15

Los autores necesitan «negros» que no los pongan en aprietos y que se limiten a escuchar lo que tengan que decir y a comprender por qué hicieron lo que hicieron.

Ghostwriting

Al cabo de unos segundos, empecé a maldecir, abundante e indiscriminadamente. Maldije a Rycart y a mi propia estupidez, a Frank y a cualquiera que algún día transcribiera la cinta. Maldije a la fiscal del Tribunal Penal, al tribunal mismo, a los jueces, a los medios de comunicación, y habría continuado largo tiempo así de no haber sido porque mi teléfono —no el que me había dado Rycart, sino el mío de Londres— empezó a sonar. No hace falta que diga que me había olvidado de desconectarlo.

—No conteste —me advirtió Rycart—. Les conducirá directamente hasta nosotros.

Miré el número entrante.

—Es Amelia Bly —expliqué—. Puede ser importante.

—Amelia Bly —repitió Rycart en tono entre impresionado y lascivo—. Hace tiempo que no la veo. —Vaciló. Era evidente que se moría de ganas de saber lo que ella quería—. Si lo están rastreando, podrán localizarlo con una precisión de un centenar de metros, y este hotel es el único lugar de esta zona donde resulta probable que esté.

El teléfono seguía sonando en mi abierta mano.

—Váyase al diablo —dije al fin—. No estoy dispuesto a que me dé órdenes.

Apreté la tecla verde.

—Hola, Amelia —dije.

—Buenas noches —repuso ella en un tono tan frío como el invierno que llovía al otro lado de la ventana—. Tengo aquí a Adam, que quiere hablar con usted.

Miré a Rycart y le dije solo con los labios: «Es Lang», y le hice un gesto con la mano para que no abriera la boca. Un instante después, aquella voz familiar llegó a mis oídos.

—Acabo de hablar con Ruth —me dijo—, y me ha contado que está usted en Nueva York.

—En efecto.

—Yo también. ¿Por dónde anda?

—No estoy seguro de dónde estoy, Adam. —Hice un gesto de impotencia a Rycart—. Todavía no me he registrado en ningún hotel.

—Nosotros estamos en el Waldorf. ¿Por qué no viene?

—Espere un momento, Adam. —Apreté la tecla «Silencio».

—¡Es usted un maldito idiota! —soltó Rycart.

—Quiere que me reúna con él en el Waldorf.

Rycart se mordió el labio mientras sopesaba las alternativas.

—Tiene que ir.

—¿Y si se trata de una trampa?

—Es un riesgo, pero parecerá extraño si no va, y Adam puede sospechar. Dígale que va a ir y cuelgue enseguida.

Volví a apretar «Silencio».

—Hola, Adam —dije, intentando que no se notara la tensión de mi voz—. Me parece estupendo. Salgo para allá.

Rycart me hizo señas para que colgara.

—Dígame, ¿qué le ha traído a Nueva York? —preguntó Lang—. Pensaba que tenía trabajo de sobra del que ocuparse en la casa.

—Quería ver a John Maddox.

—Vaya, ¿qué tal estaba?

—Bien. Escuche, Adam, tengo que colgar.

Los gestos de Rycart se hacían cada vez más apremiantes.

—Hemos pasado unos cuantos días estupendos —siguió diciendo Lang, como si no me hubiera escuchado—. Los estadounidenses se han portado estupendamente. ¿Sabe?, es en los momentos difíciles cuando uno descubre quiénes son realmente sus amigos.

¿Fue cosa de mi imaginación o aquellas palabras tenían segundas intenciones dirigidas a mi persona?

—Me alegro. Me reuniré con usted lo antes que pueda.

Corté la llamada. La mano me temblaba.

—Bien hecho —dijo Rycart, que se había puesto en pie y recogía su abrigo—. Disponemos de diez minutos para salir de aquí. Coja sus cosas.

Como un autómata empecé a recoger las fotos. Las guardé en la maleta y la cerré mientras Rycart entraba en el baño y orinaba ruidosamente.

—¿Cómo sonaba Lang? —me preguntó desde el cuarto de baño.

—Contento.

Tiró de la cadena y salió abrochándose la bragueta.

—Bueno, pues tendremos que hacer algo con respecto a eso, ¿verdad?

El ascensor que bajaba al vestíbulo iba abarrotado con miembros de la Iglesia del Último Día y fue parando en todos los pisos. Rycart se puso cada vez más nervioso.

—No deben vernos juntos —murmuró cuando salimos en la planta baja—. Quédese atrás. Nos reuniremos en el aparcamiento.

Avivó el paso, alejándose de mí. Frank no estaba por ninguna parte y supuse que si nos había escuchado sabría cuáles eran nuestras intenciones. Los dos se habían puesto en marcha sin decir palabra: el apuesto y canoso Rycart y el atezado y taciturno escolta. «Menudo numerito», pensé. Me agaché y fingí atarme los cordones de los zapatos. Luego, me tomé mi tiempo para cruzar el vestíbulo, dando vueltas, con la cabeza baja, alrededor de los grupos de gente que charlaba. En esos momentos, la situación resultaba tan ridícula que, cuando llegue al atasco de la puerta giratoria, sonreía. Era como los vodeviles de Feydeau, donde cada nueva escena resultaba aún más absurda que la anterior; y, no obstante, si uno las examinaba fríamente, cada una era la lógica prolongación de la precedente. Sí, eso era todo aquello: ¡una farsa! Me puse en la cola hasta que me llegó el turno. Fue entonces cuando vi a Emmett. O al menos fue entonces cuando creí ver a Emmett y dejé de sonreír en el acto.

El hotel tenía una de esas puertas giratorias en cuyos compartimentos caben cinco o seis personas que se ven obligadas a apretujarse y a caminar arrastrando los pies para no chocar entre ellas, igual que una cadena de reclusos. Por suerte para mí, me encontraba en el centro del grupo que salía. Esa fue seguramente la razón de que Emmett no me viera. Tenía a una persona a cada lado y los tres estaban en el compartimento que entraba, empujando la puerta giratoria, como si tuvieran mucha prisa.

