Si eres tímido o si te cuesta que los demás se sientan relajados y confiados, entonces, lo de ser un escritor fantasma no es para ti.
Ghostwriting
El vuelo 109 de American Airlines tenía previsto salir de Heathrow hacia Boston a las 10.30 de la mañana del domingo. El sábado por la tarde, Rhinehart me hizo llegar con un motorista un billete de ida en clase business junto con el contrato y el acuerdo de confidencialidad. Tuve que firmar ambos mientras el mensajero esperaba. Confié en que Rick hubiera redactado correctamente el contrato y no lo leí siquiera. A las cláusulas de confidencialidad les eché una rápida ojeada. Retrospectivamente casi resultan divertidas: «Trataré toda la información confidencial como estrictamente privada y confidencial y tomaré todas las medidas necesarias para evitar que sea hecha pública o caiga en manos de terceros o de cualquier persona relevante… No utilizaré ni revelaré ni permitiré que nadie revele dicha información confidencial en beneficio de una tercera parte… Ni yo ni ninguna persona relevante copiaremos ni dispondremos de toda o parte de la información confidencial sin previo permiso del propietario…».
Firmé sin chistar.
Siempre me ha gustado desaparecer rápidamente. Antes solía tardar unos cinco minutos en meter en el congelador mi vida en Londres. Pagaba todas mis facturas mediante débito directo. No tenía entregas que cancelar, nada de leche o periódicos. La mujer de la limpieza, a la que por otra parte casi nunca veía, vendría un par de veces por semana y recogería el correo. Había limpiado mi mesa de trabajo y no tenía citas ni compromisos. No conversaba con mis vecinos, y seguramente Kate se había marchado para siempre. La mayoría de mis amigos habían ingresado desde hacía tiempo en el reino de la vida en familia, de cuyas lejanas costas, según mi experiencia, pocos viajeros regresaban. Mis padres habían muerto y no tenía parientes. Podría haberme dado por muerto y, en lo que al resto del mundo hacía referencia, mi vida habría continuado igual de normal. Preparé una maleta con ropa para una semana, un suéter y un par de zapatos de recambio. Metí en la mochila el portátil y mi grabadora de mini-disc. Pensaba utilizar el servicio de lavandería. Cualquier otra cosa que pudiera necesitar la compraría sobre la marcha.
Pasé el resto del día y de la noche en mi estudio leyendo los libros sobre Adam Lang que había comprado y haciendo una lista de preguntas. No quiero parecer demasiado Jekyll y Hyde con esto, pero, a medida que el día se fue desvaneciendo —cuando se encendieron las luces de los grandes bloques que se levantaban más allá de los andenes del ferrocarril, y las estrellas blancas, verdes y rojas comenzaron a parpadear y descender hacia el aeropuerto— empecé a sentir que me metía lentamente en el pellejo del ex primer ministro. Lang era un poco mayor que yo, pero, aparte de eso, nuestros antecedentes resultaban similares. Hasta ese momento no me había dado cuenta del parecido: hijo único, nacido en los Midlands, educado en el colegio local, titulado por Cambridge, apasionado estudiante de arte dramático, nulas inclinaciones hacia el estudio de la política…
Estudié nuevamente las fotografías: «La frenética interpretación de Lang en el papel de un pollo encargado de una granja para humanos en la Cambridge Footlights Revue de 1972 le granjeó grandes aplausos». No me costó imaginarnos persiguiendo a las mismas chicas, yendo a un concierto en los suburbios de Edimburgo en una vieja furgoneta Volkswagen, compartiendo bromas y borracheras. Y, sin embargo, metafóricamente hablando, yo me había quedado en pollo mientras que él había llegado a primer ministro. Ese fue el momento en que me abandonaron mis habituales poderes de empatía, porque en sus primeros veinticinco años de vida no había nada que pudiera explicar los veinticinco segundos. De todas maneras, razoné, ya tendría tiempo de encontrar su voz.
Esa noche cerré la puerta con dos vueltas de llave antes de irme a la cama y soñé que seguía a Adam Lang a través de un laberinto de lluviosas calles de ladrillo rojo. Cuando me subí en un taxi y el chófer se volvió para preguntarme adónde quería ir, el tipo resultó que tenía las siniestras facciones de McAra.
