6

Mis personajes me han dicho a menudo que, una vez finalizado el proceso de investigación, tienen la impresión de haber pasado por una terapia.

Ghostwriting

No había ni rastro de él cuando bajé a desayunar a la mañana siguiente. La recepcionista me dijo que no había ningún otro huésped en el hotel aparte de mí y se mostró igualmente terminante a la hora de negar que hubiera visto a un inglés con una chaqueta deportiva azul. Yo llevaba despierto desde las cuatro —una mejora con respecto al día anterior, pero escasa— y estaba lo bastante resacoso y atontado para preguntarme si no lo habría soñado. Me sentí mejor tras un poco de café. Crucé la carretera y di varias vueltas alrededor del faro para aclararme las ideas. Cuando regresé al hotel, la furgoneta de Lang había llegado para llevarme al trabajo.

Había supuesto que mi principal problema el primer día sería conseguir meter a Adam Lang en una habitación y mantenerlo allí el tiempo suficiente para entrevistarlo. Pero lo extraño fue que, cuando llegamos a la casa, era él quien me esperaba a mí. Amelia había pensado que lo mejor sería que utilizáramos el despacho de Rhinehart, de modo que encontré al ex primer ministro vestido con un chándal verde oscuro, espatarrado en la gran butaca situada frente al escritorio, con una pierna encima del reposabrazos. Estaba hojeando un libro de historia de la Segunda Guerra Mundial que obviamente acababa de coger de la biblioteca. Una taza de té humeaba en el suelo, junto a él. Sus zapatillas deportivas todavía mostraban rastros de arena en las suelas, de modo que supuse que había salido a correr por la playa.

—Hola, hombre —me saludó levantando la vista—. ¿Listo para empezar?

—Buenos días —contesté—. Solo necesito un momento para disponer el material.

—Claro. Vaya haciendo. Como si yo no estuviera.

Volvió a su libro mientras yo abría mi mochila y sacaba con cuidado mis herramientas de «negro»: una grabadora digital Sony Walkman junto un montón de mini-disc MD-R74 y un cable de corriente (he aprendido mediante la dura experiencia a no depender exclusivamente de las pilas); un ordenador portátil Panasonic Toughbook, que no es mucho mayor que una novela de tapa dura, pero sí mucho más ligero; unas cuantas libretas pequeñas Moleskine negras y tres bolígrafos Jetstream nuevos fabricados por la Mitsubishi Pencil Co.; y por último, dos enchufes adaptadores de corriente para conectarlos a una toma estadounidense. Tengo la manía supersticiosa de utilizar siempre el mismo material y de disponerlo en el orden correspondiente. También tenía una lista de preguntas seleccionadas tras la lectura de los libros que había comprado en Londres y del manuscrito de McAra el día anterior.

—¿Sabía que los alemanes ya tenían aviones de reacción en 1944? —me preguntó de sopetón Lang, mostrándome la página del libro con la fotografía—. Es un milagro que ganáramos.

—No tenemos disquetes —me avisó Amelia—, solo las unidades de disco extraíbles. Le he copiado en una de ellas el manuscrito. —Me entregó un pequeño dispositivo de plástico del tamaño de un encendedor—. Puede copiarlo en nuestro ordenador, pero si lo hace en el suyo, me temo que tendrá que dejarlo aquí cuando se vaya por la noche.

—¡Y, según parece, fue Alemania la que declaró la guerra a Estados Unidos y no al revés! —añadió Lang con evidente extrañeza.

—¿No es todo esto un poco paranoico?

—El manuscrito contiene material potencialmente reservado que todavía está pendiente de aprobación por parte de la Oficina del Gabinete. Además, existe un alto riesgo de que alguna agencia de noticias utilice métodos poco escrupulosos para hacerse con él. Cualquier filtración pondría en peligro nuestros acuerdos con los periódicos para las entregas por capítulos.

Lang intervino:

—¿Ya habéis contratado mi libro para eso?

—¡Podríamos contratar un centenar de libros tuyos para eso, Adam!

—¡Increíble! —dijo, meneando la cabeza—. ¿Sabe qué es lo peor de mi vida? —Cerró de golpe el libro que tenía entre manos y lo devolvió a la estantería—. Que pierdes el contacto con la realidad. No vas nunca a una tienda. Todo te lo hacen. No llevas dinero encima. Cuando quiero dinero, incluso ahora, tengo que llamar a una de mis secretarias o a uno de los guardaespaldas para que me lo consiga. De todas maneras, tampoco sabría cómo hacerlo porque ni siquiera sé mi… ¿Cómo lo llaman? ¿Lo ve? Ni siquiera sé eso.

