Eran las nueve de la mañana cuando se subió al coche, un destartalado Volvo Break comprado de ocasión a su llegada a Burdeos, un mes y medio antes. Habría podido regresar a casa andando (vivía a menos de un kilómetro), pero se había acostumbrado a dejarse llevar, al volante de su tartana.

El centro hospitalario especializado Pierre Janet estaba situado al sudoeste de la ciudad, cerca del complejo hospitalario Pellegrin. Freire residía en el barrio Fleming, entre Pellegrin y la ciudad universitaria, en la frontera exacta entre Burdeos, Pessac y Talence. Su barrio era una zona anónima de casas rosadas, todas idénticas con techos de tejas, setos tallados y pequeños jardines privados. Una felicidad a escala humana, que se repetía a lo largo de las calles, como juguetes obsoletos sobre una cadena industrial.

Freire circulaba despacio franqueando la bruma que aún se resistía a levantarse. No veía mucho, pero la ciudad tampoco le interesaba. Le habían dicho: «Ya verá, es un pequeño París». O: «Es una ciudad de prestigio». O también: «¡Es el Olimpo del vino!». Le habían dicho muchas cosas. No había visto nada. Percibía Burdeos con imprecisión, como una ciudad burguesa, altiva… y mortífera. Una aglomeración plana y fría que destilaba en todas las esquinas la atmósfera rutinaria de los palacetes provincianos.

Tampoco había conocido aún el otro rostro de Burdeos… su célebre burguesía. Sus colegas psiquiatras eran más bien viejos izquierdistas que luchaban contra esa tradición. Unos gruñones que, sin darse cuenta de ello, constituían una de las vertientes necesarias de esa clase a la que criticaban. Había limitado su relación con ellos a las conversaciones del almuerzo: chistes de locos que se tragaban tenedores, peroratas contra el sistema psiquiátrico francés o proyectos de vacaciones y lugares de jubilación.

Si hubiera deseado penetrar en la sociedad bordelesa, habría fracasado. Freire tenía un obstáculo de peso: no bebía vino. Y eso, en Aquitania, era comparable a ser ciego, sordo o parapléjico. Nunca le habían hecho reproche alguno, pero el silencio que le rodeaba era elocuente. En Burdeos, sin vino no hay amigos. Así de sencillo. Nunca le llamaban por teléfono, ni recibía correos electrónicos ni SMS. No tenía más comunicación que la profesional a través de la intranet del hospital.

Llegó a su barrio.

Allí, cada chalet tenía un nombre de gema. Topacio. Diamante, Turquesa… Era la única manera de diferenciar las casas entre ellas. Freire vivía en Ópalo. Al llegar a Burdeos, creyó elegir aquella choza por su proximidad al hospital. Se equivocaba. Había elegido el barrio porque era neutro e impersonal. Un lugar ideal adonde huir. Un lugar donde camuflarse y confundirse con la masa. Había ido allí para hacer borrón y cuenta nueva con su pasado parisino. Borrón y cuenta nueva con el hombre que había sido en otro tiempo: un médico reconocido, distinguido y admirado en su entorno.

Aparcó a unos metros de su casa. La niebla era tan espesa que el ayuntamiento había dejado las farolas encendidas.

Nunca utilizaba el garaje. En cuanto salió del coche, tuvo la impresión de sumergirse en una piscina de agua lechosa. Miles de pequeñas gotas suspendidas creaban una atmósfera como de cuadro puntillista.

Aceleró el paso, metiendo las manos en los bolsillos del impermeable. Al alzar de nuevo las solapas, sintió la picazón helada de la niebla sobre el cuello. Tenía el aspecto de un detective privado en una vieja película de Hollywood: el héroe solitario en busca de la luz.

Abrió la verja del jardín, cruzó los pocos metros de césped reluciente por la humedad e hizo girar la llave en la cerradura.

