Freire regresó al hospital universitario a la una del mediodía tras dormir en el sofá con varias carpetas a guisa de manta. En urgencias no había nadie. Ni enfermos apurados, ni vagabundos completamente borrachos, ni locos recogidos en la vía pública. Un verdadero golpe de suerte. Saludó a las enfermeras, que le entregaron el correo y los informes mecanografiados la víspera. Se dirigió a su despacho de guardia, que era también su consulta y sala de descanso.

Entre los documentos, abrió en primer lugar el atestado relativo al amnésico de la estación de Saint-Jean. El documento estaba redactado por un tal Nicolas Pailhas, capitán de la comisaría de la place des Capucins. La víspera, Freire no intentó interrogar al vaquero ni trató de comprender nada de nada. Lo mandó a la cama tras auscultarlo y recetarle un analgésico. Ya vería al día siguiente.

Freire quedó cautivado desde las primeras líneas del informe.

El desconocido había sido descubierto alrededor de medianoche por unos ferroviarios en un taller de engrase situado junto a la vía uno. El hombre había forzado la cerradura y se había metido en el taller. Al preguntarle los técnicos qué hacía allí fue incapaz de responder, y tampoco supo decirles cómo se llamaba. Además de un Stetson y botas de lagarto, el intruso vestía un abrigo de lana gris, una chaqueta de terciopelo gastada, una camiseta con el logo CHAMPION y unos tejanos agujereados. No llevaba encima documento oficial alguno ni nada que pudiera servir para identificarle. El fulano parecía encontrarse en estado de choque. Tenía dificultades para hablar. A veces, incluso para comprender lo que se le preguntaba.

Aún más inquietante, tenía dos objetos que se negaba a soltar. Una enorme llave inglesa, el modelo de 450 milímetros, y un listín telefónico de Aquitania de 1996, uno de esos tochos de varios miles de páginas en papel biblia. La llave y el listín estaban manchados de sangre. El vaquero no podía explicar la presencia de esos objetos en sus manos. Ni la de la sangre.

Los empleados de la SNCF lo llevaron a la enfermería de la estación creyendo que estaba herido. El examen no reveló herida alguna. La sangre en la llave y el listín pertenecían, por lo tanto, a otra persona. El jefe de estación había avisado a la policía. Pailhas y sus hombres llegaron al cabo de quince minutos. Se llevaron al desconocido y llamaron al médico de guardia del barrio, quien se puso en contacto con Freire.

El interrogatorio en comisaría no aportó nada nuevo. Fotografiaron al hombre y le tomaron las huellas dactilares. Los técnicos de Identificación Judicial recogieron partículas de su saliva y de sus cabellos, para cotejar su ADN en el Archivo Nacional Automatizado de Huellas Genéticas. También recuperaron unas motas de polvo de sus manos y de debajo de las uñas. Estaban a la espera de los resultados de los análisis. Por supuesto, se llevaron también la llave inglesa y el listín telefónico. Eran «pruebas del delito». Pero ¿de qué delito?

Sonó el busca. Freire consultó el reloj: las tres de la tarde. El desfile iba a empezar. Entre los enfermos venidos del exterior y los pacientes del interior, no había ni un segundo de respiro. Leyó en la pantalla: un problema en la celda de aislamiento del pabellón Oeste. Salió a la carrera, maletín en mano, y recorrió la avenida central, que seguía sumida en la niebla. El hospital estaba formado por una docena de pabellones dedicados cada uno de ellos a una zona de Aquitania o a una patología concreta: drogodependencias, delincuencia sexual, autismo…

El pabellón Oeste era el tercero a la izquierda. Freire avanzó por el pasillo central. Paredes blancas, linóleo beis, tuberías a la vista: la misma decoración en todos los edificios. No era extraño que los pacientes se equivocaran al regresar al redil.

—¿Qué pasa?

El interno replicó colérico:

—¡Joder!, ¿no ve lo que pasa?

Freire no se dio por aludido ante la agresividad del tipo. Echó un vistazo a través de la mirilla de la celda. Una mujer desnuda, con el cuerpo blanco sucio de mierda y de orines, estaba acurrucada en un rincón de la habitación. En cuclillas, con los dedos ensangrentados, había logrado arrancar escamas de pintura y las masticaba vigorosamente.

—Póngale una inyección —dijo en un tono de voz neutro—. Tres unidades de loxopina.

La reconocía, pero no recordaba su nombre. Una asidua. Sin duda ingresada aquella madrugada. Tenía la tez blanca como una aspirina. Los rasgos estaban demacrados por la angustia. El cuerpo, esquelético, erizado de ángulos y salientes. Se metía las escamas en la boca a puñados, como copos de avena. Tenía sangre en los dedos. Y había sangre en los fragmentos. Y en sus labios.

