La mitad del trabajo de un «negro» consiste en averiguar cosas acerca de otra gente.
Ghostwriting
Esa vez, contestó casi en el acto.
—Así que vuelve a llamar, ¿eh? —dijo en voz baja, con aquel tono nasal suyo—. Tenía el presentimiento de que lo haría, sea usted quien sea. —Esperó a que yo contestara y pude escuchar a un hombre hablando al fondo que sonaba como si estuviera pronunciando un discurso—. Bueno, amigo mío, ¿esta vez piensa seguir al teléfono?
—Sí —le dije.
Rycart esperó nuevamente, pero yo no sabía por dónde empezar. No dejaba de pensar en Lang y en lo que diría si me viera hablando con su archienemigo. Estaba vulnerando todos los principios de mi profesión y todas y cada una de las cláusulas de confidencialidad que había firmado. Me estaba suicidando profesionalmente.
—He intentado contactar con usted unas cuantas veces —prosiguió, y me pareció oír cierto reproche en su tono.
Al otro lado de la calle, la parejita había salido de la joyería y caminaba lentamente hacia mí.
—Lo sé —contesté encontrando por fin las palabras—. Lo siento. Encontré su número anotado en alguna parte. No sabía de quién era, de modo que llamé para probar suerte. De todas maneras, no me pareció bien estar hablando con usted.
—¿Por qué no?
La pareja pasó junto a mí y seguí sus pasos por el retrovisor. Caminaban con las manos metidas en los bolsillos traseros el uno del otro, igual que carteristas en una cita a ciegas. Decidí lanzarme.
—Trabajo para Adam Lang, y…
—No me diga su nombre —dijo Rycart al instante—. No utilice ningún nombre ni concrete nada. ¿Dónde encontró mi número exactamente?
Su urgencia me puso nervioso.
—Al dorso de una fotografía.
—¿Qué clase de fotografía?
—Una de mi cliente en su época de la universidad. Mi predecesor en el cargo la tenía.
—¡Dios mío, no me diga! —Fue el turno de Rycart de hacer una pausa. Oí gente aplaudiendo al otro lado de la línea.
—Parece usted sorprendido —comenté.
—Bueno, sí. Está relacionado con algo que él me dijo.
—He ido a ver a una de las personas que aparecen en la foto. Pensé que usted me podría ayudar.
—¿Por qué no habla usted con quien lo ha contratado?
—No está.
—Claro. —En su voz se podía leer una sonrisa de satisfacción—. ¿Y dónde se encuentra usted, sin dar demasiados detalles?
—En Nueva Inglaterra.
—¿Puede venir sin tardanza hasta la ciudad donde me encuentro? Supongo que sabrá donde estoy y donde trabajo…
—Eso creo —repuse sin excesiva convicción—. Tengo un coche. Podría ir por carretera.
—No —contestó—. Por carretera, no. Es más seguro en avión.
—Eso es lo que dicen las compañías aéreas.
—Escuche, amigo —susurró agresivamente Rycart—, si yo estuviera en su pellejo no andaría bromeando. Vaya al aeropuerto más cercano. Coja el primer vuelo que haya. Envíeme un mensaje de texto con el número del vuelo, pero solo eso. Lo arreglaré para que alguien lo recoja cuando aterrice.
—¿Pero cómo sabrá esa persona qué aspecto tengo?
—No lo sabrá. Usted tendrá que encontrarla.
Se oyó otra salva de aplausos al fondo. Empecé a plantear una objeción, pero era demasiado tarde: había colgado.
Salí de Belmont sin tener una idea clara de qué camino se suponía que debía seguir. No dejé de mirar como un neurótico por el retrovisor cada pocos segundos, por si me seguían; pero ningún coche permaneció detrás de mí más que unos cuantos minutos. Me mantuve alerta en busca de indicadores de Boston hasta que, al fin, crucé un gran río y me incorporé a la Interestatal, en dirección este.
Todavía no eran las tres de la tarde, y el día ya empezaba a oscurecerse. En la distancia, a mi izquierda los edificios de oficinas del centro resplandecían contra el cargado cielo del Atlántico mientras, al frente, las luces de los aviones caían hacia Logan como estrellas fugaces. Mantuve mi prudente velocidad durante los siguientes kilómetros. Para los que nunca han tenido el gusto, el aeropuerto de Logan se encuentra en medio de Boston Harbor, y se llega a él desde el sur, a través de lo que parece un interminable túnel. Mientras la carretera se metía bajo tierra, me pregunté si de verdad estaba dispuesto a seguir adelante, y una buena medida de mis dudas fue el hecho de que, kilómetro y medio más adelante, cuando salí a la penumbra del atardecer, todavía no había llegado a una decisión.
Seguí las indicaciones hacia el aparcamiento de largo plazo, y estaba metiendo la marcha atrás para aparcar cuando sonó mi móvil. Estuve a punto de no contestar, pero cuando lo hice, una voz dijo en tono perentorio:
—¿Qué demonios estás haciendo?
Era Ruth Lang, con su característica costumbre de iniciar una conversación sin antes haberse identificado, una falta de modales de la que estoy seguro que no se podía acusar a su marido, ni siquiera en su época de primer ministro.
—Trabajando —repuse.
—¿De verdad? Pues no estás en tu hotel.
—¿Ah, no?
—¿Verdad que no? Me han dicho que ni siquiera te has registrado.
Dado que no acerté a encontrar la mentira adecuada, me conformé con una media verdad.
—Decidí ir a Nueva York.
—¿Para qué?
—Quiero hablar con John Maddox de la estructura del libro, a la vista de… —necesitaba tacto y un eufemismo— las cambiantes circunstancias.
