5

Resulta esencial que el «negro» consiga que el sujeto se sienta completamente cómodo y a gusto en su compañía.

Ghostwriting

Bonita forma de presentarse —me dijo Amelia mientras regresábamos a la mansión—. ¿Se lo enseñaron en la escuela de «negros»?

Estábamos sentados juntos en la parte trasera de la furgoneta. La secretaria que había acompañado a Lang a Nueva York —se llamaba Lucy— y los tres guardaespaldas ocupaban los asientos frente a nosotros. A través del parabrisas distinguía el Jaguar que iba por delante con los Lang. Empezaba a hacerse de noche. Iluminados por los faros, los árboles parecían rodearnos y retorcerse.

—Pues sí —prosiguió Amelia—. Ha sido toda una demostración de tacto, sobre todo teniendo en cuenta que está aquí para sustituir a un blanco muerto.

—De acuerdo —gruñí—. Déjelo ya.

—De todos modos hay que reconocer que tiene algo a su favor —me dijo volviendo sus ojos azules hacia mí y bajando la voz, de modo que nadie pudiera oírnos—, de forma única entre todos los seres humanos, parece que goza usted de la confianza de Ruth Lang. ¿Por qué cree que será?

—Nunca se sabe con los gustos de la gente.

—Es verdad. Puede que ella crea que usted hará todo lo que le diga.

—Puede que sí, pero no me le pregunte a mí. —Lo último que deseaba era verme metido en aquella pelea—. Escuche, Amelia… Bueno, ¿puedo llamarla Amelia? En lo que a mí se refiere, estoy aquí para ayudar a escribir un libro. No es mi intención inmiscuirme en las intrigas de palacio.

—Claro que no, lo único que quiere usted es hacer su trabajo y largarse de aquí cuanto antes.

—Se está burlando nuevamente de mí.

—Es que me lo pone muy fácil.

Después de eso, cerré la boca un rato. Empezaba a comprender por qué aquella mujer disgustaba tanto a Ruth Lang. Era una pizca demasiado inteligente y tenía el pelo demasiado rubio para que resultara fácil o cómoda, especialmente desde el punto de vista de una esposa. Lo cierto es que, estando allí sentado, se me ocurrió pensar si Lang tendría un lío con Amelia. Eso explicaría su frialdad hacia ella en el aeropuerto, ¿y acaso no es ese el indicio más claro? De ser así, no me extrañaba que se mostraran tan paranoicos con el asunto de la confidencialidad. Allí podía haber material suficiente para tener contenta durante semanas a la prensa amarilla.

Estábamos a mitad de camino cuando Amelia dijo:

—No me ha comentado qué piensa del manuscrito.

—¿Le he de ser sincero? No me había divertido tanto desde que leí las memorias de Leónidas Breznev. —No sonrió—. La verdad es que no entiendo qué ha pasado —proseguí—. Hasta anteayer mismo, como quien dice, Lang y todos ustedes llevaban las riendas de un país. Seguro que alguno tenía el inglés como lengua materna.

—Es que Mike… —empezó a decir, pero calló—. Mire, no quiero hablar mal de los muertos.

—¿Y por qué hacer una excepción con ellos?

—Está bien. Hablemos de Mike. El problema fue que Adam le pasó todo el encargo desde el principio, y el pobre Mike cargó con el marrón. Desapareció en Cambridge para hacer el trabajo de investigación y apenas lo vimos durante un año entero.

—¿En Cambridge?

—Sí, en Cambridge. Ahí es donde se guardan los archivos de Lang. No sé si ha hecho usted sus deberes. Son dos mil cajas con documentos. Doscientos cincuenta metros de espacio en estanterías. Un millón de documentos separados o algo así. Nadie se ha molestado en contarlos todos.

—¿Y McAra repasó todo eso? —Mi incredulidad era completa. Mi idea de un programa riguroso de investigación era una semana sentado ante mi cliente con una grabadora y todo ello completado por todas las inexactitudes que Google pudiera ofrecer.

—No —contestó en tono irritado—. Mike no metió la nariz en todas y cada una de las cajas, pero hizo lo bastante para que, cuando terminó, estuviera agotado y exhausto. Sencillamente, creo que acabó perdiendo de vista el verdadero objetivo de su tarea. Eso debió provocarle una depresión, aunque ninguno de nosotros se dio cuenta en su momento. Se sentó con Adam para repasarlo cuando llegó Navidad. Naturalmente, para entonces ya era demasiado tarde.

