Anaïs Chatelet no se lo podía creer.

Verdaderamente era una suerte del copón.

Una guardia de sábado por la noche que empezaba con un cadáver. Un verdadero asesinato de manual, con ritual y mutilaciones. En cuanto recibió la llamada, cogió su coche privado y se dirigió al lugar donde lo habían encontrado: la estación de tren de Saint-Jean. De camino, se repetía la información que le habían proporcionado. Un joven desnudo. Múltiples heridas. Una puesta en escena aberrante. No había nada preciso, pero algo olía a locura, crueldad, tinieblas… No se trataba de una simple pelea que hubiera acabado mal o de un robo por dinero. «Algo serio».

Cuando vio los furgones aparcados frente a la estación, los girofaros destellando en la niebla, los policías con aquellos chubasqueros que los hacían parecer espectros brillantes, comprendió que todo era real. Su primer asesinato como capitán. Iba a formar un grupo de investigación. Aprovecharía la evidencia para llevar el caso hasta el final. Daría con el culpable y sería portada de los periódicos. ¡A los veintinueve años!

Salió del coche y respiró el olor lacustre de la atmósfera. Desde hacía treinta y seis horas, Burdeos estaba bañado por ese jugo blanquecino. Daba la sensación de que una ciénaga se hubiera deslizado hasta allí, con su bruma, sus reptiles y sus humores acuosos. Eso le daba una dimensión suplementaria al acontecimiento: un homicidio surgido de la niebla. Se estremeció de excitación. Un policía de la comisaría de la place des Capucins la vio y se acercó a ella.

El hombre que había descubierto el cuerpo era un jockey, el maquinista encargado de las maniobras de los trenes entre la base de mantenimiento y la estación propiamente dicha. Al entrar de servicio a las once de la noche, estacionó en el aparcamiento destinado a los empleados de la SNCF al sur de la nave. Llegó a las vías por un paso lateral y descubrió el cadáver dentro de un foso de mantenimiento abandonado, entre la vía uno y los antiguos talleres de reparación. Avisó al jefe de guardia, que inmediatamente llamó a la policía ferroviaria y a la empresa de vigilancia privada que se encargaba de la seguridad de Saint-Jean. Acto seguido se avisó a la comisaría más cercana, en la place des Capucins.

El resto, Anaïs ya lo conocía. El fiscal de la República fue localizado a la una de la madrugada. Este, a su vez, se puso en contacto con la comisaría central de Burdeos, en la rue François de Sourdis, y habló con el oficial de la policía judicial de guardia disponible. «Ella». Los otros ya se habían marchado y andaban en asuntos peliagudos ligados a la niebla. Accidentes de coche, pillajes, desapariciones… Así, por una cosa o por otra, había sido ella, Anaïs Chatelet, con su flamante grado de capitán y sus dos años de destino en Burdeos, quien se había llevado el mejor caso de la noche.

Atravesaron el vestíbulo de la estación y un empleado de la SNCF les dio unos petos fluorescentes de color naranja para que se los pusieran. Mientras abrochaba los velcros, Anaïs se tomó unos segundos para admirar las estructuras de acero de casi treinta metros de altura que se perdían entre la niebla. Recorrieron el andén hasta las vías exteriores. El tipo de la SNCF no dejaba de hablar. Nunca se había visto algo semejante. La circulación ferroviaria estaba interrumpida, por orden del fiscal, desde hacía dos horas. El muerto, en el foso, era una verdadera monstruosidad. Todo el mundo se encontraba conmocionado…

Anaïs no escuchaba. Sentía que la humedad se le pegaba a la piel y el frío le calaba hasta los huesos. A través de los vapores, los semáforos de la estación (todos en rojo) formaban una constelación sangrienta y enrevesada. Los cables suspendidos chorreaban. Las vías férreas, perladas de condensación, brillaban y se desvanecían entre las nubes bajas.

Anaïs se torcía los tobillos sobre las traviesas y el balasto.

—¿Puede iluminar el suelo?

El ferroviario bajó la linterna y prosiguió su discurso. Ella cazó al vuelo algunas informaciones técnicas. Las vías con un número par se dirigían hacia París. Las vías impares partían hacia el sur. Los cables eléctricos sobre las vías se llamaban «catenarias» y las estructuras metálicas sobre el techo de los trenes eran los «pantógrafos». Todo eso no le servía de nada de momento, pero le daba la confusa sensación de familiarizarse con el crimen en sí.

—Aquí es.