A la mañana siguiente, Heathrow tenía todo el aspecto de una de esas películas baratas de ciencia ficción ambientadas en un futuro en que las fuerzas de seguridad se han apoderado del estado. Había dos transportes militares blindados aparcados ante la terminal, por cuyo interior patrullaba una docena de sujetos rapados y armados con metralletas a lo Rambo. Largas hileras de pasajeros hacían cola a la espera de ser cacheados y pasados por rayos X, con los zapatos en una mano y, en la otra, sus patéticos aseos personales metidos en bolsas de plástico transparente. Nos venden los viajes como un acto de libertad, pero allí éramos tan libres como ratas de laboratorio enjauladas. «Así es como organizarán el próximo holocausto —me dije mientras avanzaba arrastrando los calcetines—. Se limitarán a darnos un billete de avión, y nosotros haremos todo lo que nos digan.»
Una vez hube pasado los controles de seguridad me encaminé a través de las fragantes tiendas libres de impuestos hacia la sala de espera de American Airlines con la mente puesta en una taza de café de cortesía y en la página de deportes de los domingos. En un rincón zumbaba un televisor sintonizado en un canal de noticias al que nadie prestaba atención. Me serví un espresso doble y me disponía a abrir el periódico por la sección de fútbol cuando oí un nombre: «Adam Lang». Tres días antes, al igual que el resto de los pasajeros de la sala, no habría prestado atención; pero, en esos momentos, fue como si me hubieran llamado a mí. Me levanté y me acerqué al televisor intentando encontrar algún sentido a lo que en él se decía.
Para empezar, no parecía especialmente importante. Sonaba a noticias pasadas. Unos años antes, cuatro ciudadanos británicos habían sido capturados en Pakistán —«secuestrados por la CIA», según su abogado—, llevados a unas instalaciones militares secretas en Europa Oriental y torturados. Uno de ellos había fallecido durante los interrogatorios, mientras que los otros tres habían acabado encarcelados en Guantánamo. Según parecía, la novedad radicaba en que un periódico había conseguido hacerse con un documento filtrado por el Ministerio de Defensa que parecía sugerir que Lang había ordenado a una unidad de las SAS que capturara a aquellos hombres y se los entregara a la CIA. Siguieron apareciendo distintas declaraciones de ultraje de un abogado defensor de los derechos humanos y de un portavoz del gobierno paquistaní. Una serie de imágenes de archivo mostraban a Lang con una guirnalda de flores al cuello, durante la visita que había hecho a Pakistán siendo primer ministro. Se citaban las palabras de un portavoz de Lang diciendo que el ex primer ministro no sabía nada de dichos informes y que se negaba a hacer más comentarios. Por su parte, el gobierno británico se había negado repetidamente a abrir una investigación. El programa dio paso a las noticias del tiempo y eso fue todo.
Miré a mi alrededor por la sala. Nadie había movido una ceja. Sin embargo, por alguna razón tuve la impresión de que acaban de pasarme un cubito de hielo por la espalda. Saqué el móvil y llamé a Rick. No recordaba si había regresado a Estados Unidos, pero resultó que se hallaba a menos de un kilómetro de distancia: en la sala de cortesía de British Airways, esperando su avión a Nueva York.
—¿Has visto las noticias? —le pregunté. A diferencia de mí, Rick era un adicto a las noticias.
—¿El reportaje sobre Lang? Desde luego.
—¿Crees que hay algo de cierto en esa historia?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? ¿Y a quién le importa si así es? Al menos sirve para que su nombre vuelva a llenar los titulares.
—¿Crees que debería preguntarle sobre ese asunto?
—A la gente le importa un carajo ese asunto. —A través del teléfono oí de fondo que llamaban para embarcar—. Lo siento, están llamando mi vuelo. Tengo que marcharme.
—Espera. Antes de que te vayas, ¿puedo comentarte algo? Mira, cuando me asaltaron el viernes… No sé, me pareció que no tenía sentido que me dejaran la cartera y solo se llevaran un manuscrito. Sin embargo, al ver las noticias, me he preguntado si no es posible que creyeran que lo que llevaba eran las memorias de Lang.
