie de la catedral y se echó a llorar, con los brazos cruzados sobre el volante. Durante varios minutos, dejó salir abundantes lágrimas con doloroso alivio. Se enjugó los ojos, se sonó y se serenó. No era cuestión de llegar a comisaría en semejante estado. Esperaban a un jefe, no a una mocosa.

Apagó la radio y se tragó un Valium. Cogió su iPod y se hundió los auriculares en las orejas. Un poco de música mientras esperaba que el ansiolítico hiciera efecto. «Rise», de Gabrielle. Una canción melancólica del año 2000, a partir de un sample de Bob Dylan. Los recuerdos comenzaron a flotar en su mente mientras la molécula vencía su combate contra la angustia.

No había sido siempre así. Nerviosa. Inestable. Depresiva. Tiempo atrás, había sido una chica modélica, atractiva y decidida. Segura de su posición, de su seducción, de su futuro. Un padre enólogo, requerido por los mejores châteaux. Un palacete en el Médoc. Una escolarización sin tacha en el liceo Tivoli. Bachillerato a los diecisiete años. Facultad de Derecho a los dieciocho. El proyecto: doctorarse en Derecho y luego la facultad de Enología, como papá, para especializarse en derecho patrimonial y de los vinos. Imparable.

Hasta los veinte años, Anaïs nunca se había salido de las normas. A pesar de que esas normas pudieran saltarse en determinadas ocasiones. Después de todo, hay que pasar la juventud… A las encorsetadas puestas de largo, en las que se daban cita los hijos e hijas de las grandes familias bordelesas, se sumaban las veladas más picantes, con los mismos, en las que se emborrachaban con los vinos más prestigiosos, pues bastaba bajar a por ellos a la bodega familiar. Había pasado también bastantes noches en las discotecas de la región, en la zona VIP, por supuesto, a la mesa de los futbolistas del Girondins.

No era una generación interesante. Lo que no eran borracheras eran ciegos de coca, y viceversa. Con unos valores y esperanzas tan planos como una pista de baile. Ninguno de esos hijos de papá tenía siquiera la ambición de ganar dinero, pues todos eran ya muy ricos. A veces, se decía para sí que hubiera preferido ser pobre, una mala pécora, una puta que les habría arramblado el dinero a esos niños ricachones sin remordimiento alguno. De momento, era como ellos. Y seguía la línea, la de su padre.

La madre de Anaïs, chilena de pura cepa, de Santiago, perdió la razón unos meses después de dar a luz, cuando Jean-Claude Chatelet trabajaba en el desarrollo del carménère, una variedad de uva que se había vuelto muy rara en Francia pero que crecía en las faldas de los Andes. Para curar a su esposa, el enólogo decidió volver a Gironda, su región de origen, donde fácilmente podría encontrar trabajo. En el cuadro completo, la única grieta era esa madre loca y la visita semanal al centro de Tauriac donde la atendían. Anaïs solo conservaba un vago recuerdo: ella cogía botones de oro en el parque mientras papá paseaba con una mujer silenciosa que nunca la reconoció. La mujer falleció cuando ella tenía ocho años, sin recuperar nunca la menor lucidez.

Después de eso, no hubo ninguna nota desafinada que rompiera la armonía. Paralelamente a su actividad profesional, su padre se consagraba a la educación de su adorada hija y ella, a la vez, se consagraba a satisfacer cuanto de ella se esperaba. En cierta medida, vivían en pareja, pero no conservaba de esa época ningún recuerdo frustrante, malsano o asfixiante. Papá solo quería su felicidad y ella solo aspiraba a una felicidad dentro de las normas. Ser la primera de la clase y campeona de equitación.

Y 2002 fue el año del escándalo.

Ella tenía veintiún años. De golpe, el mundo se transformó a su alrededor. Los periódicos. Los rumores. Las miradas. La observaban. Le hacían preguntas. No podía responder. Físicamente, le era imposible. Había perdido la voz. Durante casi tres meses no pudo pronunciar palabra. Era un fenómeno puramente psicosomático, según los médicos.

Su prioridad fue abandonar el palacete de su padre. Quemó su ropa. Dijo adiós a su caballo, regalo de papá. De haber sido posible, lo habría matado de un disparo de escopeta. Dio la espalda a sus amistades. Hizo un corte de mangas a su juventud dorada. Ya no era cuestión de respetar las normas. Ya no era cuestión, sobre todo, de mantener el menor contacto con su padre.

