Debido al entusiasmo que siento hacia la profesión de «negro», puede que haya dado la impresión de que se trata de una manera fácil de ganarse la vida. Si es así, debo prevenirles contra mis palabras.
Ghostwriting
Me detuve a un lado de la carretera y apagué el motor. Contemplé los tupidos y húmedos bosques que me rodeaban y sentí una profunda decepción. No estaba seguro de qué había esperado. Desde luego, no necesariamente una versión de Garganta Profunda escondido en un aparcamiento abandonado; pero sí algo más que aquello. Una vez más, McAra me había sorprendido. Se suponía que la campiña le desagradaba aun más que a mí y, sin embargo, su pista me había llevado directo al paraíso de los excursionistas.
Salí del coche y lo cerré. Después de dos horas conduciendo, necesitaba llenar mis pulmones con el aire húmedo y frío de Nueva Inglaterra. Me estiré y caminé un trecho a lo largo de la mojada carretera. La ardilla me contemplaba desde su observatorio, al otro lado del camino. Me acerqué unos pasos hacia el simpático roedor y di una palmada al aire. El animal corrió a trepar al árbol más próximo, mostrándome su cola igual como si me hiciera un gesto obsceno y burlón con el dedo. Busqué un palo que lanzarle, pero me detuve. Ya estaba bien de entretenerme solo en el bosque, pensé mientras seguía caminando. Iba a pasar mucho tiempo antes de que me volviera a apetecer verme rodeado por el profundo y vegetal silencio de árboles milenarios. Seguí andando unos cincuenta metros, hasta que llegué a una abertura casi invisible entre los árboles. Discretamente apartada de la carretera, una verja de hierro eléctrica de cinco barrotes cerraba el paso a un camino particular que giraba bruscamente pocos metros más allá y se internaba entre los árboles. No se veía ninguna casa. Junto a la verja había un buzón metálico sin nombre alguno, solo con un número —3551— y un pilar de piedra con un interfono y un teclado de seguridad. Un cartel avisaba: Este lugar está protegido por Cyclops Security. Encima del teclado había anotado un número de teléfono de llamada gratuita. Vacilé, pero acabé llamando al interfono. Mientras esperaba, eché un vistazo alrededor y vi una cámara de seguridad montada encima de una rama cercana. Volví a llamar. No hubo respuesta.
Retrocedí sin saber qué hacer. Por un momento pensé en saltar la verja y realizar una inspección no autorizada de la propiedad, pero no me gustó el aspecto de aquella cámara ni cómo sonaba el nombre de Cyclops Security. Vi que el buzón estaba demasiado lleno para que pudiera cerrar correctamente y no me pareció nada malo si intentaba averiguar el nombre del propietario del lugar. Tras echar un vistazo por encima del hombro y lanzar una sonrisa de disculpa a la cámara, cogí un puñado de cartas. Estaban dirigidas a un tal «Sr. Paul Emmett», «Profesor Paul Emmett» y «Sr. y Sra. Emmett». A juzgar por los matasellos, hacía un par de días que nadie recogía el correo. Los Emmett estaban fuera o… ¿O qué? ¿Dentro de la casa, muertos…? Desde luego, estaba desarrollando una imaginación morbosa. Algunas de las cartas eran correo reenviado y llevaban pegada una etiqueta encima de la dirección original. Despegué una de ellas con el pulgar y me enteré de que Emmett era presidente emérito de algo llamado «Institución Arcadia», cuya dirección correspondía a algún lugar de la ciudad de Washington.
Emmett… Emmett… Por alguna razón, aquel nombre me resultaba familiar. Volví a meter las cartas en el buzón y regresé al coche. Allí abrí mi maleta, saqué el sobre de McAra y, diez minutos más tarde, había encontrado lo que recordaba vagamente: P. Emmett (St. John’s) era uno de los que aparecían en el reparto de Footlights, fotografiado junto a Lang. Se trataba del más mayor de todos, el que yo había tomado por un posgraduado. En la foto llevaba el pelo más corto que los otros y tenía un aspecto más formal. ¿Era eso lo que había llevado a McAra hasta allí? ¿Más trabajo de investigación sobre la etapa de Cambridge de Lang? Entonces recordé que Emmett también aparecía mencionado en las memorias. Cogí el manuscrito y ojeé las páginas dedicadas a la época universitaria de Lang; pero el nombre de Emmett no figuraba allí, sino al principio del último capítulo:
El profesor Emmett, de la Universidad de Harvard, ha escrito acerca de la decisiva importancia que los pueblos de habla inglesa han tenido en la difusión de la democracia por todo el mundo: «Mientras esas naciones permanezcan unidas, la libertad estará a salvo. Siempre que se han distanciado, la tiranía ha cobrado fuerza». Se trata de una idea con la que estoy profundamente de acuerdo.
La ardilla reapareció y me miró con aire maligno desde el otro lado de la carretera.
Extrañeza. Ese era el sentimiento que aquella situación me producía. Extrañeza.
No sé cuánto tiempo estuve sentado allí. Recuerdo que me sentía tan perplejo que me olvidé de encender la calefacción del coche, y que solo al oír el ruido de otro vehículo acercándose me di cuenta de lo frío y tieso que estaba. Miré por el retrovisor y vi un par de faros. Al cabo de un momento, un pequeño coche japonés pasó por mi lado. Lo conducía una mujer morena de mediana edad. Junto a ella iba un hombre de unos sesenta años, con gafas, chaqueta y corbata, que se volvió para mirarme. Al instante supe que se trataba de Emmett, no porque lo hubiera reconocido (cosa que no había hecho) sino porque no podía imaginar a nadie más conduciendo por aquella desierta carretera. El coche se detuvo ante la verja y vi que Emmett se apeaba y recogía el correo. Una vez más miró en mi dirección, y por un momento pensé que se acercaría a investigar. Sin embargo, volvió a subir al coche, que desapareció de mi campo de visión, sin duda por el camino que conducía a la casa.