—¿Y cómo podían saberlo? —preguntó Rick con tono extrañado—. Tú acababas de salir de tu reunión con Maddox y Kroll, y yo todavía estaba negociando el acuerdo.
—No lo sé. Quizá había alguien observando las oficinas y me siguieron cuando salí. Era una bolsa de plástico amarillo chillón, Rick. Lo mismo podría haber llevado en la mano una bengala. —Entonces me vino a la mente otra idea, una idea tan alarmante que no supe por dónde empezar—. Oye, ya que hablamos de esto, ¿qué sabes de Sydney Kroll?
—¿Del joven Sid? —Rick soltó una risita de admiración—. ¡Ese sí que es un tipo notable! Va a conseguir apartar del negocio a los ladrones honrados como yo. Es de los que cobran una tarifa fija en lugar de ir a porcentaje. No encontrarás ningún ex presidente ni miembro del gobierno que no quiera tenerlo, a él o algún miembro de su equipo, con él. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿Tú crees que es posible…? —dije vacilantemente, construyendo mi teoría a medida que la iba expresando—. ¿Tú crees que es posible que me diera ese manuscrito porque pensó que, si alguien estaba observando el edificio, iba a parecer que yo salía de allí con las memorias de Adam Lang bajo el brazo?
—¿Y por qué iba a hacer algo así?
—No lo sé. Para ver qué ocurría, por diversión… ¡Qué sé yo!
—¿Para ver si te asaltaban?
—De acuerdo. Lo sé, suena a locura, pero piénsalo un minuto. ¿A santo de qué están tan paranoicos todos con ese manuscrito? Ni siquiera Quigley puede verlo. ¿Por qué no puede salir de Estados Unidos? Quizá sea porque creen que alguien de aquí se muere de ganas de echarle el guante.
—¿Y?
—Pues que quizá Kroll me estuviera utilizando como cebo, como una especie de oveja atada, para comprobar si alguien me seguía los pasos y averiguar hasta dónde estaban dispuestos a llegar.
Antes de que aquellas palabras acabaran de salir de mis labios yo ya sabía que parecían una ridiculez.
—¡Escucha, el libro de Lang no es más que un aburrido pedazo de mierda! —exclamó Rick—. En estos momentos, la única gente que ellos no quieren que lo vea son sus propios accionistas. ¡Por eso lo tienen bajo llave!
Estaba empezando a sentirme como un idiota. Habría preferido dejarlo, pero Rick se lo estaba pasando en grande.
—¡«Una especie de oveja atada»! —Podría haber escuchado su carcajada desde el otro lado de la terminal sin necesidad del teléfono—. Deja que te aclare las cosas: según tu teoría, alguien tuvo que averiguar que Kroll se encontraba en la ciudad, saber dónde estaría el viernes por la mañana y enterarse del asunto que iba a tratar…
—Vale, vale —lo interrumpí—, déjalo.
—Espera, que no he terminado: saber que iba a confiar el manuscrito de Lang a un nuevo «negro», saber adónde irías al salir de la reunión, saber dónde vives… Porque dijiste que te estaban esperando, ¿no es cierto? ¡Caramba, esto sí que es un montaje! ¡Demasiado importante para un simple periódico! ¡Tiene que haber sido cosa del gobierno!
—Olvídalo, Rick. Olvídalo. —Al fin conseguí que callara—. Será mejor que cojas tu avión.
—Sí, tienes razón. Bueno, que tengas feliz vuelo. Duerme un poco. Estás empezando a parecer un poco chiflado. Hablaremos la semana que viene. Ah, y no le des más vueltas.
Colgó.
Me quedé allí, con el móvil en la mano. Era verdad: estaba empezando a parecer un chiflado. Fui al baño. El golpe que me habían propinado el viernes había madurado. En esos momentos se veía negro y de color púrpura, con ribetes amarillentos, igual que las explosiones de supernovas que aparecían en los libros de texto de astronomía.