—Me tenías preocupada —dijo ella—. Me he pasado todo el día paseando arriba y abajo por esa maldita playa pensando en lo que hablamos anoche…
La interrumpí:
—Yo no diría una palabra más por teléfono.
—No te preocupes, no lo haré. No soy idiota. Es solo que, cuánto más lo pienso, más me inquieto.
—¿Dónde está Adam?
—Por lo que sé, está todavía en Washington. Sigue llamando y yo sigo sin contestar. ¿Cuándo piensas volver?
—No estoy seguro.
—¿Esta noche?
—Lo intentaré.
—Si puedes, hazlo. —Bajo la voz y me la imaginé acompañada de su guardaespaldas—. Es la noche libre de Dep. Yo cocinaré.
—¿Se supone que eso ha de ser un incentivo?
—¡Qué grosero eres! —dijo con una carcajada y colgó tan bruscamente como había llamado, sin decir siquiera «adiós».
Dejé el móvil. La perspectiva de pasar una velada de confidencias junto al fuego seguida, quizá, de una segunda sesión de sus vigorosos abrazos, no carecía de atractivos. Siempre podía llamar a Rycart y decirle que había cambiado de planes. Indeciso, saqué la maleta del coche y la arrastré sorteando los charcos hacia el autobús que esperaba en la parada. Una vez dentro, la sujeté contra mi pecho mientras estudiaba el mapa del aeropuerto. Y en ese momento se me presentó aún otra alternativa: Terminal B y puente aéreo a Nueva York y a Rycart; Terminal E y salidas internacionales para un vuelo nocturno de regreso a Londres. Era algo que no se me había ocurrido. Llevaba el pasaporte, todo. Podía largarme cuando quisiera.
¿B o E? Sopesé seriamente la cuestión. Me sentía como una rata de laboratorio en un laberinto, enfrentado a una serie de elecciones y tomando invariablemente las equivocadas.
Las puertas del autobús se abrieron con un fuerte suspiro.
Me apeé en B, compré el billete, envié un mensaje de texto a Rycart y cogí el puente aéreo hasta La Guardia.
Por alguna razón, nuestro avión se demoró en la pista. Nos apartamos del finger a la hora prevista, pero nos detuvimos antes de entrar en la pista de despegue y nos apartamos cortésmente para dejar pasar los aviones que nos seguían. Empezó a llover. Miré por la ventanilla la rala hierba y el cielo, que parecía una plancha de acero gris soldada con la tierra. Transparentes venas de agua corrían por el cristal. Cada vez que un avión despegaba, la delgada piel del fuselaje se estremecía y las venas se quebraban y se formaban de nuevo. El piloto habló por el intercomunicador y se disculpó. El Departamento de Seguridad Interior acababa de subir el nivel de riesgo del amarillo al naranja, y, según parecía, había algún problema con nuestra autorización, de manera que nos rogaba un poco de paciencia. El nerviosismo cundió entre los hombres de negocios que me rodeaban. Mi vecino me miró por encima del periódico que leía y meneó la cabeza.
—La cosa empeora —me dijo.
Dobló su ejemplar del Financial Times, lo dejó en su regazo y cerró los ojos. El titular decía: «Lang consigue el apoyo de EE.UU.». Y allí estaba de nuevo aquella sonrisa. Ruth tenía razón. No tendría que haber sonreído. Aquella sonrisa había dado la vuelta al mundo.
Mi pequeña maleta estaba en el compartimento de encima de mi cabeza, y mis pies descansaban en la mochila situada bajo el asiento de enfrente. Todo estaba en orden, pero me sentía incapaz de relajarme. A pesar de no haber hecho nada malo, me sentía culpable y casi esperaba que el FBI irrumpiera en cualquier momento en la cabina para llevarme detenido. Tras más de media hora, los motores empezaron a rugir nuevamente, y el piloto rompió el silencio para anunciar que por fin teníamos permiso para despegar y para darnos las gracias por nuestra comprensión.
Nos metimos en pista y ascendimos a través de las nubes. Estaba tan cansado que, a pesar de mi nerviosismo (o puede que a causa de él), caí dormido. Me desperté con un sobresalto cuando noté a alguien encima de mí, pero era solo el sobrecargo comprobando que tuviera el cinturón abrochado. Tenía la impresión de que solo habían transcurrido unos segundos, pero la presión en mis oídos me dijo que descendíamos para aterrizar en La Guardia. Tocamos tierra a las 6.06 minutos —lo recuerdo porque miré el reloj—, y a y veinte dejaba atrás a la impaciente multitud que esperaba el equipaje para salir al vestíbulo de Llegadas.
Estaba abarrotado de gente que, por la hora, tenía prisa por llegar al centro o por volver a casa para cenar. Examiné una sorprendente variedad de rostros, preguntándome si Rycart habría ido en persona a recogerme, pero no reconocí ninguno. Había la habitual fila de lúgubres chóferes que esperaban sosteniendo un cartel con el nombre de sus clientes. Miraban todos al frente, evitando cualquier contacto visual, igual que delincuentes en una ronda de identificación; y yo, en el papel de vacilante testigo, fui pasando ante ellos, examinando a cada uno con cuidado porque no deseaba equivocarme. Rycart había dado a entender que reconocería a la persona en cuestión cuando la viera, y cuando eso ocurrió, el corazón me dio un vuelco. De rostro macilento, alto, moreno, corpulento y de unos cincuenta años se mantenía apartado de los demás, en su propio terreno, mientras sostenía un cartel con un nombre: «MIKE MCARA». Incluso sus ojos eran como había imaginado que serían los de McAra: astutos y sin color.
Mascaba chicle. Miró mi maleta.
