El «negro» se verá presionado por sus editores para que busque material controvertido que puedan utilizar para vender derechos y para generar publicidad en el momento de la publicación.
Ghostwriting
Fue mi viejo amigo el taxista sordo quien me recogió en el hotel esa mañana. Dado que me habían reservado una habitación en un hotel de Edgartown, suponía lógicamente que la propiedad de Rhinehart debía estar en alguna parte cerca del puerto. Había algunas casas muy grandes, con amplios jardines que descendían hasta los embarcaderos privados, que me habían parecido la mansión ideal de un multimillonario, lo cual demuestra lo ignorante que soy en lo que se refiere a la verdadera riqueza. El taxi me llevó fuera del pueblo, en dirección a West Tisbury, por una carretera que se adentraba en un paisaje densamente arbolado hasta que, sin que me diera apenas tiempo de distinguir la abertura entre los árboles, giró a la izquierda por un arenoso camino casi virgen.
Hasta ese momento yo no estaba familiarizado con los robles caducifolios. Puede que tengan buen aspecto cuando están llenos de hojas; pero, en pleno invierno, dudo de que la naturaleza tenga una visión más deprimente en su departamento de flora que kilómetro tras kilómetro de esos retorcidos y enanos árboles de color ceniza. Unas pocas hojas resecas eran la única evidencia de que en algún momento habían albergado vida. Durante cinco kilómetros, dimos vueltas y brincos por un camino forestal, y la única criatura que pudimos ver fue una mofeta atropellada, hasta que por fin llegamos a un portón cerrado. Y allí, surgiendo de aquella petrificada espesura, se materializó un hombre que llevaba un sujetapapeles en la mano e iba vestido con la inconfundible gabardina Crombie y los lustrosos Oxford típicos de un «madero» inglés de paisano.
Bajé mi ventanilla y le entregué mi pasaporte. Tenía el hosco y amplio rostro de color ladrillo a causa del frío, y las orejas como la terracota. No era un «madero» feliz: parecía que le hubieran encargado la vigilancia de alguna de las nietas de la reina durante unas semanas en el Caribe y que, en el último minuto, le hubieran cambiado el destino. Frunció el entrecejo mientras comprobaba mi nombre en la lista, se secó una gota de rinitis que le colgaba de la punta de la nariz y dio una vuelta alrededor del taxi para inspeccionarlo. De alguna parte me llegó el rumor de las olas en su constante batir de la costa. El hombre volvió, me entregó el pasaporte y masculló (o al menos me pareció que mascullaba):
—Bienvenido al manicomio.
Sentí que los nervios me asaltaban y confío en que logré disimularlo porque la primera aparición de un «negro» es importante. Intento no mostrar nunca ansiedad y siempre procuro tener un aspecto lo más profesional posible. Código de vestir: camaleónico. Lleve lo que lleve puesto mi cliente, procuro lucir algo parecido. Si se trata de un futbolista, puedo ponerme un par de zapatillas de correr; si es un cantante pop, una cazadora de cuero. Para el primer encuentro de mi vida con un ex primer ministro había prescindido del traje y la corbata —demasiado formal: hubiese parecido su contable o su abogado— y optado por una camisa azul pálido, una discreta corbata a rayas, una chaqueta deportiva y un pantalón gris. Llevaba el pelo debidamente cepillado, los dientes limpios y enjuagados, y desodorante suficiente. Estaba todo lo preparado que se puede estar. ¿El «manicomio»? ¿Realmente había dicho eso? Miré al «madero», pero había desaparecido.
El portón se abrió, y el camino describió una curva. Instantes después, tuve mi primera visión de la mansión Rhinehart: cuatro bloques de madera en forma cúbica —un garaje, un almacén y unas casitas para el personal— y al final, la mansión principal. Solo tenía dos plantas de altura, pero era muy ancha, con un techo largo y bajo y un par de cuadradas chimeneas de ladrillo parecidas a las de un crematorio. El resto de la casa era todo de madera; pero, aunque era nueva, los elementos le habían conferido una pátina gris plateada, como a los muebles de jardín que se quedan todo un año a la intemperie. Las ventanas de ese lado eran altas y estrechas como troneras; y sumadas a la grisura dominante, los bloques de abajo y el bosque que nos rodeaba, el conjunto parecía una casa de veraneo diseñada por Albert Speer. Me vino a la memoria la Guarida del Lobo de Hitler.
