A menudo, los autores son gente muy atareada con la que resulta difícil tratar; a veces son muy temperamentales. En consecuencia, los editores cuentan con los servicios de los «negros» para hacer que el proceso de la publicación transcurra con los menores sobresaltos posibles.
Ghostwriting
Quedaba descartado que aquella noche pudiera hacer algo productivo. Ni siquiera encendí el televisor. Lo único que ansiaba era el olvido. Desconecté el móvil, bajé al bar y, cuando cerró, subí a mi habitación y me senté para vaciar una botella de whisky hasta mucho más allá de la medianoche. Sin duda eso explica por qué, por una vez, conseguí dormir de un tirón.
Me despertó el teléfono de la mesilla. Su doloroso timbrazo hizo que me vibraran los ojos en las órbitas y, cuando me di la vuelta para contestar, noté cómo mi estómago seguía dando vueltas, alejándose de mí a través de la cama como un tembloroso globo lleno de un líquido viscoso y tóxico. En mi habitación giratoria hacía mucho calor porque el acondicionador de aire debía de estar al máximo. Entonces me di cuenta de que me había dormido completamente vestido y con las luces encendidas.
—Tiene que dejar el hotel inmediatamente —me anunció Amelia—. La situación ha cambiado. —Su voz me perforaba el cerebro igual que una aguja de hacer punto—. Un coche va de camino para recogerlo.
Eso fue todo lo que dijo. Yo no discutí, no podía. Ya no estaba.
Recordé haber leído que en el antiguo Egipto solían preparar el cuerpo de los faraones para momificarlos extrayéndoles el cerebro por la nariz con un gancho. Estaba seguro de que me habían hecho lo mismo en algún momento de la noche. Fui hasta la ventana arrastrando los pies, descorrí las cortinas y descubrí un cielo y un mar tan grises como la muerte. No se veía un alma. El silencio era total y ni siquiera lo rasgaba el graznido de las gaviotas. Se acercaba una tormenta. Hasta yo era capaz de darme cuenta.
Pero entonces, justo cuando me disponía a dar media vuelta, oí el distante rumor de un motor. Miré hacia la calle que corría bajo mi ventana y vi que unos cuantos coches se detenían allí mismo. Se abrieron las puertas del primero, y se apearon dos individuos, jóvenes y atléticos, vestidos con vaqueros, botas y anoraks. El conductor levantó la vista hacia mi ventana, y yo me aparté instintivamente. Cuando me arriesgué a echar una segunda ojeada, había abierto el maletero y estaba inclinado sobre él. Cuando se incorporó tenía entre manos algo que, en mi paranoico estado, me pareció una metralleta. En realidad, era una cámara de televisión.
Me puse en marcha rápidamente. Todo lo rápidamente que mi condición me permitió. Abrí la ventana de par en par para dejar entrar una ráfaga de aire helado. Me desvestí, me duché con agua tibia, me afeité, me vestí con ropa informal y preparé la maleta. Eran las nueve menos cuarto cuando bajé a la recepción —es decir, hacía una hora que el primer ferry había desembarcado en Vineyard Haven—, y parecía que en el hotel fuera a celebrarse una convención internacional de medios de comunicación. Opinara uno lo que opinara sobre Adam Lang, no cabía duda de que estaba obrando maravillas en la economía local. Edgartown nunca había estado tan abarrotado desde lo de Chappaquiddick. Debía haber al menos unas treinta personas dando vueltas por allí, tomando café e intercambiando historias en media docena de idiomas, hablando por el móvil y preparando los equipos. Yo había pasado el suficiente tiempo en compañía de reporteros para saber diferenciarlos: los de televisión iban vestidos como para un funeral, y los hurones de las agencias de noticias eran los que parecían enterradores.
Compré un ejemplar del New York Times y me dirigí al restaurante, donde me bebí tres vasos seguidos de zumo de naranja antes de dedicar mi atención al periódico. Lang ya no estaba enterrado en el fondo de la sección de Internacional. No. Estaba en primera página.
UN TRIBUNAL DE CRÍMENES DE GUERRA INVESTIGA A EX PREMIER BRITÁNICO
HOY SE HARÁ PÚBLICO EL ANUNCIO
EL EX MINISTRO DE EXTERIORES DECLARA QUE LANG APROBÓ EL USO DE LA TORTURA POR PARTE DE LA CIA
Lang había hecho una «contundente» declaración (sentí que mi orgullo crecía) y estaba «enfrascado» en «hacer frente a un golpe tras otro», empezando por el «ahogamiento accidental de un estrecho colaborador a principios de año». El asunto resultaba «embarazoso» para los gobiernos del Reino Unido y de Estados Unidos. Sin embargo, un alto cargo de la administración en Washington aseguraba que la Casa Blanca permanecería fiel al hombre que había sido su aliado incondicional: «Estuvo entonces con nosotros, y nosotros estaremos ahora con él», había declarado el alto cargo tras tener garantizado su anonimato.