Al cabo de un momento anunciaron que el vuelo hacia Boston estaba embarcando. Mis nervios se tranquilizaron cuando estuvimos en el aire. Me encanta cuando el gris y aburrido paisaje desaparece bajo el avión y este atraviesa las nubes y sale al sol. ¿Quién puede sentirse deprimido cuando el sol brilla y el resto de pobres diablos siguen atrapados en tierra? Tomé una copa. Vi una película. Dormité un rato. Pero debo reconocer que también escudriñé la cabina de business en busca de todos los diarios del domingo, de los que por una vez dejé a un lado las páginas deportivas y leí todo lo que encontré acerca de Adam Lang y aquellos cuatro presuntos terroristas.
Hicimos el descenso final sobre el aeropuerto Logan a la una de la tarde, hora local.
Cuando descendimos sobre Boston Harbor, el sol que habíamos perseguido durante todo el día pareció como si viajara a nuestro lado sobre el agua, reflejándose de uno en uno en los rascacielos del centro; convirtiéndolos en columnas blancas y azules, doradas y plateadas, en una exhibición de fuegos artificiales de cristal y acero. «¡Oh, mi Estados Unidos! —pensé—, mi nueva tierra. Mi tierra donde el mercado del libro es cinco veces mayor que en Gran Bretaña, ¡derrama tu luz sobre mí!» Mientras hacía cola ante el control de inmigración me faltó poco para ponerme a silbar Barras y estrellas. Ni siquiera el tipo del Departamento de Seguridad Interior —encarnando la norma de que, cuanto más extravagante parece el nombre del organismo, más estalinista resulta— pudo menguar mi entusiasmo. Se quedó sentado, frunciendo el entrecejo ante la idea de que alguien pudiera volar cinco mil kilómetros solo para pasar un mes en Martha’s Vineyard en pleno invierno. Y cuando descubrió que yo era escritor me trató con más recelo que si hubiera ido esposado y vestido con un mono color naranja.
—¿Qué clase de libros escribe?
—Autobiografías.
Lo obvio lo dejó perplejo y sospechó que me burlaba de él, pero sin estar seguro.
—Conque autobiografías, ¿eh? ¿No hay que ser famoso para hacer eso?
—Ya no.
Me miró fijamente y meneó lentamente la cabeza, como si fuera un fatigado san Pedro ante las puertas del paraíso enfrentándose a otro pobre pecador que intentaba colarse en el cielo.
—«Ya no» —repitió con expresión de infinito disgusto. Luego, cogió el tampón de goma y lo aplastó dos veces. Me concedió un mes de estancia.
Cuando hube pasado el control de pasaportes cogí el móvil. Mostraba un mensaje de bienvenida de la ayudante particular de Lang, alguien llamado Amelia Bly, que se disculpaba por no poder poner a mi disposición un vehículo para que me recogiera. En vez de eso, me recomendaba que tomara el autobús hasta la terminal del ferry en Woods Hole y me prometía que un coche me estaría esperando cuando desembarcara en Martha’s Vineyard. Compré el New York Times y el Boston Globe y los revisé para ver si llevaban la historia de Lang mientras esperaba a que el autobús saliera, pero o bien la noticia era muy de última hora o no les interesaba.
El autobús iba casi vacío, de modo que me senté en la parte de delante, cerca del conductor, mientras nos dirigíamos hacia el sur a través de un laberinto de autopistas, salíamos de la ciudad y nos adentrábamos en la campiña. La temperatura era de unos cuantos grados bajo cero, y el cielo estaba despejado. Hacía poco que había nevado, y los restos de nieve se veían amontonados en la cuneta y colgando de las ramas de los árboles que se extendían a ambos lados de la carretera como inmensas y ondulantes extensiones verdes y blancas. Nueva Inglaterra es básicamente la vieja Inglaterra pero en versión hipervitaminada: carreteras más anchas, bosques más grandes, mayores espacios; hasta el cielo parecía más vasto y brillante. Me invadió la agradable sensación de estar yendo a mejor, y me imaginé el deprimente y húmedo domingo londinense contrastando con aquella esplendorosa tarde de invierno. No obstante, también fue oscureciendo poco a poco. Creo que eran más o menos las seis cuando llegamos a Woods Hole y el autobús se detuvo en la terminal del ferry. Para entonces ya se veían la luna y las estrellas.