Salimos a la noche, tropecé y estuve a punto de caer por mis prisas en alejarme. La maleta volcó, pero seguí arrastrándola tras de mí como si fuera una mascota recalcitrante. El aparcamiento estaba separado del hotel por un parterre de flores, pero, en lugar de rodearlo, lo atravesé directamente. Al otro lado del aparcamiento se encendieron unos faros, y un coche aceleró hacia mí. El vehículo giró bruscamente en el último momento y la puerta trasera del pasajero se abrió.

—¡Entre! —ordenó Rycart.

La violencia con que aceleró Frank sirvió para que la puerta se cerrara de golpe conmigo dentro y la inercia me aplastara contra el asiento.

—Acabo de ver a Emmett.

Rycart intercambió una mirada con Frank a través del retrovisor.

—¿Está seguro?

—No.

—¿Él lo ha visto a usted?

—No.

—¿Está seguro?

—Sí.

Me aferraba a mi maleta como si se hubiera convertido en mi osito de peluche. Aceleramos y no tardamos en unirnos al denso tráfico que se dirigía hacia Manhattan.

—Podrían habernos seguido desde La Guardia —dijo Frank.

—¿Y por qué no han intervenido aún?

—Quizá estaban esperando a que Emmett llegara de Boston e hiciera una identificación positiva.

Puede que hasta ese momento no me hubiera tomado demasiado en serio las precauciones de aficionado de Rycart, pero entonces noté una punzada de pánico.

—Escuchen —les dije—. No creo que sea buena idea ir ahora mismo a reunirme con Lang. Suponiendo que fuera de verdad Emmett, alguien habrá avisado a Lang de lo que he estado haciendo. Sabrá que he estado en Boston enseñando esas fotos por ahí.

—Ya. ¿Y qué cree que va a hacer Lang? —preguntó Rycart—. ¿Ahogarlo a usted en su bañera del Waldorf?

—Eso mismo —dijo Frank con una risita—. Como si tal cosa.

Me sentía mareado, tanto que, a pesar del frío de la noche, bajé la ventanilla. El viento soplaba de levante, desde el río, arrastrando cierto hedor industrial y a gasolina de aviación. Cuando lo pienso, todavía puedo percibirlo en el fondo de la garganta. Para mí, siempre será el sabor del miedo.

—¿No se supone que debería tener una coartada? —pregunté—. ¿Qué voy a contarle a Lang?

—Escúcheme —dijo Rycart—. No ha hecho nada malo. Solo está siguiendo los pasos de su predecesor, investigando la época de Lang en Cambridge. No se comporte como si fuera culpable. Lang no tiene manera de saber que usted va tras sus pasos.

—El que me preocupa no es Lang.

Ambos nos sumimos en el silencio. Al cabo de unos minutos el perfil de Manhattan apareció ante nuestros ojos, y yo busqué automáticamente el espacio vacío en su luminosa fachada. Resulta curioso cómo una ausencia puede marcar un hito. Pensé que era como un agujero negro, un desgarrón en el cosmos, que podía tragarse cualquier cosa —ciudades, países, leyes— y por descontado a mí. Incluso Rycart parecía impresionado por la vista.

—Cierre la ventana, ¿quiere? Me estoy congelando.

Hice lo que me pedía. Frank sintonizó la radio en una emisora de jazz suave.

—¿Qué pasa con el coche que se ha quedado en el aeropuerto de Logan? —pregunté.

—Puede recogerlo mañana por la mañana.

La emisora pasó al blues. Pedí a Frank que la apagara, pero no me hizo caso.

—Sé que Lang cree que se trata de algo personal —comentó Rycart—, pero no lo es. Reconozco que hay una parte de mí que busca revancha; después de todo, ¿a quién le gusta ser humillado? Pero si seguimos justificando la tortura y si simplemente valoramos la victoria en función del número de calaveras de nuestros enemigos con el que adornamos nuestras cavernas, ¿qué será entonces de nosotros?

—¡Le diré qué será de nosotros! —repuse bruscamente—. ¡Cobraremos diez millones de dólares por nuestras memorias y viviremos felices para siempre! —De nuevo comprobé que estar nervioso hacía que me enfadara—. Usted sabe que todo esto es inútil, ¿verdad? Al final, Lang se jubilará aquí con su pensión de la CIA y les dirá a usted y a su Tribunal Penal que se vayan a la mierda.

—Puede que ocurra como dice, pero los antiguos pensaban que el exilio era el peor de los castigos, peor aún que la muerte, ¡y vaya si Lang será un exiliado! No podrá viajar a ningún lugar del mundo, ni siquiera al puñado de países de mierda que no reconocen al Tribunal de La Haya, porque siempre existirá el peligro de que su avión tenga que aterrizar en alguna parte para repostar o por algún problema de motor, y entonces lo estaremos esperando para cogerlo.

Observé a Rycart. Tenía la mirada perdida en la distancia y asentía ligeramente.

—También puede que el clima político de aquí cambie —prosiguió—. Entonces habrá una campaña para llevarlo ante la justicia. Me pregunto si ha pensado en eso. ¡Su vida se va a convertir en un infierno!

—Casi consigue que me dé pena.

Rycart me fulminó con la mirada.

—Lang se lo ha metido en el bolsillo con su encanto, ¿verdad? ¡Encanto! ¡Una enfermedad típicamente inglesa!

—Las hay peores.

Cruzamos el puente de Triborough, y los neumáticos saltaron por las juntas haciendo un ruido como el de un rápido latido.

—Me siento como si fuéramos en un coche fúnebre.

Tardamos un rato en llegar al centro. Cada vez que nos deteníamos en el tráfico de Park Avenue, me entraban ganas de abrir la puerta y escapar corriendo. Podía imaginar sin dificultad aquella parte —correr por entre los coches parados y desaparecer por alguna de las calles perpendiculares—, pero el problema aparecía luego. ¿Adónde iría? ¿Cómo pagaría una habitación de hotel si mi tarjeta de crédito —y seguramente la falsa que había utilizado antes— era conocida por mis perseguidores? La conclusión a la que llegué una y otra vez, a mi pesar, fue que estaba más seguro con Rycart. Al menos, él sabía cómo sobrevivir en aquel mundo desconocido por donde yo andaba a tontas y a locas.