Antes incluso de que llegáramos a la puerta principal, esta se abrió y otro poli —camisa blanca, corbata negra y cazadora gris con la cremallera hasta arriba— me hizo pasar sin una sonrisa al vestíbulo, donde registró minuciosamente mi mochila mientras yo miraba lo que me rodeaba. He conocido a mucha gente rica durante mi vida profesional, pero no creo que hubiera estado nunca en la casa de un multimillonario. A lo largo de las blancas y lisas paredes colgaba una colección de máscaras africanas y había varias vitrinas iluminadas donde se veían tallas de madera y primitivos objetos de barro cocido con gigantescos falos y pechos como torpedos; la clase de cosas que un niño travieso haría cuando el profesor le diera la espalda: un conjunto carente del más mínimo gusto y mérito estético. Más adelante descubrí que la primera señora Rhinehart estaba en la junta del Museo Metropolitano de Arte Moderno. La segunda era una actriz de Bollywood, cincuenta años más joven que su marido, con la que Rhinehart se había casado por consejo de sus asesores financieros para poder abrirse hueco en el mercado indio.
De algún lugar de la casa me llegaron los gritos de una mujer con acento inglés:
—¡Todo esto es malditamente ridículo!
Luego se oyó un portazo, y una elegante rubia vestida con una chaqueta azul oscuro y falda a juego que llevaba un cuaderno A4 negro y una agenda roja de tapas duras apareció en el pasillo acompañada del tac-tac de sus altos tacones.
—Soy Amelia Bly —me dijo con una rígida sonrisa. Probablemente tenía unos cuarenta y cinco años; pero, de lejos, podía pasar por diez menos. Tenía unos preciosos ojos, grandes y claros, pero llevaba demasiado maquillaje, como si trabajara en el mostrador de belleza de unos grandes almacenes y tuviera que demostrar todos los productos a la vez. Desprendía un dulzón y opulento olor a perfume. Imaginé que se trataba de la portavoz que mencionaba el Times de esa mañana.
—Adam está en Nueva York —añadió—. Por desgracia no estará de vuelta hasta esta tarde.
La mujer invisible gritó:
—La verdad, olvida lo que he dicho: ¡todo esto es más bien jodidamente ridículo!
Amelia amplió ligeramente su sonrisa, abriendo de paso pequeñas grietas en sus suaves y rosadas mejillas.
—Vaya, lo siento. La pobre Ruth tiene uno de sus días malos.
Ruth. Su nombre resonó brevemente en mi cerebro igual que un ruido de tambores de guerra o el estruendo de una lanza africana lanzada entre las muestras de arte tribal. Nunca se me había ocurrido pensar que la mujer de Lang pudiera estar allí. Había dado por hecho que se encontraba en Londres. Era famosa por su carácter independiente, entre otras cosas.
—Si es un mal momento… —dije.
—No, no. En absoluto. Tiene ganas de conocerlo. Venga y tómese un café. La iré a buscar. ¿Qué tal el hotel? —preguntó por encima del hombro—. ¿Tranquilo?
—Como una tumba.
Recuperé mi mochila de manos del poli de la Brigada Especial y seguí a Amelia Bly por el interior de la casa envuelto en su nube de perfume.
Me fijé en que tenía unas preciosas piernas. Sus muslos frotaban el nailon mientras caminaba. Me hizo entrar en una sala llena de muebles de cuero de color beis, me sirvió un café de la cafetera que había en el rincón y se marchó. Me quedé un rato junto a los ventanales con mi taza, contemplando el paisaje. No se veían parterres de flores —seguramente era imposible que algo delicado creciera en un lugar tan desolado—, solo un extenso césped que iba a morir cien metros más allá entre una fea maleza. Un poco más lejos se veía un lago, liso como una lámina de acero bajo un inmenso cielo de color aluminio. Hacia la izquierda, el terreno se elevaba ligeramente en las dunas que señalaban el principio de la playa. No oía el ruido del mar: los cristales eran demasiado gruesos. A prueba de balas, según descubrí más tarde.
Un urgente taconeo señaló el regreso de Amelia Bly.