Curiosamente, hasta que no vi el cartel del ferry no se me ocurrió pensar en el pobre McAra. De todas maneras, no resultaba nada raro que no me apeteciera entretenerme con las cuestiones de mi nuevo encargo relacionadas con el difunto, especialmente tras haber sido asaltado. Sin embargo, cuando empujé mi maleta hasta la taquilla para comprar el billete y después volví a salir al crudo viento, no me costó nada imaginar a mi predecesor repitiendo mis mismos pasos apenas tres semanas antes. Es cierto que él estaba borracho y yo no. Miré a mi alrededor. Había varios bares al otro lado del aparcamiento. ¿Habría entrado en uno de ellos? Una copa no me habría venido mal, pero puede que hubiera acabado sentándome en el mismo taburete que McAra, lo cual se me antojó de lo más macabro, como esas excursiones de Hollywood en las que te enseñan lugares de asesinatos famosos. Así pues, me uní a la cola de pasajeros e intenté leer mi revista Times mientras me volvía de cara a la pared para protegerme del viento. En ella colgaba un cartel donde se leía: El nivel de alerta nacional es alto. Me llegó el olor del mar, pero estaba demasiado oscuro para que pudiera verlo.
El problema es que, cuando uno empieza a pensar en algo, después no puede parar. La mayoría de los coches que esperaban para embarcar tenían los motores en marcha para que sus conductores pudieran utilizar la calefacción, y me vi buscando un Ford Escape de color tostado. Luego, cuando por fin subí al ferry y ascendí por la ruidosa escalera metálica hasta la cubierta de pasajeros, me pregunté si ese era el camino que había tomado McAra. Me dije que era mejor dejarlo, que me estaba embalando para nada; pero imagino que los ogros y los «negros» suelen ir de la mano. Me senté en la sofocante cabina de pasajeros y me quedé contemplando las caras de mis sencillos y honrados compañeros de viaje hasta que, cuando el barco se estremeció y se alejó de la terminal, dejé la revista y salí a la cubierta superior.
Es curioso hasta qué punto la oscuridad y el frío pueden conspirar para alterarlo todo. Imagino que el ferry de Martha’s Vineyard en una tarde de verano debe resultar una delicia. Está esa chimenea a rayas, que parece sacada de un libro de cuentos, y las hileras de asientos de plástico azul que miran hacia fuera a lo largo de toda la cubierta y donde sin duda se sientan las familias con sus camisetas y pantalones cortos, los adolescentes con aire aburrido y sus padres saltando de emoción. Sin embargo, aquella tarde de enero, la cubierta estaba vacía y el viento del norte que soplaba en Cape Cod me atravesaba la ropa y me ponía carne de gallina. Las luces de Woods Hole desaparecieron en la distancia y pasamos junto a una de las boyas que marcaba la entrada del canal y que se agitaba frenéticamente, como si intentara liberarse de algún monstruo submarino. Su campana doblaba al ritmo de las olas con tono fúnebre mientras los rociones del mar salpicaban como escupitajos.
Metí las manos en los bolsillos, hundí la cabeza entre los hombros y crucé la cubierta con paso vacilante hasta la amura de estribor. La barandilla llegaba a la altura de la cintura, y por primera vez me di cuenta de la facilidad con que McAra podía haber caído por la borda. Lo cierto es que yo mismo tuve que sujetarme con fuerza para evitar resbalar. Rick tenía razón, la línea que separa un accidente de un suicidio no siempre está claramente definida. Uno puede matarse de verdad sin haberlo decidido del todo. El simple acto de asomarse demasiado e imaginar lo que pasaría podría haber sido suficiente. Uno habría caído en esas aguas heladas desde una altura que lo sumergiría un par de metros y, para cuando hubiera logrado subir a la superficie, el barco estaría ya muy lejos. Deseé que McAra hubiera estado lo bastante empapado de alcohol para no enterarse demasiado de aquel horror, pero dudaba que hubiera algún borracho en este mundo que no se despejara de golpe si caía a un mar cuya temperatura estaba apenas un grado por encima del punto de congelación.