Pero el párrafo final hizo que se me atragantara el café.
La publicación de las memorias del señor Lang, que estaba prevista para junio, ha sido adelantada a finales de abril. John Maddox, consejero delegado de Rhinehart Publishing Inc., de quien se dice que ha pagado diez millones de dólares por el libro, ha declarado que en estos momentos están dando los últimos retoques al manuscrito. «Va a ser un bombazo editorial —declaró ayer el señor Maddox a este periódico durante una entrevista telefónica—. Adam Lang nos va a brindar lo que será la primera versión de un líder político de Occidente de lo que ha sido la guerra contra el terror».
Doblé el diario, me levanté y crucé el vestíbulo con la mayor dignidad posible mientras sorteaba los estuches con las cámaras, los teleobjetivos de cincuenta centímetros y los micrófonos de mano con sus profilácticas caperuzas contra el viento. Entre los miembros del Cuarto Poder reinaba un ambiente jovial y desenfadado, casi de fiesta, como el que podría haberse visto en el medievo, cuando las buenas gentes se reunían alegremente para asistir a una decapitación.
—La sala de noticias dice que la conferencia de prensa de La Haya será a las diez, hora de la costa Este —gritó alguien.
Paseé inadvertido y salí al porche, desde donde llamé a mi agente. Me contestó su ayudante, Brad o Brett o Brat, cuyo nombre ya no recordaba porque Rick cambiaba de personal casi con la misma rapidez que de esposa.
Le dije que deseaba hablar con el señor Ricardelli.
—En estos momentos no está en la oficina.
—¿Y dónde está?
—Se ha ido de pesca.
—¿De pesca?
—Sí. Ha dicho que irá llamando para recoger los mensajes.
—Pues qué bien. ¿Desde dónde?
—Desde el Bouma National Heritage Rainforest Park.
—¡Santo cielo! ¿Dónde está eso?
—Fue un impulso repentino.
—Sí, pero ¿dónde está eso? —repetí.
Brad o Brett o Brat vaciló.
—En las Fiyi.
La furgoneta me llevó colina arriba fuera de Edgartown, más allá de la librería, el pequeño cine y la iglesia de los balleneros. Cuando llegamos al límite del pueblo, en lugar de torcer a la derecha en dirección a Vineyard Haven, seguimos las señales a la izquierda, hacia West Tisbury; lo cual significaba que me llevaban a la casa en vez de deportarme por la violación del Decreto de Secretos Oficiales. Me senté tras el policía con mi maleta en el asiento contiguo. El tipo era uno de los más jóvenes, vestido con la cazadora negra y la corbata gris de su uniforme de no ir de uniforme. Sus ojos buscaron los míos a través del retrovisor y me dijo que el asunto se estaba poniendo muy feo. Yo contesté brevemente que era realmente feo y seguí mirando por la ventana para evitar deliberadamente tener que hablar de nada más.
No tardamos en adentrarnos por el llano paisaje. Junto a la carretera corría un desierto sendero para bicicletas. Más allá se extendía en monótono bosque. Puede que mi frágil cuerpo estuviera en Martha’s Vineyard, pero mi mente se hallaba en el Pacífico Sur. Pensaba en Rick y en las Fiyi y en las varias y refinadas maneras de despedirlo cuando volviera. Mi yo racional me decía que no lo haría —¿acaso no podía ir de pesca?—, pero aquella mañana dominaba el irracional. Supongo que estaba asustado, y el miedo trastorna nuestro juicio aún más que el alcohol y el agotamiento. Me sentía burlado, abandonado y agraviado.
—Cuando lo haya dejado —comentó el policía, indiferente a mi silencio— tengo que ir a recoger al señor Kroll al aeropuerto. Uno siempre sabe que un asunto se pone feo cuando ve que empiezan a llegar los abogados y… —Se interrumpió y se inclinó hacia el parabrisas—. ¡Mierda! ¡Ya volvemos a empezar!
A lo lejos se veía como si se hubiera producido un accidente de tráfico. Las brillantes luces de los coches de policía destellaban dramáticamente e iluminaban los árboles circundantes como los relámpagos de una ópera wagneriana. Al acercarnos vi una docena de coches y camionetas aparcados a ambos lados de la carretera. Un montón de gente se movía entre ellos sin rumbo. Supuse que se trataba de una colisión múltiple, pero cuando la furgoneta aminoró y puso el intermitente hacia la izquierda, aquellos individuos cogieron algo del suelo y se nos acercaron corriendo.
