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Un «negro» que solo tenga un conocimiento somero del personaje estará en situación de plantear las mismas preguntas que un lector no versado y en consecuencia hará el libro más interesante para un número mayor de lectores.

Ghostwriting

Rhinehart Publishing UK estaba formado por cinco antiguos sellos editoriales comprados durante el fuerte brote de cleptomanía de los años noventa. Arrancados de sus dickensianos reductos de Bloomsbury, ampliados, reducidos, reorganizados, modernizados y refundidos, habían acabado arrojados a un bloque de oficinas de Hounslow hecho de cristal ahumado y acero, con las cañerías a la vista. Erguido entre un montón de viviendas ruinosas, el edificio tenía todo el aspecto de una nave espacial abandonada tras una infructuosa misión en busca de vida inteligente.

Yo llegué, con puntual profesionalidad, cinco minutos antes del mediodía y me encontré con la puerta principal cerrada. Tuve que llamar al timbre para entrar. Un tablón de avisos anunciaba que el nivel de la alerta por terrorismo era «Naranja/Alto». A través de los cristales tintados pude ver que los vigilantes de seguridad me observaban por circuito cerrado desde su reducida pecera de la entrada. Cuando por fin conseguí entrar, tuve que vaciar mis bolsillos y pasar por un detector de metales.

Quigley me esperaba junto al ascensor.

—¿Quién esperáis que os bombardee? —le pregunté—. ¿Random House?

—Estamos a punto de publicar las memorias de Lang —repuso Quigley en un tono severo—. Según parece, solo eso ya nos convierte en un posible objetivo. Rick ya está arriba.

—¿Cuánta gente hay?

—Contigo, cinco. Tú eres el último.

Conocía a Roy Quigley bastante bien, lo suficiente para saber que me desaprobaba. Debía de rondar los cincuenta, alto y enjuto. En una época más feliz habría fumado en pipa y ofrecido minúsculos aumentos a académicos de segunda fila durante interminables almuerzos en el Soho. Pero en esos momentos su almuerzo consistía en una ensalada en envase de plástico que se tomaba en su mesa de trabajo, desde donde se veía la M-4, y recibía órdenes directamente de la jefa de ventas y marketing, una jovencita de unos dieciséis años. Tenía tres hijos en colegios privados que no se podía permitir. Lo cierto era que, como precio por su supervivencia, se había visto obligado a interesarse por la cultura popular; es decir, por las vidas de varios futbolistas, supermodelos y humoristas malhablados, cuyos nombres pronunciaba cuidadosamente y cuyas costumbres estudiaba en la prensa sensacionalista con académico distanciamiento, como si se tratara de los estrafalarios miembros de una tribu de Micronesia. El año anterior, yo le había pasado una idea: escribir las memorias de un mago de la tele que, como no podía ser de otro modo, había sufrido abusos en su infancia pero que, utilizando su talento como ilusionista, había conseguido crearse una nueva vida, bla, bla, bla. La rechazó de plano, y el libro —Llegué, serré y conquisté— saltó al número uno de las listas. Quigley todavía me guarda rencor.

—Debo decirte —declaró mientras subíamos al último piso— que no creo que seas la persona adecuada para esta tarea.

—Entonces me alegro de que, por tu trabajo, la decisión no dependa de ti, Roy.

Ah, sí. Le tenía tomada la medida a Quigley. Su cargo era editor jefe del grupo en el Reino Unido, lo cual significaba que tenía tanta autoridad como un gato muerto. El hombre que en realidad dirigía globalmente el espectáculo nos esperaba en la sala de juntas: John Maddox, consejero delegado de Rhinehart Inc., un corpulento neoyorquino con pecho de toro y alopecia. Su calva brillaba bajo los neones igual que un enorme huevo barnizado. Siendo joven había desarrollado el físico de un luchador para (según Publisher’s Weekly) poder arrojar por la ventana a todos los que le miraban demasiado tiempo la calva. En cuanto a mí, tuve cuidado de que mi mirada no pasara de sus pectorales de superhéroe. A su lado estaba el abogado de Lang, Sydney Kroll, un pálido cuarentón con gafas, pelo lacio y el apretón de manos más húmedo y blando que recuerdo desde que Dippy el Delfín salió de su piscina cuando yo tenía doce años.

