10

Resulta perfectamente posible escribir un libro para alguien sin haber hecho otra cosa que escuchar lo que tenía que decir; de todas maneras, un poco de investigación a menudo ayuda a aportar más material y algunas ideas descriptivas.

Ghostwriting

Parecía hallarse a unos quince kilómetros de distancia, en la costa noroccidental de Vineyard Haven. Lambert Cove. Ese era el sitio.

Los nombres de los distintos rincones de la isla tenían un encanto particular: Blackwater Brook, Uncle Seth’s Pond, Indian Hill, Old Herring Creek Road… Parecía un mapa sacado de un libro de aventuras infantiles. Y curiosamente así era como había ideado yo mi plan: como una especie de entretenida excursión. Dep me aconsejó que tomara prestada una bicicleta. Naturalmente, el señor Rhinehart tenía unas cuantas que destinaba para el uso de sus invitados. Algo en aquella idea me atraía, y eso a pesar de que hacía años que no montaba en bicicleta y de que sabía, en lo más profundo de mí, que no saldría nada bueno de todo ello. Habían transcurrido más de tres semanas desde el hallazgo del cadáver. ¿Qué quedaba por ver? Sin embargo, la curiosidad es un poderoso impulso, no tanto como el sexo o la codicia, pero sí más que el altruismo. Y yo sentía curiosidad.

El mayor inconveniente era el tiempo. La recepcionista del hotel de Edgartown me había avisado de que la previsión metereológica anunciaba tormenta; y, aunque esta todavía no había llegado, el cielo empezaba a cargarse de nubes igual que una inmensa vejiga gris a punto de reventar. Aun así, la perspectiva de alejarme de aquella casa, aunque solo fuera un rato, resultaba irresistible porque no me veía con ánimos para volver al cuarto de McAra y sentarme frente a mi ordenador. Cogí la chaqueta impermeable de Lang del perchero y seguí a Duc, el jardinero, hasta las cúbicas edificaciones de madera que servían de alojamiento al personal y como dependencias auxiliares.

—Debe usted de tener mucho trabajo en esta casa para tenerla tan bien cuidada —le comenté.

Duc mantuvo la vista clavada en el suelo.

—Suelo malo. Viento malo. Lluvia mala. Salitre malo. ¡Mierda! —masculló.

Después de eso no pareció que quedara mucho que decir sobre el tema de la horticultura, de modo que no abrí más la boca. Pasamos frente a los dos primeros cubos y nos detuvimos ante el tercero. Duc abrió la cerradura de la gran puerta doble, empujó uno de los batientes y entró. Debía de haber una docena de bicicletas aparcadas en sus respectivos soportes, pero mi mirada fue directamente al Ford Escape de color tostado que ocupaba la otra mitad del garaje. Había oído hablar tanto de él y me lo había imaginado tantas veces mientras viajaba en el ferry que fue una sorpresa toparme con él.

Duc me vio mirándolo.

—¿Quiere usarlo? —me ofreció.

—No, no —contesté rápidamente. Primero me encargaban el trabajo de un muerto, luego me hacían dormir en su cama. ¡Quién sabía como podía acabar aquella historia si encima me ponía al volante de su coche!—. Una bicicleta me irá estupendamente.

La expresión del jardinero al verme marchar pedaleando como un novato encima de una de las lujosas bicicletas de montaña de Rhinehart fue de total escepticismo. Estaba claro que creía que me había vuelto loco. Y puede que lo estuviera de verdad. Lo llaman «locura de la isla», o algo así, ¿no? Levanté la mano para saludar al tipo del Servicio Especial que montaba guardia en la pequeña garita de vigilancia, medio escondida entre los árboles; eso estuvo a punto de ser un doloroso error ya que me hizo dar un brusco bandazo hacia la espesura. Sin embargo, logré enderezar torpemente el manillar y no apartarme del centro del camino. Cuando por fin conseguí coger el truco a las marchas (mi última bicicleta solo tenía tres, y dos de ellas no funcionaban), descubrí que podía ir a bastante velocidad por el duro sendero de arena apisonada.