—¡Lang, Lang, Lang! —gritó una mujer a través de un altavoz—. ¡Mentiroso, mentiroso, mentiroso!
Unas figuras de cartón de Lang vestido con un mono naranja y aferrando los barrotes de una cárcel danzaron frente al parabrisas. «¡Se busca criminal de guerra: Adam Lang!»
La policía de Edgartown, que había bloqueado con conos el camino que conducía a la mansión de Rhinehart, los apartó rápidamente para dejarnos pasar, pero no antes de que nos viéramos obligados a detenernos. Los manifestantes nos rodearon y una lluvia de golpes y patadas arreció sobre la furgoneta. Vi brevemente un arco de blanca luz que iluminaba a una figura, a un hombre encapuchado igual que un monje. El tipo, a quien creí reconocer, se apartó de su entrevistador para mirarnos fijamente, pero enseguida desapareció tras una riada de rostros contorsionados, puñetazos y salivazos.
—Estos violentos hijos de puta —dijo el conductor— son siempre los mismos en todas partes: los que se manifiestan por la paz.
Aplastó el acelerador haciendo patinar los neumáticos traseros hasta que por fin estos mordieron el terreno, y nos adentramos a toda velocidad en el silencioso bosque.
Amelia me recibió en el pasillo y miró despectivamente mi única maleta como solo una mujer es capaz de hacerlo.
—¿Es eso todo?
—Es que viajo ligero.
—¿Ligero? Yo diría que en cueros. En fin —suspiró—. Sígame.
Mi maleta era una de esas que se ven por todas partes, con un mango extensible y ruedecillas que hicieron un sordo siseo al deslizarse en el suelo de piedra mientras yo seguía a Amelia por el pasillo hasta el fondo de la casa.
—Anoche intenté llamarlo varias veces —me dijo sin darse la vuelta—, pero no contestaba.
«Aquí llega», me dije.
—Me olvidé de cargar el móvil.
—Ya. ¿Y qué le pasaba al teléfono de su habitación? También probé con él.
—Había salido.
—¿Hasta medianoche?
Di un respingo a sus espaldas.
—¿Qué quería decirme?
—Esto.
Se detuvo frente a una puerta, la abrió y se apartó para dejarme entrar. El cuarto estaba a oscuras, pero las gruesas cortinas no se juntaban en medio y dejaban entrar la suficiente claridad para que pudiera distinguir el perfil de una cama doble. Olía a ropa vieja y jabón de señora. Amelia entró y descorrió las cortinas de golpe.
—A partir de ahora, dormirá aquí.
Era una habitación sencilla, con unas ventanas correderas que daban directamente al césped del jardín. Aparte de la cama, había un escritorio con una lámpara de flexo, un sillón tapizado con algo beis y tupido y un armario ropero empotrado, con las puertas de espejo, que ocupaba toda la pared. También vi el baño contiguo, alicatado de blanco. Limpio y funcional: deprimente.
Intenté tomármelo a broma:
—Así que aquí meten a la abuelita, ¿no?
—No. Aquí metimos a McAra.
Abrió una de las puertas del armario y reveló unas cuantas camisas y chaquetas en sus colgadores.
—Me temo que todavía no hemos tenido tiempo de hacer una limpieza a fondo. Además, su madre está en una residencia para ancianos y no dispone de sitio para guardar sus cosas. De todas maneras, como dice usted mismo, le gusta viajar ligero. En cualquier caso, solo serán unos pocos días ahora que la fecha de publicación se ha adelantado.
Nunca he sido especialmente supersticioso, pero sí creo que algunos lugares tienen un determinado ambiente; y aquella habitación no me gustó desde el momento en que entré. La sola idea de tocar la ropa de McAra me llenaba de repulsión.
—Tengo como norma no dormir nunca en casa de un cliente —dije intentado que mi voz sonara lo menos crispada posible—. Estoy convencido de que, tras todo un día de trabajo, lo mejor es alejarse y desconectar.
—Pero de este modo podrá tener acceso permanente al manuscrito. ¿No era eso lo que deseaba? —Me obsequió su sonrisa de siempre, solo que esta vez había verdadero regocijo en ella: me tenía exactamente donde quería, tanto literal como figuradamente—. Además, no habría podido esquivar a la prensa. Tarde o temprano habrían descubierto quién es usted y lo acosarían con sus preguntas, lo cual sería horrible para usted. De este modo podrá trabajar en paz.
—¿No hay otra habitación que pueda ocupar?