—Lo siento mucho. Ruth está ocupada en estos momentos y le envía sus disculpas. Se reunirá con usted más tarde. —La sonrisa de Amelia se había endurecido ligeramente y parecía tan natural como su laca de uñas—. Si ha terminado el café, le enseñaré dónde trabajamos.
Insistió en que la precediera al subir la escalera.
La casa, según explicó, estaba distribuida de manera que los dormitorios quedaban en la planta baja, mientras que los salones ocupaban el primer piso. Tan pronto como entramos en la despejada sala de estar, comprendí el porqué: la pared que daba al mar estaba hecha enteramente de cristal y en el paisaje que abarcaba no se veía nada que fuera obra de la mano del hombre, solo el océano, el lago y el cielo. Parecía algo primitivo, una escena que no hubiera cambiado en diez mil años. El cristal blindado y la calefacción por el suelo me dieron la impresión de hallarme en el interior de una cápsula del tiempo que hubiera sido lanzada de vuelta al neolítico.
—¡Menudo sitio! —dije—. ¿No se siente sola por las noches?
—Nosotros estamos aquí —contestó Amelia abriendo una puerta.
La seguí al interior de un gran estudio, contiguo al salón, que seguramente era donde Marty Rhinehart trabajaba en vacaciones. Desde allí, la vista era similar, solo que el ángulo favorecía el mar antes que el lago. Las estanterías estaban llenas de libros sobre historia militar alemana, con las esvásticas de sus lomos de piel blanqueadas por la exposición al sol y al ambiente marino. Había dos escritorios: uno pequeño en un rincón, donde una secretaria tecleaba frente a un ordenador, y otro más grande, completamente vacío salvo por la fotografía de una gran lancha de motor y la maqueta de un barco. El viejo esqueleto que era Marty Rhinehart se encorvaba sobre el timón de su lancha como el desmentido viviente del refrán que dice que no se puede ser demasiado rico ni estar demasiado delgado.
—Somos un equipo pequeño —dijo Amelia—. Lo formamos yo, Alice, aquí presente, y Lucy, que se encuentra con Adam en Nueva York. Jeff, el chófer, también está en la ciudad y volverá con el coche por la tarde. En estos momentos, contamos con seis agentes de seguridad del Reino Unido, tres que están aquí y otros tres que acompañan a Adam en Nueva York. Nos hacen bastante falta otro par de manos, aunque solo sea para tratar con la prensa, pero Adam no se ha decidido a reemplazar a Mike. Llevaban juntos mucho tiempo.
—¿Y cuánto tiempo lleva usted con él?
—Ocho años. Trabajé en Downing Street. Estoy destinada por la Oficina del Gabinete.
—Pobre Oficina del Gabinete.
Me lanzó una de sus sonrisas de laca de uñas.
—Es a mi marido a quien echo de menos.
—¿Está usted casada? He visto que no llevaba anillo.
—Por desgracia no puedo. Es demasiado grande y hace saltar las alarmas cada vez que paso los controles de seguridad de los aeropuertos.
—Sí, claro… —Nos entendíamos perfectamente.
—Los Rhinehart también tienen una pareja de servicio vietnamita, pero son tan discretos que apenas notará su presencia. Ella se ocupa de la casa; y él, del jardín. Dep y Duc.
—¿Quién es quién?
—Duc es el hombre, por supuesto.
Sacó una llave del bolsillo de su elegante chaqueta y abrió un archivador de hierro gris del que extrajo una carpeta.
—Esto no debe salir de esta habitación —dijo depositándola en el escritorio—. Y tampoco debe ser copiado. Puede usted tomar notas, pero es mi obligación recordarle que ha firmado un acuerdo de confidencialidad. Dispone de seis horas para leerlo antes de que Adam regrese de Nueva York. Haré que le suban un sándwich para comer. Vámonos, Alice, no queremos distraer al señor, ¿verdad?
Cuando se hubieron marchado, me senté en la butaca giratoria de cuero, saqué el portátil, lo conecté y cree un documento llamado «Lang MS». A continuación me aflojé la corbata, me quité el reloj y lo dejé en la mesa junto a la carpeta. Durante unos instantes me permití columpiarme en la butaca de Rhinehart y saborear la vista del mar y la sensación general de ser un dictador mundial. Luego, abrí la carpeta, saqué el manuscrito y empecé a leer.
