Si va a sentirse molesto por no ver su nombre figurando en los créditos del libro o por no ser invitado a la fiesta de su presentación, lo va a pasar realmente mal con su trabajo de «negro».
Ghostwriting
No vi nada más después de la cegadora explosión de luz. Tenía demasiada sangre y cristales en los ojos. La fuerza de la bomba nos arrojó a todos hacia atrás. Según me enteré después, Amelia se golpeó la cabeza contra el costado de uno de los asientos y quedó inconsciente, mientras que yo quedé tendido en el pasillo, en medio de la oscuridad y el silencio, durante lo que pudieron ser minutos u horas. No sentí dolor alguno salvo cuando una de las aterrorizadas secretarias me pisó la mano con su afilado tacón en su frenesí por salir del avión. Pero yo no podía ver nada, y pasarían bastantes horas hasta que lograra oír correctamente. Incluso en la actualidad percibo un ocasional zumbido en los oídos que me desconecta del mundo que me rodea igual que una interferencia de radio. Me recogieron y me administraron una maravillosa inyección de morfina que estalló en mi cerebro como un cálido castillo de fuegos artificiales. Luego, me trasladaron en helicóptero, junto con los demás supervivientes, hasta un hospital cerca de Boston, una institución que resultó estar muy cerca del lugar donde vivía Emmett.
¿Nunca han hecho, siendo niños, algo que en ese momento les pareció especialmente malo y por lo que estaban seguros que serían castigados? Yo recuerdo que rompí un valioso disco del gramófono de mi padre y que lo devolví a su funda sin decir nada. Durante días viví preso de los más terribles temores, convencido de que el castigo caería sobre mí en cualquier momento. Sin embargo, no sucedió nada. Cuando por fin me atreví a mirar, el disco ya no se hallaba en la funda. Mi padre debió de encontrarlo y tirarlo.
El caso es que, durante los días que siguieron al asesinato de Adam Lang, viví la misma situación. Durante un par de días, mientras yacía en mi cama del hospital, con el rostro vendado y un policía montando guardia en el pasillo, repasé interminablemente los acontecimientos de la semana anterior y siempre llegué a la terminante conclusión de que nunca saldría vivo de allí. Si uno lo piensa detenidamente, no hay mejor lugar para liquidar a alguien que un hospital. Casi debe ser cuestión de rutina. Además, ¿qué mejor asesino que un médico?
Sin embargo, acabó como el incidente del disco de mi padre: no pasó nada. Mientras seguía ciego fui cortésmente interrogado por un tal agente especial Murphy, de la oficina del FBI en Boston, acerca de lo que recordaba. Al día siguiente por la tarde, cuando me quitaron las vendas de los ojos, Murphy regresó. Tenía el aspecto de un joven y musculoso clérigo de una película de los años cincuenta, e iba acompañado por un inglés de aire tristón del Servicio de Seguridad británico cuyo nombre no llegué a entender, seguramente porque no me correspondía hacerlo.
Me mostraron una fotografía. Aunque mi visión seguía borrosa, logré identificar al chalado con quien me había encontrado en el bar del hotel, el mismo que había montado su solitaria vigilancia y el patético tenderete al final del camino que conducía a la mansión de Rhinehart. Su nombre, según me contaron, era George Arthur Boxer, un antiguo comandante del ejército británico cuyo hijo había muerto en Irak y cuya esposa había fallecido seis meses después, víctima de un atentado suicida en Londres. En su estado de perturbación mental, el comandante Boxer había considerado a Lang como directamente responsable y lo había seguido hasta Martha’s Vineyard, poco después de que la muerte de McAra apareciera en los periódicos. Era un experto en explosivos e información y había estudiado las técnicas de los atentados suicidas con bomba en las webs yihadistas. Luego, había alquilado una casita en Oaks Bluffs, comprado las cantidades necesarias de peróxido y de herbicida y convertido la casa en una pequeña fábrica de explosivos caseros. Tampoco había tenido dificultad en saber cuándo iba a llegar Lang de Nueva York, porque no había tenido más que ver pasar el coche blindado camino del aeropuerto para ir a buscarlo. Nadie sabía exactamente cómo había logrado introducirse en el aeropuerto, pero esa noche estaba oscuro, y la valla que rodeaba el perímetro tenía seis kilómetros de longitud. Además, los expertos siempre habían supuesto que Lang tendría suficiente con cuatro guardaespaldas del Servicio Especial y un coche blindado.
En cualquier caso, había que ser realista, dijo el hombre del MI5. Había un límite a lo que podía hacer la seguridad, especialmente frente a un terrorista suicida decidido a cumplir su objetivo. Citó a Séneca en latín y después me lo tradujo amablemente: «Quien desprecia su propia vida tiene la del prójimo en sus manos».
Me llevé la impresión de que, en el fondo, todo el mundo estaba aliviado por cómo habían ocurrido las cosas: los británicos, porque Lang había sido asesinado en suelo estadounidense; los estadounidenses, porque había sido un británico quien lo había hecho saltar en pedazos; y ambos porque de ese modo no habría juicio por crímenes de guerra ni revelaciones comprometedoras ni un huésped incómodo rondando por los almuerzos de Georgetown durante los siguientes veinte años. Casi se podía decir que era como ver la «relación especial» en acción.
El agente Murphy me preguntó sobre el vuelo desde Nueva York y si Lang había manifestado alguna preocupación por su seguridad personal. Contesté, sinceramente, que no.
—La señora Bly nos ha dicho que usted grabó una entrevista con Lang durante los últimos minutos del vuelo —comentó el hombre del MI5.
—Se equivoca con eso —contesté—. Tenía la grabadora conmigo, pero lo cierto es que no llegué a ponerla en marcha. En cualquier caso, fue más una charla informal que una entrevista.
—¿Le importa si echo un vistazo?
—Adelante.