En aquel bosque reinaba un silencio casi sobrenatural, como si alguna catástrofe volcánica hubiera blanqueado la vegetación y envenenado a toda la fauna. De vez en cuando, una paloma silvestre dejaba escapar su bocinazo, pero solo servía para hacer más palpable aún el silencio y no para romperlo. Pedaleé con fuerza para subir la leve pendiente que desembocaba en el cruce con la carretera. La manifestación anti Lang se había disuelto y solo quedaba un hombre al otro lado de la carretera. Saltaba a la vista que había estado muy ocupado en las últimas horas levantando algún tipo de instalación; unos tablones bajos de madera donde había montado cientos de terribles imágenes de niños quemados, cadáveres torturados, rehenes decapitados y barrios bombardeados, sacadas de diarios y revistas. Entremezclado con aquel collage de muerte, había una larga lista de nombres, además de poemas y cartas escritos a mano. El conjunto estaba protegido por grandes hojas de polietileno. En lo alto colgaba una pancarta que rezaba: ¡Si por la mano de Adam murieron todos, por Cristo resucitarán! Bajo todo aquello había un endeble refugio, hecho con más tablones y polietileno, que contenía una mesa y una silla plegables. Sentado pacientemente a la mesa, se hallaba el individuo a quien había visto brevemente al llegar aquella mañana y cuyo rostro me había parecido familiar. Entonces lo reconocí. Era el tipo de porte militar del bar del hotel, el que me había llamado «cretino» al pasar.

Me detuve haciendo gala de mi escaso equilibrio y miré a derecha e izquierda para comprobar el tráfico, consciente todo el rato de que el otro me observaba fijamente desde menos de ocho metros de distancia. Y es seguro que me reconoció porque vi con horror que se ponía en pie. «¡Un momento!», gritó con aquella voz suya entrecortada. Pero yo estaba tan ansioso por no verme involucrado en su demencia que, a pesar de que se acercaba un coche, salí vacilantemente a la carretera y pedaleé con furia, poniéndome de pie para ganar velocidad lo antes posible. El coche hizo sonar la bocina. Pasó un borrón de luz y ruido y noté el golpe del viento; pero, cuando miré por encima del hombro, el manifestante había dejado de perseguirme y estaba en mitad de la carretera, con las manos apoyadas en las caderas.

Después de aquello pedaleé con fuerza, consciente de que no tardaría en oscurecer. El aire que me azotaba el rostro era húmedo y frío, pero el trabajo de piernas me mantenía caliente. Pasé frente a la entrada al aeropuerto y seguí bordeando el perímetro de los bosques públicos, con sus cortafuegos que abrían entre los árboles amplios y sombríos pasillos como los de las catedrales. No me imaginé a Mike McAra haciendo lo que yo —no me parecía que fuera ciclista— y de nuevo me pregunté qué pretendía conseguir con aquella excursión, aparte de calarme hasta los huesos.

Trabajosamente, dejé atrás las casas blancas de madera y los pulcros campos de Nueva Inglaterra y no me costó nada visualizar aquel paisaje poblado por mujeres de severa cofia y hombres para quienes el domingo era el día que tocaba ponerse traje oscuro en vez de quitárselo.

Al salir de West Tisbury me detuve en Scotchman’s Lane para comprobar si iba en buena dirección. El cielo había adquirido un aspecto realmente amenazador, y el viento soplaba con más fuerza que antes. Estuve a punto de perder el mapa. Lo cierto es que me faltó poco para dar media vuelta, pero había llegado tan lejos que me pareció estúpido rendirme en aquel momento. Así pues, me encaramé nuevamente al estrecho y duro sillín y me puse en marcha. Unos tres kilómetros más adelante, el camino se bifurcó y giré hacia la izquierda, saliendo de la carretera principal y enfilando hacia el mar. El camino que llevaba a Lambert Cove era parecido al que conducía a la mansión de Rhinehart —robles caducifolios, marismas y dunas—, con la única diferencia de que allí había más fincas. En su mayoría se trataba de casas de veraneo que permanecían cerradas durante el invierno. Aun así, salía humo de unas cuantas chimeneas y por la ventana de una de ellas oí una radio que emitía música clásica, un concierto para chelo. Fue entonces cuando empezó por fin a llover. Las duras y frías gotas que explotaron en mi rostro y manos llevaban con ellas el olor del mar. Al principio cayeron esporádicamente, salpicando los árboles y los estanques, pero al instante siguiente pareció como si en los cielos se hubiera roto una presa o algo parecido ya que la lluvia empezó a caer como una cortina torrencial. Entonces me acordé de por qué no me gustaban las bicicletas: la bicicletas no tienen techo, no tienen parabrisas y no tienen calefacción.