—En la casa principal solo hay dos dormitorios. Adam y Ruth ocupan uno cada uno. Las chicas comparten otro. Los policías tienen otro para los turnos de guardia nocturnos, y el bloque de los invitados está ocupado por los hombres del Servicio Especial. No sea remilgado. Las sábanas están limpias. —Consultó su elegante reloj de oro y dijo—: Mire, Sydney Kroll está a punto de llegar y esperamos en cualquier momento la declaración del Tribunal Penal. ¿Por qué no se instala y se reúne después con nosotros? Se decida lo que se decida, le afectará. Prácticamente es uno de los nuestros.
—¿Lo soy?
—Desde luego. Ayer redactó el comunicado. Eso lo convierte en cómplice.
Se fue, pero no deshice la maleta. No me veía con ánimos, así que me senté en el borde de la cama y me quedé mirando por la ventana el césped azotado por el viento, los bajos árboles y el inmenso cielo. Un brillante punto de luz viajaba a toda velocidad por la vasta y gris extensión, creciendo a medida que se acercaba: un helicóptero. Pasó volando a baja altura y haciendo vibrar los gruesos cristales de los ventanales. Uno o dos minutos más tarde reapareció y se quedó flotando a menos de un par de kilómetros de distancia, como si fuera una enorme cometa. Se me ocurrió que era una señal de lo feo que se estaba poniendo el asunto si un apurado director de informativos con el presupuesto al límite estaba dispuesto a alquilar un aparato como aquel con tal de captar un fugaz primer plano de un ex primer ministro británico. Me imaginé a Kate, contemplando satisfecha las imágenes en directo desde su despacho de Londres, y se apoderó de mí el delirante deseo de correr fuera y empezar a danzar como Julie Andrews al principio de Sonrisas y lágrimas: «¡Sí, cariño, soy yo! ¡Aquí estoy, con el criminal de guerra! ¡Soy su cómplice!».
Sin embargo, seguí sin moverme hasta que oí el ruido de la furgoneta aparcando frente a la puerta principal seguido de una algarabía de voces en el vestíbulo y de un ejército de pasos marchando por la escalera. Supuse que así debían de sonar mil dólares la hora en concepto de asesoramiento legal. Concedí a Kroll y a su cliente unos minutos para que se estrecharan la mano, se ofrecieran condolencias e intercambiaran expresiones de confianza mutua. Luego, salí fatigadamente de mi habitación de muerto y subí para unirme a ellos.
Kroll había llegado en un avión particular desde Washington acompañado por dos jóvenes ayudantes: una joven mexicana muy guapa a quien nos presentó como «Encarnación», y un joven negro de Nueva York llamado Josh. Se sentaron a ambos lados de su jefe, de espaldas a los ventanales que miraban al mar, con sus respectivos portátiles abiertos. Adam y Ruth Lang ocupaban el diván de enfrente, Amelia y yo teníamos un sillón para cada uno. Un televisor con una pantalla plana del tamaño de la de un cine mostraba el plano aéreo de la casa tal como lo estaba filmando el helicóptero que podíamos escuchar zumbando en el exterior. De vez en cuando, la cadena de noticias pasaba la conexión al reportero que aguardaba en el edificio del Tribunal Penal de La Haya, donde la conferencia de prensa estaba a punto de comenzar. Cada vez que veía el atril con el logotipo del organismo —una corona de laurel de un elegante color azul Naciones Unidas acompañada de la balanza de la justicia— me sentía un poco más nervioso. Sin embargo, Lang parecía muy tranquilo. Se había quitado la chaqueta y llevaba camisa blanca y corbata azul marino. Era la clase de situación para la que estaba hecho su metabolismo.
—Bien —le dijo Kroll cuando todos estuvimos sentados—, a partir de ahora, el guión que seguiremos es el siguiente: no te van a acusar, no te van a arrestar. Nada de todo esto va a tener la más mínima importancia. Lo prometo. Todo lo que solicita el fiscal en estos momentos es autorización para iniciar una investigación oficial, ¿de acuerdo? Así pues, cuando salgas ahí fuera, camina erguido y estate tranquilo porque todo va a salir bien.
—El presidente me ha dicho que cree que es posible que ni siquiera dejen investigar —comentó Lang.
—Siempre lo pienso dos veces antes de contradecir al líder del mundo libre —repuso Kroll—, pero la opinión más extendida en Washington esta mañana es que no tendrán más remedio. Según parece, nuestra señora fiscal conoce bien su oficio. El gobierno británico se ha negado repetidamente a abrir una investigación sobre la Operación Tempestad: eso le da un pretexto legal para meter las narices personalmente. Y al haber filtrado el caso a la prensa antes de presentarlo a la cámara de asuntos preliminares ha presionado a esos tres magistrados lo suficiente para garantizarse que la autoricen a poner en marcha la investigación. Saben muy bien que, si le dijeran que no siguiera adelante, todo el mundo diría que tienen miedo de perseguir a una gran potencia.
