12

El libro no es una plataforma para que el «negro» exprese sus puntos de vista.

Ghostwriting

Cuando me desperté a la mañana siguiente esperaba ver que se había marchado. Ese es el protocolo habitual en este tipo de situaciones, ¿no? Una vez concluidas las transacciones nocturnas, la parte visitante se retira a sus aposentos con la rapidez de un vampiro que intenta escapar de los rayos del sol. Pues Ruth Lang, no. Pude distinguir en la penumbra el perfil de su hombro desnudo y su mata de negros cabellos. Y por lo irregular de su casi inaudible respiración supe que estaba tan despierta como yo y que escuchaba mis movimientos.

Me tumbé boca arriba con las manos enlazadas sobre el estómago, tan inmóvil como la estatua de un caballero cruzado encima de su tumba, mientras iba abriendo y cerrando los ojos cada vez que me daba cuenta de un nuevo aspecto del lío en que me había metido. En la escala Richter de las malas ideas, esa sin duda había alcanzado un diez. Un disparate de las proporciones del impacto de un meteorito. Al cabo de un momento dejé que mi mano se arrastrara hacia un lado, igual que un cangrejo, cogiera a tientas el reloj y me lo pusiera ante los ojos. Eran las siete y cuarto.

Con cuidado, fingiendo todavía que no sabía que ella también fingía, me escabullí de la cama y me arrastré hasta el baño.

—Estás despierto —me dijo sin moverse.

—Lo siento si te he despertado —le dije—. Pensaba darme una ducha.

Cerré la puerta detrás de mí, abrí el agua tan caliente y con tanta potencia como pude aguantar y dejé que me golpeara estómago, espalda, brazos, piernas y cuero cabelludo. El pequeño cuarto se llenó rápidamente de vapor: luego, mientras me afeitaba, tuve que estar limpiando constantemente mi reflejo en el espejo para evitar verme desaparecer.

Cuando regresé al dormitorio, ella se había puesto el albornoz y estaba sentada ante el escritorio, hojeando el manuscrito. Las cortinas seguían cerradas.

—Has eliminado la historia de su familia —comentó—. No le va a gustar. Está muy orgulloso de los Lang. ¿Por qué has subrayado mi nombre todas las veces?

—Quería comprobar cuántas veces se te menciona. Me sorprendió no encontrar más referencias de ti.

—Eso será la resaca de los grupos de asesores.

—¿Cómo dices?

—Sí. Cuando estábamos en Downing Street, Mike solía decir que, cada vez que yo abría la boca, Adam perdía diez mil votos.

—Estoy seguro de que era mentira.

—Claro que no. La gente siempre anda buscando alguien a quien odiar. A menudo creo que mi principal utilidad, en lo que a Adam se refería, consistía en servirle de pararrayos. Así podían descargar sus iras sobre mí y no sobre él.

—A pesar de todo, no deberían borrarte de la historia.

—¿Por qué no? Normalmente, lo hacen con la mayoría de mujeres. Al final, hasta las Amelia Bly de este mundo acaban por desaparecer.

—Bien, pues entonces yo te devolveré a tu lugar. —En mi precipitación abrí la puerta del ropero con tanta fuerza que di un portazo. Tenía que salir de aquella casa, tenía que poner distancia entre mí mismo y ese destructivo ménage à trois antes de que acabara tan loco como ellos.

—Cuando tengas tiempo me gustaría sentarme contigo y hacerte una entrevista larga de verdad —le propuse—, para incluir todas las cosas importantes que Adam ha olvidado.

—Qué amable por tu parte —dijo con amargura—. ¿Como la secretaria del jefe cuyo trabajo consiste en recordar la fecha del aniversario de su esposa en su lugar?

—Algo así, solo que en mi caso, como tú dices, no puedo pretender que soy un verdadero escritor. —Era consciente de que me miraba fijamente. Cogí unos calzoncillos tipo boxer y me los puse sin quitarme el albornoz.