Los desnudos robles no me ofrecían ninguna esperanza de abrigo, pero tampoco era posible seguir pedaleando porque no veía por donde iba. Así pues, me apeé y empujé mi bici a lo largo de una valla de madera. Intenté dejarla apoyada contra ella, pero la máquina cayó con estruendo y quedó con la rueda trasera girando en el aire. No me molesté en levantarla, sino que corrí por un sendero, pasé frente a un mástil con una bandera y me refugié en el porche de una casa. Una vez al abrigo de la lluvia, agaché la cabeza y me sequé el cabello como pude. En el acto, un perro se puso a ladrar y a arañar la puerta que había detrás de mí. Yo había dado por hecho que la casa estaba vacía —y desde luego lo parecía—, pero un rostro pálido y redondo como una luna apareció en la polvorienta ventana, difuminado por la tela mosquitera. Al momento siguiente, la puerta se abrió, y el perro se lanzó contra mí.

Me gustan los perros tan poco como yo a ellos, pero hice todo lo posible para parecer encantado con aquella histérica bola de pelos que no dejaba de ladrar; y lo hice aunque solo fuera para aplacar a su propietario, un anciano que, a juzgar por las manchas hepáticas de la piel, sus encorvados andares y el distinguido cráneo que asomaba bajo una piel delgada como el papel, debía de rondar los noventa años. Llevaba una americana bien cortada sobre un cardigan abrochado hasta el cuello y una bufanda de cuadros alrededor de este. Me disculpé torpemente por irrumpir en su intimidad, pero me cortó en seco.

—¿Es usted británico? —me preguntó con mirada escrutadora.

—Lo soy.

—Está bien, puede guarecerse de la lluvia. Guarecerse es gratis.

Mis conocimientos de Estados Unidos no me permitían adivinar por su acento de dónde era o a qué había dedicado su vida, pero supuse que se trataba de un profesional liberal jubilado y con dinero. Había que tenerlo para vivir en un lugar donde una chabola con una caseta exterior a modo de baño costaba medio millón de dólares.

—Inglés, ¿eh? —repitió mirándome por encima de sus gafas sin montura—. No tendrá algo que ver con ese compatriota suyo, Lang, ¿verdad?

—En cierto sentido, sí.

—El tal Lang parece un hombre inteligente. ¿Por qué iba a querer mezclarse con ese idiota de la Casa Blanca?

—Eso es lo que todo el mundo quisiera saber.

—¡Crímenes de guerra! —exclamó meneando la cabeza, gesto que me permitió ver los audífonos color carne que llevaba en cada oído—. ¡A nosotros sí que podrían acusarnos de ellos! Es posible que nos lo merezcamos, pero no lo sé. Supongo que tendré que fiarme del juicio de alguien superior. —Rió tristemente—. Bueno, al menos no tardaré en averiguarlo.

No sabía de qué hablaba. Simplemente me alegraba de poder mantenerme seco. Nos apoyamos en la baranda y nos quedamos contemplando la lluvia mientras el perro corría como un poseso por el porche. Alcancé a ver el mar a través de un hueco entre los árboles, enorme y gris, con las blancas líneas de las crestas de las olas acercándose implacablemente.

—Bueno, ¿qué le trae hasta esta parte de Vineyard? —me preguntó el anciano.

Me pareció que mentirle no tenía sentido.

—Hace unos días encontraron a alguien a quien yo conocía muerto en una playa de por aquí. Pensaba echar un vistazo al lugar. Para presentarle mis respetos —añadí en caso de que hubiera pensado que yo era una especie de necrófilo.