El interior de la casa reproducía la banalidad exterior. La misma distribución se repetía diez veces, cien veces, en el barrio: vestíbulo, salón, cocina, dormitorios en la primera planta… Con los mismos materiales. Parquet flotante. Paredes de enlucido blanco. Puertas de contrachapado. Los habitantes expresaban su personalidad mediante el mobiliario.

Se quitó el impermeable y se dirigió a la cocina sin dar la luz. La originalidad en la casa de Freire era que no tenía muebles, o casi ninguno. Las cajas de la mudanza, aún cerradas, se apilaban a lo largo de las paredes a modo de decoración. Parecía que viviera en el piso piloto de una promoción inmobiliaria, sin que ello le importara.

Se preparó un té a la luz de las farolas y, mientras, evaluó sus posibilidades de lograr conciliar el sueño por unas horas. Ninguna. Volvía a entrar de guardia a la una del mediodía, así que mejor sería que trabajara en sus casos hasta entonces. Su nueva jornada acabaría a las diez de la noche. Caería rendido, sin cenar, viendo sin interés un programa de variedades en la televisión. Luego volvería a su puesto al día siguiente, domingo, hasta la noche. Finalmente, y tras una sólida noche de sueño, el lunes estaría de nuevo en pie de guerra con unos horarios más o menos normales.

Al observar las hojas en infusión al fondo de la tetera, se dijo que tenía que reaccionar. No podía seguir coleccionando guardias. Tenía que imponerse una vida más sana. Hacer deporte. Comer a horas fijas… pero ese tipo de reflexiones también formaba parte de su día a día confuso, repetitivo y sin metas.

De pie en la cocina, levantó el colador lleno de té y contempló el color oscuro que se volvía más intenso. Era el reflejo exacto de su cerebro, que se hundía en pensamientos negros. Sí, se dijo, sumergiendo de nuevo las hojas, había querido huir hasta allí, entre la locura de los demás, para poder olvidar la suya propia.

Dos años antes, a los cuarenta y tres años, Mathias Freire había cometido la peor falta deontológica en el hospital psiquiátrico de Villejuif: se había acostado con una paciente. Anne-Marie Straub. Esquizofrénica. Maníaca depresiva. Una enferma crónica destinada a vivir y a morir hospitalizada. Al pensar en su error, Freire aún no se lo creía. Había transgredido el mayor de los tabús.

Y, sin embargo, en su historia no había nada malsano ni perverso. Si hubiera conocido a Anne-Marie fuera de las paredes del hospital, se habría enamorado al instante de ella. Habría sentido por ella el mismo deseo violento e irracional que el que sintió al verla por primera vez en su consulta. Ni las celdas de aislamiento, ni los medicamentos, ni los gritos de los otros enfermos pudieron frenar su pasión. Un flechazo, pura y llanamente.

En Villejuif, Freire vivía en el campus, en un edificio apartado. Todas las noches iba al pabellón de Anne-Marie. Podía revivirlo de nuevo. El pasillo cubierto de linóleo. Las puertas con ojos de buey. Su manojo de llaves que le permitía acceder a todos los espacios. Sombra en la sombra, a Mathias le guiaba (o más bien le propulsaba) el deseo. Todas las noches, atravesaba la sala de terapia artística. Y, en todas las ocasiones, bajaba la vista para no ver los cuadros de Anne-Marie en las paredes. Pintaba unas heridas negras, retorcidas y obscenas, sobre fondo rojo. A veces, incluso, cortaba el lienzo con la espátula, como Lucio Fontana. Cuando contemplaba sus obras a la luz del día, Mathias se decía que Anne-Marie era una de las pacientes más peligrosas del hospital. De noche, apartaba la vista y se colaba en su celda.

Esas noches le habían consumido para siempre. Abrazos apasionados en la habitación cerrada a cal y canto. Caricias misteriosas, inspiradas y hechizantes. Discursos delirantes, susurrados al oído. «No los mires, querido… No son malos…» Hablaba de los espíritus que, según ella, los rodeaban en las tinieblas. Mathias no respondía, con los ojos abiertos en la oscuridad. «Directo contra la pared», se repetía. «Voy directo contra la pared».

