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Puede haber momentos en que el sujeto cuente al «negro» algo que contradiga lo dicho anteriormente o lo que este sabe. En ese caso, es importante mencionarlo enseguida.

Ghostwriting

Lo primero que hice cuando volvimos fue llenar la bañera con agua caliente y echarle media botella del jabón de baño orgánico (pino, cardamomo y jengibre) que encontré en el armario del lavabo. Mientras la bañera se llenaba, corrí las cortinas del cuarto y me quité la ropa, que todavía estaba húmeda. Como era de esperar, en una casa tan moderna como la de Rhinehart no había nada tan tosco como un radiador, de modo que la dejé en el suelo, entré en el cuarto de baño y me metí en la bañera.

Del mismo modo en que a veces vale la pena estar hambriento para saborear la comida, solo se puede apreciar el placer de un baño caliente cuando uno ha pasado varias horas congelándose bajo la lluvia. Solté un suspiro de alivio, me dejé deslizar hasta el fondo y me quedé así varios minutos, asomando la nariz por encima de la aromática superficie igual que un cocodrilo en el fondo su laguna. Supongo que por eso no oí que nadie llamara a la puerta del dormitorio y solo me di cuenta de que había alguien al otro lado de la puerta cuando salí a la superficie y oí movimiento.

—¿Hola…? —dije.

—Lo siento —contestó Ruth—. Soy yo. He llamado a la puerta. He venido a traerle ropa seca.

—Se lo agradezco —repuse—, pero puedo arreglármelas.

—Necesita algo seco de verdad o cogerá un resfriado de muerte. Haré que Dep le lave todo esto.

—De verdad, no hace falta.

—La cena es dentro de una hora. ¿Le va bien?

—Estupendamente —contesté, dándome por rendido—. Gracias.

Cuando oí que la puerta del dormitorio se cerraba, salí inmediatamente de la bañera y me envolví con una toalla. Ruth había dejado encima de la cama una camisa de su marido recién planchada (hecha a medida y con las iniciales APBL bordadas en el bolsillo), un suéter y unos vaqueros. En el suelo, donde estaban mis ropas, solo quedaba una marca de humedad. Levanté el colchón y lo dejé caer: el sobre seguía en su sitio.

Había algo desconcertante en Ruth Lang. Uno nunca sabía qué esperar de ella. Unas veces podía mostrarse agresiva sin motivo —no había olvidado su actitud durante nuestra primera conversación, cuando prácticamente me había acusado de planear escribir unas memorias escandalosas de ella y de su marido—; y otras, extrañamente familiar, como cuando le cogía la mano a uno o le decía lo que tenía que ponerse.

Me anudé la toalla a la cintura y me senté ante el escritorio. Anteriormente me había llamado la atención lo poco que se la mencionaba en la autobiografía de su marido. Esa había sido una de las razones que me habían llevado a empezar la parte principal del libro con la historia de cuando se conocieron; al menos, hasta que descubrí que Lang se la había inventado. Ruth aparecía en la dedicatoria:

Para Ruth

Y mis hijos,

Y para el pueblo de Gran Bretaña

Pero, después, había que esperar cincuenta páginas hasta que por fin aparecía en persona. Hojeé el manuscrito hasta encontrar el pasaje:

Con ocasión de las elecciones de Londres conocí a Ruth Capel, una de las miembros más enérgicas de nuestra agrupación local. Me gustaría poder decir que fue su compromiso político lo que primero me atrajo de ella; pero la verdad es que la encontré sumamente atractiva: menuda, ardorosa, enérgica, de cabello moreno y corto y mirada penetrante. Era del norte de Londres, hija única de un matrimonio de conferenciantes universitarios, y sentía pasión por la política desde el día en que había empezado a hablar. ¡No como yo! Y como mis amigos no dejaban de repetirme, también era mucho más inteligente que yo. Se había titulado en política, filosofía y economía por Oxford y después había pasado un año en un curso de posgrado, investigando los gobiernos poscoloniales con una beca Fulbright. Y por si todo eso no fuera suficiente para impresionarme, también había estado entre las primeras en los exámenes para el ingreso en el Foreign Office, aunque más tarde lo dejó para trabajar en la sección de Asuntos Exteriores del partido en el Parlamento.

Sin embargo, el lema de los Lang siempre ha sido: «Quien no arriesga no gana», de modo que me las arreglé para que nos pusieran a captar votos juntos. Después de pasar todo el día yendo de puerta en puerta repartiendo folletos y propaganda electoral, no fue complicado invitarla a tomar algo en el bar local. Al principio, otros miembros del equipo de campaña nos acompañaban en dichas excursiones, pero no tardaron en comprender que Ruth y yo queríamos estar solos. Un año después de las elecciones, empezamos a compartir un apartamento, y cuando Ruth se quedó embarazada de nuestro primer hijo le pedí que se casara conmigo. Nuestra boda se celebró en la oficina de registro de Marylebone, en junio de 1979, y Andy Martin, uno de mis amigos de la época de Footlights, actuó de padrino. Para nuestra luna de miel pedimos prestado a los padres de Ruth la casa de campo que tenían en Hay-on-Wye. Tras dos semanas maravillosas regresamos a Londres listos para una lucha política muy distinta después de que Margaret Thatcher saliera elegida.