—¿Le va bien llevarla? —Fue más una declaración que una pregunta, pero no me importó. Nunca en mi vida me había alegrado tanto de escuchar un acento neoyorquino. El tipo dio media vuelta, y yo lo seguí por el vestíbulo hasta el barullo del exterior, donde la gente corría a coger un taxi entre pitos y bocinazos mientras en la distancia sonaban unas sirenas.
Me llevó hasta un coche y me indicó que subiera. Luego, se sentó en el asiento del conductor. Mientras yo luchaba para meter la maleta en la parte de atrás, se mantuvo con las manos sobre el volante y con la mirada al frente para desanimar cualquier intento de conversación. Tampoco es que tuviéramos mucho tiempo para charlar. Apenas habíamos salido del perímetro del aeropuerto y ya aparcábamos ante el edificio de cristal de un gran hotel y centro de conferencias que miraba a Grand Central Parkway. El tipo se volvió en su asiento con un gruñido para hablar conmigo. El coche apestaba a su sudor. Me asaltó un breve instante de horror existencial mientras miraba más allá de él, a través de la llovizna, hacia aquel deprimente y anónimo edificio: ¡Por el amor de Dios! ¿Qué estaba haciendo?
—Si tiene que comunicarse, utilice esto —me dijo, entregándome un móvil nuevo que todavía estaba envuelto en papel de celofán—. Tiene un chip con llamadas por valor de veinte dólares. No utilice su viejo teléfono. Lo más seguro es desconectarlo. Pague su habitación por adelantado y en efectivo. ¿Lleva usted bastante? Serán unos trescientos pavos.
Asentí.
—Se va a quedar una noche. Tiene la reserva hecha. —Extrajo una abultada cartera del bolsillo trasero del pantalón—. Esta tarjeta es para garantizar los extras. El nombre que figura en ella es el mismo con el que se va a registrar. Utilice una dirección en Inglaterra que no sea la suya. Si tiene algún extra, páguelo en metálico. Aquí tiene el número de teléfono que debe utilizar para contactar en el futuro.
—Usted antes era policía —comenté mientras cogía la tarjeta y el trozo de papel con el número escrito con letra infantil. Tanto el plástico como el papel estaban tibios por el calor de su cuerpo.
—No utilice internet. No hable con desconocidos. Y evite especialmente a cualquier mujer que se le acerque.
—Me recuerda a mi madre.
Ni parpadeó. Seguimos allí sentados unos segundos.
—¡Venga, ya está! ¡Hemos acabado! —me dijo en tono apremiante haciéndome un gesto con su manaza para que saliera.
Una vez cruzada la puerta giratoria y en el vestíbulo, comprobé el nombre de la tarjeta: Clive Dixon. Acababa de finalizar una gran conferencia, y un gran número de delegados, vestidos todos con trajes negros y llevando chapas amarillas en la solapa, invadió el amplio espacio de mármol blanco charlando como una bandada de cuervos. Parecían impacientes, dispuestos, recién motivados para cumplir sus metas corporativas y personales. Por las chapas vi que pertenecían a una congregación religiosa. Por encima de nuestras cabezas, a treinta metros de altura colgaban grandes globos luminosos cuyo resplandor se reflejaba en las paredes de acero y cromo. No era que pisara terreno desconocido, era que me hallaba en otro planeta.
—Me parece que tengo una reserva —dije al recepcionista—, una reserva a nombre de Dixon.
Desde luego, no era el alias que yo habría escogido. No me veo como un Dixon, al margen de cómo sea un Dixon. De todas maneras, el recepcionista ni se fijó en mi azoramiento. Yo figuraba en su ordenador, y eso era lo único que contaba, eso y que mi tarjeta estaba en orden. El precio de la habitación eran 275 dólares. Rellené el impreso de registro y como dirección falsa di el número de la casa que Kate tenía en Shepherds Bush y puse la calle del club de Rick en Londres. Cuando dije que quería pagar en efectivo, el recepcionista cogió los billetes como si fueran algo nunca visto. ¿Efectivo? No habría parecido más desconcertado aunque hubiera llegado a lomos de una mula y le hubiera intentado pagar con las pieles de animales o las pepitas de oro que había almacenado durante el invierno.
Decliné cualquier ayuda para subir mi maleta y cogí un ascensor hasta el sexto piso. Allí introduje la llave magnética en la cerradura de una puerta y entré. Mi habitación era beis, estaba suavemente iluminada por unas lámparas de sobremesa y tenía amplias vistas sobre el Grand Central Parkway, La Guardia y la insondable negrura del East River. En el televisor sonaba I’ll take Manhattan mientras en la pantalla se leía: BIENVENIDO A NUEVA YORK, SEÑOR DIXON. Lo apagué y abrí el minibar. No me molesté en buscar un vaso. Desenrosqué el tapón y bebí a morro de la botella en miniatura.
Debió de ser unos veinte minutos y una segunda miniatura más tarde cuando mi nuevo móvil se encendió de repente y empezó a emitir un ominoso zumbido electrónico. Abandoné mi puesto de vigilancia en la ventana y respondí.
—Soy yo —dijo Rycart—. ¿Está instalado?
—Sí —repuse.
—¿Está solo?
—Sí.
—Pues abra la puerta.
Estaba de pie en el pasillo, con el teléfono pegado a la oreja. Junto a él se encontraba el tipo que me había recogido en La Guardia.
—De acuerdo, Frank —dijo a su escolta—. Yo me ocupo a partir de ahora. Tú vigila el vestíbulo.