—Si está tan preocupado, podemos organizarlo para que pueda dejarnos un mensaje de que está bien —propuso Rycart—. Podría llamarme utilizando el teléfono que Frank le ha dado. Digamos que a y diez cada hora. No hace falta que hablemos necesariamente. Deje solo que suene unas cuantas veces.

—¿Y qué pasará si no llamo?

—No haré nada si falla la primera vez. Si falla la segunda, llamaré a Lang y lo haré responsable directo de su seguridad.

—¿Por qué será que no me parece demasiado reconfortante?

Para entonces, casi habíamos llegado. Más adelante, al otro lado de la calle, vi una gran bandera estadounidense iluminada y junto a ella, flanqueando la entrada del Waldorf Astoria, la británica. La zona frente al hotel estaba acordonada con mojones de hormigón. Conté media docena de motos de policía esperando, cuatro coches patrulla, dos grandes limusinas negras, una pequeña multitud de cámaras y periodistas y otra mayor de curiosos. Al contemplar todo aquello, mi corazón se desbocó y me quedé sin respiración.

Rycart me dio un apretón en el brazo.

—Valor, amigo. Lang ya ha perdido un «negro» en circunstancias sospechosas. No puede permitirse perder otro.

—Todo este montaje no puede ser solo por él —comenté, asombrado—. Cualquiera pensaría que sigue siendo primer ministro.

—Se diría que he ayudado a convertirlo en una celebridad —contestó Rycart—. Me deberían estar agradecidos. Está bien, buena suerte. Hablaremos luego. Frank, para por aquí.

Se levantó las solapas del abrigo, se volvió y se escondió en el fondo del asiento. Me pareció que en aquellas precauciones había tanto de absurdo como de patetismo. ¡Pobre Rycart! Dudo de que una persona de cada mil de Nueva York supiera quién era. Frank se detuvo brevemente en la calle Cincuenta Este para dejarme bajar y, a continuación, se reincorporó hábilmente al tráfico, de manera que lo último que vi de Rycart fue su blanca melena desapareciendo en la noche de Manhattan.

Estaba solo.

Crucé la gran avenida, amarilla de taxis, y me abrí paso entre el gentío y la policía. Ninguno de los agentes que estaban de guardia me detuvo. Supongo que al ver mi maleta pensaron que era un cliente que llegaba para registrarse. Subí por la escalinata de mármol, crucé las grandes puertas art-déco y entré en el recargado esplendor del vestíbulo del Waldorf Astoria. Normalmente habría utilizado el móvil para ponerme en contacto con Amelia, pero hasta yo había aprendido la lección: me acerqué a uno de los recepcionistas y le pedí que llamara a su habitación.

No contestó nadie.

El recepcionista frunció el entrecejo. Se disponía a comprobar algo en el ordenador cuando una fuerte detonación sonó en Park Avenue. Varios clientes que se estaban registrando en esos momentos se agacharon y solo se incorporaron con aire compungido cuando la explosión se convirtió en el rugido de varias motocicletas poniéndose en marcha a la vez. De algún lugar del interior del hotel, y cruzando el vasto y dorado salón del vestíbulo, surgió una avanzadilla de agentes del Servicio Especial y del Servicio Secreto rodeando a Lang, que caminaba entre ellos con sus habituales andares ágiles y musculosos. Tras él iban Amelia, que hablaba por teléfono, y las dos secretarias. Me acerqué al grupo. Lang pasó frente a mí, con la mirada al frente, lo cual no era propio de él. Normalmente le gustaba conectar con la gente cuando pasaba ante ella y deslumbrarlos con una sonrisa que nunca olvidarían. Cuando empezó a bajar la escalinata, Amelia reparó en mí. Por una vez parecía un tanto aturullada: incluso tenía algunos cabellos fuera de sitio.

—Estaba intentando llamarle —me dijo sin detenerse—. Ha habido un cambio de planes —añadió hablando por el encima del hombro—. Ahora mismo vamos a coger el avión para ir a Martha’s Vineyard.

—¿Ahora? —pregunté corriendo tras ella—. ¿No es un poco tarde?

—Adam ha insistido. Al final he conseguido encontrar un avión.

—Pero ¿por qué ahora?

—No tengo ni idea. Ha surgido algo. Tendrá que preguntárselo usted.

Lang iba por delante y se encontraba más abajo. Ya había llegado a la gran entrada del hotel. Los guardaespaldas abrieron las puertas, y sus anchos hombros quedaron perfilados contra un fondo de luces halógenas. Los gritos de los reporteros, los destellos de los flashes, el rugido de las Harley-Davidson: era como si de repente se hubieran abierto las puertas del infierno.

—¿Qué se supone que debo hacer? —pregunté.

—Suba en el coche de apoyo. Supongo que Adam querrá hablar con usted en el avión. —Vio mi mirada de pánico—. Está usted muy raro. ¿Ocurre algo?

«¿Y ahora qué hago? —me pregunté—. ¿Me desmayo? ¿Alego que tengo un compromiso anterior?» Tenía la sensación de hallarme atrapado en una cinta transportadora sin tener posibilidad de escapar.

—Todo parece estar ocurriendo a cámara acelerada —dije débilmente.

—Pues esto no es nada. Debería habernos visto cuando Adam era primer ministro.

Salimos a un tumulto de luz y ruido, y fue como si todas las controversias provocadas año tras año por la guerra contra el terror hubieran convergido por un momento en un solo hombre hasta convertirlo en incandescente. La puerta de su limusina estaba abierta. Se detuvo un instante para saludar a la multitud que se agolpaba tras el cordón de seguridad y entró en el vehículo.

Amelia me cogió del brazo y me empujó hacia el segundo coche.

—¡Vaya, vaya! —me gritó. Las motocicletas se estaban poniendo en marcha—. No olvide que no nos detendremos si se queda atrás.

Se metió en el coche con Lang, y yo me vi entrando en la segunda limusina con las dos secretarias, que, muy amablemente, me hicieron un sitio para que pudiera sentarme. Un tipo del Servicio Especial se instaló junto al chófer y nos pusimos en marcha acompañados por el woop, woop de una de las motos, que sonaba como el silbato de un remolcador arrastrando un gran trasatlántico fuera del puerto.