—Ah, el pudor de la mañana del día siguiente —dijo secamente.

—Un poco tarde para eso —repuse.

Me quité el albornoz y busqué una camisa. Mientras las perchas hacían sonar su hueco campaneo, pensé que ese era precisamente el tipo de escena penosa que la discreta desaparición de antes del amanecer tenía como fin evitar. ¡Qué propio de ella no darse cuenta de lo que requería la ocasión! En esos momentos, nuestra pasada intimidad se interponía entre nosotros como una sombra. El silencio se prolongó y se fue haciendo incómodo hasta que noté que su resentimiento se convertía en una barrera maciza. En ese momento estaba tan lejos de acercarme y darle un beso como el primer día que la conocí.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber.

—Marcharme.

—Por lo que a mí se refiere, no es necesario.

—Por lo que a mí se refiere, sí lo es. —Me puse el pantalón.

—¿Vas a decirle algo de todo esto a Adam?

—¡Por amor de Dios! —estallé—. ¿Tú qué crees?

Puse mi maleta encima de la cama y la abrí.

—¿Adónde piensas ir? —Me miró como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Confié en que no lo hiciera. No lo habría podido soportar.

—De vuelta al hotel. Allí puedo trabajar mucho mejor. —Empecé a meter mi ropa en la maleta sin molestarme siquiera en doblarla, tales eran mis prisas por salir de allí—. Lo siento, nunca tendría que haberme quedado en casa de un cliente. Siempre acaba…

—¿Con el «negro» follándose a su mujer?

—No. Claro que no. Simplemente dificulta el mantener una distancia profesional. Además, por si no lo recuerdas, no fue precisamente idea mía.

—Eso no es muy caballeroso por tu parte.

No contesté y me limité a seguir haciendo la maleta. Sus ojos seguían todos mis movimientos.

—¿Y qué pasa con lo que te conté anoche? ¿Qué piensas hacer con ello?

—Nada.

—No puedes hacer caso omiso, como si nada.

—Ruth —le dije, haciendo una pausa—, soy su «negro», no un periodista de investigación. Si Adam quiere contarme la verdad sobre lo que ha pasado, estaré a su lado para ayudarlo; si no, no pasará nada. Soy moralmente neutral.

—No es moralmente neutral ocultar los hechos cuando sabes que se ha hecho algo ilegal. ¡Eso es un crimen!

—Pero es que yo no sé si se ha hecho algo ilegal. Todo lo que tengo es un número de teléfono escrito al dorso de una fotografía y los comentarios de un anciano que a lo mejor estaba senil. Si alguien tiene alguna prueba, eres tú. En realidad, la pregunta de verdad es ¿qué vas a hacer tú?

—No lo sé —contestó—. Quizá escriba mis propias memorias: «Esposa de ex primer ministro lo cuenta todo».

Seguí haciendo la maleta.

—Bien. Si alguna vez te decides, llámame.

Soltó una de sus ásperas carcajadas que eran su marca de fábrica.

—¿De verdad crees que necesito a alguien como tú para poder escribir un libro?

Entonces se levantó y se deshizo el cinturón. Por un momento creí que iba a desnudarse, pero solo se lo aflojó para ceñirse mejor el albornoz. Luego, se lo apretó firmemente y, con ese gesto, recobró de alguna manera su superioridad sobre mí. Mis derechos de acceso quedaban irremisiblemente revocados. Su decisión fue tan firme que casi me dio pena; y si ella me hubiera tendido entonces los brazos, me hubiera tocado lanzarme a ellos. Sin embargo, lo que hizo fue dar media vuelta y, con la práctica propia de la esposa de un ex primer ministro, tirar de la cuerda que descorría las cortinas.

—Declaro inaugurado este día —anunció—. Que Dios lo bendiga y también a todos los que deben sobrevivir a él.

—Bien —dije contemplando la escena—. A esto se lo llama «la mañana del día de la noche antes».