Mi mochila se encontraba encima de la cómoda, junto a la cama. El tipo del MI5 sacó la minigrabadora y extrajo el disco mientras yo lo observaba con la boca seca.
—¿Puedo pedirle esto prestado?
—Se lo puede quedar —repuse. El tipo siguió examinando el contenido de la mochila—. ¿Cómo está Amelia? —pregunté.
—Está bien —contestó guardando el disco en su maletín—. Gracias.
—¿Puedo verla?
—Anoche cogió un avión de regreso a Londres. —Supongo que mi decepción debió de resultar evidente porque el hombre del MI5 añadió con gélida satisfacción—: No es de sorprender. No había visto a su marido desde antes de Navidad.
—¿Y qué hay de Ruth? —pregunté.
—En estos momentos acompaña a casa los restos mortales de su marido —explicó Murphy—. El gobierno de ustedes mandó un avión a recogerlos.
—Recibirán honores militares —añadió el hombre del MI5—. Le harán una estatua en Westminster y un funeral en la abadía si ella lo desea. La figura de Lang nunca ha sido tan popular como en estos momentos.
—Debería haberlo hecho hace años —comenté, pero nadie le vio la gracia—. ¿Es cierto que no murió nadie más en el atentado?
—Nadie —dijo Murphy—. Fue un verdadero milagro, puede creerme.
—De hecho —comentó el tipo del MI5—, la señora Bly se pregunta si es posible que Lang reconociera a su asesino y fuera directamente hacia él, sabiendo que algo así podía pasar. ¿Puede usted aportar alguna luz sobre esto?
—Me parece totalmente inverosímil —declaré—. Me dio la impresión de que había estallado un camión cisterna lleno de gasolina.
—Desde luego fue una explosión de las grandes —dijo Murphy guardándose el bolígrafo en el bolsillo de la americana—. Acabamos encontrando la cabeza del asesino en el tejado de la terminal.
Dos días más tarde presencié el funeral de Lang en la CNN. Mi visión estaba prácticamente restablecida y vi que había sido cuidadosamente organizado: la reina, el primer ministro, el vicepresidente de Estados Unidos, el ataúd envuelto en la Union Jack, la guardia de honor, el solitario gaitero interpretando el último adiós… Me pareció que Ruth estaba estupenda de negro. Sin duda era su color. Durante una pausa en el protocolo hubo incluso una entrevista con Rycart. Naturalmente no había sido invitado, pero él se había tomado la molestia de ponerse una corbata negra y rindió un emocionado tributo desde su despacho en la sede de Naciones Unidas. «Un gran colega…» «Un verdadero patriota…» «Tuvimos nuestros desacuerdos, pero seguimos siendo amigos…» «Mi corazón está junto a Ruth y los suyos…» «En lo que a mí respecta, es capítulo cerrado…»
Encontré el móvil que me había dado y lo arrojé por la ventana.
Al día siguiente, cuando estaba a punto de recibir el alta del hospital, Rick llegó de Nueva York para despedirme y llevarme al aeropuerto.
—¿Qué prefieres primero, las buenas noticias o las malas? —me preguntó.
—No estoy seguro de que tu idea de las buenas noticias sea la misma que la mía.
—Sid Kroll me acaba de llamar. Me ha dicho que Ruth sigue queriendo que acabes las memorias. Maddox está dispuesto a darte un mes más de plazo para que trabajes en el manuscrito.
—¿Y cuál es la buena noticia?
—Muy gracioso. Escucha, no te pongas en este plan. En estos momentos este libro es material de primera, es la voz de Adam Lang hablándonos desde la tumba. Además, ya no tendrás que seguir trabajando aquí. Puedes acabarlo en Londres. ¿Sabes que tienes un aspecto horrible?
—¿Su voz desde la tumba? —repetí incrédulo—. O sea, que ahora voy a ser el «negro» de un fantasma, ¿no?
—Vamos, es una situación llena de posibilidades. Piénsalo: puedes escribir lo que quieras siempre que esté dentro de lo razonable. Nadie te lo va a impedir. Además, Lang te caía bien, ¿verdad?
Pensé sobre aquello. La verdad es que no había dejado de preguntármelo desde que había despertado de los sedantes. Peor que el dolor de los ojos y el zumbido de los oídos, peor incluso que el miedo a no salir con vida del hospital era mi sensación de culpabilidad. Puede que suene raro si se tiene en cuenta lo que había descubierto, pero me resultaba imposible encontrar alguna justificación para mi conducta o albergar resentimiento alguno hacia Lang. Si había que culpar a alguien, era a mí. No se trataba únicamente de que hubiera traicionado a mi cliente, tanto en lo personal como en lo profesional, sino la cadena de acontecimientos que mis actos habían puesto en marcha. Si no hubiera ido a ver a Emmett, este nunca habría llamado a Lang para avisarle de la fotografía; así, Lang no habría insistido en volver a Martha’s Vineyard aquella noche para ver a Ruth, y yo no me habría visto obligado a confesarle mi entrevista con Rycart, y… El asunto me remordía desde que me había despertado en la oscuridad, y era incapaz de borrar de mi memoria lo abatido que parecía en el último momento, antes de salir del avión.
«La señora Bly se pregunta si es posible que Lang reconociera a su asesino y fuera directamente hacia él, sabiendo que algo así podía pasar…»
—Sí —dije a Rick—. Sí, me caía bien.
—Bueno, pues ahí lo tienes. Se lo debes. Además, hay otro aspecto que debes tener en cuenta.
—¿Cuál?
—Sid Kroll me ha dicho que si no cumples con tus obligaciones contractuales y acabas el libro, te empapelará de por vida.
Así pues, regresé a Londres y durante las seis semanas siguientes apenas salí de mi apartamento, salvo en una ocasión, al principio de todo, para ir a cenar con Kate.