Los proyectores de la unidad de Identificación Judicial dibujaban unas lunas difusas y lejanas en la noche. Los haces de las linternas rasgaban jirones de gasa blanquecina a través de la oscuridad. A lo lejos, se distinguía la base de mantenimiento, con los trenes de alta velocidad, los regionales, los automotores y los autopropulsados cubiertos de una pátina plateada. Había también vagones de mercancías y máquinas de maniobra, que eran el equivalente de los remolcadores en los puertos y se encargaban de arrastrar los trenes hasta la estación. Unas máquinas potentes y negras, que evocaban unos titanes nocturnos.

Pasaron bajo las cintas de señalización: POLICÍA. PROHIBIDO EL PASO. La escena del crimen se hacía más precisa. El foso de mantenimiento. Los pies cromados de los proyectores. Los técnicos en mono blanco ribeteado de azul. A Anaïs le sorprendía que hubieran llegado tan pronto: el laboratorio científico más próximo de la región se encontraba en Toulouse.

—¿Quiere ver el cadáver?

Un oficial de la brigada anticrimen se hallaba frente a ella, cubierto con un chubasquero, sobre el que se había colocado el peto de seguridad. Anaïs adoptó una expresión de circunstancias y asintió con la cabeza. Luchaba contra la niebla, contra su impaciencia y su excitación. Un día, en la facultad, un profesor de Derecho le dijo en un pasillo: «Es usted la Alicia de Lewis Carroll. ¡Su reto será dar con un mundo a su altura!». Ocho años después, caminaba entre vías férreas al encuentro de un cadáver. «Un mundo a su altura…»

En el fondo del foso, que medía cinco metros de longitud por dos de anchura, reinaba la agitación habitual en una escena del crimen en versión comprimida. Los técnicos se abrían paso a codazos, se empujaban, tomaban fotografías, examinaban cada milímetro del suelo con unas linternas especiales (iluminaciones monocromáticas, que iban de los infrarrojos a los ultravioletas) y recogían fragmentos que guardaban en bolsas precintadas.

Entre el mogollón, Anaïs logró distinguir el cadáver. Un hombre de unos veinte años. Desnudo. Macilento. Lleno de tatuajes. Parecía que los huesos fueran a desgarrarle la piel. La blancura de su epidermis era casi fosforescente. Los dos raíles sobre el foso lo rodeaban como el marco de un cuadro. Anaïs pensó en una pintura del Renacimiento. Un mártir de carne lívida, retorcido en una posición dolorosa al fondo de una iglesia.

Pero lo más impactante era la cabeza.

No era una cabeza de hombre, sino de toro.

Una enorme testuz negra de bovino, cortada en la base del cuello, que debía de pesar unos cincuenta kilos.

Anaïs calibró finalmente lo que tenía ante los ojos. Todo aquello era real. Sintió que le flojeaban las rodillas. Sin embargo, se asomó y se concentró, aferrándose a sus primeras constataciones para no flaquear. Se presentaban dos soluciones. Bien el asesino había decapitado a su víctima y le había puesto sobre los hombros la cabeza del animal, o bien había clavado su trofeo sobre el cráneo del hombre.

En los dos casos, el símbolo era evidente: habían matado al Minotauro. Un Minotauro de los tiempos modernos, perdido en un dédalo de vías férreas. «El laberinto».

—¿Puedo bajar?

Le dieron unas fundas para los zapatos y un gorro de papel. Descendió por la escala de hierro que permitía acceder al foso. Los técnicos de Identificación Judicial se apartaron. Se agachó y examinó la zona que le interesaba: esa monstruosa cabeza de animal encastrada en un cuerpo de hombre.

La segunda opción era la buena. La cabeza había sido clavada con fuerza sobre la de la víctima. Debajo, el cráneo debía de estar hecho papilla.

—En mi opinión, ha vaciado el interior del cuello de la bestia.

Anaïs se volvió hacia el que acababa de hablar. Michel Longo, el forense. No lo había reconocido así disfrazado de fantasma encapuchado, como los demás.

—¿Desde cuándo lleva muerto? —preguntó poniéndose en pie.

—Aún es demasiado pronto para poder decirlo con precisión. Al menos veinticuatro horas. Pero el frío y la niebla han complicado las cosas.

—¿Ha estado aquí todo ese tiempo?

El médico extendió las manos enguantadas. Llevaba unas gafas Persol debajo de la capucha doblada.

—O el asesino lo ha dejado aquí esta noche. Es imposible saberlo.

Anaïs pensó en la niebla que cubría la ciudad desde la víspera. Con esa bruma espesa, el asesino podía haber actuado en cualquier momento.

—Hola.