—Lo llaman «PIN» o «número de seguridad».

—Ahí lo tiene. No tenía ni idea. Le daré otro ejemplo: la otra semana, Ruth y yo salimos a cenar con una gente de Nueva York. Siempre han sido muy generosos con nosotros, de modo que les dije: «Esta noche me toca a mí». Le entregué mi tarjeta de crédito al maître y regresó al cabo de un momento, muy azorado, diciéndome que había un problema, que la tarjeta estaba sin firmar y no había sido activada.

—Estos son precisamente la clase de detalles que debemos añadir a su libro —dije yo, muy animadamente—. Son la clase de cosas que la gente no sabe.

Lang parecía desconcertado.

—No puedo poner eso. La gente pensaría que soy un completo imbécil.

—Pero es la nota humana, lo que demuestra qué significa estar en su posición. —Sabía que ese era mi momento. Tenía que conseguir que se concentrara desde el principio en lo que necesitábamos. Salí de detrás del escritorio y me encaré con él—. ¿Por qué no hacemos de este libro algo completamente distinto de cualquier otro libro de memorias políticas que se haya escrito hasta la fecha? ¿Por qué no intentamos decir la verdad?

Lang soltó una carcajada.

—¡Eso sí que sería una novedad!

—Lo digo en serio. Contémosle a la gente lo que se siente de verdad cuando se es primer ministro. No nos quedemos en la simple política, cualquier viejo aburrido puede escribir sobre eso. —Estuve a punto de citar a McAra, pero en el último momento conseguí evitarlo—. Centrémonos en lo que nadie sabe salvo usted, en la experiencia cotidiana de dirigir un país. ¿Qué es lo que se hace más cuesta arriba? ¿Qué significa desconectarse de la vida ordinaria? ¿Qué se siente al ser objeto del odio de los demás?

—Muchas gracias.

—Lo que interesa de verdad a la gente no son los asuntos políticos. ¿A quién le importa la política? Lo que fascina a la gente es siempre la gente, los pequeños detalles de la vida de otra persona. Pero, precisamente porque a usted todos esos detalles le son completamente familiares, no puede saber cuáles son los que interesarán a sus lectores. Eso es algo que alguien tiene que sonsacarle. Por eso me necesita. Este libro no debería ir dirigido a los estudiosos de la política, sino que debería ser un libro para todos, para el público en general.

—Las memorias del pueblo para el pueblo —dijo Amelia secamente, pero yo no le presté atención y, lo más importante, tampoco lo hizo Lang, que me miraba de modo completamente distinto. Era como si una bombilla con las palabras «me interesa» hubiera empezado a brillarle en los ojos.

—La mayor parte de los líderes que hemos tenido —proseguí— no lo conseguirían. Son demasiado rígidos, son demasiado torpes, ¡demasiado viejos! Si se quitaran sus trajes y corbatas y se pusieran un… —señalé su atuendo—, un chándal como ese, parecerían de lo más raro. Pero usted es diferente. Y por eso debería escribir unas memorias políticas diferentes, unas memorias para una época diferente.

Lang me miraba fijamente.

—¿Qué opinas, Amelia?

—Creo que están hechos el uno para el otro. Empiezo a sentirme un bicho raro.

—¿Le importa si empiezo a grabar? —le pregunté—. De todo esto puede salir material de utilidad. No se preocupe, tendrá todas las cintas a su disposición.

Lang se encogió de hombros y señaló la grabadora.

—Adelante.

Cuando apreté el botón «Rec», Amelia salió y cerró la puerta tras ella sin hacer ruido.

—Lo primero que me sorprende —dije sacando la silla de detrás del escritorio para sentarme frente a Lang— es que usted no es realmente un político en el sentido convencional de la palabra, por mucho que haya tenido un éxito sin precedentes. —Esas son la clase de preguntas difíciles en las que me especializo—. Me refiero a que, cuando usted era joven, nadie habría imaginado que llegaría a convertirse en político, ¿no?

—¡Por Dios, no! —repuso Lang—. En absoluto. No tenía el menor interés en política, ni de niño ni de adolescente. Al contrario, pensaba que la gente a quien interesaba la política eran unos bichos raros. En realidad, sigo pensándolo. Me gustaba el fútbol, me gustaba el cine y el teatro. Un poco más adelante, me gustó salir con chicas. Jamás soñé que me convertiría en político. La mayoría de estudiantes de política me parecían unos idiotas.

