Con bastante frecuencia, especialmente si uno está ayudando a un cliente a escribir unas memorias o una autobiografía, el sujeto se deshará en un mar de lágrimas mientras esté relatando alguna historia… En semejantes circunstancias, la obligación de uno es pasarle los pañuelos, mantenerse callado y seguir grabando.
Ghostwriting
Sus padres no tenían ninguna inclinación política?
Volvíamos a estar en el estudio, en nuestros lugares habituales: él, repantigado en la butaca, vestido todavía con el chándal y con la toalla alrededor del cuello, exudando un ligero olor a sudor; yo, sentado enfrente, con mi libreta, mi lista de preguntas, y la grabadora en la mesa, detrás de mí.
—Ninguna en absoluto. No creo siquiera que mi padre fuera a votar. Solía decir que todos eran igual de malos.
—Hábleme de él.
—Era contratista de obra. Autónomo. Tenía unos cincuenta años y dos hijos adolescentes de un primer matrimonio cuando conoció a mi madre. Creo que su mujer lo había abandonado cierto tiempo antes. Mi madre era profesora de colegio y unos veinte años más joven que él. Muy guapa y muy tímida. Según parece, mi padre fue a hacer unas reparaciones en el tejado del colegio, se conocieron, empezaron a hablar, una cosa llevó a la otra y acabaron casándose. Mi padre construyó una casa para todos ellos, y los cuatro se fueron a vivir juntos. Yo llegué al año siguiente, lo cual creo que para él supuso una sorpresa.
—¿Por qué?
—Porque pensaba que no iba a tener más hijos.
—Después de haber leído algunas cosas que se han escrito, tengo la impresión de que no se sentía usted muy próximo a su padre.
Lang se tomó su tiempo antes de contestar.
—Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años. En aquel entonces ya se había jubilado a causa de su delicada salud, y mis hermanastros se habían hecho mayores, casado y largado de casa. Así pues, aquella fue la única época que recuerdo haberlo visto con frecuencia. En realidad yo estaba empezando a conocerlo de verdad cuando sufrió su ataque al corazón. Quiero decir que me llevaba bien con él, pero que si lo que me pregunta es si me sentía más cercano a mi madre, la respuesta es un rotundo «sí».
—¿Y sus hermanastros? ¿Se llevaba bien con ellos?
—¡No, por Dios! —Por primera vez aquella tarde, Lang soltó una risotada—. Bueno, en realidad sería mejor que borrara eso. Sería mejor que no los mencionáramos. ¿Podemos, no?
—Se trata de su libro. Usted decide.
—Entonces, déjelos fuera. Los dos estaban metidos en la construcción y ninguno perdió nunca la ocasión de declarar ante la prensa que jamás me votarían. Hace años que no los veo. Supongo que deben rondar los setenta.
—¿Cómo murió exactamente?
—¿Cómo dice?
—Lo siento. Hablaba de su padre, me preguntaba cómo falleció y dónde.
—Oh, en el jardín, intentando cambiar de sitio una losa de piedra que era demasiado pesada para él. Viejas costumbres, supongo. —Miró el reloj.
—¿Quién lo encontró?
—Yo.
—¿Podría describirme ese momento? —La cosa se estaba poniendo difícil, mucho más que durante la sesión de la mañana.
—Yo acababa de llegar del colegio. Recuerdo que era una preciosa tarde de primavera. Mi madre había salido para alguna de sus actividades de caridad. Fui a beber algo a la cocina y salí al jardín de atrás, vestido todavía con el uniforme y pensando en jugar un rato a la pelota o algo así. Y allí estaba él, en medio del césped, con solo un arañazo en la cara a causa de la caída. Los médicos dijeron que seguramente ya estaba muerto antes de dar contra el suelo, pero sospecho que eso es lo que dicen siempre, para hacer las cosas más llevaderas a la familia. Quién sabe. No es fácil eso de morir.
—¿Y su madre?
—¿Acaso no están todos los hijos convencidos de que sus madres son unas santas? —Me miró en busca de confirmación—. Bueno, pues la mía lo era. Dejó la enseñanza cuando yo nací y siempre estaba dispuesta a hacer lo que fuera por los demás. Provenía de una familia de raíces cuáqueras y carecía por completo de egoísmo. Cuando entré en Cambridge se llevó una gran alegría y eso a pesar de que para ella significaba quedarse sola. Nunca me dijo lo enferma que estaba. No quería estropearme el tiempo de la universidad, especialmente cuando yo estaba empezando a actuar y estaba muy ocupado. Fue algo típico de ella. No me enteré de lo mal que estaba hasta el final de mi segundo año.
—Hábleme de eso.
—De acuerdo. —Se aclaró la garganta—. Yo sabía que mi madre no estaba bien de salud, pero ya sabe usted cómo somos a los diecinueve años: no prestamos atención a nada ni a nadie que no seamos nosotros mismos. Yo estaba metido en Footlights, tenía un par de amiguitas y Cambridge me parecía el paraíso. Solía llamarla todos los domingos por la noche, y ella siempre hacía buena voz, y eso a pesar de que vivía sola. Luego, un día volví a casa y me la encontré… Me la encontré en los huesos, convertida en un esqueleto viviente. Tenía un tumor en el hígado. No sé, puede que ahora hubieran podido hacer algo por ella, pero entonces… —Hizo un gesto de impotencia—. Al cabo de un mes había fallecido.
—¿Y qué hizo usted?
—Volví a Cambridge al comienzo de mi último año y me perdí, me perdí en la vida, si es que se puede decir así.
Guardó silencio un momento.
—Yo tuve una experiencia parecida —le dije.