Rycart se guardó el móvil en el bolsillo del abrigo mientras Frank se dirigía pesadamente al ascensor. Era lo que mi madre llamaba «un guapo que sabe que lo es». Tenía un magnífico perfil, unos ojos azules y vivos acentuados por el bronceado de su tez y aquella cabellera gris que tanto gustaba a los caricaturistas. Parecía mucho más joven que los sesenta que tenía. Miró la botella vacía que yo tenía en la mano.
—Un día duro, ¿no?
—Más o menos.
Entró sin esperar a que yo lo invitara a pasar, fue directamente a la ventana y corrió las cortinas. Yo cerré la puerta.
—Lo siento por el lugar —me dijo—, pero en Manhattan suelen reconocerme, especialmente después de lo de ayer. ¿Frank se ha ocupado de usted como es debido?
—Pocas veces me han dado una bienvenida más calurosa.
—Sé a qué se refiere, pero es un tipo de lo más útil. Ex poli de Nueva York. Se ocupa de la logística y la seguridad de mi persona. Como podrá imaginar, en estos momentos no soy el personaje más popular del barrio.
—¿Quiere beber algo?
—Agua me va bien.
Rycart empezó a husmear por la habitación mientras yo le servía un vaso.
—¿Qué pasa? ¿Cree que le estoy tendiendo una trampa?
—No crea que no lo he pensado —repuso. Se quitó el abrigo y lo depositó cuidadosamente encima de la cama. Calculé que su traje de Armani debía costar el doble de los ingresos anuales de un poblado de África—. Admitámoslo: usted trabaja para Lang.
—Me lo presentaron el lunes —expliqué—. No lo conocía de nada.
Rycart rió.
—¿Y quién lo conoce? Si se lo presentaron este lunes, entonces lo conoce tanto como cualquiera. Yo trabajé quince años con él y sigo sin tener idea de cómo es. Y lo mismo McAra, que llevaba con él desde el principio.
—Su mujer me dio a entender más o menos lo mismo.
—¿Lo ve? Ahí tiene la prueba. Si una persona tan lista como Ruth se lo dice, y tenga en cuenta que está casada con él, ¿qué esperanza podemos tener los demás? Ese hombre es un misterio. Gracias. —Cogió el vaso que le tendía y bebió un sorbo mientras me estudiaba con aire pensativo—. Pero usted suena como si estuviera empezando a desenmarañarlo.
—Francamente, la impresión que tengo es que soy yo quien está hecho una maraña.
—Sentémonos —dijo Rycart dándome una palmada en el hombro—. Así podrá contármelo todo.
Su gesto me recordó a Lang. El típico individuo encantador. Hacían que me sintiera como pececillo nadando entre tiburones. Tendría que mantenerme en guardia. Me senté en uno de los sofás, beis creo que era, y Rycart hizo lo mismo en el de enfrente.
—Bueno —dijo—, ¿por dónde empezamos? Usted sabe quién soy yo. Dígame quién es usted.
—Soy un «negro» profesional —declaré—. Fui contratado para reescribir las memorias de Adam Lang tras la muerte de McAra. No entiendo nada de política. Es como si hubiera caído del cielo.
—Cuénteme lo que ha averiguado.
Hasta yo era lo bastante listo para ver la trampa, de modo que me hice el loco y pregunté:
—Primero, ¿por qué no me cuenta usted algo sobre McAra?
—Como prefiera —repuso Rycart encogiéndose de hombros—. No sé qué puedo decirle. Mike era un consumado profesional. Si pinchara una roseta en esa maleta y le dijera que era el nuevo líder del partido, él habría obedecido igual. Todo el mundo esperaba que Lang lo despidiera y pusiera en su lugar a su propio hombre cuando se convirtió en el jefe, pero Mike era demasiado útil. Conocía el partido por dentro y por fuera. ¿Qué más quiere saber?
—¿Cómo era? Como persona, me refiero.
—¿Que cómo era como individuo? —Rycart me miró como si fuera la pregunta más rara que hubiera oído—. Bueno, no tenía vida fuera de la política, si es a eso a lo que se refiere. Podría decirse que, para él, Lang lo era todo en la vida, hijos, mujer, amigos. ¿Qué más? Era un obsesivo del detalle. Mike era todo lo que Lang no era. Puede que esa fuera la razón de que permaneciera con él todo el tiempo, incluyendo la entrada y salida de Downing Street, cuando todos los demás habían recogido los bártulos y se habían largado a ganar dinero por ahí. Nada de estupendos enchufes en grandes empresas para nuestro Mike. Era absolutamente fiel a Adam.
—No tanto —objeté yo—. No tanto si llegó a ponerse en contacto con usted.
—Ah, pero eso fue solo al final de todo. Antes mencionó usted una foto. ¿Puedo verla?
Cuando saqué el sobre, en el rostro de Rycart apareció la misma expresión de codicia que en la cara de Emmett; pero, al ver la foto, no pudo ocultar su decepción.
—¿Es esto? Pero si no son más que una colección de niñatos blancos privilegiados cantando y bailando en un escenario…
—Es un poco más interesante que eso —repuse—. Para empezar, ¿por qué aparece su número de teléfono al dorso?
Rycart me miró de soslayo.
—¿Por qué razón exactamente debería ayudarlo?
—Es al revés. ¿Por qué razón debería ayudarlo yo a usted?
Nos miramos fijamente y, al final, me sonrió mostrándome sus blancos dientes.
—Tendría que haberse dedicado a la política —me dijo.
—Estoy aprendiendo con los mejores.
Inclinó la cabeza humildemente, creyendo que me refería a él cuando, en realidad, era en Lang en quien pensaba. La vanidad. Comprendí que ese era su punto flaco e imaginé con qué destreza lo habría halagado seguramente Lang, y el golpe terrible que para su orgullo tuvo que haber sido que lo despidiera. Y en esos momentos, con su aguileño perfil y sus profundos ojos azules, se había lanzado de cabeza a la venganza igual que un amante despechado. Se puso en pie y fue hacia la puerta, la abrió y miró a un lado y a otro del pasillo. Cuando regresó se quedó de pie ante mí y me señaló acusadoramente con el dedo.