La lluvia se había convertido en llovizna, y el césped se veía cubierto de restos arrastrados por la tormenta: ramas pequeñas, tallos, una silla de caña blanca tumbada de lado. A un lado y a otro de la puerta, allí donde el agua se había acumulado y helado formaba grumos de hielo como fragmentos de poliestireno de embalar. La única claridad entre tanta oscuridad la proporcionaba el reflejo de la lámpara del dormitorio. Vi claramente el rostro de Ruth en el cristal: ceñudo y contemplativo.

—No tengo intención de concederte una entrevista —me dijo—. No quiero aparecer en su maldito libro ni dejar que, utilizando tus palabras, me halague ni me trate con su habitual condescendencia. —Dio media vuelta y pasó junto a mí—. A partir de ahora, que se las apañe solo. Voy a pedir el divorcio. Así será ella la que tendrá que ir a visitarlo a la cárcel.

Oí el sonido de la puerta de su cuarto abriéndose y cerrándose y, poco después, la distante descarga del inodoro. Casi había terminado de empacar. Doblé las prendas que Ruth me había prestado la noche anterior y las dejé encima del sillón. Guardé mi ordenador en la mochila. Lo único que quedaba era el manuscrito: un montón de páginas que descansaban donde ellas las había dejado. Seis centímetros de aburrido grosor. Mi carga personal, mi albatros, mi vale para la comida. No podía adelantar nada sin él; no obstante, se suponía que no podía llevármelo de la casa. Se me ocurrió que quizá podría argumentar que la investigación por crímenes de guerra había cambiado hasta tal punto las circunstancias de la vida de Lang que las viejas normas ya no tenían vigencia. Fuera como fuese, siempre podría utilizar eso como excusa. Lo que no podía era enfrentarme a la embarazosa situación de quedarme allí y toparme con Ruth a todas horas. Metí el manuscrito en la maleta junto con el sobre de las investigaciones de McAra, la cerré y salí al pasillo.

Barry, el tipo de los Servicios Especiales, estaba sentado en la silla de la entrada con su libro de Harry Potter. Levantó su cara de ladrillo de las páginas y me lanzó una mirada de desaprobación acompañada de una ligera mueca de humorístico desprecio.

—Buenos días, señor —me dijo—. Hemos terminado por esta noche, ¿no?

«Lo sabe», pensé.

Y luego seguí pensando: «Claro que lo sabe, maldito idiota, su trabajo consiste en saberlo».

Me imaginé sus burlones comentarios con los compañeros, su anotación en el informe oficial transmitido a Londres y convertida en un apunte de archivo en alguna parte, y sentí una punzada de indignación y resentimiento. Puede que hubiera debido contestarle con un guiño de ojo y un codazo de complicidad: «Bueno, agente, ya conoce el dicho, “las mejores canciones se tocan con una guitarra usada”», o algo así. Sin embargo, le respondí fríamente.

—¿Por qué no se va a la mierda?

No fui precisamente Oscar Wilde, pero sirvió para hacerme salir de la casa. Salí por la puerta y empecé a andar hacia el camino de entrada dándome cuenta, con cierto retraso, de que mi superioridad moral no me servía de protección contra la lluvia.

Seguí adelante haciendo un esfuerzo por mantener seca mi dignidad, pero acabé corriendo a resguardarme al socaire de la casa. La lluvia desbordaba por el vierteaguas y caía, haciendo un agujero en la arena. Me quité la chaqueta y me cubrí la cabeza con ella mientras me preguntaba cómo iba a regresar a Edgartown. Fue entonces cuando la idea de tomar prestado el Ford Escape de color tostado acudió en mi auxilio.

