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¿Y si te mienten? Probablemente, la palabra «mentira» sea un poco fuerte. La mayoría de nosotros tenemos tendencia a adornar nuestros recuerdos para que encajen con la imagen de nosotros mismos que nos gustaría que el mundo viera.

Ghostwriting

Podría haber bajado para verlos marchar. Sin embargo, preferí contemplarlo en la televisión. Siempre digo que, si lo que uno busca es la experiencia de primera mano más auténtica, no hay nada como sentarse ante la pantalla. Por ejemplo, resulta curioso el modo en que los planos de una noticia tomados desde un helicóptero confieren un aire de peligrosa criminalidad incluso a las situaciones más inocentes. Cuando el chófer, Jeff, llevó el Jaguar blindado hasta la puerta principal y dejó el motor en marcha todo el mundo tuvo la impresión de que estaba organizando la fuga de algún capo de la mafia antes de que llegara la policía. El gran coche parecía flotar en una nube de humos de escape en el gélido aire de Nueva Inglaterra.

Me invadió la misma sensación de desorientación que había experimentado el día anterior, cuando la declaración de Lang empezó a llegarme a través del éter. Al mismo tiempo que oía en el pasillo de abajo la voz de Lang y los demás disponiéndose a salir, vi por la televisión que uno de los tipos del Servicio Especial abría la puerta del pasajero y se quedaba allí, esperando. «Está bien, chicos —escuché decir a Kroll—. ¿Todo el mundo listo? Bien, recordad: todos contentos y grandes sonrisas. ¡Allá vamos!» La puerta principal se abrió y, segundos después, vi fugazmente la coronilla del ex primer ministro mientras este corría hacia el coche y desaparecía de la vista en el interior del vehículo al mismo tiempo que su abogado se metía dentro por el otro lado. En la cinta de texto de la pantalla apareció: «Adam Lang sale de la casa de Martha’s Vineyard». Me dije que, sin duda, aquellos chicos del satélite lo sabían todo de todos, pero que no tenían ni la más remota idea de lo que era una tautología.

Tras ellos, el resto de la comitiva salió rápidamente en fila india de la casa y se dirigió a la furgoneta. Amelia iba en cabeza, protegiéndose con una mano los rubios cabellos del vendaval provocado por las palas del helicóptero; luego, las secretarias, seguidas por los ayudantes de Kroll, y por fin unos cuantos guardaespaldas.

Las largas y oscuras siluetas de los vehículos salieron del recinto con los faros encendidos, cruzaron la boscosa extensión que rodeaba la mansión y enfilaron la carretera de West Tisbury. El helicóptero los siguió, levantando una polvareda de hojas muertas y aplastando la escasa vegetación. Por primera vez aquella mañana, mientras el estruendo de los rotores se alejaba, algo parecido a la paz y la tranquilidad volvió a adueñarse de la casa. Fue como si el ojo de una gran tormenta eléctrica se hubiera alejado por fin. Me pregunté dónde estaba Ruth y si también estaría viendo la retransmisión. Me levanté, fui hasta el descansillo de la escalera y escuché atentamente, pero todo estaba en silencio. Cuando regresé al televisor, habían pasado la conexión a tierra, y vi que la limusina de Lang salía del bosque.

Al final del camino había aparecido más policía —cortesía de la Comunidad de Massachusetts— y toda una barrera de agentes mantenía a los manifestantes a una prudente distancia a un lado de la carretera. Por un momento pareció que el Jaguar aceleraría camino hacia el aeropuerto; pero, entonces, sus luces de freno brillaron, y el coche se detuvo mientras la furgoneta hacía lo propio y aparcaba al lado. Y de repente allí estaba Lang, sin abrigo y aparentemente tan indiferente al frío como a la vociferante multitud, caminando hacia las cámaras seguido por tres miembros del Servicio Especial. Busqué el mando a distancia en el sofá donde Amelia se había sentado —y donde todavía quedaba un leve rastro de su perfume—, apunté con él al televisor y subí el volumen.

—Les pido disculpas por haberlos hecho esperar tanto tiempo con este frío —empezó a decir Lang—. Solo quería decir algunas palabras como respuesta a las noticias de La Haya.

Hizo una pausa y clavó la vista en el suelo. ¿Fue un gesto espontáneo o estaba ensayado para dar sensación de naturalidad? Con Lang resultaba difícil decirlo. Las voces que en la distancia gritaban «¡Lang, Lang, Lang! ¡Embustero, embustero, embustero!» eran claramente audibles.