—¿Ah, sí? —Su tono era inexpresivo. Contemplaba las olas que rompían en la playa, y sus pensamientos parecían perderse más allá del horizonte.
—Sí. —No suelo hablar de mí en las situaciones profesionales, y tampoco en las no profesionales, dicho sea de paso; pero, a veces, un poco de confesión por mi parte puede ayudar a que mi cliente se suelte—. Yo también perdí a mis padres más o menos a la misma edad. ¿Y no le pareció que, a pesar de todo, a pesar de tanta tristeza, en el fondo eso lo hizo a usted más fuerte?
—¿Más fuerte? —se apartó de la ventana y me miró con el ceño fruncido.
—Sí, en el sentido de hacer de usted una persona más segura de sí al saber que lo peor que podía ocurrirle ya le había ocurrido y que, a pesar de todo, seguía adelante y se hacía cargo de su propia vida.
—No lo sé. Puede que tenga razón. Nunca lo he pensado, al menos hasta hace poco. Es curioso. ¿Quiere que le cuente algo? —Se acercó—. En mi adolescencia vi dos cadáveres y después, a pesar de convertirme en primer ministro con todo lo que eso supone en cuanto a llevar hombres al combate, visitar los escenarios de un bombazo y ese tipo de cosas, no volví a ver un cadáver hasta pasados treinta y cinco años.
—¿Y de quién fue? —pregunté tontamente.
—El de Mike McAra.
—¿Por qué no envió a uno de sus policías para que lo identificara?
—No. —Meneó la cabeza—. No habría podido hacer algo así. Como mínimo se lo debía. —Hizo una pausa y, de repente, cogió la toalla y se frotó el rostro con ella—. La conversación se está volviendo morbosa. Será mejor que cambiemos de tema.
Miré mi lista de preguntas. Había muchas cosas que deseaba preguntarle sobre McAra. No es que tuviera intención de utilizarlas necesariamente en el libro: hasta yo reconocía que un viaje al depósito de cadáveres para identificar el cuerpo de un ayudante después de haber dimitido, difícilmente iba a encajar en un capítulo llamado «Un futuro de esperanza». Lo que pretendía más bien era satisfacer mi curiosidad personal; pero también sabía que no podía permitirme esos caprichos. Debía seguir adelante. Así pues, hice lo que me pedía y cambié de tema.
—Cambridge —dije—. Hablemos de Cambridge.
Siempre había creído que los años pasados en Cambridge serían la parte del libro más fácil de escribir. Yo mismo había estudiado allí, poco después que Lang, y el lugar no había cambiado mucho. Ese era su principal encanto. Podía recordar todos los tópicos: las bicicletas, las bufandas, las togas, los paseos en batea, los pubs junto al río, los chicos del coro, los porteros con sus sombreros hongos, el viento de las marismas, las estrechas calles, la emoción de pisar las mismas viejas piedras que Newton y Darwin, etcétera, etcétera. Y estaba bien, pensé mirando el manuscrito, porque una vez más mis recuerdos tendrían que completar los de Lang. Él había ido para estudiar economía, había jugado durante un tiempo al fútbol y se había labrado una buena reputación como actor. Y, aunque McAra había confeccionado una lista con todas las producciones en las que había intervenido el ex primer ministro y también citaba varias de las críticas por sus actuaciones en Footlights, una vez más había algo apresurado y chapucero en todo ello. Lo que le faltaba era emoción. Naturalmente, eché la culpa a McAra. Imaginaba fácilmente la poca simpatía con la que aquel adusto funcionario del partido habría contemplado las intervenciones de aficionado de su jefe en aquellas baratas puestas en escena de Brecht y Ionesco. Sin embargo, Lang se mostró extrañamente evasivo sobre esa época.
—Hace tanto tiempo de eso… —comentó—. Apenas recuerdo nada de ese período. Para serle sincero, no fue especialmente bueno. En realidad, lo de interpretar no era más que una oportunidad de conocer chicas. Pero no ponga eso en el libro, por favor.
—¡Pero si usted era un estupendo actor! —protesté—. Antes de salir de Londres leí varias entrevistas de gente que decía que era usted lo bastante bueno como para convertirse en actor profesional.
—Bueno, supongo que no me habría importado —reconoció—; al menos, en cierta época. La cuestión está en que uno no puede cambiar las cosas siendo actor. Solo un político es capaz de hacerlo. —Volvió a mirar el reloj.
—Pero seguro que Cambridge representó una etapa muy importante para usted —insistí yo—, especialmente viniendo de donde venía.
—Sí, disfruté el tiempo que pasé allí. Conocí gente estupenda, pero no era un mundo real. Cambridge era la tierra de los sueños.
—Lo sé. Eso fue precisamente lo que me gustó.
—Y a mí. Entre usted y yo: me encantó. —Sus ojos brillaron con los recuerdos—. Imagine, ¡salir a escena y pretender que se es otra persona! ¡Y que encima lo aplaudan a uno por hacerlo! ¿Hay algo mejor que eso?
—Estupendo —exclamé, perplejo por su cambio de humor—. Eso es más auténtico. Pongámoslo.
—No.
—¿Por qué no?