—Perdone —dije sentándome en mi asiento para poder verla debidamente—, pero ¿me está diciendo que un hombre al que le pagan diez millones de dólares por escribir sus memorias en dos años le pasó todo el proyecto a un tipo que no tenía la menor idea de lo que significa editar un libro, un tipo al que, además, le dieron permiso para perderse por ahí durante un año?

Amelia se llevó un dedo a los labios y señaló con la cabeza a los que se sentaban delante.

—Realmente es usted muy claro para ser un «negro».

—Mire, no puede ser —repuse entre susurros—. Un primer ministro tiene que saber lo importantes que son para él sus memorias.

—Si quiere que le diga la verdad, no creo que Adam tuviera la menor intención de escribir este libro en el plazo de dos años. Y eso le parecía de perlas. Así pues, le pasó el asunto a Mike como una especie de recompensa por haber estado a su lado desde el principio. Pero entonces, cuando se hizo evidente que Marty Rhinehart tenía intención de hacer que Lang cumpliera con lo estipulado en el contrato, y cuando los editores leyeron lo que Mike había escrito… —su voz se apagó.

—¿Y Lang no podría haber devuelto el dinero y haber empezado de nuevo desde cero?

—Creo que usted conoce la respuesta a esa pregunta mejor que yo.

—Lo dice porque no le habrían dado un anticipo tan cuantioso, ¿no?

—¿Dos años después de haber dejado el cargo? ¡No le habrían ofrecido ni la mitad!

—¿Y nadie vio venir lo que se avecinaba?

—Yo se lo planteé repetidamente, pero la historia no le interesa. Nunca le ha interesado, ni siquiera la suya propia. Estaba mucho más interesado en poner en marcha su fundación.

Me retrepé en mi asiento mientras comprendía lo fluidamente que había ocurrido todo: McAra, el escritorzuelo del partido, convertido en un estajanovista de los archivos, tragándose uno tras otro aquel sinfín de documentos plagados de datos y hechos. Y Lang, siempre de los que van un paso por delante —«El futuro, no el pasado». ¿Acaso no había sido ese uno de sus lemas?—, halagado y jaleado en el circuito de conferencias estadounidense, siempre más partidario de vivir su vida que de revivirla. Y de repente, lo terrible de darse cuenta de que el gran proyecto de sus memorias estaba en peligro, seguido, supongo yo, de recriminaciones; y, a partir de ahí, el hundimiento de una vieja amistad y la angustia suicida.

—Tuvo que ser un momento difícil para todos ustedes.

—Sin duda, especialmente cuando descubrieron el cuerpo de Mike. Yo me ofrecí para ir a identificarlo, pero Adam lo consideró responsabilidad suya. Fue una experiencia muy desagradable. Un suicidio siempre hace que todos se sientan culpables. Así pues, si no le importa, no más bromas de «negros».

Me hallaba a punto de preguntarle sobre la historia del secuestro y entrega de los cinco ciudadanos británicos que había aparecido en los periódicos del fin de semana, cuando las luces de freno del Jaguar destellaron y la caravana se detuvo.

—Bueno, ya volvemos a estar aquí —dijo Amelia, y por primera vez con un deje de hastío en su tono—. El hogar.

Ya se había hecho oscuro del todo —debían de ser las cinco y media, más o menos—, y la temperatura había caído a la misma velocidad que el sol. Me quedé junto a la furgoneta y observé cómo Lang salía a toda prisa de su coche y entraba en la casa rodeado del habitual torbellino de guardaespaldas y personal. Lo metieron tan rápidamente que alguien habría podido pensar que habían detectado la presencia en los bosques de un asesino armado con un rifle de mira telescópica. Al instante, se empezaron a iluminar las ventanas a lo largo de la fachada de la mansión y por un momento, aunque breve, fue posible imaginar que aquel lugar era el centro del verdadero poder y no simplemente una mustia parodia de él. Me sentí totalmente un extraño, invadido por la duda ante lo que iba a ser mi tarea y por el ridículo hecho en el aeropuerto. Por lo tanto, me quedé allí fuera, en el frío, durante un momento. Para mi sorpresa, la persona que se dio cuenta de mi ausencia y salió a buscarme fue el propio Lang.