—Estos son tiempos extraños… —prosiguió Lang, como si vacilara—. Son tiempos extraños cuando —y alzó la vista— los que siempre han luchado en favor de la libertad, la paz y la justicia son acusados de criminales mientras los que incitan abiertamente al odio, glorifican las matanzas y buscan la destrucción de la democracia son tratados por la ley como si ellos fueran las víctimas.

«¡Embustero, embustero, embustero!»

—Como dije en mi declaración de ayer, siempre he sido partidario de la labor del Tribunal Penal Internacional de La Haya. Creo en su trabajo y creo en la integridad de sus jueces. Por eso no temo a esta investigación, porque en mi corazón sé que no he hecho nada malo.

Dirigió su mirada más allá de las cámaras, hacia los manifestantes, y por primera vez pareció fijarse en las pancartas que se agitaban con su rostro tras los barrotes, el mono de color naranja y las manos manchadas de sangre. Sus labios eran un trazo firme.

—Me niego a dejarme intimidar —dijo alzando el mentón—. Me niego a dejar que me conviertan en cabeza de turco. Me niego a dejar que me aparten de mi lucha contra el sida, la pobreza y el calentamiento global. Por esta razón me dispongo a viajar a Washington y a seguir atendiendo mis compromisos como estaba previsto. Hay algo que deseo dejar claro para todos los que me escuchan en Gran Bretaña y en todo el mundo: mientras me quede un rastro de aliento combatiré el terrorismo allí donde pueda ser combatido, sea en el campo de batalla, sea, si es necesario, ante los tribunales. Gracias.

Haciendo caso omiso de las preguntas que le formulaban entre gritos, se dio la vuelta —«¿Cuándo piensa volver a Inglaterra, señor Lang?» «¿Aprueba usted el uso de la tortura?»— y se alejó mientras los músculos de sus anchos hombros flexionaban bajo el traje a medida y sus tres guardaespaldas se desplegaban tras él. Una semana antes me habría sentido impresionado, igual que con el discurso que pronunció en Nueva York tras el atentado suicida con bomba de Londres; pero en esos momentos me sorprendió lo poco que me había conmovido. Había sido igual que contemplar a un gran actor en las postrimerías de su carrera, emocionalmente agotado y sin nada más a lo que poder recurrir salvo a su técnica.

Esperé a que estuviera nuevamente en el interior de su coche a prueba de balas, bombas y gases y apagué la televisión.

Con Lang y los demás fuera, la casa parecía no solo vacía, sino desolada, carente de propósito. Bajé la escalera y pasé frente a la iluminada colección de arte tribal africano. La silla que había junto a la puerta principal, donde siempre solía haber sentado un guardaespaldas, estaba vacía. Volví sobre mis pasos y fui hasta el despacho de las secretarias. La pequeña habitación, normalmente limpia y aseada, tenía el aspecto de haber sido abandonada en un arranque de pánico, como la sala de cifrado de una embajada extranjera en una ciudad a punto de capitular. Encima de la mesa se veían montones de papeles, discos de ordenador y viejas ediciones del Hansard[1] y del Congressional Record. Se me ocurrió entonces que no me habían dejado ninguna copia del manuscrito de Lang sobre la que pudiera trabajar, pero cuando intenté abrir el archivador, lo encontré cerrado. Junto a él había una papelera rebosante de documentos triturados.

Miré en la cocina. Había una colección de cuchillos situados encima de una madera de cortar. En la hoja de uno de ellos se veía un rastro de sangre reciente. Dije «¡Hola!» y me asomé a la despensa, pero el ama de llaves no estaba.

No tenía idea de dónde estaba mi habitación, de modo que no me quedó más remedio que volver al pasillo e ir abriendo puerta tras puerta. La primera estaba cerrada. La segunda estaba abierta, y el cuarto que había detrás olía a una dulzona loción para después del afeitado; encima de la cama había un chándal de deporte. Estaba claro que era la habitación que utilizaban los del Servicio Especial durante el turno de noche. La tercera puerta estaba cerrada, y me disponía a probar con la cuarta cuando oí que una mujer lloraba. Enseguida me di cuenta de que se trataba de Ruth: hasta sus sollozos tenían una nota combativa. «La casa principal solo tiene seis dormitorios», había dicho Amelia. «Ruth y Adam disponen de uno cada uno.» Mientras salía pensé que todo aquello era un bonito montaje: el ex primer ministro y su esposa durmiendo en habitaciones separadas con la amante de él al final del pasillo. Casi parecía francés.