Los buenos libros son todos diferentes, pero los malos son todos iguales. Sé que es cierto porque debo leer un montón de libros malos por imperativo laboral, libros que ni siquiera consiguen ser publicados; lo cual es notable teniendo en cuenta el material que llega a las librerías.
Y lo que tienen en común todos esos libros malos, sean novelas o ensayos, es esto: no suenan auténticos. No digo que un buen libro tenga que ser necesariamente verdadero, solo que ha de producir una sensación de autenticidad cuando uno lo lee. Un editor amigo mío lo llama «la prueba del hidroavión» por culpa de una película que vio en su día, que trataba de la gente de la City de Londres, y que empezaba con el protagonista que llegaba a trabajar en un hidroavión que amerizaba en el Támesis. Según mi amigo, a partir de ahí ya no valía la pena seguir viéndola.
Pues bien, las memorias de Adam Lang no pasaron «la prueba del hidroavión».
No es que los hechos estuvieran necesariamente equivocados —cosa que yo no estaba en posición de juzgar en esos momentos— sino que el conjunto sonaba a falso, como si estuviera hueco por dentro. Había dieciséis capítulos ordenados cronológicamente: «Primeros años», «En política», «Desafío para el liderazgo», «Cambiando el partido», «Victoria en la urnas», «Reformas del gobierno», «Irlanda del Norte», «Europa», «La “Especial Relación”», «Segundo mandato», «El desafío del terror», «La guerra contra el terror», «Manteniendo el rumbo», «Jamás rendirse», «Hora de marcharse», «Un futuro de esperanza». Todos los capítulos tenían entre diez y veinte mil palabras, y, más que haber sido escritos, parecían el resultado de un «recorta y pega» hecho de fragmentos de discursos, comunicados oficiales, memorandos, entrevistas transcritas, manifiestos del partido y artículos de los periódicos. De vez en cuando, Lang se permitía manifestar alguna emoción («me llevé una enorme alegría el día que nació nuestro tercer hijo»), algún comentario personal («el presidente estadounidense era más alto de lo que yo imaginaba») o un comentario incisivo («como ministro de Exteriores, Richard Rycart a menudo parecía preferir ventilar en Gran Bretaña las causas de los extranjeros que hacerlo al revés»). Sin embargo, ni lo hacía a menudo ni con efectos notables. ¿Y dónde estaba su mujer? Apenas se la mencionaba.
«Un pedazo de mierda.» Así lo había definido Rick. En realidad era peor que eso. Citando a Gore Vidal, si «la mierda tiene su propia integridad», aquello era un pedazo de nada. Estrictamente hablando, las memorias resultaban exactas, pero en conjunto eran una mentira. Tenían que serlo necesariamente, y pensé que ningún ser humano podía pasar por la vida sintiendo tan poco, especialmente Adam Lang, cuyo principal activo político era la empatía.
Salté al capítulo llamado «La guerra contra el terror». Si en esas memorias había algo que pudiera interesar a los lectores estadounidenses, tenía que estar allí. Lo leí en diagonal, buscando palabras como «entrega», «tortura» o «CIA». No hallé ninguna y tampoco que se mencionara la Operación Tempestad. ¿Y la guerra en Oriente Próximo? Seguramente encontraría alguna leve crítica al presidente de Estados Unidos o al secretario de Defensa o al secretario de Estado, algún indicio de traición o de abandono, alguna pequeña muestra de información reservada o algún documento desclasificado. Pues no, nada de nada. Tragué saliva, literal y metafóricamente y volví a leer desde el principio.
En algún momento, Alice, la secretaria, debió de entrar y dejarme un sándwich de atún y una botella de agua mineral, porque me los encontré bastante más tarde, en el extremo del escritorio. De todas maneras, estaba demasiado enfrascado para detenerme y tampoco tenía hambre. Lo cierto fue que empecé a sentir náuseas a medida que avanzaba por aquellos dieciséis capítulos, buscando en aquel liso y blanco acantilado de prosa un punto de interés al que poder aferrarme. No me extrañó que McAra se hubiera tirado por la borda en el ferry de Martha’s Vineyard. No me extrañó que Maddox y Kroll hubieran volado a Londres en un intento de salvar el proyecto. No me extrañó que estuvieran dispuestos a pagarme cincuenta mil dólares semanales. Todos esos inexplicables acontecimientos quedaron explicados por lo calamitoso del manuscrito. Sin embargo, a partir de ese instante, sería mi reputación la que caería en picado, atada al asiento trasero del hidroavión kamikaze de Adam Lang. Sería yo a quien señalarían en las reuniones editoriales —suponiendo que volvieran a invitarme a alguna— como el «negro» que había colaborado en el mayor fracaso de la historia de la literatura. En un brusco ataque de paranoia, comprendí cuál era mi verdadero papel en la operación: el del tipo condenado a fracasar.