—¿Que por qué no? —Lang suspiró—. ¡Porque estamos escribiendo las memorias de un primer ministro! —De repente se puso a golpear el costado de su butaca—. ¡Y porque, durante toda mi vida política, cada vez que mis adversarios han querido criticarme siempre han dicho que yo era un maldito actor! —Se levantó de un salto y empezó a caminar arriba y abajo—. «Oh, Adam Lang» —dijo con tono arrastrado, en una perfecta imitación del inglés de clase acomodada—, «¿os habéis dado cuenta de cómo cambia la voz para acomodarse a su interlocutor?» «Sí» —y a continuación pasó a convertirse en un escocés gruñón—, «uno no puede creer nada de lo que dice ese hijo de puta. Ese hombre no es más que un actor, un vulgar payaso con traje y corbata.» —Luego adoptó una actitud pomposa y crítica—: «El drama del señor Lang es que un actor nunca puede ser mejor que el papel que le asignan, y al final el primer ministro se ha quedado sin guión.» —Me miró—. Supongo que sin duda reconocerá esto último gracias a su amplia labor de investigación.
Yo negué con un gesto de la cabeza, demasiado estupefacto por su repentino arranque.
—Es del editorial del Times, del día en que presenté mi dimisión. El titular decía: «Al salir de escena» —Volvió a su asiento lentamente y se alisó el cabello—. Así pues, si no le importa, no nos entretendremos con mis días de estudiante para actor. Déjelo tal como lo escribió Mike.
Durante un rato, nadie habló. Yo fingí ordenar mis notas. Fuera, uno de los policías caminaba entre las dunas luchando contra el viento, pero el aislamiento acústico de la casa era tal que más bien parecía un mimo gesticulante. Recordé las palabras que me había dicho Ruth Lang acerca de su esposo —«Ahora mismo hay algo que no funciona como es debido con él, y tengo miedo de dejarlo solo»— y entendí a qué se refería. Oí un clic y miré la grabadora.
—Tengo que cambiar los discos —dije, agradecido por la oportunidad para desaparecer un momento—. Llevaré esto a Amelia. Vuelvo dentro de un minuto.
Lang volvía a estar ceñudo, con la mirada fija en la ventana. Me hizo un gesto con la mano para indicarme que podía irme. Bajé al improvisado despacho donde las secretarias estaban trabajando. Amelia se encontraba junto a un archivador y se volvió cuando me vio llegar. Supongo que mi expresión me delató.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó.
—Nada. —Pero, de repente, sentí la necesidad de compartir mi sensación de incomodidad—. Bueno, la verdad es que parece un tanto irritable.
—¿De verdad? No es propio de él. ¿Irritable en qué sentido?
—Me ha echado un rapapolvo por nada. Supongo que debe de ser por un exceso de ejercicio a la hora de comer —dije intentando hacer un chiste—. No debe ser bueno.
Entregué el disco a una de las chicas, creo que a Lucy, y recogí las últimas transcripciones. Amelia siguió mirándome con la cabeza ladeada.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Tiene usted razón. Hay algo que le preocupa, ¿verdad? Esta mañana, justo después de acabar con usted, recibió una llamada.
—¿De quién?
—No lo sé. La recibió por el móvil, y no me ha dicho nada. Me pregunto… —Se volvió hacia una de las secretarias—. Alice, cariño, ¿me permites…?
Alice se levantó, y Amelia ocupó su lugar frente al ordenador. No creo haber visto nunca unos dedos moverse con tanta rapidez. El sonido que producían las teclas era como el de un dominó derrumbándose. Las imágenes de la pantalla cambiaron con igual velocidad. Los clics se redujeron a un lento tableteo que cesó cuando Amelia encontró lo que estaba buscando.
—¡Mierda! —exclamó. Luego, orientó la pantalla para que yo pudiera verla y se recostó en su asiento con expresión de incredulidad. Me incliné hacia delante y leí. La página se titulaba: ÚLTIMAS NOTICIAS.
27 de enero. 2.57 h pm (ET)
NUEVA YORK (AP). El ex ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido, Richard Rycart, ha pedido oficialmente al Tribunal Penal Internacional de La Haya que investigue las alegaciones contra el ex primer ministro Adam Lang que lo acusan de haber entregado ilegalmente a unos sospechosos para que fueran torturados por la CIA.
El señor Rycart, que fue apartado de su cargo hace cuatro años por el señor Lang, es en la actualidad el enviado de Naciones Unidas para Asuntos Humanitarios, y un abierto crítico de la política exterior de Estados Unidos. Cuando abandonó el cargo, el señor Rycart aseguró que lo echaban por no ser lo bastante proestadounidense.
En una declaración formulada desde su oficina de Nueva York, el señor Rycart aseguró que hacía unas semanas había entregado una serie de documentos al Tribunal Penal Internacional. Dichos documentos, algunos detalles de los cuales fueron filtrados a un diario británico el pasado fin de semana, demuestran presuntamente que, siendo primer ministro, Lang autorizó la captura en Pakistán de cuatro ciudadanos británicos, hace cinco años.
El señor Rycart declaró: «He solicitado repetidamente al gobierno británico en privado que investigara ese acto ilegal. Me he ofrecido para declarar en cualquier investigación. Sin embargo, el gobierno ha negado repetidamente reconocer siquiera la existencia de la Operación Tempestad. Por lo tanto, veo que no me queda otra alternativa que presentar las pruebas que poseo ante el Tribunal Penal Internacional de La Haya».
—¡Miserable hijo de puta! —masculló Amelia.
Un teléfono que había encima de la mesa empezó a sonar; luego, otro situado cerca de la puerta. Nadie se movió. Lucy y Alice miraron a Amelia en busca de instrucciones y, en ese instante, el móvil que ella llevaba en un estuche colgando del cinturón dejó oír su electrónico zumbido. Durante una fracción de segundo la vi dominada por el pánico. Supongo que debió ser una de las pocas ocasiones en su vida que no supo qué hacer. A falta de una indicación mejor, Lucy alargó la mano para coger el teléfono.