Nos encontramos en un restaurante de Notting Hill Gate, a medio camino de su casa y la mía: un territorio tan neutral como Suiza y casi igual de caro. La forma en que Lang había hallado la muerte parecía haber silenciado buena parte de su hostilidad, y supongo que yo contaba con el atractivo de haber sido testigo presencial. Había rechazado conceder un montón de entrevistas, de modo que ella era la primera persona, aparte de los tipos del FBI y el MI5, a quien hice una narración de lo sucedido. Tuve unas ganas terribles de contarle mi última conversación con Lang y lo habría hecho de no haber sido porque el camarero apareció para preguntarnos qué queríamos de postre y, cuando se hubo marchado, Kate me dijo que primero tenía algo que anunciarme.
Se iba a casar.
Confieso que fue un shock. Además, el otro tipo no me gustaba. Lo reconocerían si les dijera su nombre. De facciones marcadas, bien parecido, sentimentaloide. Se especializa en volar brevemente hasta los rincones más conflictivos del planeta y a salir de allí con conmovedoras descripciones del sufrimiento humano, normalmente el suyo.
—Felicidades —le dije.
Nos saltamos el postre. Nuestra relación, nuestra historia, nuestra fuera lo que fuese, acabó tan solo diez minutos más tarde con un simple beso en la mejilla en la acera, a la salida del restaurante.
—Ibas a contarme algo —me dijo justo antes de meterse en el taxi—. Lamento haberte interrumpido. Es que no quería que dijeras nada demasiado personal antes de que yo te comentara cómo estaban las cosas entre nosotros.
—No importa —repuse.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? Te veo… diferente.
—Estoy bien.
—Si alguna vez me necesitas, sabes que estaré allí para lo que quieras.
—¿«Allí»? —le pregunté—. No sé tú, pero yo estoy aquí. ¿Dónde es «allí»?
Le abrí la puerta del taxi y no pude evitar oír que la dirección que le daba no era la de su casa.
Después de aquello me retiré del mundo y me dediqué a pasar todas y cada una de mis horas de vigilia con Lang. Y descubrí que, una vez muerto, había encontrado de repente su voz. El teclado ante el que me sentaba todas las mañanas parecía más un tablero Ouija que un ordenador. Cada vez que mis dedos tecleaban una frase que no sonaba bien, tenía la sensación de que una fuerza oculta me obligaba a presionar la tecla «borrar». Era como un guionista trabajando en un guión teniendo en mente a una estrella especialmente difícil: sabía que podía decir esto, pero no lo otro; hacer tal escena, pero nunca tal otra.
La estructura básica de la historia siguió fiel a los dieciséis capítulos de McAra, y mi método consistió en trabajar con el manuscrito siempre a mi izquierda, reescribiéndolo por completo y logrando, mediante el proceso de hacerlo pasar por el filtro de mi cerebro y mis dedos, quitarle todos los torpes clichés de mi antecesor. Naturalmente, no mencioné para nada a Emmett, e incluso suprimí su anodina cita que abría el capítulo final. La imagen de Adam Lang que presenté al mundo se parecía mucho más al personaje que siempre había deseado interpretar: el del muchacho corriente que entraba en política casi por casualidad y que alcanzaba lo más alto del poder porque no era sectario ni estaba ideológicamente encorsetado. Al final, me reconcilié con aquella cronología cuando acepté la opinión de Ruth de que Lang se había metido en política para aliviar la depresión que lo había afectado tras haberse instalado en Londres. En ese punto no necesité acentuar los aspectos melodramáticos. Al fin y al cabo, Lang estaba muerto y, en la mente del lector, todas las memorias estaban impregnadas de su conocimiento de lo que había sucedido. Me dije que eso debía ser suficiente para tener satisfechos a los necrófagos. De todas maneras, siempre iba bien tener una o dos páginas de heroicas luchas contra demonios interiores.
Hallé consuelo para mi corazón en los aparentemente tediosos asuntos de la política. En ellos encontré actividad, compañerismo y una salida a mi afición de conocer gente nueva. También encontré una causa más importante que yo mismo. Pero, sobre todo, encontré a Ruth.
En mi relato, el compromiso político de Lang solo despegaba dos años después, cuando Ruth aparecía llamando a su puerta. Sonaba creíble. ¿Quién sabe? Hasta es posible que fuera verdad.
Empecé a escribir Memorias de Adam Lang el 10 de febrero, y prometí a Maddox que tendría todo acabado, las 160.000 palabras, a finales de marzo. Eso significaba escribir a un ritmo de 3400 palabras diarias todos lo días. Pinché un calendario en la pared y empecé a tachar día jornada tras jornada. Me convertí en el capitán Scott regresando del polo Sur: no me quedaba más remedio que cubrir una determinada distancia si no quería quedarme atrás y perecer irremisiblemente en las salvajes extensiones de las páginas en blanco. Fue una ardua tarea, sobre todo si tenemos en cuenta que casi nada de lo escrito por McAra resultaba aprovechable, salvo lo último que había escrito, la frase que casi me había hecho reír cuando la leí en Martha’s Vineyard: «Ruth y yo aguardamos el futuro con ilusión, cualquier cosa que nos tenga reservada».
«Tragaos esto, cabrones —pensé mientras lo escribía el 30 de marzo—. Leed esto y a ver si sois capaces de cerrar el libro sin que se os haga un nudo en la garganta.»
Añadí: «Fin».
Y entonces supongo que sufrí una especie de colapso nervioso.
Envié una copia el manuscrito a Nueva York y otra a las oficinas de la Fundación Adam Lang, en Londres, dirigida a la atención personal de la señora Ruth Lang (o más correctamente a la baronesa Lang de Calderthorpe, que así se hacía llamar desde que el gobierno británico le había concedido un asiento en la Cámara de los Lores como muestra del respeto de la nación).