En otras circunstancias, habría disfrutado del trayecto: con las piernas cómodamente estiradas ante mí, las Harley-Davidson apartando el tráfico mientras los rostros de los transeúntes se volvían para vernos pasar, el ruido de las sirenas, los destellos de los flashes, la velocidad, el poder. Pensé entonces que solo había dos categorías de personas en el mundo a las que trasladaban de un lugar a otro con tanta pompa y espectáculo: los líderes mundiales y los terroristas presos.

Disimuladamente palpé el móvil que tenía en el bolsillo. ¿Debía alertar a Rycart de lo que estaba ocurriendo? Decidí que no. No quería llamarlo delante de testigos. Me habría sentido demasiado incómodo, y mi culpabilidad se habría hecho demasiado evidente. La traición exige intimidad, de modo que me dejé llevar por los acontecimientos.

Cruzamos el puente de la calle Cincuenta y nueve como si fuéramos dioses. Alice y Lucy reían de excitación. Unos minutos después, cuando llegamos a La Guardia, dejamos atrás la terminal y entramos por una puerta lateral que daba acceso directamente a la pista, donde estaban reabasteciendo un gran reactor. Se trataba de un avión de Hallington, con su característico azul oscuro y el emblema de la empresa pintado en la cola: un globo terráqueo con un círculo que lo rodeaba. La limusina de Lang se detuvo, y él fue el primero en salir. Cruzó rápidamente el escáner móvil de seguridad y subió por la escalerilla del Gulfstream sin mirar siquiera atrás.

Cuando me apeé del coche, los nervios me atenazaban hasta casi inmovilizarme y tuve que hacer un esfuerzo para caminar hasta los peldaños donde estaba Amelia. La noche se estremecía con el rugido de los aviones que despegaban y aterrizaban. Vi las luces de varios de ellos alineados y remontando en el aire, como eslabones luminosos de una cadena ascendente.

—A esto se le llama viajar de verdad —dije, intentando disimular mi ansiedad—. ¿Siempre es así?

—Quieren demostrarle que lo aprecian —repuso Amelia—. Y sin duda ayuda a mostrar a todo el mundo cómo tratan a sus amigos. Pour encourager les autres, como si dijéramos.

Unos cuantos agentes de seguridad inspeccionaban el equipaje. Añadí mi maleta al montón.

—Adam insiste en volver con Ruth —siguió diciendo Amelia sin dejar de mirar la puerta del avión. Las ventanillas eran más grandes que las de un reactor comercial, y el perfil de Lang resultaba claramente visible en la parte de atrás—. Hay algún asunto que quiere comentar con ella. —Sonaba confusa, como si hablara consigo misma y yo no estuviera allí. No pude evitar preguntarme si habrían tenido una pelea durante el trayecto al aeropuerto.

Uno de los de seguridad me dijo que abriera mi maleta. Obedecí y se la entregué. El hombre levantó el manuscrito y miró debajo. Amelia estaba tan enfrascada en sus pensamientos que ni siquiera lo advirtió.

—Es curioso —me dijo mirando con aire ausente las luces de la pista—, porque en Washington las cosas fueron muy bien.

—Su mochila —me dijo el hombre de seguridad.

Se la entregué. Sacó el sobre con las fotos y, por un momento, temí que lo abriera; pero estaba más interesado en mi ordenador. Sentí la necesidad de seguir hablando.

—Quizá haya tenido noticias de La Haya —indiqué.

—No. No tiene nada que ver con eso. Me lo habría dicho.

—De acuerdo —me dijo el agente—. Está usted limpio, puede subir.

—No se siente con Adam todavía —me advirtió Amelia cuando me disponía a cruzar el escáner—. No está de humor. Si quiere hablar con usted, lo llamará.

Subí por la escalerilla.

Lang se hallaba sentado en el asiento de la última fila, el más próximo a la cola, con el mentón apoyado en la mano y mirando por la ventana. (Más adelante descubrí que a los de seguridad les gustaba que se sentara atrás de todo; de esa manera nadie podía situarse detrás de él.) La cabina estaba diseñada para acomodar diez pasajeros: dos en cada uno del par de sofás dispuestos a lo largo del fuselaje y el resto en seis cómodos sillones. Los sillones estaban situados unos frente a otros por pares y separados por una mesa plegable. Parecía una prolongación del vestíbulo del Waldorf Astoria: apliques dorados, maderas nobles, y mullido cuero beis. Lang ocupaba uno de los sillones. En el sofá contiguo estaba uno de los hombres del Servicio Especial. Uno de los sobrecargos del avión, vestido con chaqueta blanca, se inclinaba con una bandeja hacia el ex primer ministro. No vi qué bebida le servía, pero lo oí. Puede que el sonido favorito de ustedes sea el canto de un ruiseñor una mañana de primavera o el tañido de la campana de una iglesia de pueblo. El mío es el tintineo de unos cubitos de hielo en un vaso de cristal tallado. De eso sí que entiendo, y me sonó claramente a que Lang había dejado a un lado el té frío a favor de un buen whisky.

El sobrecargo me vio mirándolo y se me acercó.

—¿Puedo ofrecerle algo, señor?

—Sí, muchas gracias. Tomaré lo mismo que esté tomando el señor Lang.

Me había equivocado: era coñac.

Cuando cerraron las puertas, éramos doce a bordo. Tres de la tripulación (piloto, copiloto y sobrecargo) y nueve pasajeros (dos secretarias, cuatro guardaespaldas, Amelia, Adam Lang y yo). Me instalé de espaldas a la cabina de los pilotos para poder ver a mi cliente. Amelia estaba directamente frente a él. Cuando los motores empezaron a rugir tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no correr hacia la puerta y lanzarme al vacío. Aquel vuelo me parecía abocado al desastre desde el principio. El Gulfstream se estremeció ligeramente y empezó a alejarse lentamente del bloque de la terminal. Vi a Amelia hacer enfáticos gestos con la mano, como si estuviera explicando algo, pero Lang seguía mirando por la ventanilla.

Alguien me tocó el brazo.

—¿Sabe usted cuánto cuesta uno de estos trastos? —Era el policía que había conducido nuestra limusina desde el Waldorf hasta el aeropuerto. Estaba en el asiento al otro lado del pasillo.

—Ni idea.

—Adivine.

—Es que no tengo ni idea, de verdad.

—Diga una cifra.

Me encogí de hombros.

—No sé, ¿diez millones de dólares?