Probé con el siguiente picaporte y lo encontré abierto. Fue el aroma de la ropa vieja y el jabón de lavanda, más que la visión de mi propia maleta, lo que me dijo a las claras que aquel había sido el cuarto de McAra. Entré y cerré la puerta suavemente. El gran armario empotrado con puertas de espejo ocupaba toda la pared que me separaba de la habitación de Ruth, y cuando abrí ligeramente una de las puertas correderas oí su llanto apagado. La puerta había chirriado y supongo que ella lo había oído, porque los lloros cesaron de golpe. Me la imaginé levantando la cabeza de la húmeda almohada y mirando la pared con sorpresa. Me aparté y vi que alguien había dejado encima de la cama una caja de folios, tan llena que la tapa apenas encajaba. Un pósit amarillo decía: «Buena suerte. Amelia». Me senté en la colcha y la destapé. «Memorias», proclamaba la primera página, «Por Adam Lang». Después de todo, y a pesar de lo exquisitamente embarazoso de su partida, no me había olvidado. Uno podía opinar lo que quisiera de la señorita Bly, pero era toda una profesional.

Me di cuenta de que me hallaba ante el momento decisivo: o bien continuaba dando vueltas a aquel funesto proyecto, confiando patéticamente en que alguien acabaría acudiendo en mi ayuda tarde o temprano, o bien —y noté que mi columna vertebral se erguía ante la idea— tomaba personalmente el control e intentaba convertir aquellas inefables seiscientas veintitantas páginas en un material digno de ser publicado, recogía mis doscientos cincuenta mil y me largaba a una playa hasta haberme olvidado por completo de los Lang.

Planteado en aquellos términos, no tenía elección. Me armé de valor para hacer caso omiso del rastro de McAra que seguía flotando en la habitación y de la presencia mucho más corpórea de Ruth en el cuarto de al lado. Extraje el manuscrito de su caja, lo coloqué en la mesa situada junto a la ventana, abrí mi mochila y saqué mi portátil y las transcripciones de las entrevistas del día anterior. De todas las actividades humanas posibles, escribir es la que cuenta con más excusas a la hora de empezar: la mesa es demasiado pequeña o demasiado grande, hay demasiado ruido o demasiado silencio, es demasiado temprano o demasiado tarde. Sin embargo, con los años he aprendido a hacer caso omiso de todas ellas y a empezar sin más dilaciones. Conecté el ordenador, encendí el flexo y me quedé mirando la pantalla en blanco del ordenador y el palpitante cursor.

Un libro por escribir constituye un fascinante universo de infinitas posibilidades. Pero basta con escribir una sola palabra para que se convierta en algo prosaico. Basta con una frase para que esté a medio camino de ser uno más de cualquiera de los malditos libros que se han escrito. Sin embargo, no hay que permitir que lo mejor anule lo bueno. A falta de talento siempre puede haber oficio. Al menos, uno siempre puede intentar escribir algo que capte la atención del lector y que lo anime, tras el primer párrafo, a seguir con el segundo, el tercero y así hasta el final. Cogí el manuscrito de McAra para no olvidar el modo en que no hay que empezar una autobiografía de diez millones de dólares.

Capítulo Uno

Primeros años

Su apellido, Lang, es originario de Escocia, y los miembros de su familia están orgullosos de ello. El apellido es una derivación de «long», la antigua palabra inglesa para «alto», y proviene del norte de la frontera que mis antepasados saludan. Fue en el siglo xvi cuando el primero de los Lang…

«¡Que Dios me ayude», pensé. Cogí mi bolígrafo y taché diagonalmente con un grueso trazo aquel párrafo y los que seguían dedicados a la historia ancestral de los Lang. Quien quiera un árbol genealógico, que vaya a un centro de jardinería. Eso es lo que suelo aconsejar a mis clientes. Es algo que no interesa a nadie más. Las órdenes de Maddox eran que comenzara con las acusaciones de crímenes de guerra, lo cual estaba bien en lo que a mí concernía, aunque solo podía servir como una especie de largo prólogo. En algún momento tendrían que empezar los recuerdos propiamente dichos, y para eso quería encontrar un comienzo fresco y novedoso, algo que hiciera que Lang sonara como una persona normal. El hecho de que no fuera una persona normal no venía al caso.