Esa era toda la referencia sustancial sobre ella.

Lentamente, fui avanzando a través de los siguientes capítulos, subrayando los lugares donde aparecía mencionada. Su «conocimiento del partido» había sido «de gran valor» a la hora de que Lang ganara su escaño parlamentario. «Ruth vio mucho antes que yo la posibilidad de que llegara a convertirme en líder del partido», era el prometedor comienzo del capítulo 3, pero no se explicaba cómo o por qué había llegado a semejante conclusión. Volvía a aparecer para dar «su siempre acertado consejo», cuando Lang había tenido que desembarazarse de un colega; cuando compartía con él las suites de los hoteles durante los congresos del partido, cuando le enderezó la corbata la noche en que se convirtió en primer ministro, cuando iba de compras con las esposas de los demás líderes mundiales durante las visitas oficiales, y también cuando dio a luz a sus hijos («mis hijos me ayudaron a mantener los pies en el suelo»). Pero, a pesar de todo, Ruth resultaba una presencia difusa a lo largo de las memorias de Lang, lo cual me desconcertaba porque no lo era en absoluto en la vida privada de su marido. Puede que esa fuera la razón por la que Ruth hubiera insistido en contratarme, porque intuía que yo querría hacerla figurar más.

Miré el reloj y me di cuenta de que llevaba casi una hora leyendo el manuscrito. Faltaba poco para la cena. Contemplé la ropa que me había dejado en la cama. Soy lo que los ingleses llaman «remilgado»; y los estadounidenses, «puñetero». No me gusta comer lo que ha estado en plato ajeno, beber en la copa de nadie ni llevar ropa que no me pertenezca. Sin embargo, aquellas prendas estaban más limpias y calientes que cualquiera de las mías, y ella se había tomado la molestia de irlas a buscar. Así pues, me vestí con ellas —y me subí las mangas de la camisa porque no tenía gemelos— y subí a cenar.

Un fuego de leña ardía en la chimenea de piedra, y alguien —presumiblemente Dep— había repartido y encendido unas cuantas velas por la sala. Las luces de seguridad del jardín también estaban encendidas e iluminaban las peladas siluetas de los árboles y la vegetación que se agitaba bajo el viento. Cuando entré, una ráfaga de lluvia salpicó el gran ventanal. Era como estar en un hotel de lujo fuera de temporada donde solo hubiera dos huéspedes.

Ruth se encontraba sentada en el mismo sofá y en la misma posición que había adoptado por la mañana, con las piernas recogidas bajo el cuerpo, leyendo The New York Review of Books. En la baja mesa de centro que tenía delante había distintas revistas dispuestas en abanico y, junto a ellas —un presagio de lo que se avecinaba, esperaba yo—, una copa de tallo alto llena de vino blanco. Me miró con aire de aprobación.

—La ropa le sienta perfectamente —me dijo—. Ahora lo que necesita es beber algo. —Echó la cabeza hacia atrás por encima del respaldo del sofá y llamó con sus masculinos modales en dirección a la escalera—: ¡Dep! —Luego, se volvió hacia mí—: ¿Qué le apetece?

—¿Qué toma usted?

—Vino blanco biodinámico —me contestó—. Una de las creaciones de la bodega que tiene Rhinehart en Napa Valley.

—No será propietario de una destilería, supongo.

—Está muy bueno. Tiene que probarlo. —Se volvió hacia el ama de llaves que había aparecido en la sala—. Dep, por favor, traiga la botella y otra copa.

Me senté frente a Ruth. Iba vestida con un vestido rojo, y en su rostro, habitualmente limpio con agua y jabón, se veía un ligero rastro de maquillaje. Había algo enternecedor en su determinación a mantener las apariencias a pesar de que, por decirlo de alguna manera, las bombas seguían cayendo alrededor de ella. Nos habría bastado un viejo gramófono de manivela y podríamos haber interpretado el papel de un valiente matrimonio inglés en una comedia de Noël Coward, guardando las maneras mientras el mundo saltaba en pedazos a nuestro alrededor. Dep me sirvió un poco de vino y dejó la botella.

—Cenaremos en veinte minutos —le ordenó Ruth—, porque antes —añadió cogiendo el mando a distancia y apuntando con fuerza al televisor—, tenemos que ver las noticias. ¡Salud! —dijo levantando la copa.