«¡Bingo!», pensé. Solo llevábamos dos minutos trabajando y ya tenía un principio potencial para el libro:

De joven, no sentía ningún interés por la política. A decir verdad, la gente que se obsesionaba con ella me parecía de lo más rara.

Y me lo sigue pareciendo…

—Bien, ¿y qué le hizo cambiar? ¿Qué despertó su interés hacia la política?

—Lo de «despertar» es en realidad el término adecuado —dijo Lang con una carcajada—. Había dejado Cambridge y llevaba un año dando vueltas sin rumbo fijo, esperando en realidad que algún teatro de Londres se decidiera a estrenar la obra en la que yo había participado. Pero eso no ocurrió, y acabé trabajando en un banco y viviendo en un lúgubre sótano de Lambeth, compadeciéndome de mí mismo porque todos mis compañeros de la universidad estaban trabajando en la BBC o ganando una pasta poniendo la voz en anuncios y esas cosas. Y recuerdo un día, un domingo por la tarde que llovía; yo no me había levantado todavía de la cama, y alguien llamó a la puerta.

Se trataba de una historia que Lang debía de haber contado mil veces, pero, viéndolo aquella mañana, nadie lo habría dicho. Estaba recostado en su asiento, sonriendo ante el recuerdo, repitiendo las mismas viejas palabras, utilizando los mismos estudiados gestos —imitando el llamar con los nudillos— y pensé que menudo comediante estaba hecho; era la clase de profesional que siempre intenta dar un buen espectáculo tenga un público de un millón de personas o de una sola.

—El que llamaba —prosiguió— no estaba dispuesto a renunciar. ¡Y venga a llamar y a llamar! La noche anterior yo había bebido lo mío y tenía la cabeza como un bombo. Me tapé con la almohada, pero el de la puerta volvió a la carga. Toc-toc. Toc-toc. Así que al final me levanté, y le juro que maldecía por todo lo alto, me puse una bata y abrí la puerta. Y allí estaba ella, aquel bombón de chica. Estaba empapada de la cabeza a los pies, pero pasaba olímpicamente y me lanzó un discurso sobre las próximas elecciones locales. Me pareció de lo más raro. Tengo que reconocer que ni siquiera sabía que se fueran a celebrar elecciones; pero, al menos, tuve la sensatez de fingir que estaba muy interesado, de modo que la invité a pasar y le preparé una taza de té mientras ella se secaba el pelo. Y de repente, ¡estaba enamorado! Enseguida comprendí que mi única salida para volver a verla era coger uno de sus panfletos y presentarme el siguiente martes por la noche, o el día que fuera, y unirme a la sección local del partido. Y eso hice.

—¿Y ella era Ruth?

—Exacto, Ruth.

—¿Y si hubiera sido miembro de un partido político diferente?

—Me habría dado igual y me habría unido de todas formas. Lo que no habría hecho es seguir en él —añadió rápidamente—. Quiero decir que para mí aquello fue el comienzo de un largo despertar político que me hizo sacar los valores y los principios que ya llevaba dentro. No, la verdad es que no habría podido seguir perteneciendo a cualquier partido. Pero todo habría sido diferente si Ruth no hubiera llamado a mi puerta e insistido aquella tarde.

—¿Y si no hubiera estado lloviendo?

—Si no hubiera estado lloviendo me habría inventado alguna otra excusa para invitarla a pasar —dijo Lang con una sonrisa traviesa—. Venga, hombre, podía ser idiota, pero no tanto.

Le devolví la sonrisa, asentí con la cabeza y anoté en mi cuaderno: «¿Comienzo?».

Trabajamos toda la mañana sin interrupciones salvo cuando las cintas quedaban llenas. Entonces corría a la habitación del piso de abajo que Amelia y las secretarias utilizaban como despacho improvisado y se las entregaba para que las transcribieran. Eso ocurrió unas cuantas veces y, cada vez que volvía, encontraba a Lang sentado donde lo había dejado. Al principio creí que se trataba de una demostración de sus poderes de concentración. Solo después me di cuenta, poco a poco, de que era porque no tenía nada mejor que hacer.