—Y este es Nick Riccardelli, a quien creo que ya conoces —dijo Quigley terminando las presentaciones con un leve estremecimiento.

Mi agente, que llevaba una brillante camisa gris y una delgada corbata de cuero rojo, me hizo un guiño.

—Hola, Rick —saludé.

Me senté junto a él. Nervioso. La sala estaba decorada al estilo Gatsby, con las paredes llenas de libros de tapa dura que nadie había leído. Maddox se hallaba de espaldas a la ventana, con las grandes manos sin vello apoyadas en la mesa de cristal, como si así pretendiera demostrar que no tenía intención de sacar un arma. Todavía. Dijo:

—Tengo entendido por Rick que está al tanto de la situación y es consciente de lo que necesitamos. Por lo tanto, quizá podría aclararnos personalmente qué cree que puede aportar a este proyecto.

—Ignorancia —contesté alegremente, lo cual al menos me proporcionó el beneficio del efecto sorpresa; y, antes de que nadie pudiera interrumpirme, les lancé el pequeño discurso que había ensayado en el taxi—: Ya conocéis mi historial, de modo que no tiene sentido que pretenda aparentar lo que no soy. Os seré totalmente sincero: no leo memorias políticas. Muy bien, ¿y qué? —Hice un gesto de indiferencia—. Nadie las lee. Sin embargo, la verdad es que ese no es mi problema, sino —y señalé a Maddox— el tuyo.

—¡Por favor! —masculló Quigley.

—Y permitidme que sea aún más descarnadamente sincero —proseguí—. Corre el rumor de que habéis pagado diez millones de dólares por ese libro. Tal como están las cosas, ¿cuánto creéis que vais a recuperar de dicha cantidad? ¿Dos millones? ¿Tres? No son buenas noticias para vosotros, pero son especialmente malas para —y me volví hacia Kroll— su cliente porque para él no es cuestión de dinero, sino de reputación. Esta es la oportunidad que tiene Adam Lang de hablar directamente con la historia, de plantear abiertamente su caso. Lo último que necesita es un libro que nadie lea. ¿En qué situación va a quedar si la historia de su vida acaba en la mesa de las devoluciones? Sin embargo, las cosas no tienen por qué acabar así.

Restrospectivamente me doy cuenta de que todo aquello sonaba a discurso barato de vendedor; pero recuerden que solo se trataba de labia y que esta, igual que las declaraciones de amor eterno que se hacen a medianoche en la cama de una desconocida, no debe ser presentada en contra de uno a la mañana siguiente. Kroll sonreía para sí mientras garabateaba en su libreta de notas, y Maddox me miraba fijamente. Respiré hondo y proseguí.

—Lo cierto es que un nombre conocido no basta por sí solo para vender un libro. Eso es algo que todos hemos aprendido mediante la dura experiencia. Lo que vende un libro o una película o una canción es… ¡el sentimiento! —Creo que, llegado a este punto, incluso me di un golpe en el pecho—. Y esa es la razón de que las memorias políticas sean el agujero negro del mundo editorial. El nombre que aparece fuera del teatro puede ser tan rutilante como queráis, pero la gente sabe que, cuando entra, solo encuentra el mismo viejo espectáculo de siempre. ¿Y quién está dispuesto a pagar veinticinco dólares por eso? Si queréis que ese libro se venda, tenéis que echarle un poco de emoción, de sentimiento. Así es como yo me gano la vida. Además, ¿qué historia tiene más sentimiento que la de un tío que, tras haber salido de la nada, acaba dirigiendo los destinos de un país?

Me incliné hacia delante y proseguí:

—¿Lo veis? Aquí está la ironía: la autobiografía de un líder debería ser más interesante que la mayoría de las memorias, no menos. Así pues, yo veo mi ignorancia de la política como una ventaja. Para ser sincero, atesoro mi ignorancia. Además, Adam Lang no necesita que lo ayude con la política de su libro porque él es un genio de la política. Lo que, en mi humilde opinión, necesita es lo mismo que necesita una estrella de cine, un jugador de baloncesto o una figura del rock: un colaborador experimentado que sepa plantearle las preguntas que nos descubrirán su corazón.