Acabé la última de las seiscientas veintiuna páginas a media tarde («Ruth y yo aguardamos el futuro con ilusión, cualquier cosa que nos tenga reservada»), y dejé el manuscrito. Me levanté, me llevé las manos a la cara y me aplasté las mejillas mientras abría mucho los ojos y la boca en una aceptable imitación de El grito, de Edvard Munch.
Fue entonces cuando oí un carraspeo en la puerta y vi a Ruth Lang, que me miraba. A día de hoy sigo sin saber cuánto tiempo llevaba allí. Arqueó una fina ceja.
—¿Tan malo es? —preguntó.
Iba vestida con un grueso jersey blanco de hombre cuyas mangas le iban tan largas que solo asomaba por ellas la punta de sus mordidas uñas. Bajamos a la planta baja y se echó encima una especie de poncho azul claro; desapareció bajo él cuando se lo pasó por la cabeza y volvió a aparecer con el ceño fruncido y el pelo disparado como las puntas de Medusa.
Había sido ella la que había propuesto un paseo. Dijo que yo parecía necesitarlo, lo cual era bastante cierto. Me procuró un cortavientos de su marido que me sentaba perfectamente y un par de botas de agua de la casa. Luego salimos juntos al ventoso ambiente del Atlántico, seguimos el camino que bordeaba el linde del césped y subimos por las dunas. A nuestra derecha estaba el lago con su embarcadero y, junto a este, un bote de remos que habían sacado del agua y dejado boca abajo; a nuestra izquierda, el vasto y gris océano. Ante nosotros se extendían kilómetros de blanca y desierta playa. Cuando miré hacia atrás, la imagen fue la misma salvo por el policía de la gabardina, que nos seguía a unos cincuenta metros de distancia.
—Debe estar harta de eso, ¿no? —le pregunté señalando con un gesto de la cabeza a nuestra escolta.
—Hace tanto tiempo que ya no me doy cuenta.
Seguimos avanzando contra el viento. De cerca, la playa no parecía tan idílica: extraños pedazos de plástico rotos, algunas manchas de chapapote; una zapatilla de lona, tiesa por la sal; una bobina de madera de cable, pájaros muertos, esqueletos y fragmentos de hueso. Era como caminar junto a una autopista de seis carriles. Las grandes olas rompían con estruendo y se alejaban con el ruido de un camión.
—Bueno —dijo Ruth al fin—. ¿Hasta qué punto es malo?
—¿No lo ha leído?
—En absoluto.
—Bueno —repuse educadamente—, digamos que necesita un poco de trabajo.
—¿Cuánto?
La palabra «Hiroshima» acudió a mi mente.
—Se puede arreglar —contesté, convencido de que se podía. Al fin y al cabo, Hiroshima acabaron arreglándola, ¿no?—. El problema está en la fecha de entrega. Tenemos que terminarlo sin falta en cuatro semanas, y eso nos deja menos de dos días por capítulo.
—¿Cuatro semanas? —Su risa era áspera y profunda—. ¡Nunca conseguirá tenerlo sentado y quieto tanto tiempo!
Se había levantado la capucha del poncho y no podía verle la cara, solo la pálida y afilada punta de la nariz. Todo el mundo decía que era más lista que su marido y que había disfrutado de su vida en la cumbre incluso más que él. Cada vez que había habido un viaje al extranjero, ella se había negado a quedarse en casa y lo había acompañado. Bastaba con verlos juntos en la televisión para comprobar hasta qué punto gozaba del éxito. Adam y Ruth Lang: el poder y la gloria.
Se detuvo y contempló el mar con las manos hundidas en los bolsillos. Detrás de nosotros, como si jugara a «uno, dos, tres, escondite inglés», el policía se detuvo.