—¡No lo hagas! —gritó Amelia, que añadió, algo más calmada—: Déjalo. Tenemos que pensar lo que vamos a decir.
Para entonces, varios teléfonos más se habían disparado en distintos rincones de la casa. Era como si hubieran dado las doce en una fábrica de relojes. Amelia cogió su móvil y comprobó el número.
—La jauría se ha puesto en movimiento —dijo antes de apagarlo. Tamborileó con los dedos en la mesa—. De acuerdo, desconecta todos los teléfonos —ordenó a Alice una vez recobrada cierta autoconfianza—, luego empieza a buscar en internet cualquier sitio donde Rycart pueda estar haciendo declaraciones. Lucy, busca un televisor y ve controlando los canales de noticias. —Miró el reloj—. ¿Ruth sigue paseando? ¡Mierda! Lo está, ¿verdad?
Cogió su agenda roja y salió del despacho caminando vigorosamente sobre sus tacones. Sin saber qué estaba ocurriendo exactamente ni lo que debía hacer en semejante circunstancia, me pareció que lo mejor era seguirla. Amelia llamó a uno de los hombres de los Servicios Especiales.
—¡Barry! ¡Barry! —El aludido se asomó por la puerta de la cocina—. Barry, por favor, localiza a la señora Lang y tráela lo antes que puedas.
Luego, siguió escalera arriba. Una vez más, Lang seguía en la misma postura que cuando me había ido. La única diferencia era que tenía su móvil en la mano. Lo cerró de golpe al entrar nosotros, y dijo:
—Deduzco por las llamadas que ya ha hecho su declaración.
Amelia extendió las manos en ademán de desesperación.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Decírtelo a ti antes que a Ruth? No creo que hubiera sido políticamente acertado, ¿no te parece? Además, prefería reservármelo para mí aunque solo fuera un tiempo. Lo siento —añadió mirándome—. Perdone mi mal genio.
Sus disculpas me conmovieron. Eso se llamaba tener elegancia ante la adversidad.
—No se preocupe —repuse.
—¿Entonces? —le preguntó Amelia—. ¿Se lo has dicho ya a ella?
—Mi intención era contárselo cara a cara; pero, como ya no se podía, se lo he dicho por teléfono.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—¿Tú qué crees?
—¡Ese miserable hijo de puta! —repitió Amelia.
—Ruth ya debería estar aquí.
Lang se puso en pie y se quedó mirando por la ventana con las manos en las caderas. Percibí de nuevo su olor corporal, que me hizo pensar en un animal acorralado.
—Tenía mucho interés en decirme que no era nada personal —comentó Lang dándonos la espalda—. Tenía mucho, pero que mucho interés en hacerme saber que solo lo hacía por su decidida postura a favor de la defensa de los derechos humanos y que por eso no podía seguir callado por más tiempo. —Soltó un bufido ante el cristal—. Su decidida postura a favor de los derechos humanos… ¡Santo Dios!
—¿Crees que estaba grabando la conversación? —preguntó Amelia.
—¿Quién sabe? Seguramente sí. Y seguramente la va a difundir. Tratándose de él, cualquier cosa es posible. Yo me limité a decirle: «Gracias por hacérmelo saber, Richard» y colgué. —Se dio la vuelta con el semblante preocupado—. Abajo está todo muy silencioso.
—He mandado que desconectaran los teléfonos. Debemos pensar qué vamos a contestar.
—¿Qué dijimos el fin de semana?
—Que no habíamos visto lo publicado por el Sunday Times y que no teníamos comentarios que hacer.
—Bueno, al menos ahora sabemos de dónde sacaron la historia. —Lang meneó la cabeza. Su expresión era casi de admiración—. El tío viene a por mí, ¿verdad? Una filtración a la prensa el domingo para preparar el terreno de cara al gran anuncio del martes. Tres días de cobertura informativa en lugar de uno, para crear el clímax necesario. Parece salido de un libro de texto.
—De tu libro de texto.
Lang respondió al cumplido con un leve gesto de la cabeza y volvió a mirar por la ventana.
—¡Ah! —dijo—. Aquí llegan los problemas.
Una pequeña y decidida figura ataviada con un poncho azul con capucha caminaba a grandes pasos por el camino que serpenteaba entre las dunas, moviéndose tan deprisa que el policía que la seguía se veía obligado a ratos a correr para mantenerse a su altura. Se había echado la capucha para protegerse el rostro, y hundía la barbilla, lo cual le daba el aspecto de un caballero medieval que se dirigiera a la batalla con un casco de poliéster.
—Adam —dijo Amelia—, tenemos que preparar nuestra propia declaración. Si no dices nada o tardas demasiado en hacerlo, parecerás… —Vaciló—. Bueno, digamos que sacarán sus propias conclusiones.
—De acuerdo —repuso Lang—. ¿Qué te parece algo como esto? —Amelia sacó una pequeña pluma de plata y abrió su agenda—. «Respondiendo a las declaraciones de Richard Rycart, Adam Lang ha comentado: “Mientras en Gran Bretaña la política de brindar un total apoyo a Estados Unidos en su guerra contra el terror contó con el respaldo popular, Richard Rycart la apoyó gustoso. Cuando ese respaldo desapareció, le retiró su apoyo. Y, cuando debido a su exclusiva incompetencia administrativa, se le pidió que abandonara el Foreign Office, de repente desarrolló un apasionado interés en defender los derechos humanos de los sospechosos de terrorismo. Hasta un crío de tres años sería capaz de comprender que sus infantiles tácticas solo buscan comprometer a sus antiguos colegas”.» Punto final. Punto y aparte.