—Si me engaña, lo pagará caro —me dijo—. Y si duda de mi capacidad de inquina y de mi voluntad de revancha, pregunte a Lang.
—Está bien —repliqué.
En esos momentos, también él estaba muy alterado. Solo entonces me di cuenta de la presión a la que se hallaba sometido. Era algo que había que reconocerle: hacía falta tenerlos bien puestos para arrastrar a un antiguo jefe de partido y ex primer ministro ante un tribunal internacional acusándolo de crímenes de guerra.
—Esta historia del Tribunal Penal de La Haya —dijo desfilando arriba y abajo ante la cama—, apenas hace una semana que ha salido en los periódicos, pero deje que le diga que llevo años detrás de este asunto. Irak, Guantánamo, torturas, entregas de sospechosos… Todas estas cosas se han hecho en nombre de la guerra contra el terror y son tan ilegales como lo ocurrido en Kosovo o Liberia. La única diferencia es que somos nosotros quienes las hemos hecho. Tanta hipocresía resulta nauseabunda.
Me parece que se dio cuenta de que estaba soltando el mismo discurso que había soltado tantas veces y se contuvo. Tomó otro sorbo de agua.
—En cualquier caso —prosiguió—, la retórica es una cosa y las pruebas otra completamente distinta. Comprendí que el clima político estaba cambiando y eso fue una ayuda. Cada vez que estallaba una bomba, cada vez que otro soldado era asesinado, cada vez que se hacía evidente que habíamos desencadenado una nueva guerra de los Cien Años sin tener ni idea de cómo acabarla, las cosas se me ponían mejor. Ya no era inconcebible que un líder mundial pudiera acabar en el estrado. Cuanto más empeoraba el panorama que había dejado tras él, más ganas tenía la gente de verlo en ese brete. Lo único que necesitaba era una prueba que cumpliera con el mínimo de requisitos legales. Un solo documento donde figurara su nombre me habría bastado, pero no lo tenía.
»Entonces, justo antes de Navidad, apareció. Lo tenía en mis manos. Me llegó a través del correo. Ni siquiera lo acompañaba una carta. “Alto secreto: Memorando del primer ministro al secretario de Estado de Defensa.” Databa de cinco años atrás y había sido escrito mientras yo era todavía ministro de Exteriores, pero no conocía su existencia. ¡Era una pistola cargada con balas de verdad y con el cañón bien engrasado! ¡Una directiva del gobierno de Su Majestad para que capturaran a esos cuatro desgraciados en las calles de Pakistán y los entregaran a la CIA!
—Un crimen de guerra —comenté.
—Sí —convino—. Un crimen de guerra. De acuerdo, puede que uno menor, pero ¿y qué? Al final, a Al Capone lo pillaron por evasión de impuestos, y eso no quiere decir que Al Capone no fuera un gángster. Hice unas cuantas averiguaciones por mi parte para asegurarme de que el memorando era auténtico. Luego, lo llevé a La Haya en persona.
—¿Y no tiene idea de quién se lo envió?
—No. Al menos hasta que una fuente anónima me llamó y me lo dijo. ¡Espere a que Lang se entere de quién fue! ¡Será lo peor de lo peor! —Se inclinó confidencialmente hacia mí—. Fue Mike, ¡Mike McAra!
Contemplándolo retrospectivamente, supongo que ya lo sabía. Pero sospechar es una cosa; y tener confirmación, otra. Al contemplar la exultante alegría de Rycart comprendí la magnitud de la traición de McAra.
—¡McAra me llamó! ¿Se lo puede creer? Si alguien me hubiera dicho que ese hombre, de entre todos los colaboradores de Adam, me iba ayudar, me habría reído en sus narices.
—¿Cuándo lo telefoneó?
—Unas tres semanas después de que me llegara el documento. ¿El ocho de enero? ¿El nueve? No sé, algo así. Me dijo: «Hola, Richard, ¿ha recibido el regalo que le envié?» Un poco más y me da un ataque al corazón. Tuve que cortarle enseguida. Ya sabrá usted que los teléfonos de Naciones Unidas están todos pinchados.
—¿Ah, sí? —seguía intentando asimilar toda aquella información.
—Sí, del todo. La Agencia Nacional de Seguridad rastrea todo lo que se habla en el hemisferio occidental. Todo lo que dice usted por teléfono, todo lo que escribe en sus correos electrónicos, cualquier transacción electrónica que realiza, todo queda grabado y almacenado. El único problema consiste en separar el grano de la paja. En Naciones Unidas nos enseñan que la mejor manera de evitar ser espiados es utilizar móviles de usar y tirar, evitar mencionar cosas concretas y cambiar de número con la mayor frecuencia posible. De este modo podemos llevarles cierta ventaja. Así pues, le dije a Mike que no siguiera hablando y le di un nuevo número de teléfono que yo no había usado antes y le pedí que me volviera a llamar enseguida.
—Ah, ya veo —comenté. Y realmente podía: no me costó nada visualizar a McAra con el móvil encajado entre el hombro y el oído, cogiendo su bolígrafo barato—. Seguro que entonces anotó el número en la foto que debía de tener en la mano.
—Y me llamó enseguida —dijo Rycart. Había dejado de caminar y se estaba mirando en el espejo que había encima de la cómoda. Se llevó las manos a la frente y se peinó los cabellos hacia atrás—. ¡Dios mío, estoy hecho polvo! Míreme. Nunca tenía este aspecto cuando estaba en el gobierno, cuando trabajaba dieciocho horas al día. ¿Sabe? La gente no lo entiende, pero lo agotador no es tener el poder, es perderlo.