Vacié la mía en treinta segundos. ¿Vino blanco? ¿Para qué? Cogí la botella y examiné la etiqueta. Según explicaba, las vides habían crecido en un suelo cultivado de acuerdo con los ciclos lunares, utilizando estiércol conservado en cuernos de vaca y flores de milenrama fermentadas. Me sonó a esa sospechosa actividad por la que la gente solía ser condenada con toda justicia a arder en la hoguera por brujería.

—¿Le gusta? —me preguntó Ruth.

—Sutil y afrutado —contesté—, con un toque de cuerno de vaca.

—Pues sirva un poco más. Aquí viene Adam. ¡Por Dios, si sale en los titulares! Creo que voy a tener que emborracharme para variar.

El titular que aparecía tras el locutor decía: «Lang. Crímenes de guerra». Me dio mala espina que ya no se molestaran en utilizar los signos de interrogación. Empezaron a desfilar las conocidas escenas de aquella mañana: la conferencia de prensa de La Haya, Lang saliendo de la casa de Vineyard, sus palabras ante los reporteros reunidos en la carretera de West Tisbury. Luego salieron las imágenes de Lang, primero saludando a los miembros del Congreso entre una lluvia de flashes y de mutua admiración y después, más serio, con el secretario de Estado. Siempre con Amelia Bly visible en el trasfondo. La esposa oficial. No me atreví a mirar a Ruth.

«Adam Lang —dijo el secretario de Estado— ha estado a nuestro lado en la guerra contra el terror, y yo me siento orgulloso de poder estar junto a él esta tarde y de poder tenderle, en nombre del pueblo estadounidense, la mano de la amistad. Me alegro de verte, Adam.»

—No sonrías, Adam —dijo Ruth para sus adentros.

«Gracias —repuso Lang, sonriendo y estrechando la mano que le tendían. Aparecía radiante ante las cámaras, igual que un estudiante que sale a recoger un premio el día de la graduación—. Muchas gracias. Yo también me alegro de verte.»

—¡Oh, joder! —exclamó Ruth.

Cogió el mando para apagar el televisor, pero en ese momento apareció Richard Rycart cruzando el vestíbulo de Naciones Unidas, rodeado del habitual séquito de burócratas. En el último minuto se desvió de lo que parecía su rumbo original y se acercó a las cámaras. Era un poco mayor que Lang, pues rondaba los sesenta. Había nacido en Australia, Rodesia o alguna parte de la Commonwealth, y se trasladó a Inglaterra de adolescente. Lucía una cascada de cabellos grises que le caía hacia atrás y, a juzgar por su ademán y actitud, era muy consciente de cuál era su lado más fotogénico. Su perfil aguileño y bronceado me recordó al de un jefe sioux.

«Hoy, con gran sorpresa y tristeza, he escuchado la rueda de prensa de La Haya —dijo. Me acerqué al televisor. Sin duda esa era la voz que había oído por teléfono aquella mañana. El acento resultaba inconfundible—. Adam Lang ha sido y es todavía un viejo amigo mío…»

—¡Hipócrita hijo de puta! —exclamó Ruth.

«… y lamento que haya decidido convertir este asunto en una cuestión personal. Lo que nos ocupa no es un problema de individuos sino de justicia. La cuestión está en si ha de existir una ley para las naciones ricas y blancas de Occidente y otra para el resto del mundo. Se trata de que podamos asegurar que, cuando cualquier líder político y militar tome una decisión, sabrá que tendrá que responder de ella ante la justicia internacional. Muchas gracias.»

Un reportero gritó: «¿Piensa comparecer en el caso de que sea llamado a testificar?».

«Desde luego que sí.»

—¡Y tanto que comparecerás, pedazo de cabrón! —masculló Ruth.

El boletín de noticias siguió informando de un atentado suicida en Oriente Próximo, y ella acabó apagando el televisor. En ese momento, sonó su móvil. Lo miró fijamente.

—Es Adam, que llama para preguntarme qué opino de cómo le ha ido. —También lo apagó—. Dejémosle que sude un poco.

—¿Adam siempre le pide consejo? —pregunté.

—Siempre. Y siempre lo ha seguido; al menos hasta hace poco.

Serví un poco más de vino y noté que empezaba a hacer efecto, aunque muy lentamente.

—Tenía usted razón —comenté—. Adam no tendría que haber ido a Washington. Ha quedado fatal.

—Para empezar, nunca tendríamos que haber venido aquí —repuso haciendo un gesto con la copa de vino que abarcó toda la sala—. No sé, no tiene más que mirar a su alrededor. ¡Y todo por la maldita Fundación Adam Lang! ¿Y qué es eso exactamente?, pues solo una distracción de lujo para los que se han quedado sin trabajo hace poco. ¿Quiere que le diga cuál es la primera regla de la política?

—Por favor.

—No pierda nunca el contacto con sus bases.

—Intentaré no perderlo.