Metí en mi mochila la fotografía y la página del manuscrito con la cita, concedí diez minutos a los Emmett para que abrieran la casa y se instalaran; luego, puse en marcha el Ford y me acerqué a la verja de entrada. Cuando llamé por el interfono, la respuesta fue inmediata.
—¿Sí?
Era una voz de mujer.
—¿Hablo con la señora Emmett?
—¿Quién es?
—Por favor, quisiera saber si podría hablar un momento con el profesor Emmett.
—El profesor está muy cansado.
La mujer tenía una acento arrastrado, como una combinación de aristócrata inglesa y belleza sureña. El tono metálico del interfono lo acentuaba.
—No le entretendré mucho rato.
—¿Tiene usted cita previa?
—Se trata de Adam Lang. Estoy ayudándolo a escribir sus memorias.
—Espere un momento, por favor.
Sabía que me estaban observando por la cámara, de modo que intenté adoptar una pose lo más respetable posible. Cuando el interfono restalló de nuevo, la que habló fue una voz masculina, de acento estadounidense: resonante, enjundiosa, como la de un actor.
—Soy Paul Emmett. Me temo que se ha equivocado.
—Perdone, pero tengo entendido que estuvo en Cambridge con el señor Lang.
—Sí, estuvimos los dos en Cambridge en la misma época, pero no puedo pretender que lo conozco.
—Tengo una fotografía de ustedes dos en un musical de Footlights.
Se produjo un largo silencio.
—Pase y vaya hasta la casa.
Se oyó el zumbido de un motor eléctrico, y la verja se abrió lentamente.
Me interné por el camino, y la gran casa de tres plantas fue apareciendo poco a poco a través de los árboles: un parte central construida de piedra gris flanqueada por unas alas de madera pintada de blanco. La mayor parte de las ventanas eran arqueadas y tenían cristales emplomados y porticones de librillo. Podría haber sido de cualquier época y haber tenido desde siglos a meses. Una pequeña escalinata conducía a un porche sobre pilares donde Emmett en persona me esperaba. La extensión del terreno y la presencia de los árboles proporcionaban un marcado ambiente de aislamiento. El único sonido de la civilización lo proporcionaba un avión de reacción, oculto por la gruesa capa de nubes, que iniciaba el descenso hacia el aeropuerto. Aparqué frente al garaje, junto al coche de Emmett, y salí con la mochila en la mano.
—Debe usted disculparme si parezco un poco desorientado —me dijo tras estrecharnos la mano—. Acabamos de llegar de Washington y estoy algo cansado. Normalmente no recibo a nadie si no es con cita previa, pero su mención de la fotografía ha estimulado mi curiosidad.
Iba vestido con la misma pulcritud con que hablaba. Sus gafas eran de montura de concha, a la moda. Su chaqueta era gris oscura; su camisa, azul claro; su corbata tenía un dibujo de faisanes, y llevaba un pañuelo de seda en el bolsillo superior. Al contemplarlo de cerca, no me costó entrever al joven que había sido. La edad simplemente lo había desdibujado. Comprendí enseguida que esperaba que le mostrara la fotografía allí mismo, pero yo era demasiado astuto para eso. Esperé y esperé hasta que, al fin, no le quedó más remedio que ceder.
—Está bien —me dijo—. Pase usted.
La casa tenía un reluciente suelo de madera, y toda ella olía a cera y flores secas, aunque en el ambiente flotaba la frialdad típica de las casas poco vividas. Un gran reloj de pared sonaba en un rincón del vestíbulo. Oí a su mujer que hablaba por teléfono en una habitación cercana y decía: «Sí, ahora está aquí». Supongo que luego debió de ir a otra parte de la casa porque la voz se alejó y acabó desvaneciéndose.
Emmett cerró la puerta principal.
—¿Me permite? —pidió.
Saqué la fotografía de los miembros del reparto y se la entregué. Emmett se levantó las gafas hasta el blanco cabello y se acercó a una de las ventanas del salón. Parecía en forma para su edad, y supuse que debía de practicar algún deporte con regularidad; puede que squash; golf, seguro.
—Bien, bien —dijo sosteniendo la foto en blanco y negro ante la pálida luz invernal y examinándola como si fuera un tasador experto evaluando una obra de arte—, debo decirle que no recuerdo nada de todo esto.
—Pero el de la foto es usted.
—Sin duda. En los años sesenta estuve en la junta del Dramat. Esa sí que fue una gran época —comentó mientras compartía una sonrisa de complicidad con el joven de la foto—. ¡Y tanto que sí!
—¿El Dramat? ¿Qué es eso?
—Lo siento. —Levantó la vista—. Era el nombre que dábamos a la Yale Dramatic Association. En aquella época yo estaba seguro de que mantendría mi interés hacia el teatro cuando fuera a Cambridge para la investigación de mi tesis doctoral. Por desgracia, solo aguanté un trimestre en Footlights antes de que las presiones del trabajo pusieran fin a mi carrera escénica. ¿Me permite quedarme esto?
—Me temo que no. De todas maneras, estoy seguro de que puedo conseguirle una copia.
—¿Lo haría? Sería muy amable de su parte. —Le dio la vuelta y examinó el dorso—. Vaya, el Cambridge Evening News… Tiene que contarme cómo ha llegado a sus manos.
—Estaré encantado de hacerlo —dije y de nuevo esperé. Era como jugar una mano de cartas: Emmett no soltaba prenda a menos que yo lo obligara a hacerlo. El gran reloj del vestíbulo siguió con su tictac.
—Venga a mi estudio —dijo por fin.