Tras hacer el amor, se había dormido. Una hora, tal vez menos. Al despertar (debían de ser las tres de la madrugada), el cuerpo desnudo de Anne-Marie se balanceaba sobre la cama. Se había colgado. Con el cinturón de Mathias.

Durante un segundo no alcanzó a comprender. Creía estar aún soñando. Incluso había admirado esa silueta de senos pesados que ya volvía a excitarlo. Luego el pánico estalló en sus venas. Finalmente comprendió que todo había acabado. Para ella. Para él también. Se vistió y abandonó el cuerpo, con su cinturón colgando de la falleba de la ventana. Huyó por los pasillos, evitó a los enfermeros y llegó a su vivienda como una alimaña a su madriguera.

Sin aliento y con la cabeza dándole vueltas, se inyectó una dosis de sedante en el brazo y se enroscó hecho un ovillo en la cama, tapándose la cabeza con la sábana.

Al despertar, doce horas más tarde, todo el mundo estaba al corriente de la noticia. Nadie se había sorprendido, pues Anne-Marie ya había tratado de quitarse la vida varias veces. Se había abierto una investigación para averiguar el origen de aquel cinturón masculino. Nunca se descubrió su procedencia. A Mathias Freire no le molestaron. Ni siquiera le interrogaron. Desde hacía casi un año, Anne-Marie Straub ya no era su paciente. La suicida no tenía ningún familiar próximo. No hubo denuncia. Caso cerrado.

A partir de aquel día, Freire llevó a cabo su trabajo con el piloto automático puesto, alternando antidepresivos y ansiolíticos. Por una vez, el herrero tenía una buena cuchara. No guardaba recuerdo alguno de ese período. Consultas a tientas. Diagnósticos confusos. Noches sin sueños. Hasta que se presentó la oportunidad de Burdeos. Se lanzó sobre ella. De golpe y porrazo, hizo las maletas y tomó un tren sin volver la vista atrás.

Desde que se instaló en el hospital universitario, optó por una nueva actitud profesional. Evitaba implicarse en el trabajo. Sus pacientes ya no eran casos, sino casillas que rellenar: esquizofrenia, depresión, histeria, trastorno obsesivo-compulsivo, paranoia, autismo… Marcaba la casilla correspondiente, prescribía el tratamiento adecuado y se mantenía a distancia. Decían de él que era frío, descarnado, robotizado. Mejor. Nunca más volvería a acercarse a un paciente. Nunca más volvería a implicarse en el trabajo.

Lentamente, volvió a la realidad presente. Se hallaba aún frente a la ventana de la cocina, ante la calle desierta, sumida en la niebla. Su té era negro como el café. El día apenas despuntaba. Detrás de los setos, las mismas casas. Detrás de las ventanas, las mismas existencias, aún dormidas. Era sábado por la mañana y se imponía remolonear en la cama.

Un detalle, no obstante, no encajaba.

Había un todoterreno negro aparcado junto a la acera, a unos cincuenta metros, con los faros encendidos.

Freire limpió el vaho del cristal. En ese instante, dos hombres con abrigo negro salieron del coche. Freire entornó los ojos. Le costaba distinguirlos, pero sus siluetas recordaban a las de los agentes del FBI en las películas. O también a los dos personajes paródicos de Men in Black. ¿Qué coño hacían allí?

Freire se preguntó si serían miembros de alguna milicia privada, contratados por los vecinos del barrio, pero ni el vehículo ni la elegancia de los merodeadores correspondían a ese perfil. Ahora estaban apoyados en el capó del todoterreno, insensibles a la llovizna. Miraban a un punto en concreto. Mathias sintió de nuevo el dolor detrás del ojo.

Lo que aquellos tipos empapados observaban a través de la bruma era su propio domicilio. Y, más exactamente, su silueta a contraluz en la cocina.