Debajo del peto, Le Coz llevaba un abrigo de cachemira negro. En su cabello engominado, también muy negro, relucían gotas de condensación. Sus labios sensuales exhalaban volutas de vaho. Todo su cuerpo destilaba una refinada seducción que pareció provocar en Véronique Roy una suerte de imperceptible rigidez, un reflejo defensivo. Anaïs sonrió. La fiscal adjunta era sin duda soltera, como ella. Un enfermo sabe reconocer los síntomas de su enfermedad en los demás.
Resumió la situación a Le Coz y luego adoptó un tono imperativo. Esta vez no estaba para bromas.
—Como prioridad, hay que identificar a la víctima. Y luego investigar en su red de contactos.
—¿Crees que el asesino y la víctima se conocían? —intervino Véronique Roy.
—No creo nada. Primero hay que saber quién ha muerto. Luego procederemos por círculos sucesivos, de los conocidos más próximos a los más lejanos. Los amigos de siempre. Los encuentros de una noche. —Se dirigió al teniente—: Llama a los demás. Hay que visionar todas las cintas de la estación. Y no solo las de las últimas veinticuatro horas.
Señaló con el brazo hacia el aparcamiento.
—Nuestro cliente a buen seguro no pasó por la estación y las taquillas. Debió de acceder a las vías a través del aparcamiento del personal. Concéntrate en esos vídeos. Identifica todas las matrículas de los vehículos estacionados allí durante los últimos días. Encuentra a los propietarios e interrógalos. Habla con los mandos, los empleados y los técnicos de la estación. Que se estrujen las meninges para recordar el menor detalle sospechoso.
—¿Cuándo empezamos?
—Ya hemos empezado.
—Son las tres de la madrugada.
—Saca a todo el mundo de la cama. Registrad los antiguos talleres. En esos sitios siempre hay vagabundos. Quizá hayan visto algo. En cuanto al jockey…
—¿El jockey?
—El maquinista de maniobras que ha descubierto el cadáver. Quiero su declaración sobre mi mesa mañana a primera hora. También quiero el máximo de gente aquí, en la estación, en las próximas horas. Hay que rastrear todo el perímetro e interrogar a todos los usuarios y a los habituales.
—Es domingo.
—¿Quieres esperar al lunes? Que te ayuden los de la brigada anticrimen y los municipales.
Le Coz tomó notas sin responder. Su cuaderno estaba empapado por la humedad.
—Quiero también que uno se ponga con la vertiente animal de la investigación.
El policía levantó la mirada. No lo entendía.
—Esa cabeza de toro tiene que haber salido de algún sitio. Ponte en contacto con los gendarmes de Aquitania, de las Landas y del País Vasco.
—¿Por qué tan lejos?
—Porque se trata de un toro de lidia. Un toro bravo.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, no hay más que hablar. Las ganaderías más cercanas están en los alrededores de Mont-de-Marsan. Luego, ve bajando hacia Dax.
Le Coz seguía escribiendo, maldiciendo la humedad que hacía que se le corriera la tinta.
—Por descontado, no quiero ver a ningún periodista metiéndose en este asunto.
—¿Cómo pretendes evitarlos? —preguntó la fiscal adjunta.
En su calidad de magistrada, tenía el deber de informar a los medios. Ya debía de haber planificado la rueda de prensa e incluso habría pensado qué se pondría para la ocasión. Anaïs le estaba segando la hierba bajo sus pies.
—Esperaremos. No diremos nada. Con un poco de suerte, ese tipo será de verdad un indigente.
—No lo pillo.
—Nadie le busca. Así que podemos esperar a anunciar su muerte. Digamos que veinticuatro horas. Y en ese momento incluso olvidaremos mencionar la cabeza de toro. Hablaremos de un indigente que seguramente habrá muerto de frío. Y punto.
—¿Y si no se trata de un indigente?
—De todas formas, necesitamos ese margen. Así podremos trabajar con discreción.
Le Coz las saludó con la cabeza y desapareció entre la bruma. En otro lugar y otro momento, habría hecho gala de su capacidad de seducción ante las dos mujeres, pero había captado la urgencia de la situación. En las próximas horas prescindiría de dormir, de comer, de la familia y de cuanto no tuviera que ver con la investigación.
Anaïs se dirigió al tipo de la brigada anticrimen, que permanecía al margen pero sin perderse un ápice de la conversación.
—Localíceme al coordinador de Identificación Judicial.
—¿Crees que puede ser el principio de una serie? —preguntó la fiscal adjunta en voz baja.
Su timbre volvía a delatar la misma emoción ambivalente. Entre el deseo y la repulsión. Anaïs sonrió.