Abrió una puerta y lo seguí hasta una habitación que podría haber sido cualquiera de las del club de Londres de Rick: papel pintado verde oscuro, estanterías del suelo hasta el techo repletas de libros, una pequeña escalera de biblioteca, muebles de cuero, un atril de latón con forma de busto romano en un rincón, un leve aroma a cigarros. Había toda una pared dedicada a su persona: premios, citas, títulos honoríficos, y un montón de fotografías. Vi a Emmett con Bill Clinton y Al Gore, a Emmett con Margaret Thatcher y Nelson Mandela… Y les diría el nombre de todos los demás si los supiera. Un canciller alemán, un presidente francés. Tenía una foto con Lang, la del típico apretón de manos sonriente durante lo que parecía un cóctel o una fiesta. Vio que me fijaba en ella.
—La pared del ego —me dijo—. Todos la tenemos. Para mí es como el equivalente de la pecera del dentista. Siéntese, pero me temo que solo podré dedicarle un momento.
Me senté al borde del sofá de cuero marrón mientras él ocupaba la silla giratoria de detrás del escritorio y ponía los pies encima de la mesa, enseñándome de paso las apenas gastadas suelas de sus zapatos de cordones.
—Bueno, usted dirá —me dijo.
—Estoy trabajando con Adam Lang en la redacción de sus memorias.
—Lo sé. Ya me lo ha dicho. Pobre Lang, este asunto de La Haya es un mal trago para él. En cuanto a Rycart, es el peor ministro de Exteriores que Gran Bretaña ha tenido desde el final de la guerra. Fue un terrible error nombrarlo, pero si el tribunal de La Haya sigue comportándose de un modo tan estúpido acabará convirtiendo a Lang en un mártir primero y, después, en un héroe. Y de paso —añadió señalándome con una sonrisa—, a su libro en un éxito de ventas.
—¿Lo conoce bien?
—¿A Lang? Apenas. Parece usted sorprendido.
—Bueno, para empezar lo cita a usted en sus papeles.
Emmett pareció perplejo.
—Ahora es usted el que me sorprende. ¿Y qué dice?
—Se trata de una cita de un trabajo suyo, al principio del último capítulo. —Saqué la página en cuestión de mi mochila y leí—: «“Mientras esas naciones permanezcan unidas (se refiere a las naciones de habla inglesa), la libertad estará a salvo. Siempre que se han distanciado, la tiranía ha cobrado fuerza.” Se trata de una idea con la que estoy profundamente de acuerdo».
—Bueno, eso es amable por su parte, y debo decir que la ejecutoria de Lang como primer ministro me parece de lo mejor, pero eso no significa que lo conozca.
—Pues además está esa foto —repuse, señalando la pared del ego.
—¡Ah, esa! —Emmett hizo un gesto displicente—. La tomaron durante una recepción en el Claridge, cuando celebramos los veinte años de la Institución Arcadia.
—¿La Institución Arcadia?
—Es una pequeña organización que he presidido. Muy selecta. No hay razón para que haya oído hablar de ella. Lang nos obsequió con su presencia, pero fue un puro trámite profesional.
—Pero seguro que lo conoció en Cambridge —insistí.
—En realidad, no. Nuestros caminos se cruzaron durante un trimestre de verano, pero eso fue todo. Lo siento.
—¿Podría recordar algo de él? —pregunté mientras sacaba mi libreta de notas. Emmett la miró como si fuera un revólver—. Lo siento —me disculpé—. ¿Le importa?
—No, desde luego que no. Es que estoy bastante perplejo. Durante todos estos años nadie ha mencionado nuestra vinculación. Yo mismo no he pensado nunca en ella. No creo que pueda decirle nada que valga la pena anotar.
—Pero actuaron juntos…
—Sí. En una producción. Era una revista de verano. Ya ni me acuerdo de cómo se llamaba. Debía de haber un montón de gente en el reparto.
—Así que no le causó ninguna impresión especial.
—Ninguna.
—¿Ni siquiera cuando se convirtió en primer ministro?
—Naturalmente, si hubiera sabido que iba a llegar a serlo, me habría tomado la molestia de conocerlo mejor, pero a lo largo de mi vida he conocido ocho presidentes estadounidenses, cuatro papas y cinco primeros ministros británicos. Y ninguno de ellos han sido lo que yo describiría como «personajes extraordinarios».
«Sí, seguro —me dije—. ¿Y no se le ha ocurrido pensar que alguno de ellos pudo opinar lo mismo de usted?» Pero no dije eso, sino:
—¿Puedo mostrarle algo más?
—Si realmente cree que me puede interesar… —repuso mirando ostensiblemente el reloj.
Saqué las otras fotos. Al verlas de nuevo me quedó claro que Emmett aparecía en varias de ellas. De hecho, era el tipo inconfundible del picnic que hacía un gesto de «OK» con el pulgar detrás de Lang mientras el futuro primer ministro fumaba un canuto, bebía champán y comía las fresas que le daban en la boca.
Se las pasé a Emmett, que repitió la comedia de levantarse las gafas para poder examinarlas a ojo descubierto. Puedo verlo en este instante, delgado, rosado e imperturbable. Su expresión no se alteró un ápice, lo cual me llamó la atención porque la mía sin duda lo habría hecho en circunstancias parecidas.
—¡Oh, Dios mío! ¿Eso es lo que creo que es? Confío en que no se lo fumara.
—Pero el que está detrás de Lang es usted, ¿verdad?
—Creo que sí y creo que estoy a punto de advertirle severamente acerca de los peligros de los excesos con las drogas. ¿No ve el comentario a punto de formarse en mis labios? —Me devolvió las fotos y se puso de nuevo las gafas mientras se reclinaba un poco más en la silla y me escrutaba detenidamente—. ¿De verdad quiere el señor Lang que esto salga publicado en sus memorias? De ser así, yo preferiría que no se me identificara. Mis hijos podrían sentirse ofendidos. Son mucho más puritanos de lo que fuimos nosotros.