—Usted fue idea mía —dijo.
El viento me zarandeó, y estuve a punto de caer.
—¿Yo?
—Sí. Fue usted quien escribió el libro de Christy para Christy.
Tardé un momento en averiguar a qué o quién se refería. Christy Costello. Hacía mucho que no me acordaba de él. Había sido mi primer gran éxito. Las memorias íntimas de una estrella del rock de los setenta: alcohol, drogas, chicas, un accidente de coche casi mortal, cirugía, rehabilitación y, por fin, redención en los brazos de una buena mujer. El libro lo tenía todo. Uno se lo podía regalar por Navidad a una hija adolescente y rebelde o a una abuela de misa dominical y ambas quedarían igualmente encantadas. Vendí trescientos mil ejemplares en tapa dura solo en el Reino Unido.
—¿Conoce usted a Christy? Nunca lo habría dicho.
—El invierno pasado estuvimos en su casa de Mustique. Allí leí el libro. Estaba en la mesita de noche.
—No sé si sentirme molesto.
—¿Por qué? A su manera, el libro estaba bien. Cada noche escuchábamos las embrolladas historias que Christy contaba durante la cena, pero después las leía y veía cómo usted las había convertido en algo parecido a una vida de verdad. Fue entonces cuando le dije a Adam: «Mira, este es el hombre que necesitas para que escriba tu libro».
Me eché a reír sin poder evitarlo.
—Bueno, confío en que los recuerdos de su marido sean menos confusos que los de Christy.
—No cuente con ello —contestó echándose hacia atrás la capucha y respirando una gran bocanada de aire. Era más guapa en persona que por televisión. La cámara la aborrecía tanto como adoraba a su marido, no captaba su graciosa vivacidad ni lo animado de su rostro—. ¡Dios, echo de menos mi casa! —exclamó—. Y eso a pesar de que los chicos están fuera, en la universidad. No dejo de decírselo. Es como estar casada con Napoleón en Santa Elena.
—¿Y por qué no vuelven a Londres?
Durante un momento, no dijo nada y se quedó contemplando fijamente el mar, mordiéndose el labio. Luego, me miró, como si me sopesara.
—¿Ha firmado el acuerdo de confidencialidad?
—Claro que sí.
—¿Está usted seguro?
—Puede comprobarlo en el despacho de Sid Kroll.
—Mire, no quiero encontrarme leyendo esto la semana que viene en alguna revista de cotilleo o en cualquier libro barato de confesiones que se le ocurra escribir por su cuenta dentro de un año.
—¡Caray! —exclamé, sorprendido por su arranque—. Pensaba que había dicho que era idea suya. Yo no he pedido venir hasta aquí, ¿sabe? Además, tampoco soy el tipo de persona que se confiesa.
—De acuerdo. —Asintió—. Entonces le diré por qué no puedo volver a casa. Que quede entre usted y yo: ahora mismo hay algo que no funciona como es debido con él, y tengo miedo de dejarlo solo.
«¡Caramba! —pensé—, ¡esto se pone cada vez mejor!»
—Sí —contesté diplomáticamente—. Amelia me contó que estaba muy afectado por la muerte de Mike.
—Conque le contó eso, ¿no? ¡Me pregunto desde cuándo la señorita Bly es una experta en el estado emocional de mi marido! —Si hubiera bufado y sacado las uñas como una pantera no habría expresado sus sentimientos con mayor claridad—. La pérdida de Mike sin duda ha empeorado las cosas, pero no se trata solo de eso. El verdadero problema radica en perder el poder. Perder el poder y ahora tener que sentarse y revivir todo lo hecho, año por año. Y todo eso mientras la prensa sigue dando vueltas a lo que hizo y dejó de hacer. No puede desprenderse del pasado, ¿lo entiende? No puede seguir adelante. —Hizo un gesto de impotencia abarcando el mar, la arena y las dunas—. Está atascado. Los dos estamos atascados.
Mientras volvíamos a la casa, deslizó el brazo en el mío.
—Lo siento —dijo—. Debe de estar preguntándose dónde demonios se ha metido.