—¿Qué dijo cuando lo llamó? Me refiero a McAra.
—Lo primero que me sorprendió fue que no sonaba como solía. Y si me pregunta cómo era, le diré que era un tipo duro. Lang lo apreciaba por eso, porque sabía que siempre podía confiar en Mike para que hiciera el trabajo sucio. Era un tipo directo, de los que van al grano. Casi se podría decir que era brutal, especialmente por teléfono. Los de mi gabinete solían apodarlo «McHorror». «Esta mañana le ha llamado McHorror, señor ministro.» Pero ese día, recuerdo que su voz sonaba totalmente inexpresiva. La verdad es que sonaba rota. Me contó que había pasado un año investigando en los archivos de Lang, en Cambridge, trabajando en las memorias de Lang, que había repasado nuestra labor de gobierno y que se había ido desilusionando progresivamente. Me contó que había sido allí donde había encontrado el memorando de la Operación Tempestad. Pero, según me dijo, la verdadera razón para llamarme era que eso no significaba más que la punta del iceberg. Me confesó que había descubierto algo mucho más gordo, algo que explicaba todo lo que había salido mal mientras estábamos en el poder.
Yo apenas podía respirar.
—¿Y qué era ese «algo»?
Rycart se echó a reír.
—Bueno, eso le pregunté yo; pero no me lo quiso decir por teléfono y me propuso que nos viéramos cara a cara para hablar del asunto. Tan importante era. Lo único que quiso decirme fue que la clave de todo se hallaba en la autobiografía de Lang, si uno se molestaba en mirar bien; que todo estaba allí, en el principio.
—¿Fueron esas sus palabras exactas?
—Prácticamente sí. Yo iba tomando notas mientras Mike hablaba y ahí acabó la cosa. Me dijo que me volvería a llamar al cabo de un par de días para fijar una reunión; pero no tuve más noticias suyas hasta que, al cabo de una semana, apareció en la prensa que había muerto. Nadie más me ha llamado a este número porque nadie más lo tiene, así que imaginará el interés que despertó en mí cuando lo oí sonar otra vez. Y bueno, aquí estamos —dijo haciendo un gesto que abarcaba toda la habitación—. El mejor lugar del mundo para pasar un jueves por la noche. Me parece que ha llegado el momento de que me cuente usted qué demonios está pasando.
—Lo haré, pero ante solo una pregunta más: ¿por qué no acudió a la policía?
—¿Está usted de broma o qué? Las negociaciones en La Haya estaban en un punto muy delicado. Si hubiera contado a la policía que McAra se había puesto en contacto conmigo, habría querido saber el motivo y el asunto habría llegado a oídos de Lang, que habría podido hacer alguna maniobra para desactivar la demanda de La Haya. Sigue siendo un formidable manipulador. La declaración que hizo antes de ayer, aquello de «la lucha internacional contra el terror es demasiado importante para que sea manipulada en beneficio de una venganza personal y doméstica». ¡Vaya, eso sí que fue un buen golpe! —exclamó admirativamente.
Me revolví en mi asiento, incómodo, pero Rycart no se dio cuenta porque volvía a mirarse en el espejo.
—Además —prosiguió, alzando el mentón—, me parecía que era algo aceptado que Mike había acabado con su vida porque estaba deprimido o borracho o ambas cosas a la vez. Yo solo habría podido confirmarles lo que ya sabían, que no estaba nada bien cuando me llamó.
—Y yo puedo explicarle el porqué —dije—. Lo que Mike había descubierto era que uno de los tipos que aparecen en esa foto de Lang en Cambridge, la foto que McAra tenía en la mano cuando lo llamó a usted, era un agente de la CIA.
Rycart, que estaba contemplando su perfil, frunció el entrecejo y, lentamente, se volvió para mirarme.
—¿Que era qué?
—Se llama Paul Emmett. —De repente no pude contener las palabras. Estaba desesperado por contárselo a alguien, por quitarme aquella carga de encima, por compartirla y dejar que alguien más intentara encontrarle sentido—. Más adelante se convirtió en profesor de Harvard y se dedicó a presidir una organización llamada Institución Arcadia. ¿Ha oído hablar de ella?
—Sí, claro que he oído hablar de ella. Y siempre me he mantenido a una prudente distancia porque me ha dado la impresión de que llevaba el sello de la CIA en los cuatro costados.
Rycart se sentó. Parecía estupefacto.
—Pero ¿de verdad es posible? —pregunté yo—. No entiendo de estas cosas. ¿Puede alguien unirse a la CIA y ser enviado en el acto al extranjero para realizar un trabajo de investigación de posgrado?
—Yo diría que es muy posible. ¿Qué mejor tapadera que esa? ¿Y qué mejor sitio que una universidad para localizar a los talentos del futuro? Muéstreme otra vez esa foto. ¿Quién es Emmett?
—Mire, puede que todo esto no sea más que humo de paja —le advertí, señalando a Emmett—. No tengo ninguna prueba. Me he limitado a encontrar su nombre en una de esas webs paranoicas. Allí se decía que se había alistado en la CIA al salir de Yale, lo cual debió de ser unos tres años antes de que le hicieran la foto.
—Yo sí que lo creo —dijo Rycart mirando fijamente la imagen—. La verdad es que, ahora que lo menciona, recuerdo haber oído el rumor. Pero, claro, el mundo de los conferenciantes es un hervidero de rumores. Yo lo llamo el «complejo militar-industrial-académico». —Sonrió ante su propia ocurrencia y volvió a ponerse serio—. Lo que resulta realmente sospechoso es que conociera a Lang.