Además, nadie lo habría oído caer. Esa era otra. El tiempo no era ni de lejos tan malo como el que había tres semanas atrás, y aun así, cuando miré alrededor, no vi ni un alma en cubierta. Fue entonces cuando empecé a tiritar de verdad. Los dientes me castañeteaban como un juguete de feria.
Bajé al bar a por una copa.
Doblamos el faro de West Chop y entramos en la terminal del ferry de Martha’s Vineyard justo antes de las siete; atracamos entre un estruendo de cadenas y golpes que estuvieron a punto de hacerme caer. No esperaba un comité de bienvenida, lo cual estuvo bien porque no había ninguno; únicamente un viejo taxista de la isla que sostenía en alto una hoja de papel con mi nombre mal escrito. Cuando metió mi maleta en el portaequipajes, el viento levantó un gran plástico transparente y lo envió flameando por encima del hielo del aparcamiento. El cielo se veía casi blanco de estrellas.
Yo había comprado una guía de la isla, de modo que tenía una vaga idea de lo que me esperaba. Durante el verano, la población ronda los cien mil habitantes, pero cuando los veraneantes han cerrado sus residencias veraniegas y emigrado al oeste para pasar el invierno, el número baja a quince mil. Esos son los robustos isleños, los que llaman «Norteamérica» al continente. Hay unas cuantas carreteras decentes, unos pocos semáforos y varios caminos de arena que conducen a lugares con nombres como «Squibnocket Pond» o «Joe’s Neck Cove». Mi chófer no dijo una palabra durante todo el trayecto y se limitó a observarme por el retrovisor. Cuando mis ojos se cruzaron con su legañosa mirada por vigésima vez, me pregunté qué razón podía haber para que le molestara tanto haberme ido a buscar. Quizá lo había apartado de algo interesante, pero me costaba imaginar qué podía ser. Las calles que rodeaban la terminal estaban prácticamente desiertas y, cuando salimos de Vineyard Haven y nos adentramos por la carretera, no hubo nada que ver salvo oscuridad.
En aquel momento yo llevaba diecisiete horas viajando y no sabía dónde me encontraba o qué clase de paisaje estaba cruzando, ni siquiera adónde iba. Habían fallado todos los intentos de entablar conversación, y en la negrura de la ventanilla solo alcanzaba a ver mi propio reflejo. Me sentía como si hubiera llegado al fin del mundo, como si fuera un explorador del siglo xvii a punto de culminar su primer encuentro con los nativos wampanoags. Solté un ruidoso bostezo y enseguida me tapé la boca con la mano.
—Lo siento —dije a los ojos sin rostro del retrovisor—. En el sitio de donde vengo es medianoche.
El hombre meneó la cabeza. Al principio no supe si me compadecía o me desaprobaba, pero entonces adiviné que intentaba explicarme que era inútil que intentara hablar con él: era sordo. Volví a mirar por la ventanilla.
Al cabo de un rato, llegamos a un cruce, doblamos a la izquierda y entramos en lo que supuse debía ser Edgartown, una urbanización de casas blancas de madera con sus pulcras vallas, pequeños jardines y galerías iluminadas por recargadas lámparas victorianas. Nueve de cada diez estaban apagadas, pero a través de las escasas ventanas donde brillaba una amarillenta claridad distinguí óleos de barcos y de bigotudos antepasados. Al final de la loma, más allá de la Old Whaling Church, una enorme y brumosa luna iluminaba de plata los tejados a dos aguas y las siluetas de los mástiles del puerto. De unas pocas chimeneas surgían volutas de humo. Tuve la impresión de estar entrando en el decorado de la película Moby Dick. Los faros alumbraron brevemente un cartel del ferry de Chappaquiddick y, poco después, nos detuvimos frente al hotel Lighthouse View.
Nuevamente imaginé el lugar en verano: cubos y palas, redes de pescar amontonadas en el porche, sandalias de esparto junto a la puerta, un reguero de blanca arena llevado desde la playa, esa clase de cosas. Sin embargo, fuera de temporada, el viejo hotel de madera crujía y se estremecía bajo el viento igual que un barco encallado en un arrecife. Imaginé que la dirección esperaba a que llegara la primavera para rascar la agrietada pintura y lavar las incrustaciones de salitre de las ventanas. El mar rugía en la oscuridad, no lejos de allí. Subí con mi maleta hasta el porche de madera y, no sin cierta nostalgia, contemplé las luces del taxi que se alejaban.