¡Qué diferente, pero qué diferente habría sido el curso de mi vida si no hubiera echado a correr inmediatamente hacia el garaje, esquivando los charcos, aguantando con una mano mi chaqueta por encima de la cabeza y con la otra arrastrando mi pequeña maleta! Me veo en estos instantes como en una película o, para ser más preciso, como en una de esas reconstrucciones filmadas de un crimen que hacen en televisión, donde la víctima camina hacia su destino mientras los ominosos acordes de la banda sonora subrayan el dramatismo de la escena. Las puertas del garaje seguían abiertas desde el día anterior, así como las del vehículo, que tenía las llaves puestas. Al fin y al cabo, ¿a quién le preocupan los ladrones si vive al final de un camino de tres kilómetros de largo y protegido por seis guardaespaldas armados? Deposité trabajosamente mi maleta en el asiento del pasajero, volví a ponerme la chaqueta y me senté al volante.

En aquel Ford hacía tanto frío como en un depósito de cadáveres y estaba tan polvoriento como una vieja buhardilla. Pasé los dedos por el desconocido salpicadero y las yemas me quedaron grises. La verdad es que no tengo coche —nunca me ha parecido necesario viviendo en Londres y sin familia— y en las pocas ocasiones que he alquilado uno siempre me ha parecido que le habían añadido una nueva capa de accesorios totalmente inútiles, convirtiendo los mandos de una berlina normal en algo parecido a la cabina de un Jumbo. A la derecha del volante había una misteriosa pantalla que cobró vida cuando puse en marcha el motor: una serie de arcos pulsantes empezaron a radiar desde la tierra hacia una estación espacial en órbita. Mientras los contemplaba, fascinado, las pulsaciones cambiaron de dirección y los arcos empezaron a radiar hacia la tierra. Al cabo de un instante, en la pantalla apareció una llamativa flecha roja, un camino amarillo y una gran mancha azul.

Una voz de mujer con acento estadounidense, suave pero inflexible, dijo desde algún lugar detrás de mí: «Incorpórese a la carretera lo antes posible».

Me habría gustado desconectarla, pero no sabía cómo. Además, sabía que el ruido del motor no tardaría en hacer que Barry saliera de la casa con sus andares de elefante para investigar. Me bastó recordar su lúbrica mirada para que me pusiera en movimiento. Metí la marcha atrás y salí del garaje. A continuación ajusté los retrovisores, encendí los faros y el limpiaparabrisas, puse la directa y me dirigí a la entrada de la finca. Al pasar frente a la garita del vigilante, la imagen del navegador osciló agradablemente, como si fuera un videojuego, y la flecha roja se situó sobre el camino amarillo. Había salido y estaba en marcha.

Resultaba curiosamente reconfortante conducir y al mismo tiempo ver cómo aparecían todos los caminos y arroyos en lo alto de la pantalla, pulcramente anotados, e iban descendiendo hasta acabar desapareciendo por la parte inferior. Me hizo sentir que el mundo era un lugar seguro y domesticado, un lugar cuyas características habían sido medidas, ordenadas y almacenadas en alguna sala de control celestial, donde unos ángeles de voz aterciopelada mantenían una benigna vigilancia sobre los viajeros que se desplazaban bajo ellos.

«A doscientos metros, gire a la derecha», ordenó la voz de mujer.

Más adelante:

«A cincuenta metros, gire a la derecha.»

Por fin:

«Gire a la derecha.»

El solitario manifestante seguía en su refugio, donde leía un diario. Se levantó al verme en el cruce y salió bajo la lluvia. Vi que tenía un coche aparcado cerca de allí, una vieja furgoneta Volkswagen de acampada, y me pregunté por qué no se resguardaba dentro de ella. Al girar a la derecha pude echar un buen vistazo a su rostro, enjuto y gris. Se mantenía inmóvil e inexpresivo, sin prestar más atención a la lluvia que lo empapaba que si fuera un tótem tallado en madera. Apreté el acelerador y enfilé hacia Edgartown, disfrutando de esa sensación de aventura que siempre produce conducir por un país extranjero. Mi incorpórea guía se mantuvo en silencio durante los siguientes siete u ocho kilómetros, y yo me olvidé por completo de su presencia hasta que llegué a las afueras de la ciudad y volvió a hablar.