—Cállese. Lo digo en serio. Puede ir más allá; de hecho, tiene que hacerlo si quiere tener alguna esperanza de ganar. Pero nunca, nunca pierda el contacto por completo; porque, si lo hace, estará acabado. Imagínese si las imágenes de esta noche hubieran sido de él llegando a Londres, volviendo a casa para plantar cara a esa gentuza y sus falsas acusaciones. ¡Ahí sí que habría estado magnífico! En cambio… ¡Por Dios! —Meneó la cabeza y soltó un bufido de furia y frustración—. Venga, vamos a cenar.

Se levantó del sofá y, al hacerlo, se derramó un poco de vino en el vestido. No me pareció que se diera cuenta, y me invadió la incómoda sensación de que iba a emborracharse. (Comparto el prejuicio del bebedor empedernido de que más desagradable que un borracho es una mujer borracha. De algún modo siempre acaban decepcionando a todo el mundo.) Sin embargo, cuando me ofrecí a llenarle la copa, la cubrió con la mano.

—Ya tengo suficiente, gracias.

La larga mesa junto a la ventana había sido dispuesta para dos, y la visión de la naturaleza bramando silenciosamente al otro lado del grueso cristal aumentaba la sensación de intimidad. Las velas, el chisporroteante fuego, las flores: todo parecía un poco exagerado. Dep llegó con dos cuencos de caldo y, durante un rato, hicimos tintinear nuestras cucharas contra la porcelana de Rhinehart sumidos en un conspicuo silencio.

—¿Cómo está yendo? —preguntó ella al fin.

—¿El libro? Para serle sincero, no va.

—¿Y por qué, aparte de la razón más obvia?

Dudé.

—¿Puedo hablarle con franqueza?

—Pues claro.

—Me está resultando muy difícil entender a Adam.

—¿Ah, sí? —En esos momentos bebía agua helada y me lanzó una de sus fulminantes miradas por encima del borde del vaso—. ¿En qué sentido?

—No entiendo cómo ese apuesto muchacho de dieciocho años que llega a Cambridge sin la menor ambición política y que pasa la mayor parte del tiempo actuando, bebiendo y persiguiendo a las chicas acaba de repente…

—¿Casado conmigo?

—No. No es eso. En absoluto. (Sí, es eso; me refiero precisamente a eso.) Lo que no entiendo es por qué a los veintidós o veintitrés se convierte de repente en miembro de un partido político. ¿Cómo se le ocurrió?

—¿No se lo ha preguntado?

—Sí, y me dijo que fue por usted. Que apareció para recabar su voto y que se sintió tan atraído por usted que acabó metiéndose en política prácticamente por amor, para estar con usted. Eso sí que me encaja. Tendría que haber sido verdad.

—Pero no lo fue…

—Bueno, usted sabe que no. Antes de conocerla siquiera, Adam ya llevaba un año como miembro del partido.

—¿Ah, sí? —Frunció el entrecejo y bebió otro sorbo de agua—. Sin embargo, esa historia que siempre cuenta acerca de lo que lo llevó a meterse en política… Recuerdo bien el episodio porque trabajé de representante electoral en las elecciones de Londres del setenta y siete y llamé a su puerta. Después de eso él empezó a aparecer regularmente en las reuniones del partido, de modo que tiene que haber algo de verdad en todo ello.

—Algo —admití—. Puede que Adam se uniera al partido en el setenta y cinco, no mostrara un interés especial durante un par de años y entonces la conociera a usted y se volviera más activo. Sin embargo, nada de todo esto responde a la pregunta de qué hizo que se apuntara a un partido político.

—¿Tan importante es?

Dep apareció para llevarse los cuencos de sopa, y aproveché la pausa en la conversación para meditar la pregunta de Ruth.

—Sí —le contesté cuando volvimos a estar solos—. Aunque parezca extraño, creo que es importante.

—¿Por qué?

—Porque a pesar de que puede parecer un detalle insignificante, me dice que Adam no es la persona que nosotros creemos que es. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que sea la persona que cree ser. Y eso sí que pone las cosas difíciles para quien escriba sus memorias. Sencillamente, tengo la impresión de no conocerlo en absoluto y no llego a encontrar su verdadera voz.

Ruth siguió con el ceño fruncido mientras ajustaba meticulosamente la posición de los cubiertos sobre el mantel. Luego, sin levantar la mirada, preguntó:

—¿Cómo sabe que se unió al partido en el setenta y cinco?

Tuve un momento de alarma al pensar que quizá me había ido de la lengua, pero no vi razón para no contárselo.

—Mike McAra encontró el carnet original de Adam en los archivos de Cambridge.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Esos archivos! Allí lo tienen todo de Adam, desde sus notas del colegio hasta nuestras facturas de la lavandería. Típico de Mike: estropear una buena historia por culpa de un exceso de investigación.