Se hizo el silencio. Yo temblaba. Rick me dio una tranquilizadora palmada en la rodilla por debajo de la mesa. «Bien hecho.»

—¡Menuda jeta tienes! —exclamó Quigley.

—¿De verdad lo crees, Roy? —le preguntó Maddox sin dejar de mirarme. Lo dijo en un tono neutral, pero si yo hubiera sido Quigley habría percibido el peligro.

—Por favor, John. ¡Pues claro! —repuso Quigley con toda la despectiva burla de cuatro generaciones de académicos de Oxford a sus espaldas—. Adam Lang es una figura histórica, y su autobiografía va a marcar un hito en el mundo editorial. De hecho va a hacer historia. Algo así no debería tratarse como si fuera… —Buscó en su bien amueblado cerebro la analogía adecuada, pero terminó pobremente—: un artículo en una revista de cotilleo de famosos.

Se produjo otro silencio. Tras los cristales ahumados, el tráfico se detenía en la autopista y la lluvia arrancaba destellos a los inmóviles faros y luces de freno. Londres todavía no había recuperado la normalidad tras la bomba.

—A mí me parece —dijo Maddox con el mismo tono inexpresivo y sin levantar las manos de la mesa— que tenemos almacenes llenos de «hitos del mundo editorial» de los cuales no sé cómo desprenderme. Además, las revistas de cotilleo de famosos las lee un montón de gente. ¿Tú qué crees, Sid?

Durante unos segundos, Sydney Kroll siguió sonriendo para sus adentros y haciendo garabatos en la libreta. Yo me pregunté dónde veía la gracia.

—La posición de Adam en todo esto es muy simple —dijo por fin. («Adam»: había arrojado el nombre de pila de Lang en la conversación con la misma naturalidad con que habría arrojado una moneda en la gorra de un mendigo)—. Él se toma este libro muy en serio. Se trata de su testamento. Quiere cumplir con sus obligaciones contractuales y quiere que sea un éxito comercial. Por lo tanto, está totalmente dispuesto a dejarse orientar por ti, John, y también por Marty, siempre dentro de lo razonable. Como es natural, está muy afectado por lo ocurrido a Mike, que era irremplazable.

—Desde luego, desde luego —respondimos todos como correspondía.

—Irremplazable —repitió Kroll—. Y, sin embargo, ¡debe ser reemplazado! —Alzó la vista, satisfecho con su ocurrencia, y en ese instante supe que no había horror que el mundo pudiera ofrecer, ya fuera guerra, genocidio, hambruna o cáncer infantil, al que Sydney Kroll no pudiera ver el lado gracioso—. Estoy seguro de que Adam apreciará las ventajas de intentar algo realmente diferente. Al final, todo se reduce a un lazo personal. —Sus gafas destellaron bajo los neones cuando me miró a los ojos—. ¿Te gusta ir al gimnasio? —Negué con la cabeza—. Lástima, a Adam le gusta hacer ejercicio con las máquinas.

Quigley, tambaleante todavía tras el rapapolvo de Maddox, intentó intervenir.

—La verdad es que conozco a un escritor bastante bueno del Guardian que suele ir al gimnasio.

—Bueno —dijo Rick tras un embarazoso silencio—, quizá podríamos estudiar cómo ves tú la puesta en marcha del proyecto.

—Lo primero es lo primero: necesitamos tenerlo listo y a punto dentro de un mes —dijo Maddox con toda seriedad—. Es mi opinión y también la de Marty.

—¿Un mes? —repetí yo—. ¿Ha dicho que necesita el libro para dentro de un mes?

—Ya existe un manuscrito terminado —declaró Kroll—. Solo necesita un poco de trabajo.