De la habitación de Ruth Lang me llegó sonido de pasos y el de una puerta abriéndose y cerrándose. Al principio creí que se disponía a investigar quién había en la habitación vecina, pero enseguida comprendí que se alejaba. Dejé el manuscrito de McAra y me concentré en las transcripciones. Sabía qué quería: estaba allí desde la primera sesión.

Recuerdo un día, un domingo por la tarde que llovía. Yo no me había levantado todavía de la cama, y alguien llamó a la puerta…

Si pulía un poco la sintaxis, el relato de cómo Ruth había despertado el interés de Lang hacia las elecciones locales, abriéndole de paso las puertas de la política, resultaba una estupenda manera de comenzar. Sin embargo, McAra, con su característica incapacidad para hallar nada que tuviera cierto interés humano, ni siquiera lo mencionaba. Posé mis dedos en el teclado y empecé a escribir:

Capítulo Uno

Primeros años

Me convertí en político por culpa del amor. No por amor hacia ningún partido ni ideología concretos, sino por amor hacia una mujer que llamó a mi puerta una lluviosa tarde de domingo…

Ustedes dirán que resulta sensiblero, pero: a) los hombres sensibles están de moda; b) solo disponía de dos semanas para reescribir el manuscrito entero, y c) estaba tan seguro de que no hay día sin noche como de que era mejor que empezar con las raíces del apellido Lang.

No tardé en estar tecleando tan rápido como mis dos dedos me permitían.

Ella estaba empapada por la lluvia, pero no parecía importarle. Al contrario, se lanzó a un apasionado discurso sobre las elecciones locales. Hasta ese momento, aunque me avergüence decirlo, yo ni siquiera sabía que se iban a celebrar elecciones locales; pero tuve la sensatez suficiente de fingir que sí…

Alcé la vista. A través de la ventana vi a Ruth caminando con paso firme por las dunas, contra el viento, en otro de sus solitarios y meditabundos paseos con su guardaespaldas a una prudente distancia por toda compañía. La observé hasta que se perdió de vista. Luego, volví a mi trabajo.

Seguí así unas cuantas horas, hasta casi la una del mediodía, cuando escuché que alguien llamaba muy discretamente con los nudillos. Di un respingo.

—Señor… —se oyó una tímida voz de mujer—. ¿Al señor le apetece comer?

Abrí la puerta y vi a Dep, el ama de llaves vietnamita, con su negro uniforme de seda. Debía de tener unos cincuenta años y era menuda como un pajarillo. Me dio la impresión de que, si yo hubiera estornudado, la habría mandado volando hasta el otro extremo del pasillo.

—Sí, me gustaría. Gracias.

—¿Aquí o en la cocina?

—En la cocina estaría bien.

Cuando se hubo marchado arrastrando los pies enfundados en zapatillas di media vuelta y me encaré con la habitación. Sabía que no podía aplazarlo por más tiempo. «Haz como con la escritura —me dije—, lánzate de cabeza.» Así pues, abrí mi maleta y la dejé encima de la cama. Luego, tras respirar hondo, descorrí las puertas de espejo del armario y empecé a retirar la ropa de McAra de las perchas, echándomela encima del brazo: camisas y chaquetas baratas, pantalones de los que uno compra en un supermercado y corbatas de las que uno compra en un aeropuerto. «¿Acaso no hay nada hecho a mano en tu guardarropa, Mike?», me dije. Al manejar aquellos cuellos extragrandes y aquellos larguísimos cinturones comprendí que McAra tenía que haber sido un tipo mucho más corpulento que yo. Naturalmente, el resto fue exactamente como me había temido: el tacto de las telas nada familiares, incluso el estruendo de las perchas metálicas en sus colgadores cromados fueron suficientes para romper las barreras de un cuarto de siglo de cuidadosas defensas y devolverme directamente al dormitorio de mis padres, que me había forzado a limpiar tres meses después del funeral de mi madre.

Son las posesiones de los muertos lo que me deprime. ¿Hay algo más triste que el desorden que siembran detrás? ¿Quién dice que todo lo que dejamos tras nosotros es amor? Todo lo que había dejado McAra era ropa vieja. La fui tirando al sillón y después miré en el altillo del armario en busca de la maleta que la había contenido. Imaginaba que la encontraría vacía, pero al cogerla por el asa noté que algo se movía en su interior. «¡Ah! —me dije—. ¡Por fin el documento secreto!»