—Eso no es más que una burda táctica —dijo Ruth, que iba vestida con unas mallas negras y otro de sus tops sin forma. Estaba sentada con los pies descalzos recogidos bajo las piernas y dando la espalda a su marido.
Lang hizo un gesto de indiferencia.
—Es simple táctica política.
—A eso me refiero exactamente —intervino Kroll—. Tratémoslo como una cuestión política, no legal.
—Tenemos que dar nuestra propia versión de los hechos —declaró Ruth—. Ya no podemos seguir negándonos a hacer comentarios.
Vi que se me abría una oportunidad y me lancé:
—John Maddox…
—Sí —me interrumpió Kroll—. He hablado con John, y está en lo cierto. Tenemos que centrarnos en esta historia con las memorias. Son la plataforma perfecta para que puedas contestar, Adam. Todo el mundo está muy impaciente.
—Muy bien —dijo Lang.
—Tienes que sentarte lo antes posible con nuestro amigo aquí presente —me di cuenta de que Kroll se había olvidado de mi nombre— y repasar el asunto con todo detalle. De todas maneras, no te olvides de consultarme antes. La prueba que hemos de superar es imaginar que la fiscal lee cada palabra estando tú en el estrado.
—¿Y por qué? —preguntó Ruth—. ¿No acabas de decir que nada de todo esto va a tener la más mínima importancia?
—Y no la tendrá —aseguró Kroll sin inmutarse—, especialmente si tenemos cuidado de no dar más munición al enemigo.
—De este modo lo presentaremos como queramos —dijo Lang— y, me pregunten lo que me pregunten, siempre podré remitirme a lo dicho en las memorias. Quién sabe. Hasta es posible que nos ayude a vender unos cuantos ejemplares. —Miró a su alrededor, y todos sonreímos—. De acuerdo —dijo—. Volviendo a lo de hoy, ¿por qué cargos piensan investigarme?
Kroll hizo un gesto a Encarnación.
—O bien por crímenes contra la humanidad —dijo cautelosamente— o por crímenes de guerra.
Se produjo un silencio general. Resulta curioso el efecto que dichas palabras pueden producir. Quizá fuera porque había sido ella quien las había pronunciado. Tenía un aspecto tan inocente… Dejamos de sonreír en el acto.
—¡Esto sí que es increíble! —exclamó Ruth al fin—. ¡Poner al mismo nivel de los nazis lo que Adam hizo o dejó de hacer!
—Esa es precisamente la razón de que Estados Unidos no haya reconocido ese tribunal —explicó Kroll en tono admonitorio—. Ya os advertimos que esto podría pasar. En principio, un tribunal internacional contra los crímenes de guerra suena muy noble e idealista; pero uno empieza a perseguir a los maníacos genocidas del Tercer Mundo y, tarde o temprano, el Tercer Mundo arremete contra uno; de lo contrario, parece discriminación. Ellos nos matan a tres mil, nosotros les matamos a tres y, de repente, todos somos criminales de guerra. Es una equivalencia moral de la peor clase. Y claro, como no pueden arrastrar a Estados Unidos ante su pretendido tribunal, ¿a quién arrastran?, pues a su más fiel aliado: a ti. Como digo, no se trata de una cuestión legal, sino de una cuestión política.
—Deberías exponerlo precisamente de esa manera, Adam —dijo Amelia anotando algo en su libreta roja.
—No te preocupes —repuso él en tono lúgubre—. Lo haré.
—Adelante, Connie, escuchemos el resto —pidió Kroll.
—La razón por la que no podemos estar seguros de qué camino tomarán en estos momentos radica en que la tortura está considerada ilegal tanto por el artículo siete del Estatuto de Roma de 1998, bajo el epígrafe de «Crímenes contra la humanidad», como por el artículo ocho, de «Crímenes de guerra». Este último, define crimen de guerra como «privar a un prisionero de guerra o de cualquier persona especialmente protegida de su derecho a un juicio justo» y como «la deportación, traslado o confinamiento ilegales». Prima facie, señor, usted podría ser acusado tanto por el artículo siete como por el ocho.
—¡Pero si yo no he ordenado que torturaran a nadie! —exclamó Lang en tono de ultrajada incredulidad—. ¡Y tampoco he privado de un juicio justo ni he encarcelado ilegalmente a nadie! Quizá pudieran acusar a Estados Unidos de hacerlo, pero no al Reino Unido.
—Tiene usted razón, señor —reconoció Encarnación—. Sin embargo, el artículo veinticinco, que detalla la responsabilidad penal individual, dice —de nuevo, sus fríos ojos oscuros se volvieron hacia la pantalla de su portátil—: «Una persona será responsable penal, y por lo tanto estará sujeta a castigo, si facilita la comisión de dicho delito, colabora o instiga o de cualquier otro modo ayuda a su comisión o a su intento de comisión, incluyendo los medios para el fin».