—¡Vaya, eso sí que fue un asunto turbio! —contestó—. Se refiere al inglés de hace un par de semanas, ¿verdad? Bueno, pues le diré una cosa: es imposible que la corriente lo arrastrara hasta aquí, al menos en esta época del año.

—Disculpe, ¿cómo dice? —me volví hacia él. A pesar de su avanzada edad había algo juvenil en sus acusados rasgos y joviales maneras. Llevaba el blanco cabello peinado hacia atrás y parecía una especie de boy scout envejecido.

—Conozco estos mares de toda la vida. ¡Qué demonios, si hasta un tío intentó tirarme del ferry cuando yo trabajaba todavía en el Banco Mundial! Y le diré una cosa: si lo hubiera conseguido, el mar no me habría arrojado a la playa en Lambert’s Cove.

Me di cuenta de que me zumbaban los oídos, pero no habría podido decir si se debía a los latidos de mi corazón o a la lluvia que martilleaba el tejado.

—¿Se lo contó a la policía?

—¿A la policía? Joven, a mi edad tengo mejores cosas que hacer que perder el tiempo yendo a la policía. En cualquier caso, se lo conté a Annabeth. Fue ella quien trató con la policía. —Vio mi expresión de perplejidad—. Sí, hombre, Annabeth Wurmbrand. Todo el mundo conoce a Annabeth, la viuda de Mars Wurmbrand. Tiene una casa junto al mar. —Ante mi falta de reacción se puso un poco irritable—. ¡Fue ella la que contó a la policía lo de las luces!

—¿Luces?

—Las luces que se vieron en la playa la noche en que el cuerpo fue devuelto por el mar. Aquí no pasa nada de lo que Annabeth no se entere. Mi Kay solía decir que no le importaba marcharse a Mohu y dejar la casa en otoño porque estaba segura de que Annabeth no le quitaría el ojo durante todo el invierno.

—¿Qué clase de luces eran?

—Linternas, supongo.

—¿Y por qué la prensa no lo mencionó?

—¿La prensa? —soltó otra de sus roncas carcajadas—. Annabeth no ha hablado con un periodista en toda su vida, salvo quizá con alguien de The World of Interiors. Es más, tardó casi una década en coger confianza con Kay, por lo del Post.

Aquello hizo que empezara a hablar de la gran casa de Kay en Lambert’s Cove Road, que tanto gustaba a Bill y a Hillary, y donde lady Diana había estado, de la que solo quedaban en esos momentos las chimeneas. Para entonces, yo ya no escuchaba. Tenía la impresión de que la lluvia había amainado ligeramente y estaba impaciente por marcharme. Lo interrumpí.

—Perdone, ¿podría usted señalarme por dónde se va a la casa de la señorita Wurmbrand?

—Claro —contestó—, pero no tiene mucho sentido que vaya.

—¿Por qué no?

—Porque se cayó por la escalera hará un par de semanas. Lleva en coma desde entonces. Pobre Annabeth. Ted dice que no recobrará la conciencia, así que ahí se va otro de los nuestros. ¡Eh! —gritó, pero yo ya estaba saliendo del porche.

—¡Gracias por dejarme guarecer! —le contesté por encima del hombro—. Y por la charla. ¡Tengo que irme!

Parecía tan solo allí, de pie bajo el chorreante porche, con la bandera de barras y estrellas colgando como un trapo mojado de su reluciente asta, que estuve a punto de dar media vuelta.

—¡Bueno, dígale a su señor Lang que no se deje abatir! —Me hizo un tembloroso saludo militar que enseguida convirtió en uno de adiós y añadió—: ¡Ahora vaya con cuidado!