Lo acompañé minuciosamente a lo largo de sus primeros años, centrándome no tanto en los hechos y los datos (McAra ya se había ocupado de reunirlos) como en las impresiones de su infancia y en los objetos que la rodearon. La casita pareada de una urbanización de Leicester, la personalidad de su padre (un contratista de obras) y su madre (profesora de escuela); los tranquilos y apolíticos valores de provincias en los años sesenta, donde los únicos sonidos que se escuchaban los domingos eran el repicar de las campanas de la iglesia y las campanillas de los carritos de helados; los embarrados partidos de fútbol del sábado en el parque local y las largas tardes de cricket en verano, junto al río; el Austin Atlantic de su padre y su primera bicicleta Raleigh; los tebeos —el Eagle y el Victor— y las comedias radiofónicas —I’m sorry I’ll read that again y The Navy Lark—; la final de la Copa Mundial de 1966 y Z Cars y Ready, Steady, Go!; Los cañones de Navarone y Carry On Doctor en el cine ABC local; Millie cantando My Boy Lollipop y los discos de los Beatles reproducidos a 45 rpm en el Dansette Capri de su madre.

Sentados en el despacho de Rhinehart, los pequeños detalles de la vida en la Inglaterra de los sesenta parecían tan lejanos como las chucherías de un trompe l’oeil victoriano. Y ustedes pensarán seguramente que igual de relevantes. Pero en mi método había cierta astucia que Lang, con su facilidad para la empatía, descubrió de inmediato, ya que no era solo su juventud la que repasábamos, sino también la mía y la de cualquiera que hubiera nacido en los años cincuenta en Gran Bretaña y madurado durante los setenta.

—Lo que tenemos que hacer —le dije— es convencer al lector para que se identifique emocionalmente con Adam Lang, lograr que vea más allá de la distante figura sentada en el coche blindado, que reconozca en ella las mismas cosas que reconoce en sí mismo. Si hay algo que sé de este trabajo es que, una vez haya conseguido conectar con los lectores, estos lo seguirán a cualquier parte.

—Lo entiendo —me contestó asintiendo enfáticamente— y me parece brillante.

Así pues, fuimos repasando recuerdos hora tras hora; y no diré que empezamos a inventarnos la niñez de Lang —tuve siempre cuidado de no apartarme de los hechos conocidos—, pero sí que pusimos en común nuestras experiencias hasta tal punto que numerosos recuerdos míos se fundieron con los suyos. Puede que sorprenda. Yo mismo me sorprendí la primera vez que escuché a uno de mis clientes en televisión, describiendo con lágrimas en los ojos un conmovedor momento de su pasado que en realidad pertenecía al mío. Pero es lo que hay. La gente que suele triunfar en la vida rara vez tiene tendencia a meditar. Su mirada siempre está puesta en el futuro. Por eso triunfa. No está en su naturaleza recordar lo que sentían o lo que llevaban o quién estaba con ellos ni el aroma de la hierba recién segada en el patio de la iglesia ni el día en que se casaron o la fuerza con la que su primer hijo los cogió por el dedo. Por eso necesitan «negros»: para que les den corporeidad.

Al final, resultó que solo colaboré con Lang durante un breve periodo de tiempo; pero, siendo sincero, debo admitir que nunca había tenido un cliente que reaccionara más y mejor. Decidimos que su primer recuerdo sería cuando intentó escaparse de casa a los tres años y oyó el sonido de los pasos de su padre que llegaba por detrás y la aspereza de sus fuertes brazos cuando lo levantó del suelo y lo llevó de vuelta a casa. Rememoramos a su madre planchando, y el olor de la ropa húmeda que colgaba frente a la estufa de carbón, en el tendedero de madera, y cómo a Lang le gustaba fingir que este formaba una casa de juguete. Su padre era de los que se sentaba a la mesa con chaleco y comía cerdo en conserva y arenques. A su madre le gustaba tomar de vez en cuando una copita de jerez dulce y tenía un libro llamado A Thing of Beauty que tenía unas tapas duras rojas y doradas. El joven Adam pasaba horas contemplando las ilustraciones, y eso fue lo que despertó su temprano interés por el teatro. Recordamos las pantomimas navideñas en las que había participado (tomé nota de comprobar exactamente qué había interpretado de pequeño, en Leicester) y su debut en la obra navideña del colegio.

—¿Era un tipo sabio?

—Eso suena un poco pedante.

—¿Un borrego?

—No lo bastante pedante.

—¿Una estrella rutilante?

—Perfecto.