Amelia había dejado de escribir a mitad del largo dictado y miraba fijamente al ex primer ministro. De no haber sabido yo que era imposible, habría jurado que en los ojos de la Reina de Hielo asomaba el principio de una lágrima. Él le devolvió la mirada. Alguien llamó suavemente a la puerta, y Alice entró con una hoja de papel en la mano.
—Perdón, Adam. Esto acaba de salir en AP —anunció.
Lang apartó los ojos de Amelia a regañadientes, y yo supe entonces, con la más absoluta de todas las certezas, que su relación era más que estrictamente profesional.
Tras lo que pareció un intervalo embarazosamente largo, Lang cogió la hoja que Alice le tendía y la leyó. Fue entonces cuando Ruth entró en el estudio. Para entonces yo empezaba a sentirme como el espectador que se ha levantado de su asiento para ir al baño y que al volver se pierde y acaba en el escenario: los actores principales hacían como si yo no estuviera allí; y yo sabía que debía marcharme, pero no se me ocurrían las palabras adecuadas para despedirme.
Lang acabó de leer y pasó la hoja a Ruth.
—Según la Associated Press —declaró—, fuentes de La Haya, sean cuales sean, dicen que el fiscal del Tribunal Penal Internacional hará una declaración esta misma mañana.
—¡Oh, Adam! —exclamó Amelia, llevándose la mano a la boca.
—¿Cómo es posible que no nos hayan avisado de esto? —preguntó Ruth—. ¿Qué pasa con Downing Street? ¿Por qué la embajada no nos ha dicho nada?
—Los teléfonos están desconectados —le explicó Lang—. Seguramente ahora mismo estarán intentando ponerse en contacto con nosotros.
—¿Qué nos importa el «ahora»? —chilló Ruth—. ¿De qué mierda nos sirve el «ahora»? ¡Tendríamos que haber sido avisados de esto hace una semana! ¿Qué demonios estabais haciendo vosotros? —exclamó volviendo su furia contra Amelia—. ¡Pensaba que tu obligación era precisamente mantener el contacto con la Oficina del Gabinete! No irás a decirme que no sabían lo que se avecinaba, ¿verdad?
—El fiscal del Tribunal Penal es sumamente escrupuloso a la hora de evitar notificar a un sospechoso si está siendo investigado —repuso Amelia—, y también a un gobierno sospechoso, no sea que empiece a destruir información.
Aquellas palabras parecieron dejar fuera de combate a Ruth, que tardó unos instantes en recobrarse.
—¿Y qué es Adam ahora? ¿Un sospechoso? —Se volvió hacia su marido—. Tienes que llamar a Sid Kroll.
—Todavía no sabemos qué va a decidir el Tribunal —comentó Lang—. Primero debería hablar con Londres.
—Adam, escucha —dijo Ruth, hablándole muy despacio, como si acabara de sufrir un accidente y siguiera conmocionado—. Si al gobierno le conviene, te dejará tirado como un trapo. Necesitas un abogado. Llama a Kroll.
Lang vaciló. Luego, se volvió hacia Amelia.
—Búscame a Sid.
—¿Y qué hay de la prensa?
—Emitid un comunicado para salir del paso —contestó Ruth—. Solo una o dos frases.
Amelia sacó el móvil y empezó a revisar la libreta de direcciones.
—¿Queréis que prepare un borrador?
—¿Y por qué no lo hace él? —propuso Ruth señalándome con el dedo—. Al fin y al cabo, se supone que es escritor.
—Bien —repuso Amelia, que apenas conseguía disimular su irritación—. Pero tenemos que emitirlo enseguida.
—Esperen un minuto… —intervine.
—Debería sonar confiado —me interrumpió Lang—, pero no a la defensiva, eso sería fatal. Pero tampoco ha de ser algo chulesco o altanero. Nada de amargura ni enfado; pero no digáis tampoco que estoy encantado de tener la ocasión de limpiar mi nombre y esas cosas.
—Veamos —dije yo—. Dice que no está a la defensiva, ni tampoco en plan chulo; que no está enfadado, pero que tampoco se alegra, ¿no?
—Exacto.
—Entonces ¿cómo está exactamente?
Curiosamente, teniendo en cuenta las circunstancias, todo el mundo se echó a reír.
—Ya te dije que era gracioso —comentó Ruth.
Amelia levantó bruscamente la mano y nos mandó callar a todos.
—Tengo a Adam Lang que quiere hablar con Sydney Kroll —dijo por teléfono—. No. No puede esperar.
Bajé con Alice y me situé tras ella mientras se sentaba frente al teclado, esperando pacientemente a que las palabras del ex primer ministro salieran de mi boca. Solo cuando me puse a pensar en ellas comprendí que no le había hecho la pregunta crucial: ¿había realmente ordenado la captura de aquellos cuatro individuos? Entonces supe que eso era precisamente lo que había hecho; de lo contrario, lo habría negado de entrada durante el fin de semana, cuando saltó la noticia. Me sentí con el agua al cuello, y no por primera vez.
—«Siempre he sido un apasionado…» —empecé a dictar—. No. Borre eso. «Siempre he sido un decidido…»; no, mejor «…declarado defensor de la labor del Tribunal Penal Internacional de La Haya —¿Lo había sido? No tenía ni idea, así que lo di por hecho o, mejor aún, di por hecho que siempre había pretendido serlo—, y no me cabe duda de que dicho Tribunal no tardará en desenmascarar las intenciones políticas de este intento de difamación.» —Me detuve y me di cuenta de que necesitaba algo más, algo de más alcance y digno de un estadista. ¿Qué diría yo si estuviera en su lugar?—. «La lucha internacional contra el terror —añadí— es demasiado importante para que sea manipulada en beneficio de una venganza personal.»