—¡Cuarenta! ¡Cuarenta millones de dólares! —exclamó, triunfante, como si saber el precio significara participar de su propiedad—. ¡Y los de Hallington tienen cuatro más como este!

—Hace que uno se pregunte para qué los utilizan.

—Cuando no los necesitan, los alquilan.

—Ah, sí —repuse—. Había oído hablar de algo así.

El ruido de los motores fue en aumento e iniciamos nuestra carrera por la pista. Me imaginé a los sospechosos de terrorismo, esposados y encapuchados, atados a las lujosas butacas de cuero mientras despegaban de alguna polvorienta pista cerca de la frontera con Afganistán con destino a los bosques de Polonia oriental. El aparato pareció dar un brinco en el aire, y miré por encima del vaso mientras las luces de Manhattan se extendían bajo la ventanilla y se inclinaban antes de desaparecer en la oscuridad cuando atravesamos la capa de nubes. Durante un rato tuve la impresión de que ascendíamos a ciegas en nuestro frágil cilindro metálico, pero entonces la bruma desapareció y salimos a una noche clara y brillante. Abajo, las nubes parecían tan macizas y compactas como los Alpes, y la luna iluminaba sus valles y picos desde lo alto.

Al cabo de un momento, el aparato se niveló. Amelia se levantó entonces y caminó hasta donde yo estaba. Sus caderas oscilaron involuntaria pero seductoramente con el ligero vaivén de la cabina.

—De acuerdo —me dijo—. Ahora ya puede charlar un rato. De todas maneras, no presione mucho, ¿vale? Lleva unos cuantos días muy malos.

«Y yo también», pensé.

Cogí mi mochila del asiento y pasé junto a Amelia. Ella me cogió del brazo.

—No dispone de mucho tiempo —me advirtió—. Este vuelo es un salto de pulga. Empezaremos a descender enseguida.

Y realmente era un salto de pulga, según comprobé más tarde. Solo trescientos noventa kilómetros separan Nueva York de Martha’s Vineyard, y la velocidad de crucero de un Gulfstream es de ochocientos cincuenta kilómetros por hora. La combinación de esos dos hechos explica por qué la grabación de mi conversación con Lang solo dura once minutos. Seguramente ya estábamos perdiendo altitud mientras yo me acercaba.

Tenía los ojos cerrados y la copa en la mano, extendida. Se había quitado la chaqueta y la corbata y desabrochado los zapatos. Más que repantigado, parecía hundido en su asiento. Al principio pensé que se había dormido, pero entonces me di cuenta de que sus ojos eran dos rendijas y que me observaba atentamente a través de ellas. Me indicó con un gesto de la copa que me sentara frente a él.

—Hola, hombre —me saludó—. Venga aquí. —Abrió los ojos del todo, bostezó y se cubrió la boca con la mano—. Lo siento.

—Hola, Adam.

Me senté con la mochila en el regazo y la abrí para sacar la libreta de notas, la grabadora y un disco de repuesto. ¿Acaso no era eso lo que Rycart quería, grabaciones? Los nervios hacían que me sintiera torpe, y si Lang solo hubiera arqueado una ceja, habría dejado la grabadora a un lado. Sin embargo, no pareció fijarse en ella. Seguramente había soportado aquel ritual muchas veces, tras una visita oficial: los periodistas llevados a su presencia para unos minutos de charla informal, el rápido y nervioso repaso de los aparatos para asegurar que funcionaban, la ficción de un encuentro informal con una copa de por medio… En la grabación se puede apreciar claramente el cansancio de su voz.

—Bueno, ¿qué tal va? —me preguntó.

—Pues va —repuse—. La verdad es que va.

Cuando escucho el disco, mi tono de voz es tan chillón por culpa de los nervios que parece que haya estado respirando helio.

—¿Ha encontrado algo interesante?

En sus ojos había un destello de algo. ¿Desprecio? ¿Burla? Tuve la sensación de que estaba jugando conmigo.

—Bah, esto y lo otro. ¿Qué tal fue por Washington?

—Muy bien, la verdad. —Se oye un susurro cuando se incorpora y se prepara para brindarme una última actuación antes de que el teatro cierre por esa noche—. En todas partes donde he ido he recibido el apoyo más entusiasta que cabe imaginar. En el Capitolio, desde luego, como habrá podido ver; pero también del vicepresidente y del secretario de Estado. Están decididos a ayudarme en todo lo que puedan.

—¿Y la conclusión de todo eso es que podrá quedarse a vivir en Estados Unidos?

—Oh, sí. En caso de que sucediera lo peor, me ofrecerían asilo; incluso algún tipo de ocupación, siempre que no implicara tener que viajar al extranjero. Pero las cosas no llegarán tan lejos. Van a ofrecerme algo mucho más valioso.

—¿De verdad?

Lang asintió.

—Sí. Pruebas.

—Ya. —No tenía ni idea de a qué se refería.

—Ese aparato, ¿funciona? —me preguntó.

Se oye un golpe cuando cojo la grabadora.

—Sí. Creo que sí. ¿Le parece bien?

La vuelvo a dejar y se oye otro golpe.

—Claro —contestó Lang—. Solo quiero asegurarme de que registras esto como es debido porque estoy convencido de que podremos utilizarlo. Es algo importante. Deberíamos reservarlo en exclusiva para las memorias. Puede hacer maravillas para el contrato de la venta por capítulos. —Se inclinó hacia mí para subrayar sus palabras—: Washington está dispuesto a aportar testimonio bajo juramento de que ningún miembro del gobierno de Su Majestad estuvo involucrado directamente en la captura de esos cuatro hombres en Pakistán.

—¿De verdad? ¿De verdad? —repetí una y otra vez. Lo cierto es que doy un respingo siempre que escucho la adulación de mi voz, al servil cortesano, al «negro» complaciente.

—Desde luego. El director de la CIA en persona presentará una declaración ante el Tribunal de La Haya diciendo que se trató de una operación totalmente estadounidense. Y, si con eso no basta, está dispuesto a permitir que los agentes que intervinieron aporten pruebas filmadas. —Lang se recostó y tomó un sorbo de coñac—. Eso debería dar de pensar a Rycart. A ver cómo consigue mantener en pie su acusación de crímenes de guerra.