Cuando hicimos una pausa para comer, habíamos llegado a los diecisiete años, época en que su interpretación del papel protagonista del Doctor Fausto de Christopher Marlowe confirmó sus deseos de convertirse en actor. McAra, con típica eficiencia, ya había desenterrado la crítica del Leicester Mercury, donde se decía que Lang «había mantenido al público cautivado» con su parlamento final, cuando estaba a punto de caer en la condenación eterna.

Mientras Lang iba a jugar a tenis con uno de sus guardaespaldas, yo bajé al despacho para comprobar cómo iban las transcripciones. Una hora de entrevista suele producir entre siete y ocho mil palabras, y Lang y yo habíamos empezado con la entrevista a las nueve hasta casi la una. Amelia había puesto a las dos secretarias a trabajar en las cintas, y las dos llevaban puestos los auriculares. Sus dedos bailaban por los teclados y llenaban el despacho con el rítmico y tranquilizador tableteo del plástico. Por primera vez desde mi llegada a la isla sentí el cálido aliento del optimismo.

—Todo es nuevo para mí —comentó Amelia, que estaba inclinada sobre el hombro de Lucy, leyendo las palabras de Lang a medida que iban apareciendo en la pantalla—. Nunca le he oído mencionar ninguna de todas estas anécdotas.

—La memoria humana es un cofre lleno de tesoros, Amelia —le dije en tono inexpresivo—. La cuestión está simplemente en dar con la llave adecuada.

La dejé contemplando la pantalla y fui a la cocina. Era casi tan grande como todo mi apartamento de Londres y tenía el suficiente granito pulido para decorar un mausoleo familiar. Alguien había dejado encima de la mesa una bandeja con sándwiches. Me serví uno en un plato y me di una vuelta por la parte delantera de la casa hasta que encontré un solarium —al menos creo que así lo llamarían ustedes— con unas grandes puertas correderas de vidrio que daban a una piscina exterior. Esta estaba tapada por una lona gris, en cuyo centro, hundido por el agua de lluvia, flotaba una masa de hojas en descomposición. En un extremo se veían un par de edificaciones cúbicas de madera gris y, tras ellas, el bosque de robles caducifolios y el pálido cielo. Una pequeña y oscura figura, tan abrigada contra el frío que casi parecía esférica, rastrillaba las hojas y las amontonaba en una carretilla de mano. Supuse que se trataba de Duc, el jardinero vietnamita. «La verdad, Duc —me dije—, tengo que intentar ver este lugar en verano.»

Me senté en una tumbona que despedía olor a cloro y a bronceador y telefoneé a Rick a Nueva York. Como de costumbre, mi agente tenía prisa.

—¿Qué tal va? —me preguntó.

—Hemos tenido una mañana muy productiva. Este hombre es un profesional.

—Estupendo. Llama a Maddox, le encantará saberlo. Ah, escucha, los primeros cincuenta mil llegaron ayer. Te haré la transferencia. Hablamos más tarde, ¿vale?

La línea se cortó.

Acabé mi sándwich y volví al piso de arriba con el silencioso teléfono todavía en la mano. Se me había ocurrido una idea, y mi recién adquirida confianza me dio el valor para ponerla en práctica. Fui al estudio y cerré la puerta. Conecté la unidad de disco de Amelia en mi portátil; a continuación enchufé un cable de mi ordenador al móvil y marqué el número de internet. «Qué fácil sería mi vida —pensé—, con qué rapidez haría mi trabajo si pudiera trabajar en el libro por las noches, estando en mi hotel.» Me dije que no hacía mal a nadie. Los riesgos eran mínimos. El ordenador nunca se apartaba de mi lado. En caso necesario, era lo bastante pequeño para poder meterlo bajo la almohada mientras dormía.

Tan pronto tuve conexión, creé un mensaje de correo, le incorporé el archivo del manuscrito y me lo envié a mí mismo.

La carga pareció tardar una eternidad. Amelia empezó a llamarme desde el piso de abajo. Miré la puerta y, de repente, mis dedos se entumecieron de angustia y ansiedad. «Su archivo ha sido transferido —dijo la voz que por alguna razón ha escogido mi proveedor de internet—. Tiene un mensaje», añadió instantes más tarde.

Inmediatamente arranqué el cable del ordenador de un tirón. Acababa de desconectar la unidad de disco cuando una potente bocina empezó a sonar en algún lugar de la casa. Al mismo tiempo, oí que un mecanismo se ponía en marcha justo encima de mí, y me di la vuelta para ver cómo una pesada persiana metálica descendía del techo. Cayó muy deprisa, oscureciendo primero la vista del cielo, luego, el mar y, por fin, las dunas; convirtiendo el invernal atardecer en penumbra, y el último rayo de luz, en negrura. Fui a tientas hacia la puerta y, cuando la abrí, la potencia de la bocina sin amortiguar hizo que me temblaran las tripas.