La maleta era grande y fea, hecha de plástico moldeado; demasiado voluminosa para poder manejarla cómodamente. Golpeó el suelo con un ruido sordo que pareció resonar en toda la casa. Aguardé un momento y después la estiré en el suelo, me arrodillé frente a ella y abrí los dos cierres. Saltaron a la vez con un ruidoso y brusco chasquido.

Era la clase de maleta que hacía diez años que ya no se fabricaba, salvo en los rincones menos de moda de Albania. El interior estaba forrado de una brillante y espantosa tela sintética de la que colgaban tirantes de goma. El contenido consistía en un gran sobre dirigido a «D. M. McAra» a una dirección de un buzón postal de Vineyard Haven. La etiqueta del dorso indicaba que provenía del Adam Lang Archive Centre, en Cambridge. Lo abrí y extraje unas cuantas fotografías y fotocopias junto con una tarjeta con los saludos de Julia Crawford-Jones, doctora en filosofía.

Una de las fotos la reconocí en el acto. Era de Lang con su disfraz de pollo durante una de las funciones de Footlight Revue, a principios de los setenta. Había una docena de instantáneas más donde aparecía el resto del reparto, unas cuantas más donde se veía a Lang con sombrero de paja y chaqueta a rayas bateando con una percha, y tres o cuatro más durante un picnic, seguramente aquel mismo día. Las fotocopias eran de distintos programas de Footlights y de varias críticas teatrales de Cambridge además de un montón de artículos de periódicos locales sobre las elecciones locales de 1977 y del primer carnet del partido de Lang. Cuando comprobé la fecha del documento la cabeza me dio unas cuantas vueltas. Databa de 1975.

Después de eso, empecé a examinar el lote con más cuidado, empezando por los artículos sobre las elecciones. Al principio había creído que eran del London Evening Standard, pero no tardé en comprobar que pertenecían al órgano de comunicación de un partido, el partido de Lang, y que salía en una foto junto a otros voluntarios. Debido a la mala calidad de la imagen no resultaba fácil reconocerlo. Llevaba el pelo largo y la ropa le iba holgada, pero era él sin duda, uno de los que iban de puerta en puerta pidiendo el voto para el partido. «Representante electoral: A. Lang.»

Me enfadé más que otra cosa. No me pareció nada siniestro, desde luego. Todo el mundo tiende a adornar su propia realidad. Empezamos añadiendo una pequeña fantasía a nuestras vidas y un día, quizá por diversión, lo convertimos en anécdota. No hacemos mal a nadie, pero con los años vamos repitiendo dicha anécdota hasta que se convierte en un hecho aceptado. No pasa mucho tiempo antes de que su desmentido resulte embarazoso, y, al cabo de un tiempo, acabamos creyendo que todo era verdad. Es mediante esos pequeños, pero continuos, añadidos al mito que van tomando forma los antecedentes biográficos como si de una barrera de coral se tratase.

No me costaba trabajo comprender por qué a Lang le gustaba fingir que había entrado en política por culpa de que le gustaba una chica. Era algo que le daba buena imagen, haciéndolo aparecer menos ambicioso, y algo que de paso halagaba a Ruth al otorgarle mayor protagonismo del que seguramente tenía. Además, al público le gustaba. Por lo tanto, todos contentos. Sin embargo, la cuestión planteaba una pregunta que afectaba a otro, a mí: ¿qué debía hacer yo?

No es nada infrecuente que un «negro» se enfrente a este dilema durante su trabajo, y la solución es sencilla: uno presenta la discrepancia al personaje y deja que sea él quien resuelva. La responsabilidad del colaborador no consiste en insistir en la estricta verdad. Si así fuera, hace tiempo que nuestra rama del negocio se habría hundido bajo el peso de la realidad. Del mismo modo que el estilista no dice a su clienta que tiene la cara de un sapo, el «negro» no enfrenta al biografiado con el hecho de que sus queridos recuerdos son falsos. «No nos lo dicten: déjenlo a nuestro alcance.» Ese es nuestro lema. Obviamente, McAra se había olvidado de esta regla fundamental. Seguramente había tenido dudas sobre lo que le contaban y había solicitado material a los archivos para investigar y omitir luego de las memorias la mejor anécdota del ex primer ministro. ¡Menudo aficionado! No me costaba imaginar lo bien que lo habrían recibido. Eso explicaba seguramente por qué la relación se había enfriado.

