Un tipo se había encerrado en los servicios contiguos al vestíbulo de urgencias desde hacía media hora y se negaba a salir. Freire se hallaba ahora frente a la cabina, acompañado por un técnico con su caja de herramientas. Tras varias llamadas (conminaciones), hizo abrir la puerta. El hombre estaba sentado en el suelo, cerca de la taza, con las rodillas juntas y la cabeza entre los brazos replegados. El espacio estaba sumido en la penumbra… y una peste asfixiante.
—Soy psiquiatra —se presentó Freire cerrando la puerta con el hombro—. ¿Necesita ayuda?
—Lárguese.
Puso una rodilla en el suelo, evitando los charcos de orines.
—¿Cómo se llama?
No hubo respuesta. El hombre mantenía la cabeza hundida entre los brazos.
—Venga a mi despacho —dijo apoyándole una mano en el hombro.
—¡Le he dicho que se largue!
El hombre tenía un defecto de elocución. Daba la impresión de chupar las sílabas y salivaba abundantemente. Sorprendido ante el contacto, alzó la cabeza. En la penumbra, Freire vio su rostro deforme. Hundido y tumefacto a la vez, asimétrico, como desgarrado en varios pedazos.
—Levántese —ordenó.
El tipo estiró el cuello. El cuadro se precisó. Una amalgama de carnes heridas, pieles estiradas y estrías relucientes. La pura imagen del terror.
—Confíe en mí —dijo Freire reprimiendo su repulsión.
Más que en quemaduras, pensó en los estragos de la lepra. Un mal devorador que destruía progresivamente aquel rostro. Pero entornó los ojos en aquella media luz y comprendió que la verdad era otra: esas cicatrices eran falsas. El hombre se había pegado la piel en pliegues, repliegues e hinchazones, sin duda con cola de síntesis. Se había infligido esas deformaciones para fingir su condición de desfigurado y ser atendido en el hospital. «Síndrome de Münchhausen», pensó el psiquiatra, y repitió:
—Venga conmigo.
El tipo se levantó por fin. Freire abrió la puerta y regresó con alivio a la luz y a una atmósfera respirable. Avanzaron hasta el umbral de los servicios. Había salido de la cloaca, pero no de la pesadilla. Durante una hora, conversó con el hombre-cola y pudo confirmar su diagnóstico. El visitante estaba dispuesto a lo que hiciera falta para ser ingresado y atendido. De momento, Freire lo trasladó al Hospital Universitario Pellegrin para que le curaran el rostro, pues la cola comenzaba a quemar los tejidos.
Las cinco y media de la tarde.
Freire hizo que le sustituyeran en urgencias y volvió a su unidad. Se instaló en la zona de consultas, donde se hallaban su despacho y la administración. Todo estaba desierto. Se comió un bocadillo, recuperándose lentamente de ese nuevo delirio. En la facultad se lo habían asegurado: uno se acostumbra a todo. Pero en su caso no había funcionado. No se acostumbraba. Incluso iba de mal en peor. Su sensibilidad ante la locura se había convertido en una membrana en carne viva, constantemente irritada, quizá incluso infectada…
Las seis.
Regreso a urgencias.
Había más tranquilidad. Solo los candidatos a una hospitalización libre. Los conocía. En mes y medio de actividad, había tenido tiempo de identificar a los enfermos que denominaban de «puertas giratorias». Esos pacientes seguían un tratamiento en el hospital, recuperaban la autonomía, volvían a sus casas, dejaban de tomar los neurolépticos y recaían de inmediato. Y luego venía el «Hola, doctor».
Las siete.
Solo faltaban unas horas más. La fatiga le martilleaba en el interior de las órbitas y le obligaba a cerrar los párpados con fuerza. Pensó en el amnésico. Había reflexionado sobre él todo el día. Ese caso le intrigaba. Se aisló en su consulta y buscó el número de teléfono de la comisaría de la place des Capucins. Preguntó por Nicolas Pailhas, el oficial de la policía judicial que había redactado el atestado. El policía no trabajaba ese sábado. Haciendo valer su cargo, Freire obtuvo el número de su móvil.
Pailhas respondió al segundo tono. Mathias se presentó.