El mismo proceso se había puesto en marcha en el salón. Una, dos, tres persianas metálicas bajaban como telones de acero. Tropecé en la penumbra y me golpeé la rodilla contra una esquina afilada. Se me cayó el teléfono y, mientras lo buscaba, la bocina quedó bloqueada en una sola nota que se extinguió poco a poco. Oí pasos que subían pesadamente la escalera, y un repentino haz de luz me sorprendió en posición furtivamente agachada y con las manos en alto para protegerme el rostro de la claridad: una burda caricatura de la culpabilidad.

—Lo siento, señor —dijo una voz de policía en medio de la penumbra—. No sabíamos que hubiera nadie aquí arriba.

Había sido un ejercicio de prácticas. Lo hacían una vez por semana. «Cierre total», creo que lo llamaban. La gente de seguridad de Rhinehart había instalado un sistema para protegerlo de posibles ataques terroristas, secuestros, huracanes, sindicatos, agencias tributarias y de cualquier otra posible pesadilla que pudiera alterar el sueño de los 500 de Fortune. Cuando las persianas se alzaron y la descolorida claridad del Atlántico pudo penetrar en la casa de nuevo, Amelia se presentó en el salón para disculparse por no haberme avisado.

—Se habrá llevado un buen susto.

—Es la palabra que estaba buscando.

—Es que perdimos su rastro —dijo con un leve tono de suspicacia en su elegante voz.

—La casa es grande; y yo, mayorcito. No puede estar todo el día con el ojo encima de mí. —Intenté que mis palabras sonaran despreocupadas, pero sabía que mi propia incomodidad me delataba.

—Le daré un consejo. —Sus brillantes y rosados labios descubrieron una sonrisa, pero sus ojos siguieron fríos como el hielo—. No vaya dando vueltas por la casa sin avisar. A los de seguridad no les gusta demasiado.

—De acuerdo —repuse devolviéndole la sonrisa.

Se oyó el chirriar de unas suelas de goma en el suelo de pulida madera, y Lang apareció tras haber subido la escalera de dos en dos. Llevaba una toalla alrededor del cuello, tenía el rostro arrebolado y el tupido cabello húmedo y oscurecido por el sudor. Parecía enfadado por algo.

—¿Has ganado? —le preguntó Amelia.

—Al final no hemos jugado al tenis. —Respiró hondo, se dejó caer en el sofá más cercano, inclinó la cabeza entre las piernas y empezó a secarse vigorosamente la cabeza—. Hemos hecho gimnasia.

¿Gimnasia? Lo miré con perplejidad. ¿Acaso no había salido a correr por la mañana? ¿Para qué se estaba entrenando? ¿Para las olimpiadas?

—¿Qué? —dije en un tono desenfadado y jovial para demostrar a Amelia lo poco impresionable que era—, ¿listo para volver al trabajo?

Lang me miró furiosamente y me espetó:

—¿Llama «trabajo» a lo que estamos haciendo?

Era la primera vez que tenía un atisbo de su mal genio, y entonces, con toda la fuerza de una revelación, comprendí que el correr, la gimnasia y todo lo demás no tenía nada que ver con el entrenamiento físico. Ni siquiera lo hacía por placer. Simplemente, era lo que su metabolismo exigía. Era como un extraño espécimen marino capturado en las profundidades del océano que solo pudiera vivir bajo grandes presiones. Abandonado en la orilla, expuesto al enrarecido ambiente de la vida cotidiana, Lang corría el constante peligro de morir de un ataque de aburrimiento.

—Pues sí, lo llamo «trabajo» —repuse secamente—. Tanto para usted como para mí. De todas maneras, si cree que no es lo bastante estimulante desde el punto de vista intelectual, podemos dejarlo ahora mismo.

Pensé que quizá me había pasado de la raya; pero entonces, haciendo un gran esfuerzo de autocontrol —tan grande que casi se podían ver los mecanismos de sus músculos faciales, sus palancas, cuerdas y músculos, trabajando a la vez— logró dibujar una fatigada sonrisa en su rostro.

—De acuerdo, hombre —dijo en tono inexpresivo—. Usted gana. —Me azotó con la toalla—. Solo era una broma. Vamos a trabajar.