—¡Eh, hombre! —me llamó desde la puerta—. ¿Qué demonios está usted haciendo ahí fuera? ¿Es que nadie se ocupa de usted? Pase dentro y venga a tomar una copa.

Cuando entré me puso la mano en el hombro y me condujo por el pasillo hacia la sala donde por la mañana me habían dado una taza de café. Lang ya se había quitado la chaqueta y la corbata y se había enfundado en un suéter.

—Lo siento, en el aeropuerto no he tenido ocasión de saludarlo como es debido. ¿Qué le apetece tomar?

—¿Qué toma usted?

«Por Dios —rogué para mis adentros—, que sea algo con alcohol.»

—Té frío.

—Un té frío me parece bien —convine.

—¿Seguro? Yo preferiría algo más fuerte, pero Ruth me mataría. —Llamó a una de las secretarias—: Luce, dile a Dep que nos traiga un poco de té, ¿quieres, cariño? —pidió mientras se dejaba caer en medio del sofá y estiraba los brazos a lo largo del respaldo. Me miró y añadió—: Y usted tiene que ser yo durante un mes. ¡Que Dios lo ayude!

Cruzó las piernas, apoyando el tobillo en la rodilla, tamborileó con los dedos, agitó el pie y se lo observó durante unos segundos. Luego, volvió posar en mí su limpia mirada.

—Confío en que será un proceso poco doloroso para los dos —repuse yo sin saber cómo dirigirme a él.

—«Adam» —me dijo al darse cuenta—. Puede llamarme «Adam».

Cuando uno trata cara a cara con gente muy famosa, siempre llega un momento en que siente como si estuviera viviendo un sueño. Para mí ocurrió entonces y fue una auténtica experiencia extracorpórea. Me vi desde lo alto, conversando de manera aparentemente relajada con un estadista mundial en la mansión de un multimillonario. Lo cierto es que Lang se esforzaba por mostrarse amable. Me necesitaba. «¡Esto es para morirse de risa!», pensé.

—Gracias —contesté—. Debo confesarle que nunca había tratado con un ex primer ministro.

Lang sonrió.

—Bueno, yo tampoco había conocido nunca a un «negro», de modo que estamos empatados. Sid Kroll me ha dicho que es usted el hombre adecuado para el trabajo, y Ruth coincide. Bien, ¿cómo se supone que funciona todo esto?

—Fácilmente. Yo lo entrevistaré y convertiré sus respuestas en prosa narrativa. Cuando sea necesario, añadiré pasajes de enlace intentando imitar su voz. Debo añadir que todo lo que yo escriba usted lo podrá corregir más adelante. No quiero que piense que estoy poniendo en su boca palabras que no le gustaría haber dicho.

—¿Y cuánto tiempo nos llevará?

—Para un libro voluminoso suelo grabar unas cincuenta o sesenta horas de entrevistas. Eso me proporciona unas cuatrocientas mil palabras que, una vez editadas, se convierten en unas cien mil.

—Pero ya contamos con un manuscrito previo.

—Sí, pero francamente, no es publicable en su estado actual. No son más que un montón de notas de investigación, no un libro de verdad. Carece por completo de voz propia. —Lang puso cara de perplejidad. Era evidente que no veía el problema—. Habiendo dicho esto —me apresuré a añadir—, ese trabajo tiene su parte aprovechable. Podemos utilizarlo ampliamente como fuente para citas y datos concretos. Tampoco tengo nada en contra de su estructura, los dieciséis capítulos, pero me gustaría empezar de modo diferente, encontrar algo un poco más íntimo.

La sirvienta vietnamita entró con el té. Iba vestida de negro de pies a cabeza: pantalón de seda negro y blusa sin cuello del mismo color. Quise presentarme, pero la mujer evitó mi mirada cuando me entregó el vaso.

—¿Se ha enterado de lo de Mike? —preguntó Lang.

—Sí —repuse—, lo siento.

Lang apartó la vista y se quedó mirando a través de la oscurecida ventana.

—Deberíamos decir algo amable de él en el libro. A su madre le gustaría.

—Eso no debería ser difícil.

—Estuvo mucho tiempo conmigo, desde antes de que me convirtiera en primer ministro. Ascendió a través del partido y lo heredé de mi predecesor. Conoces a alguien bien y resulta que… —Se encogió de hombros y siguió mirando fijamente la noche.