No había tenido noticias de Ruth desde el asesinato. Le había escrito estando todavía en el hospital: uno de los cientos de miles de personas que le enviaban sus condolencias, de modo que no me sorprendió que lo único que me llegara fuera una respuesta estándar impresa. Sin embargo, a la semana de haberle enviado el manuscrito, recibí una carta escrita de su puño y letra en el papel timbrado de la Cámara de los Lores:
Has hecho todo lo que esperaba que harías… y mucho más. Has captado magníficamente su tono y lo has devuelto a la vida con su maravilloso sentido del humor, su compasión y energía. Por favor, ven a verme a la Cámara cuando tengas un momento libre. Me encantará que me pongas al día. Martha’s V parece algo muy lejano en la distancia y muy distante en el tiempo. Que Dios te bendiga por tu talento. Es un libro de verdad.
Con cariño.
R.
Maddox se mostró igualmente efusivo, pero sin el cariño. La primera tirada iba a ser de cuatrocientos mil ejemplares. La fecha de publicación, a finales de mayo.
Eso era todo. El trabajo estaba hecho.
No tardé mucho en darme cuenta de que estaba hecho polvo. Supongo que si había logrado salir adelante había sido gracias a Lang y su «maravilloso sentido del humor, su compasión y su energía». Pero una vez que lo hube vomitado y escrito todo, me derrumbé como un traje vacío. Durante años había ido sobreviviendo habitando una vida tras otra, pero Rick insistió en esperar a que las memorias de Lang salieran publicadas —mi «libro revelación», lo llamó— antes de negociar nuevos y mejores contratos. El resultado fue que, por primera vez desde que podía recordar, me quedé sin trabajo al que entregarme y me vi afectado por una espantosa combinación de aletargamiento y pánico. A duras penas encontraba energías para levantarme antes de las doce, y cuando lo hacía, era para arrastrarme hasta el sofá en bata y pijama para ver la televisión. Comía poco y dejé de abrir el correo y de contestar al teléfono. También de afeitarme. Únicamente salía del apartamento los lunes y jueves, y solo durante el tiempo suficiente para no cruzarme con mi mujer de la limpieza. Quise despedirla, pero me faltó el valor, de modo que, o me iba a sentar al parque si hacía bueno o me metía en un grasiento bar si hacía malo. Y estando en Inglaterra, las más de las veces hacía malo.
Pero, paradójicamente, al mismo tiempo que me sumía en el estupor, no podía evitar sentirme constantemente angustiado. Nada guardaba proporción. Me irritaba por trivialidades —por dónde había dejado un par de zapatos, por ejemplo, o si era una tontería tener todo mi dinero en un mismo banco—, y los nervios hacían que temblara y me faltara el aliento. Y fue en este estado de ánimo cuando, a los dos meses de haber terminado el libro, hice lo que para mi condición fue un descubrimiento calamitoso.
Me había quedado sin whisky y vi que solo disponía de diez minutos para llegar al supermercado de Ladbroke Grove antes de que cerrara. Era finales de mayo, estaba oscuro y llovía. Cogí la primera chaqueta que encontré y estaba a mitad de la escalera cuando me di cuenta de que era la que llevaba la noche en que asesinaron a Lang. Estaba desgarrada por delante y manchada de sangre. En un bolsillo encontré el disco con la grabación de mi última entrevista con Lang; en el otro, las llaves del Ford Escape.
¡El coche! Me había olvidado de él por completo. ¡Seguía aparcado en el aeropuerto de Logan a razón de dieciocho dólares diarios! ¡Debía adeudar una fortuna!
Seguro que a ustedes —lo mismo que a mí en estos momentos— mi pánico les parece ridículo. Aun así, volví a subir corriendo la escalera con el corazón desbocado. En Nueva York eran más de las seis, y las oficinas de Rhinehart ya habían cerrado. Tampoco conseguí que nadie contestara en la casa de Martha’s Vineyard. Desesperado, llamé a Rick a su casa y, sin entretenerme en cortesías, empecé a balbucear los detalles de la crisis. Me escuchó durante unos treinta segundos y después me hizo callar sin miramientos.
—Todo quedó resuelto hace semanas, tranquilízate. Los del aparcamiento empezaron a sospechar y llamaron a la poli, que a su vez llamó a las oficinas de Rhinehart. Maddox pagó la cuenta. No me molesté en explicártelo porque sabía que estabas muy atareado. Ahora escucha, amigo. Me das toda la impresión de sufrir un feo caso de shock aplazado. Conozco un loquero que…
Colgué. Cuando al fin caí dormido en el sofá tuve mi habitual sueño recurrente con McAra, ese donde él flotaba en el mar, completamente vestido, junto a mí, y me decía que no iba a conseguirlo, «sigue sin mí». Pero en esa ocasión, en lugar de acabar despertándome, el sueño se prolongó. Una ola se llevó a McAra con su pesado abrigo y sus zapatos de gruesa suela, hasta que se convirtió en una oscura forma en la lejanía, boca abajo entre la espuma de las olas, en la orilla de la playa. Nadé y vadeé hasta él hasta conseguir rodear su corpachón con los brazos y, haciendo un supremo esfuerzo, darle la vuelta. Entonces, de repente, se convirtió en un cadáver que me miraba desde una mesa de mármol mientras Adam Lang se inclinaba sobre él.
A la mañana siguiente salí temprano del apartamento y caminé colina abajo hacia la estación de metro. No me haría falta gran cosa para suicidarme. Bastaría con un rápido salto ante el tren que se acercaba y, después, el olvido. Mucho mejor que ahogarse. Sin embargo, fue un breve impulso, más que nada porque no podía soportar la idea de que alguien tuviera que limpiar semejante desastre. «Acabamos encontrando la cabeza del asesino en el tejado de la terminal…» Al final, subí al tren y llegué hasta el final de la línea, en Hammersmith, donde salí a la calle y cambié de andén. Moverse. Esa es la cura contra la depresión. No hay que dejar de moverse. En Embankment volví a cambiar por Morden, que siempre se me ha antojado lo más parecido al final del mundo. Atravesé Balham y me apeé dos paradas después.