—También encontró un antiguo boletín del partido donde aparece Adam captando votos en el setenta y siete.

—Eso debió ser después de conocerme.

—Puede.

Me di cuenta de que algo la preocupaba. Una nueva ráfaga de lluvia se estrelló contra el ventanal, y ella apoyó la punta de los dedos en el grueso vidrio, como si quisiera reseguir el rastro de las gotas. El destello de un relámpago hizo que el jardín cobrara la apariencia de un fondo marino: todo ondulante vegetación y grises troncos de árboles alzándose como los mástiles de un barco hundido. Dep llegó con el plato principal: pescado al vapor, fideos y una especie de verdura que parecía cardo y seguramente lo era. Me serví ostentosamente el último resto de vino en la copa y estudié la botella.

—¿Desea otra, señor? —me preguntó Dep.

—No tendrá usted whisky, ¿verdad?

Dep miró a Ruth en busca de instrucciones.

—Está bien, tráigale su maldito whisky —contestó Ruth.

Dep regresó con una botella de Chivas Regal Royal Salute de cincuenta años y vaso bajo de vidrio tallado. Ruth empezó a comer, y yo me serví un whisky con agua.

—¡Esto está delicioso, Dep! —exclamó Ruth. A continuación, se limpió la comisura de los labios y contempló con sorpresa el rastro de carmín en la servilleta como si hubiera empezado a sangrar—. Volviendo a su pregunta —me dijo—, creo que no debería buscar misterios donde no los hay. Adam siempre ha tenido conciencia social. La heredó de su madre. Y también sé que cuando salió de Cambridge y se trasladó a Londres fue muy desdichado. Creo que incluso llegó a estar clínicamente deprimido.

—¿Clínicamente deprimido? ¿Y recibió tratamiento? ¿De verdad? —Intenté disimular la excitación de mi voz. Si era cierto, se trataba de la mejor noticia del día. Nada vende tanto en unas memorias como una buena dosis de desgracia e infortunio. Abusos sexuales durante la infancia, extrema pobreza, tetraplejia… En las manos adecuadas, equivalen a dinero contante y sonante. En todas las librerías tendría que haber una sección llamada Schadenfreude[2].

—Póngase usted en el lugar de Adam. —Ruth siguió comiendo mientras gesticulaba con el tenedor lleno de pescado—. Su padre y su madre habían muerto. Acababa de dejar la universidad, que le encantaba. Muchos de sus amigos actores tenían agentes y ofertas de trabajo encima de la mesa. Pero él no. Creo que estaba un poco perdido, y me parece que se orientó hacia la actividad política para compensar. Puede que Adam no lo expresara en esos términos porque no es dado al autoanálisis, pero es la interpretación que yo hago de lo que sucedió. Le sorprendería saber cuánta gente acaba metiéndose en política porque no triunfa en la primera profesión que ha elegido.

—O sea que conocerla a usted tuvo que ser un momento muy importante para él, ¿no?

—¿Por qué lo dice?

—Porque usted sentía verdadera pasión por la política. Usted conocía el tema a fondo y tenía contactos dentro del partido. Seguro que le proporcionó el impulso para dar el salto. —Tenía la impresión de que la niebla empezaba a disiparse—. ¿Le importa si tomo nota de esto?

—Adelante. Si cree que le va a ser de utilidad…

—Lo es. Lo es. —Junté mis cubiertos. En realidad no soy hombre de pescado ni de cardos. Saqué mi libreta de notas y la abrí por una hoja en blanco. Me veía nuevamente en el lugar de Lang, con veinte años, huérfano, solo, ambicioso, con talento pero no con el talento suficiente, buscando un camino que seguir, dando mis primeros pasos en política y, de repente, conociendo a una mujer que representaba la posibilidad de un nuevo futuro.

—Casarse con usted supuso un momento decisivo.

—Sin duda yo era distinta de sus amigas de Cambridge, todas aquellas Yocastas y Pandoras. Incluso de pequeña me interesaba más la política que los ponis.

—¿Alguna vez pensó en convertirse en una verdadera política profesional por derecho propio? —pregunté.

—Pues claro que sí. ¿Acaso usted no pensó en convertirse en un verdadero escritor?

Fue como recibir una bofetada en plena cara. No estoy seguro de si solté la libreta.

—¡Ay! —dije.

—Lo siento, no pretendía ser grosera; pero debe comprender que estamos en el mismo bote, usted y yo. Siempre he comprendido la política mejor que Adam, y usted sabe más que él de escribir; pero, al final, la estrella es él, ¿no? Y ambos sabemos que nuestro cometido consiste en servir a la estrella. Su nombre en el libro es lo que hará que se venda, no el de usted. A mí me pasó algo parecido: no tardé en darme cuenta de que Adam podía llegar lejos en política. Tenía la presencia y el encanto necesarios. Era un gran orador. Caía bien a la gente. En cambio, yo era una especie de patito feo con un don especial para meter la pata, como acabo de demostrarle. —Puso su mano en la mía, una mano más cálida y carnosa que antes—. Lo siento. He herido sus sentimientos. Supongo que hasta los «negros» tienen sentimientos como el resto de nosotros.