Nuevamente se hizo un silencio, interrumpido únicamente por el lejano zumbido del helicóptero.
—Como definición, es tirando a extensiva —comentó Lang en voz baja.
—¡Es absurdo! ¡Eso es lo que es! —tronó Kroll—. Significa que si la CIA envía en un avión privado a un sospechoso para hacer que lo interroguen, ¡los propietarios del avión son técnicamente hablando culpables de haber colaborado en la comisión de un crimen contra la humanidad!
—Pero, legalmente… —dijo Lang.
—No es legal, Adam —lo interrumpió Kroll con un deje de exasperación—. Es político.
—No, Sid —intervino Ruth. Estaba muy seria, con la mirada clavada en la alfombra y meneaba la cabeza enfáticamente—. También es legal. Las dos cosas son inseparables. Lo que nos acaba de leer tu joven ayudante aclara por qué resulta totalmente obvio que esos jueces tienen que autorizar la investigación. No perdamos de vista que Richard Rycart ha aportado como prueba un documento que presuntamente dice que Adam hizo precisamente esas tres cosas: colaboró, instigó y facilitó. —Alzó la vista—. Estamos ante una riesgo legal que conduce a un riesgo político porque, al final, todo acabará dependiendo de la opinión pública, y en nuestro país ya somos bastante impopulares sin necesidad de todo esto.
—Bueno, si sirve de consuelo, Adam no correrá ningún riesgo mientras permanezca aquí, entre sus amigos.
El cristal blindado vibró ligeramente: el helicóptero se acercaba para una nueva toma. Su reflector llenó el salón, pero en la televisión solo se vio el reflejo del mar en el gran ventanal.
—¡Espera un momento! —exclamó Lang alzando la mano y llevándosela a la cabeza como si por primera vez estuviera comprendiendo el verdadero alcance de la situación—. ¿Me estás diciendo que no puedo salir de Estados Unidos?
—Te toca, Josh. —Kroll dio paso a su otro ayudante.
—Señor —dijo el joven, muy serio—, si me permite, me gustaría leerle el principio del artículo cincuenta y ocho, que se refiere a las garantías de las detenciones. —Clavó su solemne mirada en Adam Lang—. «La cámara de asuntos preliminares, en cualquier momento tras el inicio de la investigación, podrá, a petición del fiscal, emitir la orden de arresto de una persona si, habiendo examinado las pruebas y otras informaciones presentadas por el fiscal, cree que existen motivos fundados para considerar que dicha persona ha cometido un crimen que compete a la jurisdicción del Tribunal y su arresto aparece como necesario para garantizar su comparecencia en el juicio.»
—¡Santo Dios! —suspiró Lang—. ¿Qué debemos entender por «motivos fundados»?
—Eso no ocurrirá —aseguró Kroll.
—Insistes en decirlo —dijo Ruth en tono irritado—, pero podría ocurrir.
—Podría ocurrir pero no ocurrirá —declaró Kroll extendiendo las manos—. Esas dos declaraciones no son incompatibles. —Se permitió una de sus sonrisas y se volvió hacia Adam—. A pesar de todo, como abogado tuyo que soy, hasta que este asunto se haya resuelto, te aconsejo seriamente que no viajes a ningún país que haya ratificado el Estatuto de Roma y reconozca la jurisdicción de ese tribunal. Todo lo que hace falta para que te puedan echar el guante es que dos de esos tres jueces quieran quedar bien ante los defensores de los derechos humanos y emitan una orden de arresto.
—Pero prácticamente todos los países del mundo reconocen al Tribunal Penal Internacional —se quejó Lang.
—Estados Unidos, no.
—¿Y quién mas?
—Irak —explicó Josh—. Tampoco China, Corea del Norte ni Indonesia.
Todos esperamos que prosiguiera, pero no lo hizo.
—¿Nadie más? —preguntó Lang—. ¿Todos los demás países lo reconocen?
—No, señor. Israel no lo reconoce, y tampoco alguno de los peores regímenes de África.
Amelia dijo:
—Un momento, creo que está pasando algo.
Cogió el mando a distancia y apuntó al televisor.
Así fue como vimos a la fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional de La Haya —una española toda cabellos negros y rojo lápiz de labios, tan glamurosa como una estrella de cine ante los flashes de las cámaras— anunciar que esa misma mañana había recibido autorización para investigar al antiguo primer ministro británico, Adam Peter Benet Lang, en virtud de los artículos siete y ocho del Estatuto de Roma.