«2003».

Se licenció en Derecho. Practicó deportes de combate, krav magá y kickboxing. Se inició en el tiro deportivo. Ahora quería ser policía. Consagrarse a la verdad. Lavar esos años de mentiras que le habían mancillado la vida, el alma, la sangre, desde su nacimiento.

«2004».

Escuela Nacional Superior de Oficiales de Policía en Cannes-Écluse. Dieciocho meses de formación. Procedimientos. Métodos de investigación. Sociología del conocimiento… Primera de su promoción, Anaïs pudo elegir en primer lugar su destino. Se decidió por una comisaría estándar, en Orleans, para trabajar en la calle. Luego solicitó Burdeos. La ciudad donde estalló el escándalo. Donde su nombre fue arrastrado por el barro. Nadie comprendió aquella elección.

Y, sin embargo, era muy sencillo.

Quería demostrarles que no les tenía miedo.

Y mostrarle a él que ella ahora estaba del lado de la justicia y de la verdad.

Físicamente, Anaïs ya no era la misma. Se había cortado el pelo. Solo vestía tejanos, pantalones de lona, cazadoras de cuero y botas militares. Tenía cuerpo de atleta, de corta estatura pero musculado y rápido. Su manera de hablar, las palabras y el tono se habían endurecido. Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos, seguía siendo una joven cristalina, de piel muy blanca, grandes ojos sorprendidos, que siempre parecía recién salida de un cuento de hadas.

Mejor.

¿Quién iba a desconfiar de una oficial de policía con aspecto de muñeca?

En cuanto a los tíos, a su regreso a Burdeos, Anaïs se lanzó a una búsqueda infructuosa. A pesar de sus aires de matona, buscaba un hombro sólido donde apoyarse. Un cuerpo musculoso que le diera calor. Dos años más tarde, aún no lo había encontrado. Ella, que había sido una fría seductora en la época de las veladas pijas, la jewish princess inaccesible, ya no atraía a ningún hombre. Y si alguna vez algún candidato caía en sus redes, no lograba retenerlo.

¿Era por su aspecto? ¿Por sus neurosis, que se colaban en su manera de hablar, en sus gestos demasiado nerviosos, en sus miradas intermitentes? ¿Por su profesión, que atemorizaba a todo el mundo? Cuando se hacía estas preguntas, se respondía encogiéndose de hombros. De todas formas, ya era demasiado tarde para cambiar. Había perdido su femineidad como se pierde la virginidad: sin esperanza de recuperarla.

En la actualidad, estaba en su período Meetic.

Tres meses de citas de mierda, de conversaciones estériles con gilipollas de tomo y lomo, para unos resultados nulos y siempre humillantes. Salía de cada historia un poco más consumida, un poco más abatida por la crueldad masculina. Buscaba compañeros y cosechaba enemigos. Tenía en mente El diario de Noa y se encontraba con Doce del patíbulo.

Alzó la vista. Las lágrimas se habían secado. Ahora escuchaba «Right Where It Belongs», de Nine Inch Nails. Entre la bruma, las gárgolas de la catedral la observaban. Esos monstruos de piedra le recordaban a esos hombres escondidos detrás de sus pantallas, que la acechaban y la seducían con mentiras. Estudiantes de Medicina que en realidad eran repartidores de pizza. Emprendedores que cobraban el paro. Solteros en busca de su media naranja cuya esposa esperaba el tercer hijo.

Gárgolas.

Diablos.

Traidores…

Hizo girar la llave de contacto. El Valium había hecho efecto. Sin embargo, volvía a sentir sobre todo cólera y, con ella, odio. Unos sentimientos que la estimulaban más que cualquier droga.

Al poner en marcha el coche, recordó el acontecimiento más importante de la noche. Un hombre había asesinado a un inocente en su ciudad y le había clavado una testuz de toro en la cabeza. Se sentía ridícula con sus preocupaciones de chica frívola. Y loca por pensar en ellas mientras un asesino andaba suelto por las calles de Burdeos.

Apretando los dientes, tomó la dirección de la rue François de Sourdis. Por una vez, no había perdido la noche.

Tenía un cadáver.

Y siempre era mejor que un gilipollas vivo.