«A doscientos metros, gire a la izquierda.»

La voz me sobresaltó.

«A cincuenta metros, gire a la izquierda.»

«Gire a la izquierda», repitió cuando llegué al cruce.

La voz estaba empezando a ponerme de los nervios.

—Lo siento —mascullé mientras giraba hacia Main Street.

«Dé media vuelta cuando pueda.»

—¡Esto es ridículo! —exclamé mientras me detenía al borde de la carretera.

Apreté varios botones de la pantalla con la intención de apagar el navegador, pero lo único que conseguí fue que la pantalla cambiara y me ofreciera un menú. No recuerdo todas las opciones. Una era: introduzca un nuevo destino. Creo que otra fue: vuelva a la dirección de partida, y la tercera y subrayada: recuerde el destino anterior.

Me quedé mirando un rato la pantalla mientras el significado de aquellos mensajes iba calando lentamente en mi cerebro. Con cuidado, presioné: seleccionar.

La pantalla quedó en blanco. Obviamente, aquel aparato funcionaba mal.

Paré el motor y busqué por el coche las instrucciones. Incluso desafié la lluvia y me apeé para abrir el portón trasero del Ford y ver si alguien las había dejado allí. Regresé con las manos vacías y volví a poner en marcha el motor. El navegador se encendió nuevamente. Mientras seguía su rutina de inicio y se conectaba con su nave nodriza, arranqué y seguí colina abajo.

«Dé media vuelta cuando pueda.»

Tamborileé con los dedos en el volante. Por primera vez en mi vida me enfrentaba con el verdadero significado de la palabra «predestinación». Acababa de dejar atrás la victoriana iglesia de los balleneros, y, ante mí, la carretera descendía hacia el puerto. A través de la sucia cortina de lluvia se veían unos pocos mástiles blancos. No me encontraba lejos de mi viejo hotel, de la muchacha de la cofia y de los cuadros de barcos ni del viejo capitán John Coffin mirándome severamente desde la pared. Todavía no eran las ocho de la mañana, y no había nada de tráfico. Las aceras se veían desiertas. Seguí por la pendiente, pasando frente a las vacías tiendas y sus alegres carteles de Cerrados durante el invierno. ¡Nos vemos el año que viene!

«Dé media vuelta cuando pueda.»

Cansado, me rendí ante mi destino. Puse el intermitente y me interné por una pequeña calle con casas —Summer Street, creo que se llamaba inapropiadamente— y frené. La lluvia caía con estrépito en el techo del Ford. El parabrisas daba sordos golpes a derecha e izquierda con cada vaivén. Un pequeño terrier blanco y negro defecaba en el bordillo con una expresión de intensa concentración en su sabio y viejo rostro. Su propietario, que iba enfundado en demasiada ropa de abrigo contra el frío y la lluvia para que yo pudiera distinguir sexo o edad, se dio la vuelta torpemente, igual que un astronauta durante un paseo lunar. En una mano llevaba un recogedor de heces; en la otra, una bolsa de plástico para heces. Rápidamente metí marcha atrás y retrocedí hasta Main Street, girando el volante con tanta brusquedad que me subí a la acera. Apreté el acelerador y enfilé hacia la subida con un emocionante chirriar de neumáticos. La flecha roja osciló alocadamente antes de volver a instalarse cómodamente encima del camino amarillo.

Qué estaba haciendo exactamente es algo que todavía no sé. Ni siquiera estaba seguro de que McAra hubiera sido la última persona que había introducido una dirección en el navegador. Podía haber sido cualquier otro invitado de Rhinehart, podía haber sido Dep o Duc, podía haber sido la policía. Fuera cual fuera la verdad, en mi mente siempre tenía presente que, en caso de que la situación se pusiera fea, siempre podría parar. Supongo que aquella idea me dio una falsa sensación de seguridad.