No supe qué decir, de modo que no dije nada. No entra en la naturaleza de mi trabajo hacer de confesor, y con los años he aprendido a comportarme igual que un psiquiatra: a quedarme sentado en silencio para dar tiempo a mi cliente. Me pregunté qué vería allí fuera. Al cabo de medio minuto, pareció recordar que yo seguía en el salón.

—De acuerdo, ¿cuánto tiempo me va a necesitar?

—¿A jornada completa? —di un sorbo a mi té y tuve que contener una mueca ante lo dulce que estaba—. Veamos, si trabajamos de firme, deberíamos tener listo lo principal en una semana.

—¿Una semana? —Lang interpretó una pequeña mímica facial de alarma, y yo resistí la tentación de señalarle que diez millones de dólares por una semana de trabajo no era precisamente la tarifa del salario mínimo.

—Es posible que tenga que volver a recurrir a usted para tapar agujeros; pero, si me puede dar hasta el viernes, tendré material suficiente para reescribir la mayor parte del manuscrito. Lo más importante es que empecemos mañana y nos quitemos de delante los primeros años.

—Está bien. Cuanto antes, mejor. —Lang se inclinó hacia delante y de repente se convirtió en la viva imagen de la intimidad, con los codos apoyados en las rodillas, y el vaso entre las manos—. Ruth se está volviendo loca aquí. Yo no dejo de repetirle que vuelva a Londres con los chicos mientras acabo el libro, pero no está dispuesta a marcharse. Por cierto, debo decirle que me gusta su trabajo.

Estuve a punto de atragantarme con el té.

—¿Ha leído usted algo mío? —le pregunté mientras intentaba imaginar qué futbolista, estrella del rock, mago o concursante de televisión podía haber llamado la atención de todo un primer ministro.

—Desde luego —dijo sin asomo de duda—. Estuvimos de vacaciones en casa de un tipo llamado…

—¿Christy Costello?

—¡Christy Costello! ¡Eso es! Si pudo escribir un relato con sentido de su vida, estoy seguro de que podrá hacer lo mismo con la mía. —Se puso en pie de un salto y me estrechó la mano—. Me alegro de conocerlo, hombre. Mañana empezaremos con lo primero. Haré que Amelia le consiga un taxi para llevarlo al hotel. —Y entonces, de repente, se puso a cantar:

Once in a lifetime

You get to have it all

But you never knew you have it

Till you go and lose it all

Me señaló con el dedo.

—Christy Costello, Once in a lifetime. ¿Mil novecientos setenta y…? —Ladeó la cabeza con los ojos medio cerrados en actitud de concentración—… ¿siete?

—Ocho.

—¡Mil novecientos setenta y ocho! ¡Esos sí que fueron días de verdad! ¡Casi puedo notar cómo vuelven los recuerdos!

—Resérvelos para mañana —le aconsejé.

—¿Cómo ha ido? —me preguntó Amelia mientras me acompañaba hasta la puerta.

—Bastante bien, me parece. Ha sido muy campechano. No ha dejado de llamarme «hombre».

—Sí. Siempre hace lo mismo cuando no se acuerda del nombre de alguien.

—Mañana necesitaré una sala donde poder hacer las entrevistas —le dije—. También necesitaré una secretaria para que transcriba sus respuestas a medida que vayamos avanzando. Cada vez que hagamos una pausa le llevaré las grabaciones que tenga. También necesitaré mi propia copia en disco del manuscrito que ya tenemos. Sí, ya sé —la atajé levantando la mano antes de que empezara a poner objeciones—, no lo sacaré del edificio, pero voy a tener que cortarlo y pegarlo en el nuevo material y también intentaré reescribirlo para que parezca obra de una ser humano.

Amelia lo anotó todo en su agenda roja.

—¿Algo más?

—¿Qué tal salir a cenar?

—Buenas noches —contestó secamente y cerró la puerta.

Uno de los policías me llevó en coche a Edgartown. Estaba de tan buen humor como su colega de la puerta.

—Espero que termine pronto con lo de este libro. Mis colegas y yo estamos hasta el gorro de este sitio.

Me dejó en el hotel y me dijo que me recogería por la mañana. Acababa de abrir la puerta de mi habitación cuando sonó el móvil. Era Kate.

—¿Estás bien? Recibí tu mensaje. Sonabas un poco… raro.