Dirigí mi atención al material de Cambridge. Había una extraña inocencia en esa marchita jeunesse dorée, extraviada en aquel perdido y feliz valle situado entre las cumbres del hippismo y del punk. Espiritualmente se los veía mucho más cerca de los sesenta que de los setenta. Las chicas llevaban largos vestidos floreados con amplios escotes y grandes sombreros de paja para protegerse del sol. Los chicos llevaban el pelo casi tan largo como las chicas. En la única foto en color, Lang sostenía una botella de champán en una mano y lo que parecía un canuto en la otra; una joven hacía ademán de darle de comer fresas mientras al fondo un tipo con el torso desnudo hacía una señal con el pulgar hacia arriba.

La más grande de las fotos del reparto mostraba a ocho jóvenes reunidos bajo un reflector con los brazos extendidos, como si acabaran de finalizar un número de canto y baile en un cabaret. Lang ocupaba el extremo derecho y llevaba su chaqueta a rayas, corbata de pajarita y sombrero de paja de gondolero. Había dos chicas vestidas con leotardos de malla y tacones altos: una con el cabello rubio y corto; la otra, con rizos oscuros, seguramente pelirrojos (resultaba imposible asegurarlo debido al blanco y negro de la foto). Ambas eran atractivas. También reconocí a dos hombres aparte de Lang: uno era actualmente un famoso comediógrafo; el otro un conocido actor. Había un tercer individuo que parecía mayor que el resto. Puede que fuera un posgraduado haciendo un trabajo de investigación. Todos iban con guantes.

Pegada al dorso de la foto había una lista mecanografiada con los nombres de los actores y los colegios a los que pertenecían: G.W. Syme (Caius); W.K. Innes (Pembroke); A. Parke (Newham); P. Emmett (St. Jonh’s); A.D. Martin (King’s); E.D. Vaux (Christ’s); H.C. Martineau (Girton); A.P. Lang (Jesus).

En la esquina inferior izquierda se veía el sello del copyright del Cambridge Evening News y escrito en diagonal con bolígrafo azul un número de teléfono con el prefijo internacional de Gran Bretaña. Sin duda, McAra, el hurón incansable, había localizado a uno de los miembros del reparto. Me pregunté cuál de ellos sería y si, él o ella, recordaría la situación de la fotografía. Por puro capricho, saqué el móvil y marqué.

En lugar del familiar doble tono inglés oí la nota sostenida del estadounidense. Lo dejé sonar un momento y me disponía a colgar cuando contestó un hombre, cautelosamente.

—Richard Rycart. —La voz, con su ligero deje colonial, «Richard Roicart», era inconfundiblemente la del ex ministro de Asuntos Exteriores. Sonaba suspicaz—: ¿Quién habla?

Colgué en el acto. La verdad es que me asusté tanto que arrojé el móvil a la cama. El aparato se quedó allí treinta segundos y a continuación empezó a sonar. Me lancé sobre él y lo cogí. El número entrante indicaba «privado». Lo desconecté a toda prisa. Durante medio minuto me quedé demasiado estupefacto para poder moverme.

Me dije que no debía precipitarme en mis conclusiones. No podía estar seguro de que McAra hubiera escrito aquel número y aún menos de que hubiera llamado. Miré el sobre para ver cuándo lo habían enviado. Había salido del Reino Unido el 3 de enero, nueve días antes de que su destinatario muriera.

De repente me pareció sumamente urgente borrar de aquel cuarto cualquier huella de mi predecesor. Saqué a toda velocidad la ropa que quedaba en el armario, volcando directamente en la maleta los cajones con los calcetines y los calzoncillos (recuerdo que eran calcetines altos y de lana hasta la rodilla y slips blancos y fondones: el tío era tradicional hasta la médula). No encontré ningún tipo de papeles personales —diarios o agendas—, ni siquiera libros; supuse que la policía se los habría llevado tras encontrar el cadáver. Del cuarto de baño cogí la maquinilla de afeitar de usar y tirar, el cepillo de dientes, el peine y todo lo que encontré. Así terminé: todos los efectos personales de Michael McAra, antiguo ayudante del honorable Adam Lang, quedaron metidos en una maleta lista para ir a parar a la basura. Me la llevé por el pasillo hasta el solarium. En lo que a mí se refería, podía quedarse allí hasta que llegara el verano siempre que no tuviera que verla nunca más. Tardé un momento en recobrar el aliento.