Una vez fuera de Edgartown y en Vineyard Haven Road, no volví a oír a mi guía celestial durante varios minutos. Dejé atrás grandes manchas boscosas y pequeñas casas blancas. Los pocos coches que transitaban en sentido contrario tenían los faros encendidos y circulaban despacio por la anegada carretera. Me senté muy erguido ante el volante, escrutando a través de la deprimente mañana. Pasé frente a un instituto, que se preparaba para las labores del día, y junto a los únicos semáforos (que aparecían señalados en el mapa como una atracción turística: algo que ir a ver en invierno). La carretera describió una cerrada curva, y los árboles dieron sensación de acercarse. En la pantalla surgieron una serie de nombres evocativos: Deer’s Hunter Way, Skiff Avenue.

«A doscientos metros, gire a la derecha.»

«A cincuenta metros, gire a la derecha.»

«Gire a la derecha.»

Bajé por la colina hacia Vineyard Haven y me crucé con un autobús escolar que subía trabajosamente. A mi izquierda vi fugazmente lo que me pareció una calle comercial totalmente desierta. Enseguida me encontré en la amplia y cochambrosa zona que rodeaba el puerto. Doblé una esquina, pasé frente a un café y me metí en un gran aparcamiento. A un centenar de metros, a lo largo de una zona asfaltada llena de charcos y batida por la lluvia, una cola de coches esperaba frente a la rampa del ferry para embarcar. Mi flecha roja señalaba en esa dirección.

En el confortable ambiente del coche, lo mismo que en la pantalla del navegador, la ruta propuesta resultaba sugerente como el dibujo de un niño de unas vacaciones veraniegas: un brazo de carretera amarilla adentrándose en el azul del puerto de Vineyard Haven. Sin embargo, la realidad que se apreciaba a través del parabrisas resultaba poco estimulante: la negra y abierta boca de carga del ferry, manchada de óxido en las comisuras, y más allá, el mar gris y agitado y la incesante cortina de lluvia.

Alguien golpeó con los nudillos en mi ventanilla, y yo busqué rápidamente el interruptor para bajarla. El hombre llevaba un impermeable de hule azul con la capucha levantada, y se la sujetaba con una mano para evitar que el viento se la arrancase. Tenía las gafas llenas de gotas de lluvia. El distintivo decía que trabajaba para la Steamship Authority.

—¡Tendrá que darse prisa! —gritó, poniéndose de espaldas al viento—. Zarpará a las ocho cincuenta. El mar está empeorando. Puede que no haya otro hasta dentro de bastante tiempo. —Abrió la puerta por mí y casi me empujó hacia donde vendían los billetes—. Pague usted. Yo iré a decirles que va a embarcar.

Dejé el motor en marcha y entré en el pequeño edificio, pero incluso cuando llegué al mostrador seguía dudando. A través de la ventana vi que embarcaba el último de los coches de la cola y al tipo del aparcamiento, junto al Ford, pateando el suelo para combatir el frío. Al ver que lo miraba me hizo gestos evidentes para que me apresurara.

La mujer del mostrador también tenía aspecto de tener sitios mejores donde estar a las ocho y cuarto de un viernes.

—¿Se va o no?

Suspiré, saqué la cartera y le entregué cinco billetes de diez dólares. A cambio, ella me entregó un billete y unas pocas monedas.

Cuando hube cruzado con el coche la ruidosa pasarela metálica y penetrado en la oscuridad de la grasienta bodega del barco, otro hombre vestido de hule me dirigió hacia una zona de aparcamiento, y yo lo seguí palmo a palmo hasta que alzó la mano y ordenó que me detuviera. A mí alrededor, los demás conductores salían de sus vehículos y se deslizaban entre los estrechos huecos de los coches hacia las escalerillas. Me quedé donde estaba mientras seguía preguntándome cómo funcionaba el navegador; pero, al cabo de un minuto, el hombre de hule dio un golpecito en mi cristal y me indicó por gestos que apagara el motor. Lo apagué, y la pantalla se apagó también. A mi espalda, las puertas de carga del ferry se cerraron. Los motores de la nave empezaron a vibrar, el casco dio un sacudida y, con un desagradable chirrido de metal contra metal, nos pusimos en marcha.