—¿Podría decirme los nombres de los demás que aparecen en la foto?
—Lo lamento, pero ese verano no es más que una mancha confusa en mi memoria; una mancha feliz y alegre, pero solo eso. El mundo se convulsionaba a nuestro alrededor, pero nosotros nos contentábamos con pasarlo bien.
Aquellas palabras me recordaron algo que Ruth había dicho acerca de las cosas que ocurrían en la época en que fueron tomadas aquellas fotos.
—Teniendo en cuenta que estaba usted en Yale en los años sesenta, tuvo que ser usted afortunado —le dije— por no haber sido reclutado y enviado a Vietnam.
—Ya sabe usted lo que decían: los que tenían dinero no iban. Yo conseguí un aplazamiento por motivos académicos. Bueno —dijo haciendo girar la silla y quitando los pies de la mesa. En esos momentos parecía mucho más serio y cogió lápiz y papel—, ahora va a contarme de dónde ha sacado esas fotos.
—¿El nombre de McAra le resulta familiar?
—No. ¿Debería?
Su respuesta había sido demasiado rápida para mi gusto.
—McAra fue mi predecesor en la redacción de las memorias de Lang —contesté—. Fue él quien pidió estas fotos a un archivo de Inglaterra. Hará unas tres semanas condujo hasta aquí para verlo a usted y murió unas horas después.
—¿Dice usted que vino a verme? —Emmett meneó la cabeza—. Me temo que está usted equivocado. ¿De dónde dice que venía?
—De Martha’s Vineyard.
—¿De Martha’s Vineyard? Pero querido amigo, en Martha’s Vineyard no hay nadie en esta época del año.
Volvía a tomarme el pelo. Cualquiera que hubiera visto las noticias durante los últimos días sabía dónde había estado Lang.
—El vehículo que McAra conducía tenía la dirección de esta casa programada en el navegador.
—Bueno, pues no alcanzo a imaginar por qué. —Emmett se acarició el mentón en ademán pensativo y pareció meditar sobre el asunto—. De verdad que no. Y aun suponiendo que fuera cierto lo que me dice, tampoco demuestra que hiciera realmente el viaje hasta aquí. ¿Cómo murió?
—Se ahogó.
—Lamento oír eso. Nunca he creído en la idea comúnmente aceptada de que resulta una muerte agradable. Estoy seguro de que ha de ser angustiosa.
—¿La policía no ha hablado con usted de este asunto en ningún momento?
—No. Nunca he tenido contacto alguno con la policía.
—¿Estaba usted en casa ese fin de semana? Calculo que fue el once y el doce de enero.
Emmett dejó escapar un suspiro.
—Mire, una persona menos ecuánime que yo empezaría a encontrar sus preguntas bastante impertinentes. —Salió de detrás de su escritorio y fue hasta la puerta—. Nancy —llamó—, nuestra visita desea saber dónde estuvimos el fin de semana del once y el doce de enero. ¿Lo recuerdas? —Mantuvo la puerta abierta y me lanzó una sonrisa nada simpática. Cuando apareció la señora Emmett con una agenda en la mano, no se molestó en presentármela.
—Ese fue el fin de semana de Colorado —dijo ella, mostrándole la fecha de la agenda.
—Pues claro —dijo él—. Estábamos en el Instituto Aspen. —Me enseñó la agenda—. «Relaciones bipolares en un mundo multipolar.»
—Suena divertido.
—Lo fue —repuso cerrando la agenda con un golpe seco e inapelable—. Yo fui el orador principal.
—¿Y estuvo allí todo el fin de semana?
—Yo lo estuve —repuso la señora Emmett—. Me quedé para esquiar un poco. Emmett volvió el domingo, ¿verdad, cariño?
—O sea que pudo haber visto a McAra.
—Pude haberlo visto, pero no lo vi.
—Volviendo a lo de Cambridge…
—No —me interrumpió alzando la mano—. Por favor, si no le importa, dejemos Cambridge. Ya le he dicho todo lo que tenía que decir de ese asunto. Nancy…
Ella debía ser veinte años más joven que él, pero cuando Emmett le habló, saltó de una manera impropia de una primera esposa.
—Dime, Emmett.
—Acompaña a la puerta a nuestro amigo, ¿quieres?
Mientras nos estrechábamos la mano, me dijo:
—Soy un gran aficionado a la lectura de memorias políticas. Puede estar seguro de que no me perderé el libro de Lang cuando salga.
—Quizá él le mande un ejemplar —aventuré—. Por los viejos tiempos.
—Lo dudo mucho —contestó—. La puerta se abrirá automáticamente. No se olvide de girar a la derecha al final del camino; si gira a la izquierda se adentrará en el bosque y no volverán a saber de usted.
La señora Emmett cerró la puerta a mis espaldas antes de que yo hubiera pisado siquiera el último peldaño de la entrada. Mientras caminaba por el húmedo césped hacia el Ford, noté la mirada de su marido, que me observaba desde la ventana de su estudio. Al final del camino de acceso, mientras esperaba que se abriera la verja, el viento agitó las ramas de los árboles que me rodeaban y estos lanzaron una descarga de agua de lluvia sobre el techo del vehículo. El repentino ruido me sobresaltó tanto que los pelos de la nuca se me pusieron como escarpias.
Salí a la desierta carretera y enfilé por donde había llegado. Me sentía nervioso e inseguro, como si hubiera bajado por una escalera a oscuras y hubiera tropezado en los últimos escalones. Mi prioridad inmediata era alejarme de aquellos árboles lo antes posible.