Aun así, mientras regresaba a mi —a su— cuarto, seguí notando su presencia pisándome los talones.

—Vete a la mierda, McAra —mascullé—. Vete a la mierda, déjame escribir este maldito libro y largarme de aquí.

Metí las fotos y las fotocopias en el sobre y busqué algún lugar donde esconderlo. Entonces me detuve y me pregunté por qué quería ocultarlo. No contenía nada que fuera alto secreto ni tenía nada que ver con crímenes de guerra. Era solo un joven, un actor estudiante sentado a la orilla del río bebiendo champán con sus amigos. Podía haber numerosas razones que explicaran la presencia del teléfono de Rycart al dorso de la foto. Sin embargo, por alguna extraña razón, seguía pidiendo que lo ocultaran; y, a falta de una idea mejor, lamento decirlo, recurrí al manido tópico de levantar el colchón y esconderlo debajo.

—La comida está servida —dijo suavemente Dep asomándose desde el pasillo. Me volví inmediatamente. No estaba seguro de que me hubiera visto, pero tampoco de que tuviera alguna importancia: comparada con lo que habría visto en la casa durante las últimas semanas, mi extraña conducta debía de parecerle de lo más normal.

La seguí hasta la cocina.

—¿Está la señora en casa?

—No, señor, se ha ido de compras a Vineyard Haven.

Dep me había preparado un sándwich. Me senté en un alto taburete y me obligué a comerlo mientras ella envolvía cosas en papel de aluminio y las guardaba en las seis neveras de acero que se alineaban en la cocina de Rhinehart. Medité sobre lo que debía hacer a continuación. En circunstancias normales me habría forzado a volver a sentarme al escritorio para seguir escribiendo durante toda la tarde; pero, por primera vez a lo largo de mi trayectoria como «negro», me sentía bloqueado. Había malgastado toda la mañana componiendo un encantador e íntimo retrato de algo que no había ocurrido, de algo que era imposible que hubiera ocurrido porque Ruth Lang no había llegado a Londres para empezar a trabajar hasta 1976, momento en el que su futuro marido ya era miembro del partido desde hacía un año.

Incluso la perspectiva de entrar en el capítulo de Cambridge, que en su momento me había parecido un camino de rosas, se me antojaba como una pared en blanco. ¿Quién era realmente aquel despreocupado ligón y aspirante a actor con alergia a la política? ¿Qué lo había convertido de golpe en un activista que iba de distrito electoral en distrito electoral si no había sido su encuentro con Ruth? La cosa carecía de sentido para mí. Fue entonces cuando comprendí que tenía un problema con nuestro antiguo primer ministro. No era un personaje psicológicamente creíble. En carne y hueso o en la pantalla, mientras desempeñaba el papel de estadista, parecía irradiar una fuerte personalidad; pero, de algún modo, cuando uno se sentaba y pensaba en él, se desvanecía. Y aquello hacía prácticamente imposible que continuara con mi trabajo: a Lang, a diferencia de los distintos tíos raros del mundo del espectáculo y del deporte con los que había trabajado, sencillamente, no podía construirlo.

Cogí el móvil y pensé en llamar a Rycart, pero cuanto más pensaba en cómo podía transcurrir la conversación, menos inclinado me sentía a iniciarla. ¿Qué iba a decirle? «Ah, hola, usted no me conoce, pero he sustituido a Mike McAra como “negro” de Lang. Tengo entendido que él habló con usted poco antes de acabar muerto y arrojado a una playa.» Me guardé el móvil en el bolsillo y, de repente, no pude quitarme de la cabeza la imagen del fornido cuerpo de McAra rodando entre las olas que rompían en la orilla. ¿Había chocado contra las rocas o fue arrastrado directamente hasta la arena? ¿Cómo se llamaba el lugar donde lo habían encontrado? Rick lo había mencionado cuando habíamos almorzado en su club de Londres. «Lambert-no-sé-qué.»

—Disculpe, Dep —dije al ama de llaves. Ella se irguió desde el frigorífico. Tenía un rostro muy dulce—. ¿No tendrá por casualidad un mapa de la isla que pueda prestarme?