No tardé mucho tiempo en localizar la tumba. Recordaba que Ruth había dicho que lo iban a enterrar en el cementerio de Streatham. Busqué su nombre en la lista, y el hombre de la garita me indicó la situación de la tumba. Pasé frente a arcángeles de piedra con alas de buitre y rizosos querubines cubiertos de moho y líquenes, ante cruces victorianas adornadas con rosas esculpidas en mármol. Sin embargo, la contribución de McAra a la necrópolis era, como todo lo de él, típicamente austera. Nada de floridas frases de despedida para nuestro Mike: simplemente una losa de granito con el nombre y las fechas.
Era una mañana de tardía primavera, y el aire estaba cargado de polen y humos industriales. A lo lejos, el tráfico se arrastraba por Garratt Lane hacia el centro de Londres. Me puse en cuclillas y apoyé las manos en la húmeda hierba. Como ya he dicho, no soy la clase de tipo supersticioso, pero en ese instante noté que me atravesaba una corriente de alivio, como si hubiese cerrado un círculo o concluido una tarea. Tuve la sensación de que McAra había querido que fuera hasta allí.
Fue entonces cuando me fijé en el ramillete de marchitas flores que descansaba junto a la lápida, casi oculto por las crecidas hierbas. Había una tarjeta atada, y en ella, escrita con elegante caligrafía, apenas legible tras varios chaparrones londinenses: «En recuerdo a un buen amigo y un colega leal. Descansa en paz, Mike. Amelia».
Cuando volví a mi apartamento la llamé al móvil. No pareció sorprenderse de oír mi voz.
—Hola —me dijo—. Estaba pensando precisamente en usted.
—¿Cómo es eso?
—Estoy leyendo su libro. Bueno, el libro de Adam.
—¿Y…?
—Es bueno. No. La verdad es que es mejor que bueno. Es como tener a Adam de vuelta entre nosotros. Solo echo de menos una cosa, creo.
—¿Cuál?
—Bah, no tiene importancia. Se lo diré cuando nos veamos. Quizá tengamos la oportunidad de charlar en la recepción de esta noche.
—¿Qué recepción?
Se echó a reír.
—Su recepción, tonto. La presentación del libro. ¡No me diga que no lo han invitado!
Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie y tardé unos instantes en reaccionar.
—La verdad es que no sé si me han invitado o no. Para serle sincero, hace tiempo que no abro el correo.
—Estoy segura de que lo han invitado.
—No lo esté tanto. Los autores suelen tener ciertas manías cuando ven que sus «negros» los miran por encima de los canapés.
—Bueno, en esta ocasión, el autor no estará presente, ¿verdad? —Supongo que quería sonar alegre, pero su voz me pareció extrañamente vacía y tensa—. Debería ir, al margen de que lo hayan invitado o no. Y si resulta que no lo han hecho, siempre puede acompañarme. En mi invitación pone: «Amelia Bly y acompañante».
—Lamento oír eso.
—Mentiroso —me contestó—. Nos veremos al final de Downing Street a las siete en punto. La fiesta será enfrente de Whitehall. Solo esperaré cinco minutos, de modo que si decide venir, sea puntual.
Cuando acabé de hablar con Amelia repasé detenidamente las montañas de cartas acumuladas. No había ninguna invitación a ninguna fiesta. Recordando las circunstancias de mi último encuentro con Ruth, no me sorprendió demasiado. Sin embargo, sí encontré un ejemplar del libro tal como se había publicado. La portada, con un ojo puesto en el mercado norteamericano, consistía en una fotografía de Lang, hablando con aire despreocupado ante el Congreso de Estados Unidos. Las fotos interiores no incluían ninguna de las de Cambridge, descubiertas por McAra. Al final, yo no se las había pasado al responsable de la documentación gráfica. Leí la lista de agradecimientos, que yo había escrito utilizando la voz de Lang:
Este libro no existiría sin la dedicación, apoyo, sabiduría y amistad del difunto Michael McAra, que colaboró conmigo en su creación desde la primera hasta la última página. Gracias, Mike. Por todo.
Mi nombre no aparecía mencionado. Para irritación de Rick, yo había renunciado a que apareciera en la lista de colaboradores. No le dije que lo había hecho pensando en mi propia seguridad. Confiaba en que aquel expurgado contenido y mi anonimato sirvieran de mensaje, para cualquiera que pudiera estar interesado en él, indicando que no debían esperar ningún tipo de problemas por mi parte.
Por la tarde, me metí en la bañera durante casi una hora mientras daba vueltas a la idea de acudir —o no— a la presentación del libro. Como de costumbre, seguí dándole vueltas varias horas después: mientras me afeitaba la barba de días me dije que no tenía por qué decidirme todavía; lo mismo me repetí mientras me ponía un aceptable traje oscuro y corbata, y mientras salía a la calle y tomaba un taxi; incluso de pie en la esquina de Downing Street, a las siete menos cinco, seguía repitiéndome que todavía no era demasiado tarde par volverme atrás. Vi los coches y los taxis detenerse ante Banqueting House, al otro lado del ancho y ceremonioso bulevar de Whitehall, y supuse que la recepción se celebraría allí. Los flashes de los fotógrafos destellaban en la penumbra del atardecer, como un pálido reflejo de los pasados días de gloria de Lang.