«Dé media vuelta cuando pueda.»
Detuve el coche, agarré el sistema de navegación con ambas manos y tiré de él mientras lo retorcía. Saltó del salpicadero con un agradable ruido de cables rotos, y lo arrojé al suelo del asiento del pasajero al tiempo que veía cómo se acercaba por detrás un gran coche negro con los faros encendidos. Me adelantó demasiado deprisa para que pudiera ver quién lo conducía, aceleró hasta el cruce y desapareció. Cuando volví a mirar, la carretera estaba nuevamente desierta.
Resulta curioso cómo funcionan los mecanismos del miedo. Si una semana antes alguien me hubiera preguntado qué habría hecho en una situación como aquella, le hubiese contestado que dar media vuelta y regresar directamente a Martha’s Vineyard para olvidarme de una vez por todas de aquel maldito embrollo. Sin embargo, lo cierto es que la naturaleza añade un inesperado elemento de furia al miedo, seguramente para estimular la supervivencia de las especies. Al igual que un hombre de las cavernas enfrentado a una fiera, mi instinto no me dijo que echara a correr, sino que volviera a vérmelas con el engreído Emmett: la clase de atávica respuesta que empuja a un honrado padre de familia a perseguir por la calle al ladrón que ha entrado en su casa. Normalmente con lamentables resultados.
Así pues, en lugar de hacer lo más razonable y buscar el camino hacia la Interestatal, seguí las señales de carretera hasta Belmont, próspera comunidad de aterradora limpieza y pulcritud que se extendía entre hectáreas de hojas muertas; la clase de vecindario donde hace falta una autorización hasta para tener gato. Las impecables calles, con sus jardines, banderas y 4 × 4 se fueron sucediendo sin apenas interrupción y aparentemente idénticas. Me paseé por los amplios bulevares sin conseguir orientarme hasta que, al fin, llegué a lo que parecía el centro del pueblo. Esa vez, cuando aparqué, me llevé la maleta conmigo.
Me encontraba en una calle llamada Leonard Street que consistía en una larga curva llena de bonitos comercios con escaparates entoldados dispuesta contra un fondo de árboles desnudos. Una capa de nieve que se derretía en los bordes cubría los tejados. Podría haber sido una estación de esquí y me ofrecía varias cosas que no me interesaban —una agencia inmobiliaria, una peluquería— y otra que sí: una cafetería con internet. Pedí un café y un bollo y me senté tan lejos de la ventana como pude, dejando la maleta en la silla vecina para desanimar a todos lo que pensaran sentarse junto a mí. Tomé un sorbo de café, di un mordisco al bollo, entré en Google, tecleé «Paul Emmett», «Institución Arcadia» y me incliné hacia la pantalla.
Según www.arcadiainstitution.org, la Institución Arcadia había sido fundada en agosto de 1991, en el cincuenta aniversario del primer encuentro en la cumbre entre el primer ministro británico, Winston Churchill, y Franklin D. Roosevelt, que había tenido lugar en la bahía de Placentia, en Terranova. Había una foto de Roosevelt en la cubierta de un acorazado estadounidense, vestido con un elegante traje gris, recibiendo a Churchill, que era casi una cabeza más bajo y se había puesto un curioso traje de marinero, con gorra incluida, y parecía un jefe de jardineros cualquiera presentando sus respetos al hacendado local.
Según la página web, el propósito de la institución era «ampliar las relaciones angloestadounidenses y alentar los eternos ideales de la democracia y la libertad de expresión que ambas naciones siempre habían defendido, tanto en tiempos de guerra como de paz». Dicho propósito debía lograrse mediante «seminarios, programas de política conjunta, conferencias e iniciativas para el desarrollo del liderazgo», y también mediante la publicación de una revista semestral, The Arcadian Review, y la dotación de diez becas Arcadia entregadas anualmente a posgraduados para la investigación de «cuestiones culturales, políticas o estratégicas de mutuo interés para Gran Bretaña y Estados Unidos». La Institución Arcadia contaba con oficinas en St. James Square, en Londres y en Washington, y los nombres de los miembros de su junta de gobierno —ex embajadores, altos ejecutivos, y profesores universitarios— integraban una lista que habría formado la fiesta más aburrida del mundo.
Paul Emmett había sido el primer presidente y consejero delegado de la institución, y la página web ofrecía un resumen de su biografía: nacido en Chicago en 1949, graduado por la Universidad de Yale y el St. John’s College, Cambridge (Rhodes Scholar); conferenciante en asuntos internacionales en la Universidad de Harvard entre 1975 y 1979; profesor de relaciones exteriores en el Howard T. Polk III entre 1979 y 1991; fundador a partir de esa fecha de la Institución Arcadia; presidente emérito desde 2007. Publicaciones: Adónde vas: la relación especial, 1940-1956; El rompecabezas del cambio; Perder imperios, descubrir roles: algunos aspectos de las relaciones entre EEUU-RU desde 1956; Las cadenas de Prometeo: restricciones de la política exterior en la era nuclear; La relación triunfante: América, Gran Bretaña y el Nuevo Orden Mundial; ¿Por qué estamos en Irak? Había un perfil sacado de la revista Time que decía que sus aficiones eran el squash, el golf y las óperas de Gilbert y Sullivan, «que tanto él como su segunda esposa, Nancy Cline, analista de seguridad de Houston, Texas, piden a sus invitados que interpreten al final de sus famosas cenas celebradas en su casa de la próspera comunidad de Belmont».
Fui avanzando lentamente por las primeras reseñas de lo que Google prometía que eran las 37.000 entradas disponibles acerca de Emmett y Arcadia.