—Cuatro unidades —se corrigió—. Póngale cuatro unidades.

Desde hacía mucho tiempo, Freire había renunciado a meditar sobre la impotencia de los psiquiatras. Ante los crónicos, no había más que una solución: noquearlos a golpe de calmantes y esperar a que amainara la tormenta. No era gran cosa, pero ya era algo.

De regreso, pasó por su unidad, en el pabellón Henri Ey. Albergaba a veintiocho pacientes, todos procedentes del este de la región. Esquizofrénicos. Depresivos. Paranoicos… Y otros casos menos claros.

Fue a la recepción y recogió el parte de la madrugada. Un ataque de llanto. Follón en la cocina. Un toxicómano que, sin que se supiera cómo, había dado con un cordel y se había hecho un torniquete en la verga. Lo de rutina.

Freire atravesó el refectorio, impregnado del olor a tabaco rancio; en los manicomios aún se toleraba que se fumase. Abrió el pestillo de otra puerta. Los efluvios de alcohol de noventa grados anunciaban la enfermería. Saludó al pasar a algunos habituales. Un hombre gordo en traje blanco que creía ser el director del centro. Otro, de origen africano, que dejaba marcas en el suelo del pasillo a fuerza de recorrerlo una y otra vez siguiendo el mismo camino. Otro que se balanceaba sobre los pies como un tentetieso y cuyos ojos parecían hundidos en lo más profundo de la frente.

En la enfermería preguntó por el amnésico. El interno hojeó el registro. Noche tranquila. Mañana normal. A las diez, el vaquero había sido trasladado al Pellegrin para un examen neurobiológico, pero se había negado a que le hicieran radiografías ni cualquier otro tipo de prueba médica. A priori, los médicos que le habían visitado no habían advertido ningún signo de lesión física. Se inclinaban mayoritariamente por una amnesia disociativa, fruto de un traumatismo emocional. Eso significaba que el vaquero había vivido, o visto simplemente, algo que le había hecho perder la memoria. ¿Qué?

—¿Dónde está? ¿En su habitación?

—No, en la sala Camille Claudel.

Uno de los tics de la psiquiatría moderna es utilizar los nombres de enfermos famosos para bautizar pabellones, paseos o servicios. Incluso la demencia tiene sus héroes. La sala Claudel era la unidad de terapia artística. Freire tomó otro pasillo y abrió un cerrojo a su derecha. Llegó a la estancia donde los pacientes podían pintar, esculpir o fabricar objetos de mimbre o papel.

Pasó junto a las mesas dedicadas al trabajo de la arcilla y a la pintura, y llegó a la de cestería. Los internos trabajaban muy concentrados en canastas, servilleteros y salvamanteles. Las cañas flexibles vibraban en el aire mientras los rostros permanecían rígidos, petrificados. Allí, lo vegetal vivía y lo humano se enraizaba.

El vaquero se hallaba en un extremo de la mesa. Incluso sentado, les sacaba por lo menos veinte centímetros a los demás. De piel cincelada y con abundantes arrugas, lucía aún su absurdo sombrero. Unos grandes ojos azules iluminaban su rostro acorazado.

Freire se acercó a él. El ogro estaba en plena confección de una cesta con forma de barca. Tenía las manos callosas. «Un obrero, un campesino…», pensó el psiquiatra.

—Buenos días.

El hombre levantó la mirada. No cesaba de pestañear, pero con lentitud. Sus iris, cada vez que reaparecían bajo los párpados, revelaban una claridad líquida y nacarada.

—Hola —dijo a su vez, alzando el ala del sombrero golpeándola con el índice, como habría hecho un campeón de rodeo.

—¿Qué está haciendo? ¿Un barco? ¿Una cesta de pelota vasca?

—Aún no lo sé.

—¿Conoce el País Vasco?

—No lo sé.

Freire acercó una silla y se sentó, mirándole.

Los ojos claros volvieron a detenerse en él.

—¿Eres espicatra?

Advirtió la inversión. «Tal vez sea disléxico». Observó también el uso del tuteo. Era buena señal. Mathias se decidió también por el tuteo.

—Soy Mathias Freire, director de esta unidad. Ayer firmé tu ingreso. ¿Has dormido bien?

—Siempre sueño lo mismo.

El desconocido trenzaba el mimbre. En la sala flotaba un olor a marisma, a cañas húmedas. Además de su enorme sombrero, el coloso llevaba una camiseta y un pantalón de hilo que le habían prestado en la unidad. Tenía unos brazos enormes, musculados, cubiertos de pelo entrecano.

—¿Qué sueñas?

—Primero está el calor. Luego la blancura…

—¿Qué blancura?

—El sol… El sol es feroz, ¿sabes…? Todo lo aplasta.

—¿Dónde ocurre ese sueño?