Caminé arriba y abajo por la calle, buscando a Amelia, desde el edificio de los Horse Guards hasta el gótico palacio de Westminster, pasando por el Foreign Office. Un cartel situado frente a la entrada de Downing Street, donde aparecía un dibujo de Winston Churchill con su habitual cigarro y haciendo el signo de la victoria, señalaba la dirección de lo que habían sido las dependencias del Gabinete de Guerra. Whitehall siempre me recuerda al Londres de los bombardeos durante la guerra. Me resulta fácil imaginarlo partiendo de las imágenes que me acompañaron de niño: los sacos de arena, los cristales encintados; los reflectores perforando la oscuridad del cielo nocturno, el sordo rugido de los bombarderos, el estallido de los explosivos de alta potencia, el rojo resplandor de los incendios en el East End. Solo en Londres hubo más de treinta mil muertos. Como habría dicho mi padre: «Eso sí que fue una guerra», no aquel lento goteo de angustia y locura. Aun así, Churchill solía acudir al Parlamento dando un paseo por St. James’s Park, saludando con el sombrero a los transeúntes con los que se cruzaba, acompañado de un solitario detective que lo seguía a diez metros de distancia.
Seguía pensando en él cuando las campanas del Big Ben acabaron de marcar la hora en punto. Miré a derecha e izquierda, pero ni rastro de Amelia, lo cual me sorprendió porque la tenía por persona puntual. Entonces noté que alguien me tiraba de la manga; me di la vuelta y la encontré ante mí. Había salido del oscuro callejón de Downing Street, con un elegante vestido azul y llevando un maletín. Parecía más vieja y ajada, y por un momento vi claramente su futuro: un piso pequeño, una dirección elegante, un gato… Nos saludamos educadamente.
—Bueno —comentó—, aquí estamos otra vez.
—Sí, aquí estamos. —Nos manteníamos a una prudente distancia el uno del otro—. No sabía que había vuelto a trabajar al Número Diez.
—Mi trabajo con Adam era un destino temporal. Muerto el rey… —De repente, su voz se quebró. La rodeé con mis brazos y le di una palmada en la espalda, como si fuera una niña que acabara de tropezar y caer. Noté la humedad de su mejilla contra la mía. Cuando se apartó, abrió el maletín y sacó un pañuelo—. Lo siento —dijo, sonándose la nariz y dando una patada al suelo en señal de autorreproche—. No dejo de decirme que todo ha quedado atrás y que lo he superado y al final resulta que no es verdad. Por cierto —añadió—, tiene un aspecto terrible, parece…
—¿Un aparecido? —sugerí—. Gracias, ya me lo han dicho otras veces.
Se miró en el espejo de su polvera y efectuó algunas reparaciones menores. Me di cuenta de que se sentía aprensiva y que necesitaba que alguien la acompañara. Incluso yo le servía.
—Bueno —dijo cerrando la polvera con un clic—, ya nos podemos ir.
Caminamos por Whitehall, entre la riada de turistas de primavera.
—Dígame, ¿al final lo invitaron? —me preguntó.
—No. No me han invitado. Y, para serle sincero, me sorprende que a usted sí.
—No, eso no es tan extraño —dijo intentando sonar despreocupada—. Al fin y al cabo, ella ha ganado, ¿no? Se ha convertido en un símbolo nacional. La viuda desconsolada. Nuestra pequeña Jackie Kennedy. Ya no le importa tenerme cerca porque he dejado de ser una amenaza. Ahora solo soy un trofeo más en el desfile de la victoria. —Cruzamos la calle—. Carlos I salió por esa ventana para ser ejecutado —me dijo señalando el lugar—. Uno habría pensado que alguien establecería la relación, ¿verdad?
—Estas cosas pasan por tener un personal inadecuado —le comenté—. Con usted al frente no habría ocurrido.
Tan pronto como entramos supe que había sido un error acudir. Amelia tuvo que abrir su maletín ante los agentes de seguridad. Mi llavero hizo saltar la alarma del detector de metales y tuvieron que registrarme. «Algo hemos hecho mal —pensé mientras me mantenía con las manos en alto y me palpaban la entrepierna—, si uno no puede ir a una fiesta sin que lo manoseen.» Cuando entramos en los amplios espacios de Banqueting House nos enfrentamos con el rugido de las conversaciones y un muro de gente que nos daba la espalda. Yo había convertido en una norma el no acudir a las fiestas de presentación de mis libros, y en ese momento recordé la razón: un «negro» es igual de bienvenido que el hijo ilegítimo del novio en una boda de la alta sociedad. Además, no conocía a nadie.
Cacé al vuelo un par de flautas de champán de la bandeja de un camarero que en aquel momento pasaba por allí y le ofrecí una a Amelia.
—No veo a Ruth.
—Estará en el ojo del huracán, supongo. A su salud —me dijo brindando.
Entrechocamos los vasos. Champán: en mi opinión, aún más inútil que el vino blanco, pero no parecía haber otra cosa.
—Si tengo que hacer alguna crítica al libro —me dijo Amelia—, es precisamente en lo que se refiere a Ruth. Es lo único que le falta.
—Lo sé. Me habría gustado escribir más sobre ella y que tuviera un papel más destacado, pero no quiso.
—Pues es una pena. —La bebida parecía volver audaz a la habitualmente comedida señorita Bly. O puede que en esos momentos estuviéramos unidos por un nuevo lazo: al fin y al cabo, éramos supervivientes de los Lang. Fuera lo que fuese, se acercó a mí y me dejó disfrutar de su familiar aroma—. Yo adoraba a Adam y creo que él abrigaba sentimientos parecidos hacia mí. De todas maneras, nunca me hice ilusiones. Él nunca la habría abandonado. Me lo dijo durante el último trayecto camino del aeropuerto. Formaban un verdadero equipo, y él sabía perfectamente que no habría llegado a ninguna parte sin ella. Me lo explicó muy claramente: me dijo que se lo debía todo porque Ruth era la única que entendía cómo funcionaba el poder. Ella había sido la que, desde el principio, había tenido los contactos dentro del partido. En realidad, la que tendría que haber ocupado un escaño en el Parlamento era ella y no él. ¿Lo sabía usted? Eso no sale en su libro.
—No lo sabía.