Mesa redonda sobre la política en Oriente Próximo - Institución Arcadia
El establecimiento de la democracia en Siria e Irán… Paul Emmett, en su discurso de apertura manifestó su convicción…
www.arcadiainstitution.org/site/roundtable/A56fL%2004.htm -35k - En caché - Páginas similares
Institución Arcadia - Wikipedia, la enciclopedia libre
La Institución Arcadia es una organización angloestadounidense sin ánimo de lucro fundada en 1991 bajo la presidencia del profesor Paul Emmett…
en.wikipedia.org/wiki/Institucion-Arcadia -35k - En caché - Páginas similares
Institución Arcadia / Grupo estratégico Arcadia - SourceWatch
La Institución Arcadia se describe a sí misma como dedicada a la promoción de… El profesor Paul Emmett, experto en asuntos angloestadounidenses…
www.sourcewatch.org/index.php?title=Institucion - Arcadia -39k
USATODAY.com - 5 preguntas para Paul Emmett
Paul Emmett, antiguo profesor de relaciones exteriores de Harvard dirige ahora la influyente Institución Arcadia…
www.usatoday.com/world/2002-08-07/questions_ x.htm?tab1.htm -35k -
Cuando por fin me aburrí de leer las mismas historias sobre seminarios y conferencias de verano, cambié mi búsqueda a «Institución Arcadia», «Adam Lang» y me salió un artículo del Guardian acerca de una recepción ofrecida por la Institución Arcadia a la que había asistido el entonces primer ministro. Pasé a Imágenes de Google y me salió una extraña colección de fotos: un gato, unos acróbatas enfundados en leotardos, una viñeta de Lang soplando en una bolsa donde se leía «próxima humillación»… Según mi experiencia, ese es el problema con las búsquedas en internet. La proporción entre lo que vale la pena y lo que es basura baja rápidamente y, de repente, es como cuando uno busca algo que ha caído bajo el sofá y sale con unas cuantas monedas viejas, un caramelo chupado y bolas de polvo. Lo importante era plantear la pregunta adecuada, y yo tenía la impresión de no estar haciéndolo.
Hice una pausa para restregarme los escocidos ojos. Pedí otro café y otro bollo y eché un vistazo a los parroquianos que había en el local. Teniendo en cuenta que era la hora de comer, había poca gente: un hombre mayor con su periódico, una pareja de veinteañeros cogidos de la mano, dos madres (mejor dicho, dos niñeras) charlando mientras sus tres criaturas jugaban despreocupadamente bajo la mesa, y un par de tíos con el pelo muy corto que podrían haber pertenecido a las fuerzas armadas o a algún servicio de emergencia (había visto una estación de bomberos al pasar). Estaban sentados a la barra, en taburetes, y enfrascados en su conversación.
Volví a la página web de la Institución Arcadia y miré en su junta de gobierno. Allí estaban sus miembros, como espíritus surgidos de las profundidades oceánicas: Steven D. Engler, ex secretario de Defensa de Estados Unidos; lord Leghorn, ex secretario de Asuntos Exteriores del Reino Unido; sir David Moberly, GCMG, KCVO, el centenario ex embajador británico en Washington; Raymond T. Streicher, ex embajador estadounidense en Londres; Arthur Prussia, presidente y consejero delegado del Grupo Hallington; profesor Mel Crawford, de la John F. Kennedy School of Government; Dame Unity Chambers, de la Fundación de Estudios Estratégicos; Max Hardaker, de Godolphin Securities; Stephanie Cox Morland, directora de Manhattan Equity Holdings; sir Milius Rapp, de la London School of Economics; Cornelius Iremonger, de Cordesman Industrials; y Franklin R. Dollerman, socio principal de McCosh & Partners.
Trabajosamente fui introduciendo sus nombres en el motor de búsqueda junto con el de Adam Lang. Engles había elogiado el coraje de Lang en un editorial del New York Times. Leighorn había pronunciado un conmovedor discurso en la Cámara de los Lores lamentando la situación en Oriente Próximo, pero definiendo al primer ministro como «un hombre de palabra». Moberly acababa de sufrir un ataque al corazón y no decía nada. Streicher había dado abiertamente su apoyo a Lang cuando este había ido a Washington a recoger su Medalla Presidencial a la Libertad. Estaba empezando a cansarme de todo aquello cuando tecleé el nombre de Arthur Prussia y me salió un comunicado de prensa de hacía un año.
LONDRES. El Grupo Hallington se complace en anunciar que Adam Lang, el ex primer ministro del Reino Unido, va a incorporarse a la compañía como asesor estratégico.
El cargo del señor Lang, que no será a tiempo completo, implicará aconsejar y asesorar a los principales profesionales de inversión de Hallington.
Arthur Prussia, presidente y consejero delegado de Hallington, ha declarado: «Adam Lang es uno de los estadistas más respetados y de mayor experiencia, y para nosotros representa un honor poder aprovecharnos de ella».
Adam Lang ha dicho: «Me agrada el reto que supone trabajar con una empresa de alcance tan global, comprometida con la democracia y de integridad tan contrastada como el Grupo Hallington».
Nunca había oído hablar del Grupo Hallington, de modo que investigué: seiscientos empleados, veinticuatro delegaciones repartidas por el mundo; solo cuatrocientos inversores, principalmente saudíes, y treinta y cinco mil millones de dólares en fondos a su disposición. El abanico de empresas que controlaba parecía haber sido seleccionado por Darth Vader en persona. Las subsidiarias de Hallington fabricaban bombas, morteros, misiles de intercepción, helicópteros antitanque, bombarderos supersónicos, tanques, centrifugadoras nucleares y portaviones. Asimismo, era propietaria de una empresa que proporcionaba servicios de seguridad a los contratistas que trabajaban en Oriente Próximo, de otra que realizaba operaciones de vigilancia y de control de datos en Estados Unidos y en el resto del mundo, y de una constructora especializada en búnkeres y aeropuertos militares. Dos miembros de su junta directiva habían sido antiguos directores de la CIA.