—Más bien mucho trabajo —comentó Maddox en tono sombrío—. De acuerdo, calculemos hacia atrás: lo lanzaremos en junio, lo cual significa que sale hacia los almacenes en mayo, lo cual significa que maquetamos y editamos entre marzo y abril, lo cual significa que debemos tener el manuscrito terminado para finales de febrero. Los alemanes, los franceses, los italianos y los españoles tendrán que empezar a traducir a toda prisa. Los periódicos deben poder verlo antes para los acuerdos de venta por capítulos. Además están las intervenciones en televisión y hay que programar la gira publicitaria con el tiempo suficiente. También tenemos que prever hacer sitio en las librerías. Eso nos deja hasta finales de febrero, y no se hable más. Lo que me gusta de tu currículo —dijo ojeando una lista donde aparecían todos mis títulos publicados— es que, aparte de tener experiencia, eres rápido. Cumples.

—No me ha fallado nunca —dijo Rick estrechándome los hombros con el brazo—. Este es mi chico.

—Además, eres inglés. El «negro» que escriba esto ha de ser necesariamente inglés para que el tono sea el adecuado.

—Estamos de acuerdo —convino Kroll—, pero todo el trabajo tendrá que hacerse en Estados Unidos. En estos momentos, Adam está comprometido en una gira de conferencias por el país y en un programa de recaudación de fondos para su fundación. No lo veo volviendo a Inglaterra antes de marzo, como muy pronto.

—Un mes en Estados Unidos. No está mal, ¿no? —dijo Rick mirándome con expectación. Me di cuenta de que esperaba que dijera que sí, pero lo único en lo que podía pensar yo era: «Un mes. Quieren que escriba ese libro en un mes».

Asentí lentamente.

—Bueno, supongo que siempre podré traerme el manuscrito aquí para seguir trabajando en él.

—El manuscrito no saldrá de Estados Unidos —repuso Kroll tajantemente—. Esa es una de las razones por la cual Marty nos ha dejado su casa de Martha’s Vineyard. Es un entorno seguro y solo lo conoce un grupo reducido de personas.

—¡Esto suena más a bomba que a libro! —bromeó Quigley, pero nadie rió, y él se frotó nerviosamente las manos—. Bueno, como sabéis tendré que echarle una ojeada en algún momento. Se supone que voy a editarlo.

—Solo en teoría —contestó Maddox—. La verdad es que se trata de una cuestión de la que hablaremos más tarde. —Se volvió hacia Kroll—. En este calendario no hay sitio para revisiones. Tendremos que ir revisando a medida que avanzamos.

Mientras ellos seguían hablando del programa de trabajo, yo observé a Quigley. Estaba erguido y muy quieto, igual que esas víctimas de las películas a las que pinchan con un estilete envenenado en medio de una multitud y mueren sin que nadie se dé cuenta. Su boca se abría y cerraba muy levemente, como si le quedara todavía un último mensaje que transmitir. Sin embargo, hasta yo me daba cuenta de que en ese momento sus preguntas habían sido perfectamente razonables. Si era el editor, ¿por qué no iba a poder ver el manuscrito? ¿Y a santo de qué tenían que mantener el dichoso manuscrito en un «entorno seguro» situado en una isla frente a la costa Este de Estados Unidos? Noté el codo de Rick en mis costillas y me di cuenta de que Maddox me hablaba.

—¿Cuánto tiempo puedes tardar en llegar? Suponiendo que uno de nosotros te acompañe, ¿cuándo crees que puedes estar listo?

—Hoy es viernes —contesté—. Dadme un día para preparar mis cosas. Podría coger un avión el domingo.

—¿Y empezar el lunes? Eso sería estupendo.

—No encontrarás a nadie que pueda ponerse en marcha más deprisa que eso —dijo Rick.

Maddox y Kroll intercambiaron una mirada, y entonces supe que el trabajo era mío. Como me dijo Rick después, el truco estaba en ponerse en la posición del otro. «Es como entrevistar a la nueva mujer de la limpieza. ¿Qué quieres, alguien que te explique la historia de la limpieza y la teoría cuántica del polvo o alguien que se ponga manos a la obra y te limpie la jodida casa? Si te han elegido es porque creen que les vas a limpiar su maldita casa.»