—Si nos pinchan —contesté—, sangramos.

—¿Ha acabado de cenar? Si es así, ¿por qué no me enseña esos papeles que Mike desenterró? Puede que estimulen mi memoria. Me interesan.

Bajé a mi habitación y saqué el sobre de McAra de debajo del colchón. Cuando volví a subir, Ruth se había instalado en el sofá; en la chimenea ardían troncos nuevos y el viento de fuera avivaba el tiro, aspirando chispas anaranjadas. Dep estaba limpiando la mesa, pero logré rescatar mi vaso y la botella de whisky.

—¿Le apetece algo de postre? —me preguntó Ruth—. ¿Café?

—Estoy bien, gracias.

—Hemos terminado, Dep. Gracias.

Ruth se apartó ligeramente para indicarme que me sentara a su lado, pero yo fingí no darme por enterado y ocupé mi antiguo sitio, al otro lado de la mesa, frente a ella: todavía me escocía su comentario de que yo no era un verdadero escritor. Puede que no lo sea. Es cierto, nunca he escrito poesía ni tampoco me dedico a redactar complejas elucubraciones de mis angustias de la adolescencia. En cuanto a la condición humana, no tengo una opinión definida salvo la de que es mejor no examinarla de cerca. Me veo como el equivalente literario de un experto tornero o de un fino alfarero: hago objetos medianamente interesantes que a la gente le gusta comprar.

Abrí el sobre, saqué las fotocopias del carnet de Lang y los artículos acerca de las elecciones locales y se lo pasé por encima de la mesa. Ella las cogió, se inclinó para leerlas y yo me vi contemplando su escote, sorprendentemente profundo.

—Bueno, esto no admite discusión —dijo dejando a un lado el carnet—. No hay duda de que esta es su firma. —Dio un golpecito con el dedo en el informe sobre los captadores de voto en las elecciones locales de 1977—. También reconozco algunas de estas caras. Supongo que aquella noche yo debía tenerla libre o puede que estuviera captando votos con otro grupo. De lo contrario aparecería en la foto con él. —Alzó la mirada—. ¿Qué más tiene ahí?

Me pareció que no tenía sentido ocultárselo, de modo que le entregué el lote completo. Inspeccionó la dirección, el remite y el matasellos y me miró.

—¿Qué andaría buscando Mike?

Abrió la boca del sobre, presionando con el índice y el pulgar, y miró dentro como si en su acolchado interior pudiera haber algo capaz de morderla. Luego, lo puso boca abajo y derramó su contenido encima de la mesa. La observé detenidamente mientras ojeaba los programas y las fotografías, estudié su pálido e inteligente rostro en busca de alguna pista que explicara por qué aquello había sido tan importante para McAra. Vi que sus duras facciones se suavizaban al coger la foto en la que aparecía Lang con su americana a rayas en la orilla del río.

—Mírelo —dijo, llevándose la foto a la mejilla—. ¿Verdad que es guapo?

—Irresistible —repuse yo.

Miró la imagen más de cerca.

—Dios mío, ¿los ha visto a todos? Mire su pelo. Era otro mundo, ¿verdad? Me refiero a que en esa época ocurrían muchas cosas: Vietnam, la Guerra Fría, la primera huelga de mineros en Inglaterra desde 1926, el golpe militar en Chile… ¿Y ellos qué hacían? ¡Cogían una botella de champán y se iban de excursión por el río!

—Brindo por eso.

Cogió una de las fotocopias.

—Escuche esto —me dijo y empezó a leer:

The girls they all will miss us

As the train it pulls away.

They’ll blow a kiss and say: «Come back

To Cambridge town some day».

We’ll throw a rose neglectfully and turn and sigh farewell

Because we know the chance they’ve got

Is a snowball’s chance in hell.

Cheer oh, Cambridge, suppers, bumps and Mays.

Trinners, Fenner’s, cricket, tennis,

Footlight shows and plays.

We’ll take a final, farewell stroll

Along dear old KP,

And a final punt up old man Cam

To Granchester for tea.

Sonrió y meneó la cabeza.

—No entiendo ni la mitad de lo que pone. Está todo escrito con el código de Cambridge.

—«Bumps» son las carreras de barcas de remos. La verdad es que también las hay en Oxford, pero usted debía de estar demasiado ocupada con los mineros para enterarse. «Mays» son los bailes de mayo que, naturalmente, se celebran a principios de junio.

—Naturalmente.

—«Trinners» es el Trinity College y «Fenner’s», el nombre del campo de cricket de la universidad.