Levanté la bicicleta y empecé a pedalear por el camino. Ya ni siquiera notaba la lluvia. A medio kilómetro más o menos, pendiente abajo, en un claro cerca de las dunas y el lago, había una casa grande y baja rodeada de una valla de alambre donde colgaban discretos carteles que avisaban de que se trataba de una propiedad privada. A pesar de la penumbra impuesta por la tormenta, no se veía ninguna luz. «Esa —me dije—, debe ser la casa de la viuda comatosa.» ¿Y si era cierto que había visto luces? En cualquier caso, desde el piso de arriba seguro que había tenido una magnífica vista del mar y de la playa. Dejé la bicicleta apoyada en unos arbustos y subí por el camino a través de una marchita vegetación y de los amarillentos helechos. Cuando llegué a lo alto de la duna tuve la impresión de que el viento se me llevaba, como si aquello también fuera una propiedad privada que yo no tuviera permiso para cruzar.

Desde el porche del anciano había visto a lo lejos lo que había más allá de las dunas, y al acercarme con la bicicleta había oído que el rugido de las olas se hacía más fuerte. Aun así, contemplar la vista que se desplegaba ante mis ojos —la infinita bóveda gris cargada de nubes y el interminable y rugiente mar que batía la orilla con furiosas y constantes detonaciones— supuso toda una sorpresa. La arenosa costa describía un arco de más de un kilómetro hacia mi derecha y terminaba en el afloramiento rocoso de Makonikey Head, que se divisaba entre la bruma de los rociones. Me sequé la lluvia de los ojos para ver mejor y pensé en McAra, solo en aquella inmensa playa, boca abajo, hinchado por el agua de mar, con su ropa barata empapada. Me lo imaginé flotando en la penumbra del amanecer, arrastrado por la corriente del Vineyard Sound, rozando la arena con sus grandes pies, dando tumbos entre las olas hasta quedar por fin varado. Y después me lo imaginé de otra manera: el cuerpo tirado en un bote de goma y arrastrado hasta la orilla por unos tipos con linternas, los mismos que habían regresado poco después para arrojar escalera abajo a la vieja tozuda que los había visto.

Un par de figuras salieron de entre las dunas, a unos cientos de metros de distancia, y empezaron a caminar hacia mí, oscuras, pequeñas y frágiles entre aquel espectáculo de la naturaleza desatada. Miré en la otra dirección. El viento levantaba la blanca espuma de las crestas de las olas y la lanzaba hacia la playa como las siluetas de una fuerza de desembarco que avanzaba antes de desaparecer.

«Lo que debería hacer —pensé mientras el viento me zarandeaba—, sería contar todo lo que sé a algún tenaz reportero del Washington Post, a algún digno seguidor de la tradición de Bernstein y Woodward.» Imaginé fácilmente los titulares y escribí mentalmente la noticia.

WASHINGTON. (AP) —La muerte de Michael McAra, colaborador del ex primer ministro británico Adam Lang, fue una operación encubierta que acabó trágicamente, según fuentes de los servicios de inteligencia.

¿Acaso resultaba tan impensable? Eché otro vistazo a las figuras de la playa y me pareció que habían apretado el paso. El viento me lanzaba la lluvia contra la cara y tuve que apartarla. Pensé que debía marcharme. Cuando volví a mirar, estaban más cerca aún, caminando trabajosamente por la arena. Una de las figuras era baja; la otra, alta. La alta era un hombre; la baja, una mujer.

La mujer era Ruth Lang.

Me sorprendió verla aparecer por allí. Esperé hasta estar seguro de que se trataba de ella y bajé un trecho para facilitar el encuentro. El rugido del viento y el mar ahogó nuestras primeras palabras. Tuvo que cogerme del brazo y obligar a que me agachara para poder gritarme en el oído.

—He dicho —repitió, y noté su aliento sorprendentemente cálido en mi oreja— que Dep me contó que estaba usted aquí.

El viento le arrancó la capucha, y ella intentó volver a ponérsela, pero acabó por desistir. Gritó algo, pero una ola rompió con estruendo justo en ese instante. Sonrió, impotente, y esperó a que el ruido remitiera. Luego, hizo bocina con las manos y gritó:

—¿Qué está haciendo?

—Nada, tomando el aire.

—No. En serio.

—Quería ver el lugar donde encontraron a McAra.

—¿Y por qué?

—Simple curiosidad —repuse con un encogimiento de hombros.

—Pero si ni siquiera lo conocía.

—Empiezo a tener la sensación de que sí.

—¿Dónde está su bicicleta?