—Adam me lo contó en una ocasión. No es algo que se sepa, al menos yo no le he leído en ninguna parte. Según parece, todo estaba preparado para que ella ocupara su escaño; pero, en el último minuto, se apartó discretamente y dejó que él lo hiciera en su lugar.
Recordé mi conversación con Rycart.
—El miembro por Michigan —murmuré.
—¿Quién?
—El parlamentario que ocupaba el escaño era un tipo llamado Giffen. Era tan proestadounidense que se lo conocía como «el miembro por Michigan». —Algo se agitó inquietantemente en mi cerebro—. ¿Puedo preguntarle algo? Antes de que Adam muriera, ¿por qué insistió usted tanto en tener bajo llave el manuscrito de McAra?
—Ya se lo dije: por seguridad.
—Pero en esos papeles no había nada. Lo sé mejor que nadie porque los he leído con aburrimiento una docena de veces.
Amelia miró alrededor. Nos hallábamos alejados del centro de la fiesta y nadie nos prestaba atención.
—Entre usted y yo —me dijo en voz baja—, los que estábamos preocupados por la seguridad no éramos nosotros. Según parece, eran los estadounidenses. Alguien me contó que avisaron al MI5 de que había algo al principio del manuscrito que era una amenaza potencial para la seguridad nacional.
—¿Y cómo podían saberlo?
—¿Y yo qué sé? Lo único que puedo decirle es que, justo después de que Mike muriera, nos pidieron que nos aseguráramos de que el libro no saliera a la circulación antes de que ellos le dieran el visto bueno.
—¿Y lo hicieron?
—No tengo ni idea.
Volví a pensar en mi encuentro con Rycart. ¿Qué decía que le había dicho McAra por teléfono, justo antes de morir? «La clave de todo está en la autobiografía de Lang…» «Está todo ahí, al principio…»
¿Significaba eso que les habían pinchado la conversación?
Tuve la sensación de que algo importante acababa de cambiar, como si una parte de mi sistema solar hubiera variado su órbita, pero no supe definir qué. Necesitaba salir de allí y meterme en algún sitio tranquilo para poder poner en orden mis ideas. En cualquier caso, lo que percibí fue que el sonido de la fiesta había variado. El ruido de las conversaciones se apagaba y la gente hacía callar al vecino. Alguien gritó pomposamente: «¡Por favor, cállense!». En un lado de la sala, frente a los grandes ventanales, no lejos de donde nos hallábamos Amelia y yo, Ruth Lang esperaba pacientemente en el estrado, micrófono en mano.
—Gracias —dijo—. Muchas gracias y buenas noches. —Hizo una pausa, y trescientas personas guardaron un absoluto silencio. Respiró hondo para deshacer el nudo de su garganta—: Echo de menos a Adam a todas horas, pero esta noche más que nunca. No solo porque nos hemos reunido para presentar su maravilloso libro y debería estar aquí para compartir con nosotros la alegría de la historia de su vida, sino también porque él era un genio a la hora de hacer discursos, y yo soy un desastre.
Me sorprendió la profesionalidad con que pronunció la última frase, el modo en que había ido creando tensión para, después, darle salida. Se oyeron unas risas. Parecía mucho más segura de sí ante el público de lo que yo la recordaba, como si la ausencia de Lang le hubiera dado alas.
—Por lo tanto —prosiguió—, se alegrarán si les digo que no voy a pronunciar ningún discurso. Solo me gustaría dar las gracias a una cuantas personas. Me gustaría dar las gracias a Marty Rhinehart y a John Maddox no solo por ser unos magníficos editores, sino también unos grandes amigos. Me gustaría dar las gracias a Sydney Kroll por su inteligencia y sabios consejos. Y por si acaso esto suena como si los únicos que intervinieron en las memorias de un primer ministro británico fueran estadounidenses, tengo que agradecer muy particular y especialmente a Mike McAra, cuya trágica desaparición no le permite acompañarnos esta noche. Mike, nuestro recuerdo te acompaña.
El salón estalló en vítores.
—Y ahora —terminó Ruth—, me gustaría proponer un brindis por la única persona a la que hay que dar de verdad las gracias. —Alzó un vaso de zumo de naranja macrobiótico o lo que fuera—. ¡Brindo por un gran hombre y un gran patriota, por un gran padre y un maravilloso marido! ¡Brindo por Adam Lang!
—¡Por Adam Lang! —gritamos todos al unísono y empezamos a aplaudir, y redoblamos nuestros aplausos mientras Ruth hacía pequeñas reverencias mirando a todos los rincones de la sala, incluyendo el nuestro, momento en que me vio y parpadeó de sorpresa. Se recobró enseguida, sonrió y levantó el vaso en mi dirección a modo de saludo.
Bajó rápidamente del estrado.
—La viuda alegre —bufó Amelia—. La muerte le sienta bien. Está más radiante cada día.
—Tengo la sensación de que viene hacia aquí —avisé.
—¡Mierda! —masculló Amelia, apurando el vaso—. Me largo de aquí. ¿Le gustaría llevarme a cenar?
—¡Amelia Bly! ¿Me está pidiendo una cita?
—Nos vemos fuera dentro de diez minutos. ¡Freddy! —llamó—, me alegro de verte.
Justo cuando Amelia se alejaba para hablar con otra persona, el gentío que tenía ante mis ojos pareció apartarse como las aguas del mar Rojo, y apareció Ruth, con un aspecto muy distinto del que tenía la última vez que la vi: maquillada, peinada, adelgazada por el duelo y enfundada en algo negro y brillante. Sid Kroll la seguía de cerca.
—Hola, Ruth. Hola, Sid.
Le hice un gesto con la cabeza y él me respondió guiñándome el ojo.
—Me habían dicho que no podías soportar este tipo de fiestas —me dijo Ruth cogiéndome de las manos y mirándome fijamente con sus negros ojos—, de lo contrario te habría invitado. ¿Recibiste mi nota?
—La recibí. Gracias.
—Pero no me llamaste.