—¿Y «KP»?

—King’s Parade.

—Lo escribieron como un canto de alabanza, pero ahora suena nostálgico.

—Para usted es una sátira.

—¿Y qué es este número de teléfono?

Tendría que haber sabido que no se le iba a escapar nada. Me enseñó la foto con el número escrito al dorso. No contesté, pero me vi poniéndome colorado. Tendría que habérselo dicho antes, desde luego. En esos momentos me hacía parecer culpable.

—¿Y bien? —insistió ella.

—Es el teléfono de Richard Rycart —dije apenas con un hilo de voz.

Solo por ver su expresión casi había valido la pena. Fue como si se hubiera tragado una avispa. Se llevó la mano a la garganta.

—¿Ha llamado usted a Richard Rycart? —preguntó casi sin resuello.

—Yo no. McAra.

—¡No puede ser!

—¿Quién si no habría anotado ese número? —Le entregué mi móvil—. Tenga, pruebe.

Me contempló durante unos instantes, como si estuviéramos jugando a «A ver si te atreves». Luego, cogió el móvil y marcó los catorce dígitos. Se lo llevó a la oreja y volvió a mirarme. Treinta segundos más tarde, una expresión de alarma le cruzó el rostro. Apagó el teléfono a toda prisa y lo dejó en la mesa como si quemara.

—¿Ha contestado? —pregunté.

Asintió.

—Sonaba como si estuviera en un restaurante.

El móvil empezó a sonar y a vibrar encima de la mesa como si tuviera vida propia.

—¿Qué quiere que haga? —le pregunté.

—Haga lo que quiera. Es su móvil.

Lo desconecté y se produjo un silencio roto solo por el chisporroteo del fuego en la chimenea.

—¿Cuándo lo ha descubierto? —me preguntó.

—Esta mañana, temprano, cuando me instalé en el cuarto de McAra.

—Y después se fue usted a Lambert’s Cove para echar un vistazo al lugar donde lo encontraron en la playa…

—Eso es.

—¿Y por qué lo hizo? Dígame la verdad.

—No estoy seguro. —Callé un momento—. Había un hombre allí —solté sin poder ocultarlo más—. Era un viejo del lugar que conocía bien las corrientes del Vineyard Sound. Me dijo que en esta época del año era imposible que un cuerpo que cayera del ferry de Woods Hole acabara arrojado por las olas en Lambert’s Cove. También me contó que había una mujer que tenía una casa justo detrás de las dunas y que había visto luces de linternas moviéndose por la playa la noche en que McAra desapareció. Desgraciadamente, se cayó por la escalera de su casa y ahora está en coma, de modo que no puede contar nada a nadie. —Hice un gesto mostrándole mis manos vacías—. Eso es todo lo que sé.

Me miraba con la boca ligeramente entreabierta.

—Eso… —dijo lentamente— ¿es todo lo que sabe? ¡Santo Dios!

Empezó a buscar por el sofá, palpando el cuero con ambas manos, y luego por la mesa, apartando revistas y mirando bajo las fotos.

—¡Mierda! —Chasqueó los dedos hacia mí—. Déme su móvil.

—¿Para qué? —le pregunté, entregándoselo—. ¿Acaso no es obvio? Tengo que llamar a Adam. —Lo estudió un segundo y marcó el número con el pulgar. Estaba a medio marcar cuando se detuvo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Nada. —Tenía la mirada perdida más allá de mí y se mordía el labio inferior mientras mantenía el pulgar quieto encima del teclado. Estuvo así un momento, hasta que al fin volvió a dejar el teléfono en la mesa.

—¿No piensa llamarlo?

—Puede que sí. Dentro de un rato. Primero voy a salir a pasear.

—¡Pero si son las nueve de la noche y está lloviendo a cántaros! —objeté.

—Me despejará la cabeza.

—Iré con usted.

—No. Se lo agradezco, pero necesito estar sola para pensar. Quédese aquí y tómese otra copa. Tiene aspecto de necesitarla. No me espere levantado.

Lo sentí por el pobre «madero». Seguro que se encontraba en su habitación, con los pies encima de la cama, mirando la televisión y pensando en que iba a tener una noche tranquila. Y de repente, allí estaba de nuevo lady Macbeth, dispuesta a salir de paseo, esta vez de noche y en plena tormenta. Me quedé junto a la ventana y los vi cruzar el césped hacia la espesura batida por el viento. Como de costumbre, ella iba delante y con la cabeza gacha, como si hubiera perdido algo valioso y estuviera volviendo sobre sus pasos. Los focos exteriores arrojaban sombras en cuatro direcciones. El tipo del Servicio Especial se estaba poniendo aún la gabardina.