—Detrás de las dunas.

—Hemos salido a buscarlo antes de que la tormenta descargara. —Llamó con un gesto al policía que se mantenía a unos metros de distancia, empapado, aburrido y malhumorado—. Barry, por favor, vaya por el coche y espérenos en el camino. Nosotros llevaremos la bicicleta. —Le habló como si fuera un sirviente.

—Me temo que no puedo hacer eso, señora —respondió el hombre a voces—. Las normas dicen que no debo apartarme de su lado.

—¡Por amor de Dios! —exclamó Ruth en tono burlón—. ¿Acaso cree que hay un grupo terrorista merodeando por Uncle’s Seth Pond? Vaya a buscar el coche antes de que pille una neumonía.

Observé el cuadrado y ceñudo rostro del guardaespaldas, donde su sentido del deber pugnaba visiblemente con sus ganas de encontrar un lugar seco.

—De acuerdo —dijo al fin—. Nos vemos en diez minutos. Por favor, no salgan del camino ni hablen con nadie.

—No lo haremos, agente. Lo prometo —dijo con fingida sumisión.

El hombre dudó un momento y al fin se marchó por donde había llegado.

—Nos tratan como a niños —se quejó Ruth mientras subíamos por la playa—. A veces creo que tienen órdenes de espiarnos más que de protegernos.

Llegamos a lo alto de la duna y los dos nos dimos automáticamente la vuelta para contemplar el mar. Al cabo de un par de segundos me arriesgué a lanzarle una mirada fugaz. Su pálida piel estaba salpicada de lluvia, y tenía el corto y oscuro cabello empapado y aplastado contra la cabeza igual que un gorro de baño. Su rostro parecía tallado en alabastro. La gente decía que no entendía lo que su esposo veía en ella; pero, en ese momento, yo sí lo entendí. En Ruth había una evidente tensión, una rápida fuerza presta a saltar. Era toda energía.

—Para serle sincera —me confesó—, le diré que yo también he venido a este lugar varias veces. Normalmente suelo llevar unas cuantas flores que dejo bajo una piedra. Pobre Mike… Odiaba estar lejos de la ciudad. Odiaba los paseos por el campo. Ni siquiera sabía nadar.

Se pasó rápidamente las manos por las mejillas. Con lo mojado que tenía el rostro me resultaba imposible decir si estaba llorando o no.

—Es un lugar horrible para acabar uno sus días —dije.

—Oh, no. No lo es. Al contrario, cuando hace sol es un sitio maravilloso. Me recuerda Cornualles.

Bajó por el sendero hasta la bicicleta y yo la seguí. Para mi sorpresa, subió en ella y se alejó pedaleando hasta detenerse unos cien metros más allá, en el linde del bosque. Cuando la alcancé, me miró fijamente. Sus castaños ojos se veían casi negros en la penumbra de la tarde.

—¿Cree usted que su muerte resulta sospechosa?

Lo directo de la pregunta me cogió desprevenido.

—No estoy seguro —le contesté.

Y eso fue todo lo que pude decir sin revelarle allí mismo todo lo que el viejo me había contado. De todas maneras, tampoco estaba seguro de que fueran el momento o el lugar apropiados. Por una parte, no podía confiar plenamente en mi fuente; y, por otra, me parecía totalmente inapropiado ir contando rumores a una persona que se dolía por la pérdida de un amigo. Además, Ruth me intimidaba, y no deseaba convertirme en el blanco de sus mordaces comentarios. Por eso me contenté con añadir:

—Para ser sincero, no tengo información suficiente. Supongo que la policía habrá investigado el asunto a fondo.

—Sí, claro.

Bajó de la bicicleta, me la entregó y empezamos a subir por entre los pelados árboles, hacia la carretera. Lejos del mar, el ambiente era mucho más apacible. El chaparrón había cesado casi por completo, y la tierra empapada desprendía un agradable olor a húmeda vegetación. El clic-clic-clic de los piñones de la rueda trasera nos acompañó durante la subida.