—No sabía si solo pretendías mostrarte educada.
—¿Mostrarme educada? —Me apretó las manos en señal de reproche—. ¿Desde cuándo soy educada? Tienes que venir a verme.
Y entonces hizo lo que la gente importante suele hacer conmigo en las fiestas: miró por encima de mi hombro. Y yo vi, inmediata e inconfundiblemente, un destello de alarma en sus ojos que fue seguido de un leve meneo de su cabeza. Le solté las manos, me di la vuelta y me encontré mirando a Paul Emmett, que se hallaba unos pocos pasos detrás de mí.
—Hola —me dijo—. Creo que nos conocemos.
Me volví hacia Ruth e intenté decir algo, pero no conseguí articular palabra.
—Yo… Yo…
—Paul fue mi tutor —me dijo ella con toda calma—, cuando estuve en Harvard con mi beca Fulbright. Tenemos que hablar.
—Yo…
Me aparté de todos ellos y choqué con un tipo que tenía una copa en la mano y que me dijo alegremente que tuviera cuidado. Ruth estaba diciendo algo, muy seria, lo mismo que Kroll; pero no los oí porque me zumbaban los oídos. Vi que Amelia me miraba y la saludé débilmente con la mano. Luego, salí corriendo del salón, crucé el vestíbulo y salí a la vacía e imperial grandeza de Whitehall.
Nada más poner el pie en la calle me di cuenta de que había estallado otra bomba. Oí las sirenas a lo lejos y vi que una columna de humo, que se alzaba desde algún lugar detrás de la National Gallery, empequeñecía ya la columna con la estatua de Nelson. Eché a correr hacia Trafalgar Square y birlé descaradamente un taxi a una pareja que se indignó mucho. Las vías de escape estaban siendo cerradas por todo el centro de Londres, como los cortafuegos de un incendio en el bosque. Nos metimos por una calle de sentido único solo para encontrarnos con que la policía estaba sellando el otro extremo con cinta amarilla. El taxista metió la marcha atrás, lanzándome hacia delante y dejándome sentado en el borde del asiento. Y así fue como pasé el resto del trayecto, aferrando el asidero de la puerta mientras serpenteábamos por calles y callejuelas en dirección norte. Cuando me dejó en mi apartamento le pagué el doble de la carrera.
«La clave de todo está en la autobiografía de Lang…» «Está todo ahí, al principio…»
Cogí mi ejemplar del libro tal como había sido publicado, me lo llevé al escritorio y empecé a releer los capítulos iniciales. Fui repasando con el dedo el centro de las páginas, recorriendo con los ojos aquella colección de sentimientos inventados y medias verdades. Mi prosa, impresa y encuadernada, había convertido la aspereza de la vida humana en algo tan liso como una pared enyesada.
Nada.
Lo aparté con disgusto. ¡Menuda basura era! ¡Menuda operación comercial carente de corazón! Me alegré de que Lang no estuviera allí para leerlo. Lo cierto era que prefería el original. Por primera vez me daba cuenta de la sinceridad que había tras su tosca vulgaridad. Abrí el cajón y saqué el manuscrito de McAra, manoseado por el uso y casi ilegible de tanto que lo había tachado y anotado. «Capítulo Uno. Su apellido, Lang, es originario de Escocia, y los miembros de su familia están orgullosos de ello …» Recordaba bien aquel pésimo comienzo que había descartado implacablemente en Martha’s Vineyard. Pero, pensándolo bien, todos los comienzos de capítulo de McAra eran especialmente malos, y yo los había cambiado todos. Empecé a buscar por aquel fajo de hojas, que se doblaban y retorcían entre mis dedos como seres vivos.
«Capítulo Dos. Esposa e hijo a cuestas, decido instalarme en una pequeña ciudad donde pueda vivir alejado del bullicio de Londres.»
«Capítulo Tres. Ruth vio la posibilidad de que me convirtiera en líder del partido mucho antes que yo…»
«Capítulo Cuatro. Mientras yo me dedicaba a las tareas menores dentro del partido…»
«Capítulo Cinco. Estudiaba día y noche los fallos de mi antecesor y decidí obrar de otro modo…»
«Capítulo Seis. En perspectiva, nuestra victoria en las generales parecía inevitable, pero…»
«Capítulo Siete. Estados Unidos necesita aliados que estén preparados para…»
«Capítulo Ocho. En el ámbito interior, los avances realizados por el gobierno…»
«Capítulo Nueve. El setenta y seis es el número de organismos que supervisan la Seguridad Social…»
«Capítulo Diez. Fue la agitada historia de Irlanda del Norte la que…»
«Capítulo Once. Reclutada entre todas las filas del partido, la gente que componía la lista de…»
«Capítulo Doce. Por norma, la política exterior persigue el beneficio exclusivo…»
«Capítulo Trece. La alianza con Estados Unidos nos ha brindado beneficios que…»
«Capítulo Catorce. La CIA nos informó de la gravedad de la amenaza terrorista…»
«Capítulo Catorce. Por aquel entonces, durante el congreso del partido, los que reclamaban mi dimisión…»
«Capítulo Dieciséis. El profesor Paul Emmett de la Universidad de Harvard ha escrito sobre la importancia de…»
Cogí todos los comienzos de capítulo y los fui colocando en orden, uno detrás de otro.
«La clave de todo está en la autobiografía de Lang…» «Está todo ahí, al principio…»
¿Al principio o en cada principio?
Nunca he sido hábil resolviendo rompecabezas, pero cuando repasé las páginas y subrayé la primera palabra de cada comienzo de capítulo no pude evitar descubrirlo; la frase que McAra, temeroso por su vida, había escondido en el manuscrito como si de un mensaje desde la tumba se tratara era: «Su esposa, Ruth, mientras estudiaba en Estados Unidos, en el setenta y seis, fue reclutada por la CIA por el profesor Paul Emmett, de la Universidad de Harvard».