—¿De verdad? Lo siento. Ya estoy bien. —Resistí la tentación de preguntarle dónde estaba cuando la había llamado.

—Bueno, ¿lo has visto ya?

—Sí, acabo de volver de estar con él.

—¿Y…? —Antes de que pudiera contestar, añadió—: No me lo digas: encantador.

Aparté brevemente el teléfono de mi oído y le hice un gesto obsceno con el dedo.

—La verdad es tienes talento para elegir la ocasión más oportuna —prosiguió Kate—. ¿Leíste los periódicos de ayer? Debes de ser el primer caso del que se tiene constancia de una rata que sube a un barco que se hunde.

—Sí, claro que los leí —repuse a la defensiva—. Y pienso preguntarle sobre ese asunto.

—¿Cuándo?

—Cuando llegue el momento.

Hizo un sonido en el que consiguió combinar hilaridad, furia, desprecio e incredulidad a partes iguales.

—Vale, sí, pregúntaselo. Pregúntale por qué mandó secuestrar ilegalmente a ciudadanos británicos y los entregó para que fueran torturados. Pregúntale qué técnicas utiliza la CIA para simular un ahogamiento. Pregúntale que piensa decir a la viuda y a los hijos de ese desgraciado que murió de un ataque al corazón.

—Espera un momento —le dije—. Me he perdido después del ahogamiento.

—Me estoy viendo con otro —me espetó.

—Me alegro —le contesté antes de colgar.

Después de aquello me pareció que no me quedaba otra cosa que hacer que bajar al bar y emborracharme.

El sitio estaba decorado para parecer la clase de lugar donde iría a tomar copas el capitán Achab después de un duro día de arponeo. Las mesas y las sillas estaban hechas con viejos barriles, y en las paredes colgaban redes de pesca, nasas y barcos de vela metidos en botellas al lado de fotos de color sepia de pescadores posando junto a los cadáveres colgantes de sus capturas. En esos momentos, todos aquellos pescadores debían de estar tan muertos como sus trofeos, y tal era mi estado de ánimo que aquella idea me animó. Un gran televisor situado encima del bar emitía un partido de hockey sobre hielo. Pedí una cerveza y un plato de sopa de almejas y me senté donde pudiera ver la pantalla. No entiendo nada de hockey sobre hielo, pero los deportes son estupendos para distraerse un rato, y no me importa ver lo que sea.

—¿Es usted inglés? —preguntó un hombre sentado en una mesa del rincón. Seguramente me había oído pedir la comida. Era el único cliente que había en el bar.

—Y también lo es usted —contesté.

—Desde luego. ¿Está usted de vacaciones?

Tenía una voz entrecortada y el tono amistoso del clásico plasta que se encuentra en todos los clubes de golf. Eso junto a su camisa a rayas con el arrugado cuello blanco, la chaqueta cruzada azul, los botones dorados y el pañuelo de seda que asomaba del bolsillo superior, todo parecía destellar «pelmazo», «pelmazo», «pelmazo» con la misma intensidad que el faro de Edgartown.

—No. Por trabajo.

—¿Y a qué se dedica? —Tenía delante un vaso de algo incoloro con una rodaja de limón dentro. ¿Vodka y tónica? ¿Tónica y ginebra? Tenía que evitar a toda costa caer en la trampa de su conversación.

—A nada importante. Disculpe.

Me levanté y fui al baño a lavarme las manos. El rostro que vi en el espejo era el de un hombre que ha dormido seis horas en las últimas cuarenta y ocho. Cuando volví a la mesa, mi sopa había llegado. Pedí otra cerveza, pero me abstuve deliberadamente de invitar a mi compatriota. Notaba su mirada en mí.

—Tengo entendido que Adam Lang está en la isla —comentó.

Entonces lo miré con atención. De unos cincuenta años, delgado pero de anchos hombros. Fuerte. Con el cabello gris cortado a cepillo en la nuca. Había algo militar en su porte, pero a la vez viejo y descuidado, como si viviera de los paquetes de comida de caridad de los veteranos.

—¿Ah, sí? —respondí en tono que no invitaba a la conversación.

—Eso me han dicho. No sabrá usted su paradero, ¿verdad?

—No. Me temo que no. Discúlpeme.

Empecé a tomarme la sopa y lo oí suspirar ruidosamente y dejar el vaso en la mesa.

—Cretino —dijo al pasar junto a mi mesa.