De repente, sentado en la helada penumbra de aquella bodega, rodeado del hedor del gasoil y de los gases de escape, me sentí como en una trampa. Era algo más que la simple claustrofobia de hallarme bajo cubierta. Era McAra. Podía notar su presencia a mi lado. Sus tozudas y plomizas obsesiones parecían haberse convertido en las mías. Era como uno de esos desconocidos grandotes y medio tontos con los que uno comete el error de entablar conversación durante un viaje y que, una vez finalizado, no quieren dejarlo ahí. Salí del coche, lo cerré con llave y fui en busca de una taza de café. En el bar de la cubierta superior hice cola detrás de un tipo que leía el USA Today, y por encima de su hombro vi una foto de Lang con el secretario de Estado. El titular decía: «Lang se enfrenta a un juicio por crímenes de guerra. Washington le da su apoyo». La cámara lo había sorprendido riendo.

Me llevé el café a un asiento del rincón y medité adónde me había arrastrado mi curiosidad. Para empezar, era técnicamente culpable de haber robado un vehículo. Como mínimo debía llamar a la mansión de Rhinehart y hacerles saber que lo había tomado prestado. Sin embargo, eso significaría con bastante probabilidad tener que hablar con Ruth, que querría saber dónde estaba; y era algo que yo no deseaba decirle. Luego, estaba la cuestión de si lo que estaba haciendo era acertado o no. Si aquella había sido la ruta original de McAra, no tenía más remedio que enfrentarme al hecho de que el infeliz no había regresado de ella con vida. ¿Cómo iba a saber yo qué había al final del camino? Quizá tendría que haber contado a alguien lo que me proponía o, mejor aún, haber contado con alguna compañía que fuera testigo. O quizá lo mejor que podía hacer era simplemente desembarcar en Woods Hole, meterme en uno de los bares y esperar para tomar el primer ferry de vuelta a la isla para poder planear las cosas debidamente en lugar de lanzarme a la aventura sin ninguna preparación.

Lo curioso era que no tenía ninguna sensación de estar corriendo peligro, supongo que porque todo parecía de lo más normal. Observé los rostros de mis compañeros de pasaje: básicamente trabajadores, a juzgar por sus botas de trabajo y sus vaqueros, tipos que regresaban de realizar alguna temprana entrega en la isla o de los que iban al continente en busca de suministros de algún tipo. Una gran ola arremetió contra el barco, y todos nos balanceamos como la vegetación del fondo marino. A través de los ojos de buey salpicados de salitre, la oscura línea de la costa y el agitado mar parecieron completamente anónimos. Podríamos haber estado en el Báltico, en el Solent o en el mar Blanco, ante cualquier pedazo de desolada costa donde los hombres se ven obligados a arrancar su sustento al borde del mar.

Alguien salió a fumar y dejó que entrara una ráfaga de aire húmedo y frío. No intenté seguirlo. Me tomé otro café y me relajé en el tranquilo y confortable ambiente del bar hasta que, media hora más tarde, pasamos el faro de Nobska Point y una voz nos ordenó a través de megafonía que volviéramos a nuestros coches. Las olas zarandearon el barco cuando se aproximó al muelle, y el ferry acabo golpeándolo con una sacudida que recorrió todo el casco y que hizo que me golpeara contra el marco de hierro de una puerta, al pie de las escaleras. Saltaron las alarmas de un par de coches, y mi sensación de seguridad se desvaneció y fue sustituida por el miedo a que alguien estuviera forzando el Ford. Sin embargo, cuando me acerqué, vi que parecía intacto; cuando abrí la maleta para comprobarlo, las memorias de Lang seguían allí.