—¿Y bien? —dijo el otro, exasperado.
No le gustaba que lo molestaran en pleno fin de semana.
—Quería saber si habían avanzado en la investigación.
—Mire, estoy en casa, con mis hijos…
—Pero habrán investigado las pistas, así que algo nuevo habrán averiguado.
—No veo en qué puede interesarle.
Freire trató de mantener la calma.
—Ese paciente está bajo mi responsabilidad. Mi trabajo consiste en curarlo. Y eso significa, entre otras cosas, que debo identificarlo y ayudarle a recuperar la memoria. En este caso estamos en el mismo barco, ¿me entiende?
—No.
Freire cambió de rumbo.
—¿No se ha denunciado ninguna desaparición en la región?
—No.
—¿Se han puesto en contacto con las asociaciones que se ocupan de los indigentes?
—Estamos en ello.
—¿Han pensado en las estaciones que se encuentran cerca de Burdeos? ¿No hay testigos en los trenes de esa noche?
—Esperamos respuestas.
—¿Han emitido un aviso de búsqueda? ¿Hay alguna página web con un teléfono de contacto? Usted…
—Cuando se nos acaben las ideas, le llamaremos.
Ignoró el sarcasmo y tomó de nuevo otra dirección.
—¿Y los análisis de la sangre en el listín y en la llave?
—Es cero positivo. Podría ser de la mitad de la población francesa.
—¿Se ha denunciado algún acto de violencia esta noche?
—No.
—¿Y el listín? ¿Se han fijado si hay algún nombre o alguna página marcados?
—Me da la impresión de que se cree usted un policía sagaz, doctor.
Mathias apretó los dientes.
—Simplemente trato de identificar a ese hombre. Se lo repito, usted y yo tenemos el mismo objetivo. Mañana intentaré una sesión de hipnosis. Si tiene la menor pista, la menor información que pueda orientar mis preguntas, es el momento de decírmelo.
—No tengo nada —refunfuñó el policía—. ¿Cómo quiere que se lo diga?
—He llamado a su comisaría y me ha dado la impresión de que hoy nadie trabaja en este caso.
—Mañana vuelvo a trabajar —dijo el policía de mal humor—, y este caso es mi prioridad.
—¿Qué ha hecho con la llave y el listín?
—Hemos diligenciado el procedimiento judicial y procedido al embargo aferente.
—¿Y qué significa eso en nuestro idioma?
El policía se echó a reír, optaba por el humor.
—Todo está en manos de Identificación Judicial. Tendremos los resultados el lunes. ¿Le va bien?
—¿Puedo contar con que me hará llegar la menor información?
—Cuente con ello —dijo Pailhas en un tono más conciliador—. Pero lo mismo le digo. Si con esa historia de la hipnosis descubre algo, póngase en contacto conmigo.
Tras un momento, el hombre añadió:
—Por la cuenta que le trae.
Mathias sonrió. El reflejo de la amenaza. Habría que psicoanalizar a todos los policías para descubrir qué razones habían llevado a cada uno de ellos a elegir ese oficio. Freire se lo prometió y le dio a su vez sus datos de contacto. Ni el uno ni el otro lo creían. Cada uno a lo suyo y que ganara el mejor.
Freire regresó a urgencias. Aún tenía que aguantar dos horas más. La buena noticia era que se marcharía antes del inicio del gran caos. El del sábado noche. Atendió varios casos seguidos, recetó antidepresivos y ansiolíticos, y los envió a todos a casa.
Las diez de la noche.
Mathias saludó a su sucesor, que acababa de llegar, y volvió a su despacho. La niebla no cedía aún ni un palmo. Parecía incluso que con la noche había aumentado. Freire se dio cuenta de que esas nubes habían contaminado toda su jornada. Como si, a través de esos vapores, nada fuera real.
Se quitó la bata. Recogió sus cosas. Se puso el impermeable. Antes de partir, decidió ir a hacerle una última visita al hombre del Stetson. Llegó a su unidad y subió al primer piso. El olor a comida flotaba aún por el pasillo, mezclado con la peste habitual a orines, éter y medicamentos. Se percibía aquí y allá el arrastrar de los zuecos sobre el linóleo, el sonido de los televisores, el ruido característico de un cenicero de pie manipulado por un buscador de colillas.