Cuando volvimos a la casa había mucha más actividad. Un Jaguar verde oscuro con matrícula de Washington estaba aparcado en la entrada, y tras él, una furgoneta negra con los cristales tintados. Cuando se abrió la puerta de delante oí varios teléfonos que sonaban a la vez. Un hombre de cabello gris y aspecto afable se encontraba sentado en el interior, bebiendo una taza de té y charlando con uno de los policías. A pesar de todo, se puso de pie de un salto cuando vio a Ruth Lang. Me pareció que todos tenían bastante miedo de ella.
—Buenas tardes, señora.
—Hola, Jeff. ¿Qué tal Nueva York?
—Un maldito caos, como de costumbre. Parecía Picadilly Circus en hora punta. —Tenía un marcado acento londinense—. Por un momento creí que no llegaría a tiempo.
Ruth se volvió hacia mí.
—Les gusta tener el coche en posición cuando Adam aterriza —me explicó antes de empezar la compleja operación de quitarse el poncho; fue entonces cuando Amelia apareció, con el móvil encajado entre su elegante chaqueta y su elegante mentón, cerrando un maletín con sus elegantes dedos.
—Me parece bien. Me parece bien. Se lo diré. —Asintió a Ruth al pasar junto a ella sin dejar de hablar—. El jueves estará en Chicago. —Miró a Jeff y se dio un golpecito en el reloj de muñeca.
—Pensándolo bien, creo que iré al aeropuerto —dijo Ruth bruscamente poniéndose de nuevo el poncho—. Amelia puede quedarse aquí pintándose las uñas o haciendo cualquier otra cosa. ¿Por qué no nos acompaña? —me dijo volviéndose hacia mí—. Adam está impaciente por conocerlo.
«Punto para la esposa», me dije. Pero no: haciendo honor a la mejor tradición del funcionario británico, Amelia salió de las cuerdas y se lanzó al contraataque.
—De acuerdo, viajaré en el vehículo de apoyo —dijo cerrando el móvil y sonriendo dulcemente—. Allí podré pintarme las uñas cómodamente.
Jeff abrió una de las puertas traseras del Jaguar para Ruth mientras yo daba la vuelta y casi me rompía el brazo tirando de la otra. Me instalé en el asiento de cuero, y la puerta se cerró a mi espalda con un hermético «tump».
—Es un coche blindado, señor —me dijo Jeff mirándome por el retrovisor mientras salíamos—. Pesa casi dos toneladas y media y es capaz de superar los ciento cincuenta con los cuatro neumáticos pinchados.
—Cierra la boca, Jeff —intervino Ruth de buen humor—. No creo que le interesen esas cosas.
—Las ventanillas tienen dos centímetros y medio de grosor y no bajan. Lo digo por si pensaba abrirlas. Es un vehículo estanco frente a un posible ataque químico o biológico, y dispone de oxígeno de reserva para una hora. En este preciso momento, señor, está usted más seguro de lo que lo ha estado en su vida y de lo que nunca lo estará.
Ruth rió y torció el gesto.
—¡Niños con sus juguetes!
El mundo exterior parecía amortiguado y distante. La senda forestal discurría lisa como un cinta de goma. Quizá fuera esa la impresión que uno tiene en el seno materno: una maravillosa sensación de completa seguridad. Pasamos por encima de la mofeta muerta, y el coche no se estremeció lo más mínimo.
—¿Nervioso? —me preguntó Ruth.
—No, ¿por qué? ¿Debería?
—En absoluto. Es el hombre más encantador que puede conocer. ¡Mi propio príncipe encantador! —Soltó otra de sus roncas y masculinas carcajadas—. ¡Dios, qué pocas ganas tengo de volver a ver esos árboles! Es como vivir en un bosque encantado.
Miré por encima del hombro hacia la furgoneta que nos seguía a corta distancia y comprendí lo adictivo que aquello podía resultar. Yo mismo ya me estaba acostumbrando. Verse obligado a renunciar después de que se hubiera convertido en un hábito tenía que ser peor que el destete. Pero, gracias al terrorismo, Adam Lang no tendría que renunciar a todo ello: nunca tendría que hacer cola ante el transporte público, ni siquiera conducir. Lo mimaban y protegían igual que a los Romanov antes de la revolución.
Salimos del bosque y tomamos la carretera principal, giramos a la izquierda y casi de inmediato cogimos una curva a la derecha que nos hizo entrar en el perímetro del aeropuerto. Me quedé mirando la ancha pista de aterrizaje por la ventanilla, sorprendido.