—Al principio, la policía se mostró muy activa —explicó ella—, pero después el asunto languideció. Creo que la investigación se pospuso. En cualquier caso, no me parece que tengan demasiadas dudas: la semana pasada entregaron el cuerpo de Mike, y nuestra embajada lo devolvió a Inglaterra.

—¿Ah, sí? —procuré no sonar demasiado sorprendido—. ¿No fue un poco prematuro?

—En realidad, no. Habían pasado ya tres semanas y la autopsia había determinado que estaba borracho y que se ahogó. Punto final de la historia.

—Pero ¿qué estaba haciendo en el ferry?

Me lanzó una mirada de las suyas.

—Eso no lo sé. Mike era mayorcito y no tenía por qué dar cuenta de todos sus movimientos.

Seguimos caminando en silencio y se me ocurrió que McAra podía haber salido fácilmente de la isla durante el fin de semana para encontrarse con Rycart en Nueva York. Eso explicaría por qué había anotado el teléfono y también por qué no había contado a los Lang adónde se proponía ir. ¿Cómo iba a hacerlo? «Hasta luego, chicos. Me voy a Naciones Unidas para ver a vuestro peor enemigo…»

Pasamos ante la casa donde me había guarecido de la lluvia y no le quité ojo, por si veía al anciano. Sin embargo, la casa de madera blanca parecía tan cerrada y vacía como cuando la había visto por primera vez; tan fría y desierta que me pregunté si el encuentro no habría sido producto de un sueño.

—El funeral será el domingo, en Londres —comentó Ruth—. Lo enterrarán en Streatham. Su madre está demasiado enferma para asistir. He pensado que quizá yo debería ir. Uno de nosotros tendría que estar y no me parece que mi marido esté muy dispuesto.

—Creo recordar que me dijo que no quería dejarlo solo.

—Más bien parece que es él quien me ha dejado, ¿no?

Después de eso no dijo más y empezó a manosear la capucha en un intento de ponérsela otra vez, aunque ya no hiciera falta. La ayudé con mi mano libre y ella se la echó sobre la cabeza sin darme las gracias. Luego, siguió caminando con la mirada fija en el suelo.

Barry nos esperaba al final del camino con la furgoneta, leyendo una novela de Harry Potter. El motor estaba en marcha, y las luces, encendidas. El limpiaparabrisas barría el cristal intermitentemente con un chirrido de goma. El policía dejó el libro a disgusto, se apeó y abrió la puerta de atrás, abatiendo los asientos. Metimos entre los dos la bicicleta en el maletero. Luego, él se puso al volante y yo me senté al lado de Ruth.

Cogimos un camino distinto al que yo había recorrido en bicicleta, por una carretera que se alejaba del mar serpenteando colina arriba. El ambiente era gris y húmedo, como si una de las nubes de tormenta, en vez de descargar, se hubiera abatido sobre la isla. Entendía por qué Ruth decía que el paisaje le recordaba a Cornualles. Las luces de la furgoneta iluminaban un terreno pelado, casi un páramo, y por el retrovisor pude distinguir los borregos que salpicaban las aguas del Vineyard Sound. La calefacción estaba al máximo, y tuve que ir limpiando el vaho del cristal para ver adónde íbamos. Noté que mi ropa se iba secando, pegándose a mi piel y desprendiendo el mismo desagradable olor a sudor y a producto de tintorería que había percibido en el cuarto de McAra.

Ruth no dijo palabra durante el trayecto y se mantuvo dándome ligeramente la espalda, mirando por la ventanilla. Sin embargo, cuando pasamos ante las luces del aeropuerto, su fría mano buscó la mía a través del asiento. No sé en qué estaría pensando, pero creí adivinarlo y le devolví el apretón. También los «negros» son capaces de sentir compasión de vez en cuando. Los ojos de Barry se clavaron en los míos en el retrovisor. Cuando pusimos el intermitente para girar a la derecha, las imágenes de muerte y tortura y el cartel con las palabras ¡SI POR LA MANO DE ADAM MURIERON TODOS…! quedaron brevemente iluminadas; pero, por lo que pude ver, el refugio de madera y plástico estaba desierto. Nos metimos por el camino y fuimos dando tumbos hasta la mansión.