Puse en marcha el motor y, al salir a la lluviosa y ventosa penumbra de Woods Hole, la pantalla del navegador me mostraba su familiar camino dorado. Lo más fácil habría sido aparcar ante uno de los bares del puerto y bajar a desayunar; sin embargo, no me salí de la fila de coches y dejé que me arrastrara hacia el sucio invierno de Nueva Inglaterra, por Woods Hole Road hacia Locust Street, Main Street y más allá. Tenía medio depósito de gasolina y el resto del día por delante.

«A doscientos metros, en la rotonda, coja la segunda salida.»

La cogí y durante los siguientes cuarenta minutos fui hacia el norte siguiendo varias autopistas y, aproximadamente, deshaciendo el camino que había recorrido desde Boston. En cualquier caso, aquello parecía despejar una incógnita: cualquier cosa que hubiera hecho McAra antes de morir, no había ido a Nueva York para entrevistarse con Rycart. Me pregunté qué podía haber hallado de interesante en Boston. ¿El aeropuerto, quizá? Dejé que mi mente se llenara con imágenes de él encontrándose con alguien que llegaba en avión —puede que de Inglaterra—, con su solemne rostro vuelto expectantemente hacia el cielo, un apresurado saludo en el vestíbulo de llegadas y, después, corriendo a un lugar secreto. También cabía la posibilidad que hubiera cogido un avión a alguna parte. Pero, justo cuando ese escenario empezaba a tomar cuerpo en mi cerebro, la voz celestial me encaminó por la Interestatal 95. A pesar de mis rudimentarios conocimientos de la geografía de la zona, comprendí que me estaba alejando del aeropuerto Logan y yendo hacia el centro de Boston.

Durante unos veinte kilómetros conduje despacio por la ancha carretera. La lluvia había cesado, pero seguía estando oscuro. El termómetro marcaba una temperatura exterior de cuatro grados bajo cero. Recuerdo grandes extensiones de bosque surcadas por lagos, bloques de oficinas y fábricas de alta tecnología destacando en medio de la campiña, tan delicadamente situados como clubes de golf o cementerios. Justo cuando empezaba a pensar que quizá McAra podía haberse dirigido hacia la frontera canadiense, la voz a mis espaldas me indicó que tomara la siguiente salida de la Interestatal, y me metí en otra autovía de seis carriles que, según indicaba la pantalla, era el Concord Turnpike.

Apenas podía distinguir algo a través de las hileras de árboles, y eso que sus ramas estaban prácticamente desnudas. Mi escasa velocidad enfurecía a los conductores que me seguían. Toda una serie de grandes camiones se acumularon detrás de mí y me hicieron luces y me abroncaron con sus bocinas antes de cambiar de carril y adelantarme entre rociones de agua sucia.

La mujer del asiento trasero habló de nuevo.

«A doscientos metros, tome la próxima salida.»

Me situé en el carril derecho y salí por donde me indicaban. Al final de la curva me encontré en un rústico barrio de grandes casas con garajes de doble puerta y amplios céspedes. Era un vecindario de dinero pero acogedor, donde las casas estaban separadas unas de otras por grandes árboles y donde prácticamente todos los buzones de correo mostraban una cinta amarilla en honor a los caídos del ejército. Creo que su nombre verdadero era Pleasant Street.

Vi un cartel que indicaba hacia Belmont Center, y esa era más o menos la dirección que yo llevaba, por calles cada vez menos pobladas a medida que el precio de los terrenos iba subiendo. Pasé junto a un campo de golf y giré a la derecha por un bosque. Una ardilla roja cruzó ante mí y trepó hasta un cartel que avisaba de la prohibición de encender fuego. Y fue entonces cuando, en medio de lo que parecía ninguna parte, mi ángel guardián anunció en un tono de tranquila determinación:

«Ha llegado a su destino.»