En realidad fueron los demás quienes la vieron. Yo me concentré en Lang y, mientras fingía anotar las palabras de la fiscal, apunté en mi libreta las impresiones que este me causó y que después podría utilizar: «Busca la mano de R, pero ella no responde. La mira. Solitario. Confundido. Retira la mano. Vuelve a mirar la pantalla. Menea la cabeza. FJ dice: “¿Se trata de un incidente aislado o forma parte de un modelo constante de conducta criminal?”. AL da un respingo. Enfadado. FJ: “La justicia debe ser igual para el rico, el pobre, el poderoso y el débil”. Gritos contra la pantalla. “¿Y qué pasa con los terroristas?”».
Nunca había visto a uno de mis personajes enfrentándose a una crisis de verdad, y al observar a Lang me fui dando cuenta de que mi pregunta fetiche —«¿Qué sintió?»— no era en realidad más que una tosca herramienta, burda hasta el punto de resultar inútil. En el transcurso de aquellos breves minutos, mientras le explicaban los procedimientos legales, por el fatigado rostro de Lang desfiló una rápida sucesión de emociones, veloces como la sombra de las nubes corriendo sobre una colina en un día de primavera: sorpresa, ira, dolor, desafío, desánimo, vergüenza. ¿Cómo desentrañarlas? Si ni siquiera él sabía cómo se sentía en esos momentos, ¿cómo iba a poder saberlo al cabo de diez años? Estaba claro que su reacción en esos instantes iba a tener que elaborarla yo y que tendría que simplificarla para hacerla plausible. Tendría que recurrir a mi propia imaginación y, en cierto sentido, me iba a ver obligado a mentir.
La fiscal jefe terminó su declaración, respondió brevemente una serie de preguntas que le formularon entre gritos y abandonó el estrado. Antes de salir de la sala dio media vuelta para posar nuevamente ante las cámaras y se produjo otro estallido de flashes mientras se volvía ligeramente para ofrecer su magnífico y aguileño perfil. Luego, se marchó. En la pantalla surgieron nuevamente los planos aéreos de la mansión de Rhinehart, con su lago, sus bosques y su océano, como si el mundo aguardara la aparición de Lang.
Amelia bajó el sonido. Abajo, los teléfonos volvieron a sonar.
—Bueno —dijo Kroll—. No ha habido nada que no esperáramos en esa declaración.
—Sí —repuso Ruth—. Felicidades.
Kroll hizo como si no la hubiera oído.
—Deberíamos llevarte a Washington, Adam, y enseguida. Mi avión espera en el aeropuerto.
Lang seguía con la mirada fija en la pantalla.
—Cuando Marty dijo que podía utilizar su casa de veraneo nunca imaginé lo aislada que estaba. No tendríamos que haber venido. Ahora parece que nos estemos escondiendo.
—Es exactamente lo que opino yo. No puedes quedarte en este agujero, al menos hoy no. He hecho algunas llamadas. Puedo llevarte a ver al jefe de la mayoría del Congreso a la hora de comer y, por la tarde, tener una sesión fotográfica con el secretario de Estado.
Lang apartó finalmente la vista del televisor.
—No estoy seguro. Podría parecer que me dejo llevar por el miedo.
—No es verdad. Ya he hablado con ellos. Te envían sus mejores deseos y quieren hacer lo que puedan para ayudar. Los dos dirán que las reuniones estaban previstas desde hace semanas para tratar de la Fundación Adam Lang.
—Pero eso suena a falso, ¿no crees? —Lang frunció el entrecejo—. ¿De qué se supone que tenemos que hablar?
—¿Y a quién le importa? Puede ser del sida, de la pobreza en el mundo, del cambio climático, de la paz en Oriente Próximo. De lo que quieras. La cuestión es que quede claro que se trata de la rutina de todos los días, que tienes tu agenda de compromisos y que esos payasos de La Haya que juegan a jueces no te van a apartar de tus obligaciones.
—¿Y qué hay de la seguridad? —preguntó Amelia.
—El Servicio Secreto se ocupará de eso. Iremos llenando los vacíos del programa a medida que vayamos haciendo. Toda la ciudad se va a volcar contigo. Estoy esperando noticias del vicepresidente, pero eso será una reunión privada.
—¿Y los medios de comunicación? —preguntó Lang—. Tenemos que darles una respuesta sin tardar.
—De camino al aeropuerto podemos detenernos un momento y, si quieres, puedo salir y decir unas palabras. Lo único que tendrás que hacer es mantenerte a mi lado.
—No —dijo Lang, tajante—. Ni hablar. Eso sí que me haría parecer culpable. Tendré que ser yo quien hable. Ruth, ¿qué te parece lo de ir a Washington?