Lucy lo imprimió, y cuando lo subí al despacho de arriba me sentí invadido por una curiosa sensación de orgullo, igual que un escolar que entrega sus deberes. Fingí no ver la mano extendida de Amelia y se lo mostré primero a Ruth (por fin me estaba enterando de las normas de etiqueta de aquella corte en el exilio). Ella lo aprobó con un asentimiento y se lo pasó a Lang, que escuchaba por teléfono. Le echó un vistazo, me pidió un bolígrafo, añadió una sola palabra y me lo devolvió levantando el pulgar.
—Eso es estupendo, Sid —dijo por el teléfono—. ¿Qué sabemos de esos tres jueces?
—¿Se me permite verlo? —preguntó Amelia mientras bajábamos.
Al entregárselo vi que Lang había añadido la palabra «doméstica». «La lucha internacional contra el terror es demasiado importante para que sea manipulada en beneficio de una venganza personal y doméstica.» La brutal oposición entre los términos «internacional» y «doméstica» empequeñecía aun más la figura de Rycart.
—Muy bien —dijo Amelia—. Podría ser usted el nuevo McAra.
La fulminé con la mirada. Creo que lo decía como cumplido; pero tratándose de ella no había manera de estar seguro. Tampoco me importaba. Por primera vez en mi vida experimentaba la adrenalina de la política y comprendí por qué Lang se mostraba tan activo en su retiro. Imaginé que así sería del deporte practicado al más alto nivel, como una final en la pista central de Wimbledon. Rycart había lanzado su servicio y nosotros le habíamos devuelto la pelota, al cuerpo y con efecto.
Uno tras otro, los teléfonos fueron conectados de nuevo y empezaron a sonar, exigiendo atención. Oí a las secretarias leyendo mis palabras a los ávidos reporteros —«Siempre he sido un declarado defensor de la labor del Tribunal Penal Internacional de La Haya…»—, observé cómo eran enviadas por correo electrónico a las agencias de noticias, y, al cabo de unos minutos, las vi aparecer en las pantallas de los ordenadores y de la televisión: «En una declaración emitida hace escasos minutos, el ex primer ministro dice…». El mundo se había convertido en una cámara de resonancia.
Mi teléfono también empezó a sonar en medio de todo aquello. Me lo llevé a la oreja y tuve que taparme la otra con la mano para poder saber quién me llamaba. Una débil voz preguntó:
—¿Puedes oírme?
—¿Quién habla?
—Soy John Maddox, de Rhinehart, desde Nueva York. ¿Dónde demonios estás? Suena como un maldito manicomio.
—No eres el primero que lo llama así. No cuelgues, John, intentaré encontrar un lugar un poco más tranquilo. —Salí al pasillo y lo seguí hasta el final de la casa—. ¿Mejor ahora?
—Acabamos de ver las noticias —dijo Maddox—. Esto nos va a venir de perlas. Vamos a empezar con esto.
—¿Qué? —Seguía caminando.
—Sí, con lo de estos crímenes de guerra. ¿Le has preguntado ya sobre ellos?
—John, para serte sincero todavía no he tenido oportunidad. —Intenté no sonar demasiado sarcástico—. En estos momentos está un poco liado.
—De acuerdo. ¿Hasta dónde habéis llegado?
—Sus primeros años: la infancia, la universidad…
—No, no —dijo Maddox en tono apremiante—. Olvídate de todo ese rollo. Lo interesante es esto. Haz que se concentre en ello. ¡Ah! Y no debe hablar con nadie del asunto. Debemos conseguir que figure exclusivamente en las memorias.
Mis pasos me habían llevado hasta el solarium, donde había hablado con Rick a la hora de comer. Incluso con la puerta cerrada me llegaban los apagados timbrazos de los teléfonos desde el interior de la casa. La idea de que Lang pudiera evitar decir algo sobre el secuestro ilegal y la tortura hasta que apareciera el libro era una broma. Naturalmente no se lo dije con esas mismas palabras al director general del tercer grupo editorial más grande del mundo.
—Se lo diré, John —le aseguré—, pero quizá sería conveniente que hablaras con Kroll. Quizá Adam podría argumentar que sus abogados le han aconsejado que no hable.
—Buena idea. Llamaré ahora mismo a Kroll. Entretanto quiero que aceleres el calendario previsto.
—¿Que lo acelere? —Mi voz sonó hueca y chillona en la vacía habitación.
—Pues sí. Acelerarlo. En estos momentos, Lang es actualidad. La gente se está interesando de nuevo por él. No podemos dejar pasar esta oportunidad.
—¿Me estás diciendo que quieres tener el libro listo antes de un mes?
—Ya sé que es difícil, y que probablemente significa que nos tendremos que conformar con dar un pulido al manuscrito original en lugar de reescribirlo por completo, pero ¡qué demonios!, al final nadie leerá el libro entero. Cuanto antes lo tengamos, más ejemplares venderemos. ¿Crees que puedes conseguirlo?
La respuesta era «No». ¡No, calvo de mierda! ¡No, maldito gilipollas! ¿Acaso te has leído esa basura? ¿Has perdido la chaveta o qué?
—Está bien, John —dije a media voz—. Lo intentaré.
—Así me gusta. Ah, y no te preocupes por nuestro acuerdo. Te pagaremos lo mismo por dos semanas de trabajo que por cuatro. Acuérdate de mis palabras: si este asunto de los crímenes de guerra sigue adelante, puede ser nuestra salvación.