—Pero su memorando al Ministerio de Defensa…

—Es auténtico —reconoció con un encogimiento de hombros—. Es cierto. No puedo negar que solicité la intervención del SAS. Y también es cierto que el gobierno británico no puede negar que nuestras fuerzas especiales se encontraban en Peshawar cuando se produjo la Operación Tempestad, como tampoco que nuestros servicios de inteligencia habían seguido el rastro de esos cuatro individuos hasta el lugar donde fueron capturados. Pero de lo que no hay prueba alguna es de que pasáramos esa información a la CIA.

Lang me sonrió.

—¿Pero lo hicimos?

—No hay prueba alguna de que pasáramos esa información a la CIA.

Seguía sonriendo, solo que en su frente había aparecido una pequeña arruga de concentración, como el tenor que aguanta con esfuerzo la voz al final de un aria especialmente difícil.

—Entonces ¿cómo llegó hasta ellos?

—Esa es una pregunta difícil. Desde luego, no a través de canales oficiales. Y desde luego, no tuvo nada que ver conmigo. —Se produjo un largo silencio. Su sonrisa se extinguió—. Bueno, ¿qué le parece?

—Suena un poco… —Intenté hallar la forma más diplomática de expresarlo—… técnico.

—¿Qué quiere decir?

Mi respuesta se oye tan viscosa en la grabación, tan nerviosa y teñida de circunloquios que hasta me hace reír.

—Bueno…, ya sabe…, usted admite que quería que los SAS capturaran a esos tipos. Por razones perfectamente comprensibles, desde luego. Y el Ministerio de Defensa… Bueno, aunque el ministerio no hiciera el trabajo personalmente… En fin, que el ministerio no ha podido negar su implicación. Y es que…, en realidad, aunque solo tuviera un coche aparcado en la esquina… Bueno, usted ya me entiende… Además, fueron los servicios de información británicos los que dieron a la CIA la dirección donde capturar a esa gente. Y cuando fueron torturados, usted no lo condenó.

La última frase la solté de corrido. Lang me miró y dijo fríamente:

—Sid Kroll quedó muy complacido con la promesa que recibió de la CIA. En su opinión, puede que la fiscal tenga que abandonar el caso.

—Bueno, si Kroll lo dice…

—¡A la mierda! —estalló Lang de repente. Dio un puñetazo encima de la mesa que en la grabación suena igual que una explosión. Los hombres del Servicio Especial alzaron la vista, alarmados—. Escúcheme: no lamento lo que les ocurrió a esos cuatro individuos. Si nos hubiéramos fiado de los paquistaníes nunca les habríamos echado el guante. Teníamos que capturarlos mientras tuviéramos oportunidad. Si no lo hubiéramos hecho, se habrían ocultado en la clandestinidad y la siguiente vez que habríamos oído hablar de ellos habría sido cuando matasen a nuestra gente.

—¿De verdad no lo lamenta?

—No.

—¿Ni siquiera el caso del que murió durante el interrogatorio?

—¡Oh, ese! —dijo Lang en tono de quitarle importancia—. Ese hombre tenía un problema de corazón que nadie le había diagnosticado. Podría haberse muerto en cualquier momento, al levantarse de la cama por la mañana, por ejemplo.

No dije nada y fingí tomar notas.

—Mire —prosiguió Lang—. No justifico la tortura, pero deje que le diga unas cuantas cosas: primero, da resultado, he visto los informes; segundo, al fin y al cabo, estar en el poder significa tener que elegir el mal menor, y cuando uno lo piensa, ¿qué son unos minutos de sufrimiento de cuatro individuos comparados con la muerte, ¡sí, la muerte!, de cientos o miles?; tercero, no me diga que esto es algo exclusivo de la guerra contra el terror. La tortura siempre ha sido una herramienta de la guerra, ¡la única diferencia es que en el pasado no teníamos a los jodidos medios de comunicación que nos informaban!

—Los hombres capturados en Pakistán afirmaban que eran inocentes —le recordé.

—¡Pues claro que afirmaban que eran inocentes! ¿Qué otra cosa iban a decir? —Lang me observó detenidamente, como si fuera la primera vez que me viera de verdad—. Estoy empezando a creer que es usted demasiado ingenuo para este trabajo.

No me pude resistir.

—¿A diferencia de McAra?

—¿Mike? —Lang rió y meneó la cabeza—. Mike era ingenuo en otro sentido.

El avión empezó a descender rápidamente. La luna y las estrellas habían desaparecido y atravesábamos la capa de nubes. Noté el cambio de presión en los oídos y tuve que taparme la nariz y tragar saliva.

Amelia se acercó por el pasillo.

—¿Va todo bien? —preguntó. Parecía preocupada. Tenía que haber oído el estallido de Lang. Sin duda todos lo habían oído.

—Sí. Solo estamos trabajando un poco en las memorias —contestó Lang—. Le estaba hablando de la Operación Tempestad.

—¿Está grabando la conversación? —me preguntó Amelia.

—Si no le parece mal…

—Has de tener cuidado, Adam —le advirtió—. Recuerda lo que dijo Kroll…

La interrumpí:

—Estas grabaciones son propiedad de Lang. No son mías.

—Aun así, podrían ser requeridas por un tribunal.

—Deja de tratarme como a un niño —protestó Lang—. Sé lo que quiero decir. ¡Acabemos con esto de una vez por todas!

Amelia se permitió abrir los ojos un poco más de lo normal y se retiró.

—¡Mujeres! —exclamó Lang tomando un trago de coñac. El hielo se había derretido, pero el color del licor no había menguado. Sin duda le habían servido una buena cantidad. Me pregunté si no estaría un poco borracho y vi que se presentaba mi ocasión.

—¿En qué sentido? —le pregunté—. ¿En qué sentido era ingenuo McAra?