—Me parece una pésima idea. Lo siento, Sid, sé que estás haciendo todo lo que puedes por nosotros, pero debemos tener en cuenta cómo se verá todo esto desde Inglaterra. Si Adam va a Washington parecerá el niño mimado de Estados Unidos, que corre a refugiarse en brazos de papá.
—¿Y tú qué harías, pues?
—Volvería a Londres. —Kroll quiso objetar, pero Ruth no lo dejó hablar—. Puede que el pueblo británico no le tenga gran aprecio en estos momentos; pero si hay algo que le disgusta más que Adam Lang, eso es que un extranjero interfiera y le diga lo que tiene que hacer. El gobierno tendrá que apoyarlo.
Amelia intervino:
—El gobierno colaborará plenamente con la investigación.
—¡Vaya, no me digas! —dijo Ruth en un tono tan dulce como la cicuta—. ¿Y qué te hace pensar eso?
—No es que lo piense, Ruth, es que lo estoy viendo en la televisión. Mira.
Miramos. Una cinta de texto corría por la parte inferior de la pantalla. «Últimas noticias: el gobierno británico “colaborará plenamente” en la investigación de los crímenes de guerra.»
—¡Cómo se atreven! —estalló Ruth—. ¡Después de lo que hemos hecho por ellos!
Josh dijo:
—Disculpe, señora, pero como firmante del Estatuto de Roma, el gobierno británico no tiene elección. Están obligados por la legislación internacional a «colaborar plenamente». Eso es lo que dice el artículo ochenta y seis.
—¿Y si el Tribunal decide finalmente arrestarme? —preguntó Lang en voz baja—. ¿También debe el gobierno británico «colaborar plenamente» en eso?
Josh ya había encontrado la información en su ordenador.
—De eso se ocupa el artículo cincuenta y nueve, señor. «El estado que haya recibido una solicitud de arresto y de entrega provisional de la parte deberá tomar inmediatamente las medidas oportunas para arrestar a la persona en cuestión.»
—Bueno, creo que eso zanja la cuestión —dijo Lang—. Nos quedamos en Washington.
Ruth se cruzó de brazos, y su gesto me recordó a Kate: el aviso de que se avecina tormenta.
—Sigo diciendo que me parece una pésima idea.
—No tanto como que te saquen de Heathrow esposado.
—¡Al menos en ese caso demostrarías tenerlos bien puestos!
—Entonces ¿por qué demonios no vuelves sin mí? —le espetó Lang. Al igual que su arranque de la otra tarde, lo sorprendente no fue la demostración de genio, sino lo brusco de su estallido—. Si el gobierno británico está dispuesto a entregarme a esa farsa de tribunal, ¡pues que lo jodan! Me quedaré donde la gente me quiera. Amelia, di a los chicos que salimos en cinco minutos. Haz que una de las chicas me prepare una maleta para pasar la noche fuera. Y será mejor que la hagas tú también.
—¡Estupendo! ¿Y por qué no la compartís? —gritó Ruth—. ¡Sería mucho más práctico!
El ambiente se heló de golpe. Hasta la pequeña sonrisa de Kroll se esfumó. Amelia vaciló un instante. Luego, se alisó la falda, recogió su libreta, se levantó entre un susurro de seda y salió de la sala con la mirada fija al frente. Tenía el cuello sonrosado de rubor y los labios fruncidos. Ruth esperó a que se hubiera ido, entonces sacó lentamente los pies del sofá y se puso sus zapatos lisos de suela de madera. También ella salió sin decir palabra. Treinta segundos después, sonó un portazo en la planta baja.
Lang dio un respingo y suspiró. Se levantó, cogió su chaqueta del respaldo de una silla y se la puso. Esa fue la señal para que todos nos pusiéramos en marcha. Los ayudantes de Kroll cerraron sus portátiles. El propio Kroll se levantó y se estiró, extendiendo los dedos. Me recordó a un gato arqueando el lomo y sacando las garras. Dejé mi libreta a un lado.
—Nos veremos mañana —me dijo Lang tendiéndome la mano—. Póngase cómodo. Lamento abandonarle de esta manera. Al menos toda esta cobertura mediática hará subir las ventas.
—Eso es cierto —contesté y busqué algo que decir que contribuyera a despejar un poco el ambiente—: No sé, puede que todo esto lo haya montado el departamento de publicidad de Rhinehart.
—Bueno, pues dígales que lo dejen pasar, ¿vale? —Sonrió, pero tenía los ojos hinchados y enrojecidos.
—¿Qué vas a decir a la prensa? —preguntó Kroll rodeando los hombros de Lang con el brazo.
—No lo sé. Hablaremos de ello en el coche.
Cuando Lang se dio la vuelta para salir, Kroll me guiñó un ojo y me dijo:
—Que disfrute haciendo de «negro».