Alzó la vista, haciendo visera con la mano. De pie, al borde del foso, la silueta de una mujer se recortaba contra el halo blanco de los proyectores. Incluso a contraluz, la reconoció. Véronique Roy, fiscal adjunta. Una especie de doble de Anaïs. Bordelesa, hija de la alta burguesía, de unos treinta años, había seguido casi la misma trayectoria que ella. Ambas se habían cruzado primero en las escuelas privadas más elitistas, en las aulas de la Universidad Montesquieu y luego en los lavabos de las discotecas de moda de la ciudad. Nunca habían sido amigas. Tampoco enemigas. Ahora seguían viéndose por razones profesionales. Un ahorcado. Una mujer con la cara arrancada por un microondas lanzado violentamente por el marido. Una adolescente con el cuello rajado. No eran cosas para ser amigo de alguien.

—Hola —masculló Anaïs.

La fiscal adjunta resplandecía a la luz y la dominaba desde el borde del foso. Llevaba una cazadora de piel Zadig & Voltaire que Anaïs ya había visto hacía tiempo en un escaparate, cerca del paseo Georges Clemenceau.

—¡Qué alucine! —murmuró la magistrada, con la vista puesta en el cadáver.

Anaïs le agradeció esa frase tan boba que resumía perfectamente la situación. Estaba segura de que Véronique experimentaba las mismas sensaciones que ella. Terror y excitación a la vez. Les estaba ocurriendo lo que siempre habían esperado, tanto una como otra, aunque a la vez lo temían. La investigación de asesinato única. El asesino delirante. Todas las chicas de su edad, en esa profesión, se habían criado con El silencio de los corderos y habían soñado con convertirse en Clarice Starling.

—¿Tienes alguna idea respecto a la causa de la muerte? —preguntó Anaïs al forense.

Longo hizo un gesto vago.

—No hay ninguna herida aparente. Quizá se ha ahogado con la cabeza del toro. O le han degollado. O envenenado. Habrá que esperar a los resultados de la autopsia y a los análisis toxicológicos. No descarto una sobredosis.

—¿Por qué?

Se agachó y tomó el brazo izquierdo de la víctima. Las venas del pliegue del codo parecían duras como la madera, cubiertas de cicatrices, de bolas de carne, de edemas morados.

—Colocado a tope. En general, el tipo estaba en un estado lamentable. Me refiero a cuando estaba vivo. Guarro. Subalimentado. Tiene señales de heridas antiguas que no fueron curadas. Diría que tenemos a un toxicómano de unos veinte años. Un vagabundo. Un tipo barriobajero. Algo así.

Anaïs levantó la mirada hacia el policía de la brigada anticrimen, de pie junto a la fiscal adjunta.

—¿Han encontrado su ropa?

—Ni ropa ni documento de identidad.

El hombre fue asesinado en otro sitio y lo arrojaron allí. ¿Escondido? ¿O, al contrario, expuesto? Tenía una certeza. Ese foso desempeñaba un papel en el ritual del asesino.

Ascendió los peldaños y echó un último vistazo al cadáver. Cubierto de hebras de hielo, parecía una escultura de acero. El foso, con su olor a grasa y a metal, constituía una sepultura perfecta para esa criatura.

De vuelta en la superficie, se quitó el gorro y las fundas del calzado. Véronique Roy desgranó la fórmula habitual:

—Te designo oficialmente…

—Envíame el papeleo a la oficina.

Ofendida, la fiscal adjunta interrogó a Anaïs acerca de las pistas que iba a seguir. Le respondió en un tono mecánico, enumerando la operativa rutinaria. A la vez, trataba de imaginar el perfil del asesino. Conocía el lugar. Y sin duda el horario de las maniobras de los trenes. Quizá fuera alguien de la SNCF. O un tipo que había preparado minuciosamente su golpe.

Súbitamente, una visión la dejó sin aliento. El asesino llevaba a hombros el cuerpo en un saco de plástico oscuro. Caminaba, arqueado entre los vapores. Se hizo la siguiente reflexión técnica: el cuerpo, sumado a la cabeza, constituía un fardo de más de cien kilos. El asesino tenía que ser un coloso. ¿O bien le clavó la cabeza de toro una vez allí? Eso supondría dos viajes de su vehículo al foso de mantenimiento. ¿Dónde aparcaría? ¿En el aparcamiento?

—¿Qué?

—Te preguntaba si ya has formado tu grupo de investigación —repitió Véronique Roy.

—Mi grupo, ahí está…

Le Coz se aproximaba con andares torpes, torciéndose los tobillos sobre el balasto, vestido con el chaleco fluorescente reglamentario. La fiscal adjunta pareció sorprenderse. Tenía los ojos claros bajo unas cejas como latigazos. Anaïs tenía que admitirlo: era bastante guapa.

—Estoy bromeando. —Sonrió—. Te presento al teniente Hervé Le Coz, mi segundo en el equipo. Era el único de guardia esta noche conmigo. Dentro de una hora estará formado el grupo.