El vaquero se encogió de hombros, sin dejar su labor. Parecía tricotar. La visión era cómica.

—Camino por un pueblo de paredes blancas. Un pueblo español. O griego… no lo sé. Veo mi sombra. Camina frente a mí. Por las paredes. El suelo. Está a mis pies, casi vertical. Debe de ser mediodía.

Freire sintió un mareo. Había soñado lo mismo justo antes de conocer al amnésico. ¿Un signo premonitorio? No creía en ello, pero le gustaba la teoría de Carl Jung sobre la sincronicidad. El célebre ejemplo del escarabajo de oro del que le hablaba una paciente mientras una cetonia dorada golpeaba contra el cristal de la consulta.

—¿Y luego? —prosiguió—. ¿Qué pasa?

—Hay un destello aún más blanco. Una explosión, pero que no hace ruido. No veo nada más. Me quedo completamente deslumbrado.

Una risotada resonó a la derecha. Freire se sobresaltó. Un hombrecito, un enano con cabeza de gárgola, agachado al pie de una mesa, los observaba. «Antoine, llamado Toto». Inofensivo.

—Trata de recordar.

—Yo me salvo. Corro por las calles blancas.

—¿Eso es todo?

—Sí. No. Al marcharme, mi sombra ya no se mueve. Se queda fija sobre la pared. Como en Hiroshima.

—¿Hiroshima?

—Después de la bomba, las sombras de las víctimas quedaron pegadas a la piedra. ¿Lo sabías?

—Sí —dijo Freire, al recordar vagamente el fenómeno.

Se impuso el silencio. El amnésico entrelazó varias cañas de mimbre. De repente, subió la cabeza. Sus pupilas centelleaban a la sombra del Stetson.

—¿Qué piensas de eso, doctor? ¿Qué significa?

—Sin duda es una visión simbólica de tu accidente —improvisó Freire—. Ese destello blanco es una metáfora de tu pérdida de memoria. En el fondo, el choque que has sufrido ha grabado sobre tu mente una gran página en blanco.

Pura palabrería de loquero, que sonaba bien pero no se basaba en nada en concreto. Un cerebro averiado se ríe de las frases bonitas y las construcciones lógicas.

—Solo hay un problema —murmuró el desconocido—. Hace tiempo ya que tengo ese sueño.

—Esa es la impresión que tienes —respondió Freire—. Sería muy extraño que recordaras tus sueños de antes del accidente. Esos elementos pertenecen a tu memoria íntima. Personal. La que se ha visto afectada, ¿lo entiendes?

—¿Tenemos varias memorias?

—Digamos que tenemos una memoria cultural, de orden general, como tus recuerdos acerca de Hiroshima, y una memoria autobiográfica que concierne a lo específicamente vivido. Tu nombre. Tu familia. Tu profesión. Y tus sueños…

El gigante movió lentamente la cabeza.

—No sé qué va a ser de mí… Tengo la cabeza completamente vacía.

—No te preocupes. Todo está aún impreso. Esas pérdidas suelen ser breves. Y si continuaran, tenemos medios para estimularte la memoria. Test, ejercicios. Despertaremos a tu mente.

El desconocido le miró con unos grandes ojos que viraban al gris.

—Esta mañana, en el hospital, ¿por qué no has querido que te hicieran radiografías?

—No me gustan.

—¿Ya te han hecho alguna?

No hubo respuesta. Freire no insistió.

—De la noche de ayer, ¿recuerdas algo hoy? —prosiguió.

—¿Te refieres a por qué estaba en el taller?

—Por ejemplo.

—No.

—¿Y de la llave inglesa? ¿O del listín telefónico?

El hombre frunció el ceño.

—Estaban manchados de sangre, ¿verdad?

—Sí, había sangre. ¿De dónde procedía?

Freire había hablado con autoridad. Los rasgos del gigante se quedaron inmóviles y luego expresaron inquietud.

—Yo… no lo sé…

—¿Y tu apellido? ¿Tu nombre? ¿De dónde eres?

Freire lamentó aquella ráfaga. Demasiado seca. Demasiado rápida. El pánico del hombre pareció aumentar. Le temblaban los labios.

—¿Aceptarías hacer una sesión de hipnosis? —preguntó con más delicadeza.

—¿Ahora?

—Mañana. Primero tienes que descansar.

—¿Eso puede ayudarme?

—No tenemos ninguna certeza. Pero la sugestión nos permitirá…

Le sonó el busca en el cinturón. Echó un vistazo a la pantalla y se puso en pie de inmediato.

—Tengo que irme. Una urgencia. Piensa en mi propuesta.

Con lentitud, el vaquero desplegó su metro noventa y le tendió una mano abierta. El gesto era amistoso, pero el aire desplazado asustaba.

—No hará falta, doctor. De acuerdo. Confío en ti. Hasta mañana.