Regresó a las consultas, se encerró en el despacho y se instaló frente al ordenador con el abrigo sobre los hombros. Se conectó directamente al PMSI, el programa de medicalización de los sistemas de información, que contenía los datos de todos los ingresos hospitalarios y atenciones sanitarias dispensadas en territorio francés.
No había ningún Mischell.
Freire nunca utilizaba ese programa. Quizá había restricciones debido a la confidencialidad de ciertos datos. Al fin y al cabo, la ofensa contra la vida privada en Francia es un delito que no prescribe.
Ese primer fracaso le dio ganas de seguir investigando. Cuando lo encontraron, el hombre de la llave inglesa no llevaba encima el documento de identidad. Su ropa estaba usada. Además, presentaba diversos signos de vivir al aire libre: la piel bronceada, las manos quemadas por el sol. ¿Sería un indigente?
Mathias descolgó el teléfono y llamó al Centro Municipal de Acción Social, donde siempre había alguien de guardia. Les dio el nombre: no había ningún Mischell entre los indigentes de los que tenían constancia en Aquitania. Llamó a la Ayuda a la Inserción Social, y luego al Samu social. Todos esos organismos contaban con un servicio de guardia, pero no había rastro de ningún Mischell en sus archivos.
Freire se conectó a internet. No había ningún abonado telefónico con ese nombre en los departamentos de Aquitania o de Mediodía-Pirineos. No le sorprendió. Como había previsto, el desconocido deformaba, sin duda involuntariamente, su apellido. Sus breves recuperaciones de la memoria de momento solo podían ser imperfectas.
Mathias tuvo otra idea. Según el informe de la policía, el listín telefónico que tenía consigo el amnésico era de 1996.
A fuerza de búsquedas, acabó por encontrar en la red un programa que permitía consultar listines antiguos. Eligió el año 1996 y buscó un Mischell. En vano. En ninguno de los cinco departamentos de la región administrativa de Aquitania había rastro de ese nombre aquel año. ¿Habría que examinar más atrás?
Freire volvió a Google y tecleó simplemente «Mischell». No obtuvo mucho más. Un perfil de MySpace, que comprendía un montaje de vídeo en el que se veía a Mulder y Scully, protagonistas de Expediente X, firmado por un tal Mischell. Fragmentos musicales de una cantante, Tommi Mischell. Una página web dedicada a una tal Patricia Mischell, vidente domiciliada en Missouri, Estados Unidos. El motor de búsqueda le sugería que probara con la ortografía «Mitchell».
Medianoche. Esta vez sí era hora ya de volver a casa. Mathias apagó el ordenador y recogió sus cosas. Al acercarse a la puerta de entrada, se dijo que debería enviar una fotografía del vaquero a los diversos centros de acogida de indigentes de Burdeos y alrededores. A los CMP, los centros médico-psicológicos, y a los CATTP, los centros de acogida terapéutica a tiempo parcial. Los conocía todos. Los visitaría personalmente, prácticamente seguro de que su desconocido ya había sufrido anteriormente trastornos mentales.
La niebla le obligó a circular despacio. Le llevó casi un cuarto de hora llegar a su barrio. Junto a los jardines había un número anormal de vehículos: las cenas de la noche del sábado. No había manera de aparcar. Dejó el coche a cien metros de su casa y se zambulló en el mar de niebla. La calle ya no tenía contornos. Las farolas levitaban, suspendidas. Todo parecía ligero, inmaterial. Según tomaba conciencia de esa sensación, se dio cuenta de que se había perdido. Pasó junto a los setos constelados de gotitas y a las berlinas estacionadas, avanzando a ciegas, poniéndose de puntillas para leer el nombre de cada casa.
Finalmente, percibió las letras familiares: ÓPALO.
A tientas, abrió la verja. Seis pasos. Dio una vuelta a la llave. Cerró de nuevo la puerta y entró en el vestíbulo, algo aliviado. Soltó el maletín, dejó el impermeable sobre una de las cajas de la entrada y se dirigió a la cocina, sin encender la luz. Los gestos estándares de su soledad correspondían al plano estándar de su choza.
Unos minutos más tarde, se tomaba un té frente a la ventana. En el silencio de su domicilio todavía le parecía oír el rumor de sus pacientes. Todos los psiquiatras conocen esa sensación. Lo llaman la «música de los locos». La elocución deformada. Andar arrastrando los pies. Los delirios. En su cabeza resonaban esos murmullos como resuena en una caracola el eco del mar. Los locos nunca se separaban del todo de él. O, más bien, era él quien nunca abandonaba la unidad Henri Ey.
Sus pensamientos se detuvieron en seco.
El todoterreno de la víspera acababa de surgir entre la niebla.
Lentamente, muy lentamente, el vehículo recorrió la calle y se detuvo frente a su domicilio. Freire sintió que se le aceleraba el corazón. Los dos hombres de negro salieron al mismo tiempo y se plantaron ante sus ventanas.
Freire trató de tragar saliva. No hubo manera. Los observó sin intentar ocultarse. Medían por lo menos un metro ochenta y, bajo los abrigos, vestían trajes oscuros abotonados hasta arriba, cuyo paño relucía a la luz de la farola. Camisa blanca y corbata negra. Esos tipos parecían peces gordos, rectos y ambiciosos, pero en su aspecto había también algo violento y clandestino.
Mathias se había quedado de piedra. Temía que franquearan la verja del jardín y llamaran a la puerta. Pero no. No se movían. Permanecían junto a la farola, sin tratar de ocultarse. Sus rostros conjuntaban con todo lo demás. El primero, frente despejada y gafas de concha, con el cabello plateado peinado hacia atrás. El otro parecía más arisco. Cabello largo castaño, ya ralo. Cejas espesas y expresión de preocupación.
Dos caras de rasgos regulares.
Dos playboys cómodos en sus trajes italianos a sus cuarenta años.
¿Quiénes eran? ¿Qué querían?
Volvió a dolerle en el fondo del ojo izquierdo. Cerró los ojos y se frotó suavemente los párpados. Cuando volvió a abrirlos, los dos fantasmas habían desaparecido.