De repente, me sentí sumamente cansado. Tenía las piernas doloridas de pedalear y tiritaba ligeramente, como si hubiera pillado un principio de resfriado. Hasta el whisky de Rhinehart había perdido su encanto. Ella me había dicho que no la esperara despierto y decidí obedecer. Guardé las fotos y las copias en el sobre y bajé a mi cuarto. Cuando me desvestí y apagué la luz, fue como si el sueño me devorara de golpe, absorbiéndome a través del colchón y llevándome a sus profundidades como si fuera una irresistible corriente, y yo, un nadador exhausto.

En algún momento volví a salir a la superficie y me vi junto a McAra, cuyo corpachón daba vueltas en el agua igual que un delfín. Iba vestido con su gabardina negra, y sus zapatos de gruesa suela de goma. «No lo voy a conseguir —me dijo—. Siga sin mí.»

Me incorporé de golpe, repentinamente asustado. No tenía idea de cuánto tiempo llevaba dormido. El cuarto estaba a oscuras, aparte de una pequeña rendija de luz a mi izquierda.

—¿Estás despierto? —preguntó Ruth en voz baja llamando a la puerta.

—Ahora sí.

—Lo siento.

—No importa. Espera un momento.

Entré en el baño y me puse uno de los albornoces blancos que colgaba detrás de la puerta. Cuando volví al dormitorio, vi que ella llevaba un atuendo idéntico al mío. Le iba demasiado grande y le daba un aspecto sorprendentemente menudo y vulnerable. Tenía el cabello empapado, y sus pies habían dejado un rastro de huellas mojadas desde su cuarto al mío.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—No lo sé. Acabo de hablar con Adam. —Parecía estar bajo el efecto de una fuerte impresión y temblaba con los ojos muy abiertos.

—¿Y…?

Miró por encima del hombro, hacia el pasillo.

—¿Puedo pasar?

Todavía medio atontado por el sueño, encendí la luz de la mesita de noche y fui a cerrar la puerta a sus espaldas.

—El día antes de que Mike muriera, él y Adam se enzarzaron en una terrible pelea —me dijo sin más preámbulos—. Es algo que no he dicho a nadie. Ni siquiera a la policía.

Me froté las sienes e intenté concentrarme.

—¿Por qué fue?

—No lo sé, pero sí que resultó definitiva y que no volvieron a hablarse. Cuando pregunté a Adam, no quiso hablar del asunto, y lo mismo ha ocurrido cada vez que le he vuelto a preguntar. Después de lo que me has contado que has averiguado hoy, me pareció que no tenía más remedio que llamar a Adam y arrancárselo como fuera.

—¿Y qué te ha dicho?

—Estaba cenando con el vicepresidente. Al principio, esa maldita mujer no quería ponerme con él.

Se sentó al borde de la cama y hundió la cabeza entre las manos. No supe qué hacer. No me parecía adecuado permanecer de pie ante ella, de manera que me senté a su lado. Temblaba de pies a cabeza. Podría ser de miedo, de furia o simplemente por culpa del frío.

—Para empezar dijo que no podía hablar —prosiguió—, pero yo le dije que ya estaba bien de tonterías, de modo que se fue al baño con el teléfono. Cuando le conté que Mike había estado en contacto con Rycart antes de morir, ni siquiera se molestó en fingir sorpresa. —Se volvió hacia mí. Parecía muy dolida—. Él lo sabía.

—¿Adam te dijo eso?

—No tuvo que hacerlo. Lo supe por su voz. Me dijo que no debíamos seguir hablando por el móvil y que lo haríamos cuando volviera. ¡Que Dios nos ayude! ¿En qué lío se habrá metido?

Algo pareció ceder en su interior, y se inclinó hacia mí con los brazos extendidos hasta que acabó apoyando la cabeza en mi pecho. Por un momento pensé que se había desmayado, pero entonces me di cuenta de que se aferraba a mí con tanta fuerza que noté el contacto de sus mordidas uñas a través de la tela de toalla. Mantuve las manos vacilantemente en alto, como si ella desprendiera algún tipo de campo de repulsión magnética; pero al fin las bajé y le acaricié el pelo mientras murmuraba palabras de consuelo que ni yo mismo creía.

—Estoy asustada —me dijo con voz apagada—. No he estado asustada en mi vida, pero ahora sí.

—Tienes el pelo mojado y estás empapada —le dije suavemente—. Deja que vaya a buscar una toalla.

Me libré de su presa y fui al baño. Me miré en el espejo. Me sentía como un esquiador a punto de lanzarse por una pista difícil y desconocida. Cuando volví al dormitorio, ella se había quitado el albornoz y metido en la cama con las sábanas cubriéndole los senos.

—¿Te molesta? —me preguntó.

—Claro que no —contesté.

Apagué la luz, me metí en la cama junto a ella, y me tendí en el lado frío. Ella se volvió, apoyó su mano en mi pecho y apretó sus labios con fuerza contra los míos, como si estuviera intentando hacerme un boca a boca.