—No —lo contradije—. Lo que resulta realmente sospechoso es que, pocas horas después de que McAra localizara a Emmett en su casa de Boston, su cadáver fuera arrojado por el mar a una playa de Martha’s Vineyard.
Después de eso le conté todo lo que había descubierto: la historia de las corrientes de marea, las luces de linternas en la playa de Lambert’s Cove y la curiosa manera de investigar de la policía. Le conté lo que Ruth me había dicho de la bronca entre Lang y McAra la víspera de la muerte de este último, lo reacio que se había mostrado Lang a la hora de hablar de su época de Cambridge y cómo había intentado ocultar el hecho de que había entrado activamente en política justo después de salir de la universidad y no dos años más tarde, como pretendía. Le describí el modo en que McAra, con su típica insistencia, había ido desenterrando todos aquellos detalles que desmontaban la versión de su jefe de sus primeros años; y le comenté que a eso se refería probablemente cuando decía que todo estaba al principio de la autobiografía. Le conté la historia del navegador del Ford, la forma en que me había llevado hasta la casa de Emmett y el extraño comportamiento de este.
Y, naturalmente, cuanto más hablaba yo, más se animaba Rycart. Supongo que para él debía ser como si hubiera aparecido Santa Claus.
—Supongamos —dijo, caminando nuevamente de un lado para otro— que fue Emmett quien aconsejó originalmente a Lang que debía pensar en dedicarse a la política. Reconozcámoslo: alguien debió meterle esa idea en su linda cabeza. Yo era miembro juvenil del partido desde los catorce años. ¿En qué año se afilió Lang?
—En el setenta y cinco.
—¡En el setenta y cinco! ¿Lo ve? Encaja perfectamente. ¿Recuerda cómo era Inglaterra en el setenta y cinco? Los servicios de seguridad estaban fuera de control y espiaban al primer ministro, unos cuantos generales retirados organizaban sus ejércitos privados, la economía se derrumbaba, había huelgas y tumultos. No habría sido ninguna sorpresa que la CIA hubiera decidido reclutar a unos cuantos jóvenes con futuro para animarlos a que se dedicaran a profesiones que fueran útiles, como el funcionariado, los medios de comunicación, la política. Al fin y al cabo, eso es lo que hacen en otras partes del mundo.
—Pero no en Gran Bretaña —objeté—. Nosotros somos sus aliados.
Rycart me miró con una mezcla de desprecio y compasión.
—Si en aquella época la CIA espiaba a los estudiantes estadounidenses, ¿cree usted que iba a tener algún reparo en espiar a los nuestros? ¡Claro que la CIA estaba activa en Gran Bretaña! ¡Todavía lo está! Tiene una central en Londres con un montón de personal. Ahora mismo podría nombrarle a una docena de miembros del Parlamento que mantienen contactos regulares con la CIA. La verdad es que… —Se detuvo y chasqueó los dedos—. ¡Qué idea! —Se volvió bruscamente hacia mí—. ¿El nombre de Reg Giffen le suena de algo?
—Vagamente.
—Reg Giffen, sir Reginald Giffen, más adelante lord Giffen y ahora Giffen muerto, gracias a Dios. Ese hombre pasó tanto tiempo haciendo discursos en la Cámara de los Comunes a favor de los estadounidenses que solíamos llamarlo el «miembro por Michigan». En la primera semana de la campaña para las elecciones de 1983, Giffen anunció que renunciaba a su escaño. Su decisión fue una sorpresa para todos salvo para el fotogénico y emprendedor joven miembro del partido que, apenas seis meses antes, se había hecho cargo de su circunscripción electoral.
—Y que entonces fue nominado para convertirse en el candidato del partido con el apoyo de Giffen —añadí yo— y que se hizo con uno de los escaños más seguros del país cuando todavía apenas había cumplido los treinta. —La historia se había convertido en legendaria y había señalado el primer paso del ascenso de Lang a los lugares de preeminencia nacional—. No me irá a decir que la CIA ordenó a Giffen que se las arreglara para que Lang entrara en el Parlamento, ¿no? Suena un poco exagerado.
—¡Vamos! Use su imaginación. Imagine que es usted el profesor Emmett, que ahora ha vuelto a Harvard para escribir panfletos ilegibles sobre la alianza de los pueblos de habla inglesa y la necesidad de combatir la amenaza comunista. ¿Acaso no tiene en sus manos al agente potencialmente más formidable de la historia, un hombre de quien se empieza a hablar como futuro líder del partido y posible primer ministro? No me dirá que no hará todo lo posible para convencer a las más altas esferas de la Agencia para que hagan todo lo posible por apoyar la trayectoria profesional de ese hombre. Yo ya estaba en el Parlamento cuando llegó Lang, y lo vi salir de ninguna parte y pasarnos por delante a todos. —Torció el gesto al recordarlo—. Nadie entendía qué lo hacía tan atractivo.
—Puede que esa sea la cuestión con él —aventuré yo—. No tenía una ideología concreta.
—Puede que no tuviera una ideología concreta, pero lo que sí tenía era un programa. —Rycart se sentó nuevamente y me miró fijamente—. Muy bien, aquí tiene una adivinanza: nombre una decisión de Adam Lang que no haya ido a favor de Estados Unidos.
Permanecí callado.