Sé que internet es donde se juntan todas las paranoias conspirativas. Sé que las abarca todas —las de Lee Harvey Oswald, la princesa Diana, el Opus Dei, al-Qaida, Israel, el M-16, los círculos de los campos de maíz, etc.— y que lo junta todo con unos bonitos lazos de hipervínculos para formar la gran conspiración global. Pero también sé que hay cierta sabiduría en el refrán que dice que un paranoico es alguien que posee toda la información.
Cuando introduje las palabras «Institución Arcadia», «Grupo Hallington» y «CIA», tuve la sensación de que lo que iba surgiendo del montón de datos era como los trazos de un buque fantasma saliendo de la bruma de la pantalla.
Washingtonpost.com: Aviones de Hallinaton vinculados con los “vuelos de tortura” de la CIA
La compañía ha negado cualquier conocimiento del programa de la CIA “Rendición Extraordinaria”… Un miembro de la prestigiosa Institución Arcadia ha…
www.washingtonpost.com/ac2/wp-dyn/A27824-2007dec26language=— En caché - Páginas similares
Abrí el artículo y fui hasta la parte relevante:
El Gulfstream Four de Hallington fue fotografiado clandestinamente —salvo su logotipo— el 18 de febrero en la base militar de Stare Kiejkuty, en Polonia, donde se cree que la CIA ha mantenido un centro secreto de detención.
Eso ocurrió dos días después de que cuatro ciudadanos británicos —Nasir Ashraf, Shaqil Quazi, Salim Jan y Faruk Ahmed— fueran supuestamente secuestrados por agentes de la CIA en Peshawar, Pakistán. El señor Ashraf murió presuntamente de un ataque al corazón después de ser sometido a un interrogatorio conocido como la «tabla de agua».
Entre febrero y junio de ese mismo año, el reactor realizó 51 viajes a Guantánamo y 82 al aeropuerto de la Fuerza Aérea de Dulles, en Washington, así como otros aterrizajes en la base aérea de Andrews, en las afueras de la capital, y en las de Ramstein y Rhein-Mein en Alemania.
El cuaderno de bitácora del avión muestra asimismo viajes a Afganistán, Marruecos, Dubai, Jordania, Italia, España, Japón, Suiza, Azerbeiyán, y la República Checa.
El logotipo de Hallington era visible en unas fotos tomadas durante una exhibición aérea en Schenectady, NY, el 23 de agosto, ocho días después de que el Gulfstream regresara de un viaje alrededor del mundo que incluía escalas en Anchorage, Osaka, Japón, Dubai y Shannon.
El logotipo no era visible cuando el aparato fue fotografiado durante un reportaje en Shannon, el 27 de septiembre. Pero cuando el avión apareció en el Denver Centenial Airport, en febrero de este año, la imagen mostraba no solo que lucía el logotipo de Hallington, sino un nuevo número de matrícula.
Un portavoz de la compañía ha confirmado que el avión ha sido alquilado con frecuencia a terceros operadores, y ha insistido en que la empresa desconoce para qué fines ha podido ser utilizado.
«Tabla de agua». Nunca había oído hablar de tal cosa. Sonaba bastante inofensivo, a deporte de playa, a cruce entre tabla de surf y ráfting de aguas bravas. Lo investigué en una página web.
El método llamado «tabla de agua» consiste en maniatar fuertemente a un prisionero a una tabla inclinada de tal manera que sus pies estén más altos que su cabeza y le resulte imposible moverse. Entonces se le tapa la cabeza y la cara con una tela sobre la cual el interrogador vierte agua constantemente. Aunque cabe la posibilidad de que cierta cantidad de líquido acabe entrando en los pulmones de la víctima, lo que hace que la «tabla de agua» sea tan efectiva es la sensación física de ahogamiento debido a que la postura desencadena el movimiento reflejo de la arcada. El prisionero tiene literalmente la impresión de estar ahogándose y suplica inmediatamente ser liberado. Los agentes de la CIA que se han sometido voluntariamente a dicha experiencia, como parte de su programa de entrenamiento, aseguran que han aguantado un promedio de unos catorce segundos antes de rendirse. Uno de los miembros más duros de al-Qaida que ha sido capturado, Jalid Sheik Mohamed, y supuesto cerebro de los atentados del 11-S, se ganó la admiración de sus interrogadores tras aguantar casi dos minutos antes de confesar.
La «tabla de agua» puede causar dolor y daños en los pulmones, lesiones cerebrales a causa de la privación de oxígeno y rotura de huesos y extremidades como resultado del forcejeo contra las ataduras, así como lesiones psíquicas de largo alcance. En 1947, un oficial japonés fue condenado por utilizar la «tabla de agua» con un ciudadano estadounidense y sentenciado a quince años de trabajos forzosos por crímenes de guerra. Según una investigación de la cadena ABC News, la CIA recibió autorización a mediados de marzo de 2002 para utilizar la «tabla de agua» y reclutó un cuerpo de catorce interrogadores expertos en esta técnica.
Había una ilustración de los campos de la muerte de Pol Pot, en Camboya, en la que aparecía un hombre con la cabeza metida dentro de un saco y atado por las muñecas y los tobillos a una mesa inclinada mientras su verdugo le rociaba la cara con una regadera. En otra foto, un prisionero del Vietcong era sometido a un tratamiento parecido por tres soldados estadounidenses que lo rociaban con sus cantimploras. El soldado que lo regaba sonreía mientras que el que lo inmovilizaba sentándose encima de él tenía un cigarrillo en los labios.