Antes de que colgara, dos semanas habían dejado de ser de algún modo una cifra elegida al azar y se habían convertido en una fecha límite indiscutible. Ya no haría mis cuarenta horas de entrevistas con Lang, repasando toda su vida. Lo obligaría a concentrarse en la guerra contra el terror y empezaríamos las memorias con eso. Con respecto a lo demás, mi trabajo sería hacer lo posible para pulirlo y adecentarlo, reescribiéndolo allí donde fuera posible.
—¿Y qué pasa si a Adam no le parece bien? —pregunté en la que sería nuestra última conversación.
—Se lo parecerá —repuso Maddox—. Y, si no, siempre puedes recordarle a Adam —por el tono se deducía que Lang y yo no éramos más que un par de maricas ingleses conspirando para robar a un estadounidense de pura cepa— que tiene la obligación contractual de entregarnos un libro que nos ofrezca un relato completo y verídico de la guerra contra el terror. Cuento contigo, ¿vale?
Un solarium sin sol resulta un lugar demasiado melancólico para estar en él. Vi al jardinero exactamente en el mismo lugar donde lo había visto el día antes, rígido y torpe con su atuendo de trabajo, apilando hojas muertas en la carretilla. Cuando apenas había terminado, el viento arrastraba más. Me permití un breve momento de desespero y me apoyé en la pared con la cabeza echada hacia atrás mientras pensaba en la efímera naturaleza de los días de verano y de la felicidad humana. Intenté llamar a Rick, pero su ayudante me dijo que estaría fuera el resto de la tarde. Le dejé el mensaje de que me llamara y me fui en busca de Amelia.
No la encontré en el despacho, donde las secretarias seguían atendiendo llamadas, ni en el pasillo o la cocina. Para mi sorpresa, uno de los policías me dijo que estaba fuera. Debían ser más de las cuatro y empezaba a hacer frío. Se hallaba de pie en la rotonda de los coches que había frente a la entrada. En la penumbra de aquella tarde de enero, la punta de su cigarrillo brilló intensamente cuando le dio una calada y se apagó.
—Nunca habría dicho que era usted fumadora —le dije.
—Solo muy de vez en cuando y en momentos de gran tensión o gran alegría.
—Y este es de gran…
—Muy gracioso.
Se había abrochado la chaqueta hasta arriba para protegerse del frío y fumaba con ese curioso estilo «mírame pero no me toques» que algunas mujeres tienen, con un brazo alrededor de la cintura y el otro, el del cigarrillo, cruzado sobre el pecho. El fragante olor del tabaco ardiendo me hizo desear a mí también un cigarrillo. Habría sido el primero en una década, y sin duda me habría devuelto a los cuarenta diarios; pero, en aquel momento, si me hubiera ofrecido uno, lo habría aceptado.
No me lo ofreció.
—Acaba de llamar John Maddox —le expliqué—. Ahora quiere el libro listo en dos semanas en vez de cuatro.
—¡Dios! Le deseo buena suerte.
—No creo que hoy pueda sentarme de nuevo con Adam para entrevistarlo, ¿verdad?
—¿A usted qué le parece?
—En ese caso, agradecería que alguien me llevara al hotel. Al menos así podré ir adelantando trabajo.
Amelia exhaló el humo por las fosas nasales y me estudió.
—No estará pensando en sacar el manuscrito de aquí, ¿verdad?
—¡Claro que no! —mi voz siempre sube una octava cuando miento. Nunca habría podido dedicarme a la política: habría parecido el Pato Donald—. Solo quiero poner por escrito lo que hemos hecho hoy. Eso es todo.
—Se da cuenta de lo serio que se está poniendo todo este asunto, ¿verdad?
—Desde luego. Puede comprobar mi ordenador si lo desea.
Hizo una pausa lo bastante larga para dejar traslucir sus sospechas.
—De acuerdo —dijo terminando el cigarrillo—. Confiaré en usted. —Dejó caer la colilla y la aplastó delicadamente con la punta de su puntiagudo zapato. Acto seguido, se agachó y la recogió. Me la imaginé en el colegio, borrando todo rastro: Amelia, la chica intachable a quien jamás pillaron encendiendo un cigarrillo—. Recoja sus cosas. Haré que uno de los muchachos lo lleve a Edgartown.
Entramos juntos en la casa y nos separamos en el pasillo. Ella fue adonde seguían sonando los teléfonos y yo subí al estudio. Cuando me acercaba a la puerta oí a Ruth y a Adam Lang gritándose el uno al otro. Sus voces sonaban amortiguadas, de modo que solo llegué a captar las últimas palabras de ella: «¡…pasar el resto de mi maldita vida en este lugar!». La puerta estaba entreabierta, y vacilé. No deseaba interrumpirlos, y por otra parte tampoco quería entretenerme y que me vieran y pensaran que estaba espiando. Al final, llamé suavemente. Al cabo de unos segundos, oí a Lang que decía en tono fatigado:
—Entre.
Estaba sentado frente al escritorio, mientras que su mujer se hallaba de pie en el otro extremo de la sala. Ambos respiraban pesadamente, y tuve la impresión de que algo tumultuoso —una explosión largamente contenida— acababa de producirse. Comprendí por qué Amelia había salido a fumar.
—Lamento interrumpir —dije señalando mis pertenencias—. Solo quería…
—Adelante —repuso Lang.
—Voy a llamar a los chicos, a menos, claro está, que lo hayas hecho tú —dijo Ruth con evidente amargura.
Lang no la miró a ella, sino a mí. ¡Cuántos significados se podían leer en aquellos ojos glaucos! En ese prolongado instante me invitó a contemplar lo que había sido de él: desprovisto de poder, maltratado por sus enemigos, acosado, añorante del hogar, atrapado entre su esposa y su amante. Habría podido escribir cien páginas sobre aquella breve mirada y no acabar.