—Es demasiado pronto para decirlo, cariño. Habrá que esperar el informe del forense. El modus operandi nos dirá mucho acerca del perfil del tipo. Tengo que comprobar, además, que no haya salido algún chalado recientemente de Cadillac.
Todo el mundo en la región conocía ese nombre. La Unidad de Enfermos Difíciles. El antro de los locos violentos y criminales. Casi una curiosidad local, entre los grandes vinos y la duna de Pilat.
—Examinaré los archivos a escala nacional —continuó— para ver si ya se ha cometido algún asesinato de estas características en Aquitania o en algún otro lugar.
Anaïs decía cualquier cosa para impresionar a su rival. El único archivo nacional relativo a los criminales de Francia era un programa constantemente actualizado por policías y gendarmes que respondían a cuestionarios sin poner en ello ningún interés.
Súbitamente, la niebla se desgarró. La grieta dejó a la vista a uno de los cosmonautas de Identificación Judicial.
—Abdellatif Dimoun —dijo la aparición mientras se bajaba la capucha—. Soy el coordinador de la policía técnica y científica en este caso.
—¿Es de Toulouse?
—Sí, del laboratorio de la científica 31.
—¿Cómo han llegado tan rápido?
—Un golpe de suerte, por así decirlo.
El hombre sonrió ampliamente. Los dientes resplandecientes contrastaban con la piel mate. Tendría unos treinta años y un aspecto salvaje y sexy.
—Estábamos en Burdeos por otro asunto. La contaminación de la zona industrial del Lormont.
Anaïs había oído hablar de ello. Se sospechaba que un antiguo empleado de la empresa, una unidad de producción química, podría haber saboteado unos procedimientos técnicos por venganza. La capitán y la fiscal adjunta se presentaron. El técnico se quitó los guantes y les estrechó la mano.
—¿Buena cosecha? —preguntó Anaïs en un tono pretendidamente neutro.
—No. Todo está empapado. Hace por lo menos diez horas que el cuerpo está en remojo. A priori, es imposible obtener el menor dibujo papilar.
—¿El menor… qué?
Anaïs se volvió hacia la fiscal adjunta, encantada de poder demostrar sus conocimientos.
—Las huellas dactilares.
Véronique Roy frunció el ceño.
—Tampoco hemos hallado fragmentos orgánicos ni líquidos biológicos —continuó Dimoun—. Ni sangre, ni esperma, nada de nada. Pero, como decía, con la que está cayendo… Solo tenemos una certeza: no se trata de la escena de un crimen, sino de la escena de un delito. El asesino simplemente arrojó el cuerpo aquí. Lo mató en otro sitio.
—¿Podrá enviarnos el informe y los análisis lo antes posible?
—Por supuesto. Trabajaremos aquí, en un laboratorio privado.
—Si tengo alguna pregunta, le llamaré.
—Ningún problema.
El hombre anotó su número de móvil en el dorso de una tarjeta de visita.
—Le doy el mío —dijo ella escribiendo las cifras en una página de su cuaderno—. Puede llamarme a cualquier hora. Vivo sola.
El técnico alzó las cejas, sorprendido ante aquella confidencia descarnada. Anaïs sintió que se sonrojaba. Véronique Roy la observaba burlona. El policía de la brigada anticrimen le sacó las castañas del fuego.
—¿Podemos hablar un segundo? Es el jefe de estación… Tiene algo importante que decirle.
—¿De qué se trata?
—No lo sé exactamente, pero parece que ayer encontraron aquí a un tipo raro. Un amnésico. Yo no estaba aquí.
—¿Dónde lo encontraron?
—Lo descubrieron en las vías. No lejos del foso de mantenimiento.
Anaïs saludó a Roy y a Dimoun, y le deslizó a este en la palma de la mano su número de teléfono. Siguió al policía a través de los raíles y vio a tres tipos con bata blanca que se dirigían al aparcamiento, entre los edificios abandonados. Los hombres encargados del traslado a la morgue. Una carretilla elevadora ronroneaba detrás de ellos. Sin duda para alzar el cuerpo y la cabeza desmesurada.
Siguiendo a su guía, echó un vistazo por encima del hombro. La fiscal adjunta y el técnico de Identificación Judicial charlaban con complicidad, alejados del perímetro de seguridad. Incluso se habían encendido un cigarrillo. Véronique Roy cloqueaba como una gallina. Anaïs se ajustó rabiosa la kufiyya palestina que lucía a modo de bufanda. Eso confirmaba lo que siempre había pensado. Con o sin cadáver, solidarias o no, solo cabía decir: «Que gane la mejor».