En el mostrador de recepción, una joven vestida de doncella victoriana y con una cofia de puntilla me entregó un mensaje de la oficina de Lang: me pasarían a buscar a las diez de la mañana, y debía llevar mi pasaporte para mostrarlo a los de Seguridad. Empecé a sentirme como un turista en un viaje de misterio: cada vez que llegaba a un destino me entregaban nuevas instrucciones para que siguiera adelante hasta el siguiente. El hotel estaba vacío; el restaurante, a oscuras. Me dijeron que podía escoger la habitación que me apeteciera y me decidí por una del primer piso, con fotografías de la antigua Edgartown en las paredes: la casa de John Coffin, circa 1890; el ballenero Splendid en el muelle Osborn, circa 1870. Cuando la recepcionista me hubo dejado a solas deposité mi portátil, la lista de preguntas y los artículos que había recortado de los periódicos encima de la mesa y me tumbé en la cama.
Me quedé dormido en el acto y no me desperté hasta las dos de la madrugada, cuando mi reloj interno, que todavía llevaba la hora de Londres, se puso a sonar como el Big Ben. Pasé diez minutos buscando el minibar antes de darme cuenta de que no había. Obedeciendo un repentino impulso, llamé a Kate a su casa, aunque no tenía ni idea de qué iba a decirle. En cualquier caso, nadie contestó. Quise colgar, pero me vi recurriendo a su buzón de voz. Debía de haber salido a trabajar temprano. O eso o no había vuelto a casa la noche antes. La cosa daba para pensar, de manera que lo pensé como correspondía; pero el hecho de que no tuviera a nadie a quien culpar salvo a mí mismo no hizo que me sintiera mejor. Me di una ducha y un poco más tarde volví a meterme en la cama, apagué la luz y me subí las húmedas sábanas hasta la barbilla. Cada pocos segundos el lento destello del faro llenaba la habitación con un débil resplandor. Creo que permanecí allí tumbado durante horas, con los ojos abiertos, completamente despierto pero al mismo tiempo incorpóreo. Y así fue cómo pasé mi primera noche en Martha’s Vineyard.
El paisaje que el amanecer me descubrió a la mañana siguiente era plano y aluvial. Bajo mi ventana, al otro lado de la calle, había un arroyo; más allá, unos cañaverales; y, tras estos, la playa y el mar. Un precioso faro victoriano, con su cúpula acampanada y su balcón de hierro forjado miraba hacia el estrecho y hacia una fina lengua de tierra. Pensé que aquello debía de ser Chappaquiddick. Un escuadrón de cientos de pequeñas aves marinas, volando en apretada formación, giraba y revoloteaba sobre las olas.
Bajé y pedí un copioso desayuno. En la pequeña tienda que había junto a la recepción compré un ejemplar del New York Times. El artículo que buscaba se hallaba enterrado en el fondo de la sección de Internacional y, para más seguridad, vuelto a enterrar en el fondo de la página.
LONDRES (AP). El ex primer ministro británico Adam Lang autorizó el uso de fuerzas especiales británicas para que capturaran en Pakistán a cuatro terroristas sospechosos de pertenecer a al-Qaida y los entregaran a la CIA para que fueran interrogados, según informan los periódicos de aquí.
Los hombres —Nasir Ashraf, Shakil Qazi, Salim Jan y Faruk Ahmed—, todos ciudadanos británicos, fueron capturados en la ciudad paquistaní de Peshawar hace cinco años. Los cuatro fueron presuntamente trasladados fuera del país a un lugar secreto y torturados. Se cree que Ashraf murió durante los interrogatorios. Qazi, Jan y Ahmed pasaron tres años encerrados en Guantánamo. Solo Ahmed sigue prisionero de las autoridades estadounidenses.