—Disculpe —dijo Ruth pasando junto a mí con evidente brusquedad y a punto de chocar conmigo.
En ese instante, Amelia apareció en el umbral con un teléfono en la mano.
—Adam —dijo—. Es la Casa Blanca. Tienen al presidente al teléfono para ti. —Me sonrió y me acompañó hacia la puerta—. No le importa, ¿verdad? Necesitamos el despacho.
Ya estaba casi oscuro cuando llegué a mi hotel. En el cielo quedaba apenas claridad suficiente para que se apreciaran los grandes nubarrones de tormenta que, llegando desde el Atlántico, se amontonaban sobe Chappaquiddick. La chica de recepción, con su pequeña cofia de puntilla, me dijo que nos esperaban unos días de mal tiempo.
Subí a mi habitación y me quedé un rato en la penumbra, escuchando los crujidos del viejo cartel del hotel y el constante rugido de las olas más allá de la desierta calle. El faro se puso en marcha de forma automática justo cuando el haz de luz apuntaba directamente al hotel, y la repentina inundación de luz roja me arrancó de mis ensoñaciones. Encendí la lámpara de la mesa y saqué el ordenador de la mochila. Aquel aparato y yo habíamos recorrido juntos un largo camino. Sí, habíamos soportado estrellas del rock que se creían Mesías dispuestos a salvar el mundo; habíamos sobrevivido a futbolistas cuyos monosilábicos gruñidos habrían hecho que un gorila de espalda plateada sonara como si recitara a Shakespeare; nos habíamos enfrentado con actores, que no tardarían en caer en el olvido, dotados de un ego del tamaño de un emperador romano y rodeados de séquitos equivalentes. Le di una cariñosa palmada. Su carcasa, brillante en su día, estaba llena de marcas y arañazos: honorables heridas de múltiples campañas. Habíamos sobrevivido a todas ellas y, sin duda, sobreviviríamos también a la que se avecinaba.
Lo conecté al teléfono del hotel, marqué el número de mi proveedor de internet y, mientras se establecía la conexión, fui al baño en busca de un vaso de agua. El rostro que contemplé en el espejo era una versión aún más deteriorada del espectro que había visto el día anterior. Me bajé los párpados inferiores y me examiné el amarillento blanco de los ojos antes de pasar a mis grisáceos dientes y cabello y a las venas que se dibujaban en mi nariz y mejillas. Parecía como si Martha’s Vineyard en invierno me envejeciera. Igual que Shangri-La, pero al revés.
Del cuarto me llegó una voz familiar: «Tiene un e-mail».
Enseguida vi que algo iba mal. Había la lista habitual de correo-basura que me ofrecía desde un alargamiento del pene hasta el Wall Street Journal, además de un mensaje de la oficina de Rick confirmándome el pago por adelantado de la primera parte. La única cosa que no aparecía era el e-mail que me había enviado aquella misma tarde.
Durante unos instantes, me quedé mirando la pantalla como un estúpido. Luego, abrí el archivo del disco duro del portátil donde se almacenan automáticamente todos los mensajes de entrada y de salida. Y allí, para mi inmenso alivio, en el primer lugar de la lista «Mensajes enviados», figuraba uno titulado «Sin título» al que había incorporado el manuscrito de las memorias de Lang. Sin embargo, cuando lo abrí e hice clic en el botón de «Descargar», lo único que apareció fue un mensaje diciendo: «Este archivo no se encuentra actualmente disponible». Lo intenté varias veces más, pero con idéntico resultado.
Saqué el móvil y llamé a mi proveedor de internet.
Les ahorraré el relato de la sudorosa media hora que siguió, la interminable selección de entre una lista de opciones, las esperas, la musiquita de fondo, la conversación cada vez más histérica con un representante de la compañía en Uttar Pradesh o en donde demonios estuviera.
El resumen era que el manuscrito se había esfumado y que la compañía no tenía ni siquiera constancia de que hubiera existido.
Me desplomé en la cama.
No soy ningún lince con los ordenadores, pero hasta yo empezaba a comprender lo que había ocurrido. De alguna manera, el manuscrito de Lang había sido borrado de la memoria de mi proveedor de internet. Y para ello solo cabían dos posibles explicaciones: una era que, para empezar, no se había descargado debidamente; pero eso no podía ser porque yo había recibido dos mensajes estando en el estudio: «Su archivo ha sido transferido» y «Tiene un e-mail»; la otra era que el archivo había sido eliminado. ¿Cómo podía haber ocurrido algo así? Borrarlo significaba que alguien había tenido acceso directo a los ordenadores de uno de los mayores conglomerados mundiales de internet y que, una vez hecho, había podido borrar sus huellas a placer. También significaba necesariamente que alguien estaba controlando mi correo.
Las palabras de Rick flotaron en mi mente —«¡Caramba, esto sí que es un montaje! ¡Demasiado importante para un simple periódico! ¡Tiene que haber sido cosa del gobierno!»— seguidas de las de Amelia: «Se da cuenta de lo serio que se está poniendo todo este asunto, ¿verdad?».
—¡Pero si ese libro es una mierda! —grité en voz alta al retrato victoriano del maestro ballenero que colgaba en la pared, frente a la cama—. ¡No hay en él nada que justifique tantas molestias!
El viejo lobo de mar me devolvió la mirada, impasible. Su expresión parecía decirme que había roto la palabra dada y que algo ahí fuera, alguna fuerza desconocida, lo sabía.