—Déjelo estar —murmuró Lang dando vueltas a la copa, ceñudo y cabizbajo. Pero, de repente, se irguió—. ¡A ver, tome por ejemplo todas esas tonterías de los derechos civiles! ¿Sabe qué haría si volviera a estar en el poder? Pues diría: «Muy bien, vamos a organizar dos colas en los aeropuertos». A la izquierda tendremos la de los vuelos donde no habremos hecho comprobaciones de antecedentes de los pasajeros, nada de buscar perfiles ni datos biométricos, nada que pueda infringir los sacrosantos derechos civiles de nadie, nada de utilizar información obtenida bajo tortura, nada de nada. A la derecha tendremos la cola donde habremos hecho todo lo posible para que los vuelos sean seguros para los pasajeros. A partir de ahí, la gente podrá escoger tomar uno u otro avión. ¿No sería estupendo? Me encantaría sentarme tranquilamente y ver dónde decidían meter a sus hijos los Rycart de este mundo.

—¿Y Mike era de esos?

—No, al menos al principio. Pero, por desgracia, Mike descubrió el idealismo a edad tardía. Yo le dije, de hecho fue nuestra última conversación, le dije: «Si nuestro señor Jesucristo fue incapaz de resolver todos los problemas del mundo cuando bajó a vivir entre nosotros, y eso que era el Hijo de Dios, ¿no te parece poco razonable que yo pueda lograrlo en solo diez años?».

—¿Es verdad que tuvieron una fuerte discusión justo antes de que muriera?

—Mike hizo una serie de acusaciones descabelladas. Me temo que no pude pasarlas por alto.

—¿Puedo preguntarle qué clase de acusaciones?

Imaginé a Rycart y a la fiscal, sentados y escuchando aquella grabación, poniéndose muy tiesos al oír eso. Tuve que tragar saliva de nuevo. La voz me sonaba rara en los oídos, apagada, como si hablara en un sueño o desde una gran distancia. En el disco, la pausa que sigue parece breve, pero en aquel momento se me antojó interminable. Cuando Lang habló, lo hizo en tono sumamente bajo.

—Preferiría no tener que repetirlas.

—Pero tienen que ver con la CIA, ¿no?

—Eso es algo que, sin duda, usted ya sabe —contestó Lang con amargura—, puesto que ha ido a ver a Paul Emmett.

Esa vez, la pausa fue tan larga en la grabación como en mis recuerdos.

Una vez soltada su bomba, Lang se quedó mirando por la ventana mientras daba pequeños sorbos a su coñac. Unas cuantas luces aisladas habían empezado a aparecer debajo de nosotros. Creo que debían ser barcos. Lo miré y vi que por fin los años empezaban a hacer mella en él, lo vi en las bolsas que se le formaban bajo los ojos o en el flojo pellejo de la papada. Aunque puede que no fuera cosa de la edad. Quizá era simple agotamiento. Dudo que hubiera dormido mucho las últimas semanas, al menos no desde que McAra se le había enfrentado. Fuera como fuese, lo cierto es que, cuando se volvió para mirarme, no había enfado en su expresión, sino una gran fatiga.

—Quiero que entienda —dijo subrayando sus palabras—, que todo lo que hice, tanto como jefe del partido como primer ministro; repito, todo, lo hice empujado por mi convicción, porque creía que era lo mejor.

Farfullé una respuesta. Me encontraba totalmente aturdido.

—Emmett dice que usted le enseñó unas fotos. ¿Es cierto? Si lo es, ¿puedo verlas?

Las manos me temblaron cuando las saqué del sobre y las empujé encima de la mesa. Ojeó rápidamente las primeras cuatro y se detuvo en la quinta —en la que aparecía con Emmett en el escenario—; luego, volvió al principio y empezó a revisarlas de nuevo, entreteniéndose con cada una.

—¿De dónde las ha sacado? —me preguntó sin levantar la vista de ellas.

—McAra las solicitó al archivo. Yo las encontré en su cuarto.

El copiloto anunció por los altavoces que nos abrocháramos los cinturones.

—Resulta curioso —murmuró Lang— lo mucho que todos hemos cambiado y al mismo tiempo hemos seguido siendo los mismos. Mike nunca me mencionó lo de las fotos. ¡Ese maldito archivo! —Miró fijamente una de las imágenes tomada a la orilla del río, y me fijé que, más que Emmett o él mismo, lo que lo fascinaba eran las chicas—. A esta la recuerdo —comentó dando un golpecito en el papel—. Y a esta también. Una vez me escribió, cuando yo era primer ministro. A Ruth no le hizo gracia… ¡Oh, Dios mío! ¡Ruth! —exclamó pasándose la mano por la cara. Por un momento temí que fuera a derrumbarse; pero, cuando me miró, sus ojos estaban secos—. ¿Qué ocurre a continuación? ¿Existe un procedimiento en su trabajo para resolver este tipo de situaciones?

En ese momento, las luces se veían claramente diferenciadas por la ventanilla. Distinguí a lo lejos los faros de un coche que circulaba por la carretera.

—El cliente siempre tiene la última palabra acerca de lo que aparece o no en el libro —contesté—. Siempre. Sin embargo, en este caso, teniendo en cuenta lo ocurrido…

En la grabación, mi voz se apaga y se oye un fuerte golpe cuando Lang se inclina y me coge del brazo.

—Si se refiere a lo ocurrido con Mike, deje que le diga que me pareció espantoso y me afectó profundamente. —Tenía los ojos clavados en los míos y resultaba evidente que estaba echando mano de sus últimos recursos para convencerme. Y he de confesar libremente que, a pesar de todo lo que había pasado, lo logró. A día de hoy sigo convencido de que decía la verdad—. Puede que no crea nada más de lo que le digo, pero debe creerme cuando le aseguro que no tuve nada que ver con su muerte, y que la imagen de Mike en el depósito me acompañará hasta el final de mis días. Por mi parte, estoy seguro de que fue un accidente; de todas maneras, admitamos por un momento, en beneficio de la conversación, que no lo fuera. —Aumentó la fuerza de su presa en mi brazo—. ¿En qué estaba pensando yendo a Boston para enfrentarse con Emmett? Llevaba suficiente tiempo en política para saber que uno no hace algo así, al menos cuando hay tanto en juego. ¿Sabe? En cierto sentido, él mismo se mató. Fue un acto suicida.

—Eso es lo que me preocupa —dije yo.

—No pensará seriamente que a usted puede pasarle lo mismo, ¿verdad?

—Sí, se me ha ocurrido.

—Por ese lado no debe temer nada. Se lo puedo garantizar. —Imagino que mi incredulidad debió ser patente—. ¡Vamos, hombre! —añadió con apremio, hundiendo los dedos en mi carne—, en este avión nos acompañan cuatro policías. ¿Qué clase de personas cree que somos?