—¿Ya hemos llegado?
—Sí —dijo Ruth—. En verano a Marty le gusta salir de su oficina de Manhattan a las cuatro y estar en la playa a las seis.
—Supongo que tendrá avión privado —dije en un intento de hacerme el entendido.
—Pues claro que tiene avión privado.
Ruth me miró como si fuera un paleto de los que untan la mantequilla con el cuchillo del pescado. «Pues claro que tiene avión privado.» Uno no es propietario de una mansión de treinta millones de dólares y viaja en autobús. Comprendí entonces que toda la gente con la que se relacionaban los Lang desde hacía un tiempo tenía avión privado. Es más, Lang en persona descendía en esos momentos del cielo que se oscurecía, acariciando las copas de los árboles, en un Gulfstream de empresa. Jeff aceleró y, a los pocos minutos, nos detuvimos ante la pequeña terminal y nos apeamos de los coches —Ruth, Amelia, yo, Jeff y uno de los policías— entre un estruendo de portezuelas que se abrían y cerraban. En el interior nos esperaba ya un agente de policía de Edgartown. Tras él, en la pared, vi una descolorida fotografía de Bill y Hillary Clinton saludados tras su aterrizaje, al comienzo de unas vacaciones presidenciales envueltas en escándalo.
El jet privado se acercó por la pista. Estaba pintado de color azul oscuro y junto a la puerta se veía, en color dorado, el logotipo de Hallington. Con sus seis ventanillas a lo largo del fuselaje y la alta cola, me pareció más grande que el habitual símbolo fálico del alto ejecutivo. Cuando se detuvo y los motores se apagaron, el silencio que cayó sobre el desolado aeródromo fue inesperadamente profundo.
La puerta se abrió. La escalerilla fue desplegada, y bajaron un par de hombres de los Servicios Especiales. Uno se encaminó directamente a la terminal mientras que el otro permaneció al pie de la escalerilla tras haber inspeccionado debidamente la situación. Lang no parecía tener prisa por desembarcar. Alcancé a distinguirlo vagamente entre las sombras del interior, estrechando la mano del piloto y del sobrecargo. Luego, casi a regañadientes según me pareció, salió y se detuvo en lo alto de la escalerilla. En una mano sostenía una cartera, cosa que jamás había hecho siendo primer ministro. El viento le levantó los faldones de la camisa y le tiró de la corbata. Se alisó los cabellos y miró a su alrededor como intentando recordar lo que se suponía que debía hacer. La situación estaba a punto de volverse embarazosa cuando nos vio mirándolo a través de las grandes ventanas de la terminal. Nos señaló con el dedo y saludó con la mano al tiempo que sonreía, tal como había hecho cuando estaba en la cumbre de la popularidad. Llegó caminando por la pista a grandes zancadas, cambiándose la cartera de mano mientras lo seguía un tercer hombre de los Servicios Especiales y una joven mujer que empujaba una maleta con ruedas.
Nos apartamos de la ventana justo a tiempo de darle la bienvenida cuando cruzó la puerta de Llegadas.
—Hola, cariño —dijo antes de detenerse y besar a su esposa. Su piel tenía un leve tono anaranjado, y comprendí que se trataba de maquillaje.
Ella le acarició el brazo.
—¿Qué tal Nueva York?
—Estupendo, me han dejado el Gulfstream Four, ya sabes, la versión transatlántica, con camas y duchas. Hola, Amelia. Hola, Jeff. —Entonces reparó en mí—. Hola —saludó—. ¿Quién es usted?
—Soy su «negro» —contesté.
Al instante lamenté haberlo dicho. Me había parecido que sería una forma de presentarme para romper el hielo y quitarme importancia. Incluso la había ensayado en el espejo antes de salir de Londres; pero, de algún modo, allí, en aquel desolado aeropuerto, entre tanta grisura y quietud, causó la peor impresión posible. Lang dio un respingo.
—Bien… —contestó, dubitativo; y, aunque me estrechó la mano, también echó la cabeza hacia atrás, como si deseara contemplarme desde una distancia más prudente.
«Dios mío —pensé—, me ha tomado por un chiflado.»
—No te preocupes —le dijo Ruth—. No siempre es tan borde.