Según documentos conseguidos por el Sunday Times, de Londres, el señor Lang respaldó personalmente la Operación Tempestad, una misión secreta planeada para que las fuerzas especiales del SAS capturasen a los cuatro individuos. Tal operación habría sido ilegal en virtud de la legislación tanto británica como internacional.
Anoche, el Ministerio de Defensa rehusó hacer comentarios sobre la autenticidad de los documentos o sobre la existencia de la Operación Tempestad. Una portavoz del señor Lang declaró que este no pensaba hacer declaraciones.
Lo leí de cabo a rabo tres veces. No parecía un asunto de especial trascendencia ¿O sí? No resultaba fácil decirlo. Nuestros principios morales ya no son lo que eran. Los métodos que la generación de mi padre habría considerados inaceptables, incluso para luchar contra los nazis, parecían en estos momentos un comportamiento aceptable y civilizado. Pensé que el diez por ciento de la población que suele interesarse por estas cosas se escandalizaría con aquel artículo, eso suponiendo que pudieran dar con él, y que el noventa por ciento restante lo más probable era que se encogiera de hombros. Nos habían dicho que el mundo libre estaba dando un giro siniestro. ¿Qué esperaba la gente?
Disponía de unas cuantas horas muertas antes de que llegara el coche que tenía que recogerme, de modo que crucé el puente de madera que conducía al faro y después me di una vuelta por Edgartown. A la luz del día, el pueblo parecía más desierto incluso que por la noche. Las ardillas correteaban por las aceras sin que nadie las molestara y trepaban a los árboles. Creo que debí de pasar frente a más de una docena de típicas casas marineras del siglo xix, y ninguna parecía estar habitada. Los porches, delanteros o traseros, estaban vacíos, y no se veían mujeres envueltas en chales negros mirando al mar, esperando el regreso de sus hombres, seguramente porque sus hombres se hallaban todos en Wall Street. Los restaurantes estaban cerrados, y en los escaparates de las pequeñas tiendas y galerías de arte no se veía mercancía alguna. Me habría gustado comprarme una chaqueta contra el viento, pero no tenía donde hacerlo. En las ventanas se acumulaba polvo y restos de los caparazones de insectos. ¡Gracias por una temporada estupenda!, se leía en las tarjetas. ¡Nos vemos en primavera!
En el puerto fue lo mismo. Allí, los colores básicos eran el gris y el blanco: mar gris, cielo blanco, tejados grises a dos aguas, paredes de madera blanca, desnudas astas blancas de banderas, gastados malecones gris-azulado en los que se posaban blancas gaviotas. Parecía como si Martha Stewart hubiera coordinado a juego los colores de todo el lugar, del hombre y la naturaleza. Incluso el sol, que flotaba discretamente sobre Chappaquiddick, tenía el buen gusto de brillar con un tono blanco desvaído.
Hice visera con la mano y entrecerré los ojos para observar la distante playa con sus aisladas casas de veraneo. Allí era donde la carrera política del senador Kennedy había tomado un rumbo fatal. Según mi libro, todo Martha’s Vineyard había sido el terreno de juego de los Kennedy, que gustaban de llegar en barco desde Hyannisport. Corría una anécdota de cómo Jack, siendo presidente, había intentado amarrar su yate en el muelle privado del Edgartown Yacht Club, pero había desistido al ver a todos sus miembros, republicanos hasta la médula, cruzados de brazos en el muelle, mirándolo y desafiándolo a poner pie en tierra. Ocurrió el verano anterior a su asesinato.
Los pocos yates que había en el agua en esos momentos estaban cubiertos de cara al invierno. El único movimiento provenía de una solitaria barca de pesca que se dirigía a comprobar sus trampas para langostas. Me senté un rato en un banco y esperé a ver si pasaba algo. Las gaviotas volaron y graznaron. En un yate cercano, la brisa agitó la jarcia contra el mástil. A lo lejos se oía como trabajaban restaurando una casa para el verano. Un viejo sacó a pasear al perro. Aparte de eso, durante una hora no ocurrió nada que pudiera distraer a un autor de su trabajo. Era exactamente la idea que tenía alguien que no escribía de cómo debía ser el paraíso de un escritor. Empecé a comprender por qué McAra se había vuelto loco.