—¡Vamos, hombre! No es tan difícil. Dígame solo una cosa que haya hecho que no haya contado con el beneplácito de Washington. A ver, recapitulemos. —Levantó el dedo pulgar—. Uno, el despliegue de tropas en Oriente Próximo contra el consejo de los principales comandantes de nuestras fuerzas armadas y de todos los embajadores que conocían la región. Dos —levantó el índice—, la completa renuncia a exigir a Washington condiciones de igualdad para las empresas británicas en los contratos de reconstrucción. Tres, su permanente apoyo a la política exterior de Estados Unidos en Oriente Próximo aun cuando resulta una evidente estupidez poner en contra nuestra a todo el mundo árabe. Cuatro, el establecimiento en territorio británico del sistema estadounidense de defensa de misiles, un sistema que no beneficia a nuestra seguridad sino que, al contrario, nos convierte en objetivo preferente ante un eventual ataque. Cinco, la compra por valor de cincuenta mil millones de dólares del sistema de misiles nucleares estadounidenses, sistema que no podremos disparar sin permiso de Estados Unidos y que nos condena a otros veinte años de sometimiento en nuestra política de defensa. Seis, el tratado que permite que nuestros ciudadanos sean extraditados a Estados Unidos para ser juzgados allí sin que podamos hacer nosotros lo mismo con los de ellos. Siete, la colaboración en el secuestro ilegal, tortura y encarcelamiento de nuestros propios ciudadanos. Ocho, la inveterada costumbre de despedir a cualquier ministro que no haya apoyado al cien por cien la política de alianza con Estados Unidos, y en este caso hablo por experiencia propia. Nueve…
—Ya basta —lo interrumpí—. Capto el mensaje.
—Tengo amigos en Washington que no pueden dar crédito a la forma en que Lang ha conducido la política exterior de Gran Bretaña. Quiero decir que se sienten avergonzados por el apoyo que les ha dado y por lo poco que ha recibido a cambio. ¿Y adónde nos ha llevado todo eso? Pues a vernos metidos hasta el cuello en una guerra que no podemos ganar y a emplear métodos que no habríamos utilizado ni siquiera contra los nazis. —Rycart soltó una carcajada y meneó la cabeza—. ¿Sabe? En cierto modo, casi me alegro de descubrir que hay una explicación racional para lo que hicimos desde el gobierno siendo Lang primer ministro. Si se para a pensarlo, la alternativa resulta todavía peor. Al menos, si trabajaba para la CIA, la cosa tenía sentido. Bueno —añadió dándome una palmada en la rodilla—, ahora, la pregunta es qué vamos a hacer.
No me gustó aquel uso de la primera persona del plural.
—Bueno —repuse haciendo una mueca—, yo estoy en una posición bastante delicada. Se supone que mi trabajo consiste en ayudarlo con sus memorias, y tengo la obligación legal de no divulgar a terceras personas nada de lo que pueda conocer en el transcurso de mi trabajo.
—Es demasiado tarde para eso.
Tampoco me gustó cómo sonaba aquello.
—Mire, en realidad no tenemos ninguna prueba —le hice notar—. Ni siquiera podemos estar seguros de que Emmett trabajara para la CIA, y aún menos que reclutara a Lang. No sé cómo esa relación pudo haberse mantenido a partir del momento en que Lang pasó a ocupar el número diez de Downing Street. No me irá a decir que tenía una radio secreta oculta en la buhardilla, ¿verdad?
—Esto no es ninguna broma, amigo —repuso Rycart—. Durante mi paso por el Foreign Office tuve ocasión de enterarme de qué manera funcionan estas cosas. Los contactos se pueden mantener fácilmente. Para empezar, Emmett estaba yendo y viniendo constantemente a Inglaterra con la excusa de Arcadia. Era la tapadera perfecta. De hecho, no me sorprendería que toda esa organización fuera la cobertura exclusiva para la operación de controlar a Lang. Concuerda en el tiempo. También podrían haber utilizado intermediarios.
—¡Pero seguimos sin tener pruebas! —insistí—. Y, a menos que Lang confiese, que Emmett confiese o que la CIA abra sus archivos, nunca las habrá.
—Entonces tendrá usted que conseguirlas —dijo Rycart, tajante.
—¿Qué? —me quedé con la boca abierta. Toda mi persona se convirtió en una gran boca abierta.
—Está usted en la posición ideal —prosiguió Rycart—. Lang confía en usted y le permite preguntarle lo que quiera. Incluso le deja grabar sus respuestas. Puede usted poner en su boca las palabras que quiera. Vamos a tener que confeccionar una serie de preguntas para entramparlo poco a poco hasta que al fin usted lo ponga ante la acusación definitiva, a ver cómo reacciona. Seguro que lo negará todo, pero eso no importa. El solo hecho de que le plantee las evidencias dejará constancia de la historia.
—No será como dice. Las grabaciones son propiedad de Lang.
—Será como yo digo. Las grabaciones pueden ser reclamadas por el Tribunal Penal de La Haya como prueba de su directa complicidad con el programa de la CIA de entrega de prisioneros.
—¿Y qué pasa si no quiero grabar nada?
—En ese caso, recomendaré a la fiscal que lo llame a declarar a usted.
—Muy bien —repuse astutamente—. ¿Y si niego toda la historia?
—Entonces le daré esto —dijo Rycart abriéndose la americana y dejando al descubierto un pequeño micrófono que llevaba prendido en la camisa y del cual salía un cable que se perdía en el bolsillo interior—. Frank está en el vestíbulo, grabando todas y cada una de las palabras que decimos. ¿Verdad, Frank? Pero, bueno, ¿a qué viene esa expresión de asombro? ¿Qué esperaba, que acudiera sin haber tomado ninguna precaución a un encuentro con un desconocido que trabaja para Lang? Solo que ahora la cuestión es que ya no trabaja más para Lang. —Sonrió, mostrándome de nuevo aquella hilera de dientes tan blancos, tanto que no podían ser obra de la naturaleza—. Ahora trabaja para mí.