—En efecto —repuse—. Esa es la cuestión: qué clase de persona es usted.

Estábamos finalizando el descenso. Las luces del Gulfstream iluminaban las oscuras extensiones de bosque. Intenté liberar mi brazo.

—Disculpe —dije secamente.

Lang me soltó a regañadientes. Me abroché el cinturón, y él hizo lo mismo. Mientras nos posábamos suavemente en la pista, miró por la ventanilla hacia la terminal y, después, a mí. De repente, en su rostro se pintaron la certeza y la incredulidad más absolutas.

—¡Dios mío, se lo ha contado usted a alguien! ¿Verdad?

Noté que me ponía como un tomate.

—No —dije.

—Sí, lo ha hecho.

—No es verdad. —En la grabación mi voz suena tan débil como la de un niño al que han pillado en plena travesura.

Volvió a inclinarse hacia mí.

—¿A quién se lo ha contado?

Contemplando el oscuro bosque que se extendía más allá del perímetro del aeropuerto, donde cualquier cosa podía estar acechando, me pareció que era la única póliza de seguro que me quedaba.

—A Richard Rycart —le confesé.

Supongo que debió ser un golpe devastador para él. Sin duda debió pensar que todo había acabado. Mentalmente todavía lo veo, igual que uno de esos bloques de pisos —imponentes en su día, pero destinados a la demolición— instantes después de la explosión de las cargas, cuando la fachada todavía sigue increíblemente en pie, antes de derrumbarse. Ese era Lang. Me miró larga e inexpresivamente; luego, se hundió en su asiento.

El avión se detuvo ante el edificio de la terminal, y los motores se extinguieron.

En ese momento, por fin, hice algo inteligente.

Mientras Lang permanecía sentado contemplando la ruina de su vida, y mientras Amelia se acercaba corriendo por el pasillo para descubrir lo que yo había dicho, tuve la presencia de ánimo suficiente para sacar el disco de la grabadora y guardármelo en el bolsillo. En su lugar, puse uno virgen. Lang estaba demasiado aturdido para que le importase; y Amelia, demasiado pendiente de él para darse cuenta.

—De acuerdo —dijo con firmeza—. Ya basta por esta noche. —Le quitó el vaso de la inerte mano y se lo entregó al sobrecargo—. Tenemos que llevarte a casa, Adam. Ruth está esperando en la terminal. —Extendió la mano y le desabrochó el cinturón de seguridad; luego, cogió la chaqueta del respaldo del asiento y la sostuvo en alto para que él se la pusiera, moviéndola ligeramente, igual que un torero con el capote. Su tono era muy tierno—: Adam…

Él se levantó como en trance, mirando con ojos vacíos hacia la cabina mientras ella le guiaba los brazos en las mangas. Me lanzó una mirada fulminante por encima del hombro y con los labios me preguntó, clara y furiosamente: «¿Qué coño está haciendo usted?».

Era una buena pregunta: ¿Qué coño estaba haciendo? La puerta de la parte delantera del avión se había abierto y tres hombres del Servicio Especial bajaban por la escalerilla. Una ráfaga de aire helado y lluvioso atravesó la cabina. Lang empezó a caminar hacia la salida, precedido de su cuarto guardaespaldas y seguido de Amelia. Guardé rápidamente las fotos y la grabadora en la mochila y los seguí. El piloto había salido para despedirse, y vi que Lang cuadraba los hombros claramente y avanzaba hacia él, con la mano tendida.

—Ha sido todo estupendo —dijo vagamente—. Como de costumbre. Son mi compañía aérea favorita. —Estrechó la mano del piloto y se adelantó para dar también las gracias al copiloto y al sobrecargo—. Gracias. Muchas gracias.

Se volvió hacia nosotros mostrando su sonrisa profesional, pero esta se marchitó rápidamente. Parecía sumamente abatido. El guardaespaldas se hallaba en medio de la escalerilla del avión. Solo estábamos Amelia, las dos secretarias y yo esperando para seguir a Lang cuando bajara del avión. Distinguí la silueta de Ruth de pie contra los iluminados ventanales de la terminal. Se hallaba demasiado lejos para que pudiera ver su expresión.

—¿Te importa darme unos minutos? —dijo a Amelia—. ¿Les importa a ustedes? Tengo que hablar en privado con mi esposa.

—¿Va todo bien, Adam? —preguntó ella. Llevaba con Lang demasiado tiempo, y supongo que lo amaba demasiado, para no darse cuenta de que algo iba muy pero que muy mal.

—No pasa nada. —Le acarició levemente el brazo y a continuación nos hizo una ligera reverencia, incluyéndome a mí—. Gracias, señoras y caballeros. Buenas noches.

Se agachó para pasar bajo la puerta y se detuvo un momento en lo alto de la escalerilla, mirando a su alrededor y alisándose el cabello. Amelia y yo lo observamos desde el interior del avión. Allí estaba, igual que cuando lo había visto por primera vez: por la fuerza de la costumbre, buscando un público con quien pudiera conectar a pesar de que la pista iluminada por los focos, donde solo estaban los guardaespaldas que lo esperaban y un operario vestido con un mono de trabajo y que sin duda hacía horas extras y debía estar impaciente por volver a casa, estuviera desierta.

Seguramente Lang también vio a Ruth esperándolo junto a la ventana porque, de repente, levantó el brazo para saludarla y empezó a bajar los escalones con la elegancia de un bailarín. Puso pie en la pista y había dado unos diez pasos hacia la terminal cuando el operario gritó: «¡Adam!» y agitó la mano. La voz era inconfundiblemente inglesa, y Lang seguramente reconoció el acento de un compatriota porque, de repente, se apartó de sus guardaespaldas y caminó hacia el operario con la mano tendida. Y esa fue mi última imagen de Lang: la de un hombre con la mano siempre tendida. La tengo grabada con fuego en mi retina: su sombra anhelante contra la bola de fuego blanco que se expandía y que se lo tragó de repente. Luego, solo quedaron los restos que volaban por los aires, su dolorosa picadura, los vidrios rotos, el calor abrasador y el ensordecedor silencio de la explosión.