De repente, una mujer se abalanzó sobre él. No pudo evitar sobresaltarse y luego la reconoció. Mistinguett. Todo el mundo la llamaba así. Había olvidado su verdadero estado civil. Sesenta años, cuarenta de los cuales en el oeste. No era peligrosa, pero el físico no jugaba a su favor. Cabello blanco despeinado. Rasgos deformes y grisáceos. Ojos febriles muy grandes, velados, brillantes y crueles. La mujer le agarraba de las solapas de la gabardina.
—Cálmese, Mistinguett —dijo liberándose de la presa de aquellas manos como garras—. Tiene que acostarse.
Una carcajada le brotó de la boca como la sangre de una herida. La risotada se transformó en un silbido de odio y luego en un aliento desesperado.
Freire la cogió con firmeza de los brazos; la mujer apestaba a linimento y a meados rancios.
—¿Se ha tomado las pastillas?
¿Cuántas veces al día repetía esas palabras? Ya no era una pregunta. Era una oración, una letanía, un conjuro. Logró llevar a Mistinguett a su habitación y, antes de que ella pudiera decirle algo, ya había cerrado la puerta.
Se dio cuenta de que, por reflejo, había asido su tarjeta magnética para dar la alerta. Un simple roce del extremo de esta contra un radiador o una canalización, y los enfermeros acudirían de inmediato. Sintió un escalofrío y se la guardó en el bolsillo. ¿Qué diferencia había entre su trabajo y el de un matón?
Llegó a la habitación del vaquero. Llamó suavemente. No hubo respuesta. Giró el pomo y entró en la habitación a oscuras. El coloso estaba tendido en la cama, inmóvil, enorme. El Stetson y las botas se hallaban junto a la cama. Como animales de compañía.
Freire se acercó con pasos silenciosos, para no asustar al gigantón.
—Me llamó Michel —murmuró el hombre.
Fue Freire quien dio un salto atrás.
—Me llamo Michel —repitió—. No he dormido más que una o dos horas, y ya ve el resultado. —Volvió la cabeza hacia el psiquiatra—. No está mal, ¿verdad?
Mathias abrió el maletín y sacó un cuaderno y un bolígrafo. Sus ojos se acostumbraban a la penumbra.
—¿Es tu nombre de pila?
—No. Mi apellido.
—¿Cómo se escribe?
—Eme, i, ese, ce, hache, e, elle.
Freire lo anotó sin acabar de creérselo. Era un recuerdo demasiado rápido. Sin duda se trataba de un elemento deformado. O pura y simplemente, se lo había inventado.
—¿Te has acordado de algo más, mientras dormías?
—No.
—¿Has soñado?
—Eso creo.
—¿Qué has soñado?
—Siempre lo mismo, doctor. El pueblo blanco. La explosión, mi sombra que se queda pegada a la pared…
Hablaba con voz lenta, espesa, titubeando entre el sueño y la vigilia. Mathias seguía escribiendo. «Consultar mis libros sobre los sueños. Buscar sobre las leyendas acerca de sombras». Ya sabía a qué dedicaría la velada. Levantó la vista del cuaderno. La respiración del hombre se había vuelto regular. Se había dormido de nuevo. Freire retrocedió. De todas formas era buena señal. Al día siguiente, la sesión de hipnosis quizá sería provechosa.
Tomó de nuevo el pasillo y llegó a la salida. Los fluorescentes del techo estaban apagados. Era hora de dormir.
Fuera, la niebla envolvía las palmeras y las farolas del patio como las grandes velas de un buque fantasma. Freire pensó en el artista Christo, que embaló el Pont Neuf o el Reichstag. Se le ocurrió una idea más extraña. Era el espíritu vaporoso del amnésico, la niebla de su memoria, lo que envolvía el hospital universitario y la ciudad entera… Burdeos se hallaba bajo la autoridad de ese pasajero de las brumas…
Al dirigirse hacia el aparcamiento, Freire cambió de parecer.
No tenía hambre ni ganas de volver a casa.
Mejor sería verificar de inmediato esa primera información.