Me recosté en mi asiento y pensé en varias cosas, especialmente en el comentario de Emmett sobre la muerte de McAra, el hecho de que un ahogamiento no era indoloro, sino muy angustioso. En su momento me había parecido un comentario impropio en labios de un académico. Flexioné los dedos igual que un concertista preparándose para el movimiento final e introduje nuevas palabras de búsqueda: «Paul Emmett» y «CIA».
La pantalla se llenó en el acto con resultados diversos, en su mayoría basura: artículos y reseñas de libros de Emmett donde este mencionaba a la CIA, artículos de otros sobre la CIA que también tenían referencias a Emmett, artículos sobre la Institución Arcadia donde aparecían las palabras «Emmett» y «CIA». Repasé unos treinta o cuarenta hasta que, al fin, encontré uno que me pareció prometedor.
La CIA y los académicos
La CIA está utilizando los servicios de cientos de académicos… Paul Emmett…
www.spooks-on-campus.org/Church/listKI897a/html-11K
La página web aparecía encabezada con la frase «¿En quién estaría pensando Frank?», y empezaba con una cita del informe sobre la CIA del Comité Select presidido por el senador Frank Church y publicado en 1976.
La CIA está utilizando los servicios de cientos de académicos (la palabra «académicos» abarca a administrativos, miembros de las facultades y estudiantes graduados dedicados a la actividad docente) que, además de proporcionar indicaciones y, de vez en cuando, hacer presentaciones para labores de inteligencia, escriben libros y otro tipo de materiales para que estos sean utilizados con fines propagandísticos en el extranjero. Aparte de esto, otros son destinados de forma disimulada a tareas menores.
Tras aquello, y en orden alfabético, había una lista de hipervínculos con unos veinte nombres, entre ellos el de Emmett. Cuando hice clic en él, tuve la sensación de haber caído al vacío.
Según declaraciones de Frank Molinari, la fuente que ha revelado las actividades ilegales de la CIA, Paul Emmett, graduado por Yale, se unió a la CIA con un alto rango en 1969 o 1970 y fue destinado por el Directorio de Operaciones a la División de Recursos Extranjeros (fuente: Dentro de la Agencia, Amsterdam, 1977).
«¡No! ¡Oh, no! —dije silenciosamente para mis adentros—. No puede ser…»
Creo que me quedé mirando fijamente la pantalla durante casi un minuto, hasta que el repentino estruendo de unos platos rompiéndose me arrancó de mis ensoñaciones y miré a mí alrededor hasta ver que uno de los críos que jugaba bajo la mesa la había volcado. Mientras una camarera acudía corriendo con una escoba y un recogedor y las niñeras (o las madres) reprendían al niño, vi que los dos jóvenes de pelo corto de la barra no observaban el pequeño drama, sino que tenían sus ojos clavados en mí. Uno de ellos hablaba por el móvil.
Con mucha tranquilidad —de hecho con mucha más tranquilidad de la que sentía—, apagué el ordenador y fingí tomar mi último sorbo de café. El líquido se había enfriado y lo noté helado y amargo en los labios. A continuación recogí mi maleta y dejé en la mesa un billete de veinte dólares de propina. Ya estaba pensando que si algo malo me ocurría, la camarera seguramente recordaría al solitario inglés que había ocupado la mesa más alejada de la ventana y dejado una propina absurdamente exagerada. No sé de qué me habría servido, pero en esos momentos me pareció buena idea. Me aseguré de no mirar a la pareja de cortos cabellos cuando pasé a su lado.
Una vez en la calle, bajo la grisácea y fría claridad, con el establecimiento de Starbucks y su toldo verde un poco más abajo en la calle, con el lento tráfico (Bebé a bordo. Por favor, conduzca despacio) y los ancianos transeúntes envueltos en sus abrigos y bufandas, me imaginé por un momento que acababa de pasar la última hora jugando a una especie de juego casero de realidad virtual. Pero, entonces, la puerta de la cafetería de internet se abrió, y salieron los dos jóvenes del pelo rapado. Caminé rápidamente calle arriba hasta el Ford y, una vez al volante, me encerré dentro del coche. Cuando miré por el retrovisor no vi a ninguno de los dos.
Permanecí inmóvil durante un rato. Simplemente por el hecho de estar sentado allí me sentía a salvo. Fantaseé un rato con la idea de que si me quedaba quieto el rato suficiente quizá acabaría siendo absorbido por ósmosis en la próspera y tranquila vida de Belmont. Así podría salir a hacer lo mismo que aquellos jubilados: jugar unas manos de bridge, o puede que ir al cine por la tarde o pasear y comprar los periódicos para leerlos mientras meneaba la cabeza ante el modo en que el mundo se estaba haciendo pedazos desde que mi malcriada e inexperta generación se había hecho cargo de él. Observé a las mujeres recién peinadas que salían de la peluquería acariciándose el cabello. La pareja que se cogía de la mano en la cafetería había salido y miraba alianzas en el escaparate de una joyería.
¿Y yo? Sentí una punzada de autocompasión. Me hallaba tan alejado de toda aquella normalidad como si estuviera en una burbuja de cristal.
Saqué las fotos de nuevo y las fui pasando hasta que encontré la de Lang y Emmett juntos en el escenario. ¿Un futuro primer ministro y un supuesto agente de la CIA, con sombreros y guantes, haciendo el payaso en una revista cómica? Se me antojó más grotesco que improbable, pero en mi mano tenía la prueba. Di la vuelta a la foto y medité sobre el teléfono anotado al dorso. Y cuanto más lo pensaba, más obvio me parecía que solo me quedaba un camino que seguir. El hecho de que, nuevamente, estuviera siguiendo los pasos de McAra resultaba inevitable.
Esperé a que la pareja de tortolitos hubiera entrado en la joyería. Luego, saqué el móvil, busqué el número guardado y llamé a Richard Rycart.