—Te acompañaremos —dijo Maddox antes de levantarse y estrecharme la mano—. Eso suponiendo que lleguemos a un acuerdo satisfactorio con Rick, aquí presente.

Kroll añadió:

—También tendrás que firmar un acuerdo de confidencialidad.

—No hay problema —dije poniéndome en pie. No me importaba lo más mínimo: las cláusulas de confidencialidad son el procedimiento habitual en el mundo de los «negros»—. Estaré encantado.

Y realmente lo estaba. Todo el mundo sonreía, salvo Quigley; de repente reinaba un ambiente de camaradería como el de un vestuario de fútbol tras un partido victorioso. Charlamos durante un momento, hasta que Kroll me llevó a un aparte y me dijo como quien no quiere la cosa:

—Tengo algo a lo que quizá te gustaría echar un vistazo.

Metió la mano bajo la mesa y sacó una bolsa amarilla de plástico con el nombre de una tienda de ropa de moda de Washington escrito en un logotipo que imitaba una florida placa de bronce. Mi primer pensamiento fue que se trataba del manuscrito con las memorias de Lang y que toda aquella historia del «entorno seguro» solo había sido una broma. Pero, cuando vio mi expresión, Kroll rió y dijo:

—No. No es el que piensas. Se trata solo del libro de otro de mis clientes. Te agradecería mucho que me dieras tu opinión si tienes un momento para echarle un vistazo. Aquí tienes mi teléfono. —Sacó una tarjeta y me la deslizó en el bolsillo.

Quigley todavía no había dicho palabra.

—Te llamaré cuando hayamos llegado a un acuerdo —me dijo Rick.

—Hazlos sufrir —le dije dándole un apretón en el hombro.

Maddox soltó una carcajada.

—¡Eh! ¿Recuerdas? —dijo golpeándose el pecho con su enorme puño mientras Quigley me acompañaba a la puerta—. ¡Sentimiento!

Mientras bajábamos en el ascensor, Quigley miró al techo y comentó:

—No sé si son solo imaginaciones mías o realmente acaban de despedirme.

—No te dejarán ir así como así, Roy —le contesté haciendo acopio de toda mi sinceridad, que no era mucha—. Eres el único de los que quedan que recuerda lo que significa editar.

—«Dejarte ir» —repitió con amargura—. Sí, es el eufemismo de nuestro tiempo, ¿verdad? Como si te hicieran un favor. Estás agarrado al borde del acantilado y viene alguien y te dice: «¡Cuánto lo siento, pero tenemos que dejarte ir!».

Una pareja en su hora del almuerzo subió en el cuarto piso; Quigley no dijo nada más hasta que se bajaron en el restaurante del segundo. Cuando las puertas se cerraron comentó:

—Hay algo en este proyecto que no está bien.

—¿Te refieres a mí?

—No. Antes de ti. —Frunció el entrecejo—. No sabría decir de qué se trata exactamente. Para empezar quizá sea esa manía de que nadie puede ver nada. Además, el Kroll ese me da escalofríos. Por no hablar del pobre McAra. Lo conocí cuando firmamos el acuerdo, hace dos años, y no me pareció de los que se suicidan. Al contrario, creo que era de los que hacen que los demás se suiciden. No sé si me entiendes…

—¿Un tipo duro?

—Sí, duro. Lang podía sonreír a derecha e izquierda, pero detrás de él tenía siempre a ese tipo con ojos de serpiente. Supongo que cuando estás en el lugar de un Lang has de tener gente así alrededor.

Llegamos a la planta baja y salimos al vestíbulo.

—Puedes coger un taxi en la esquina —me dijo Quigley.

Y por ese gesto insignificante pero mezquino, por dejar que me mojara bajo la lluvia en lugar de pedir un taxi a cargo de la empresa, deseé que se pudriera.

—Dime una cosa —comentó de repente—: ¿desde cuándo está bien visto ser un estúpido? Es la única cosa que de verdad no entiendo, el culto al idiota, la adoración del cretino. ¿Sabías que nuestros dos novelistas que más venden, la actriz esa de la tetas y el ex militar psicópata, jamás han escrito una sola palabra?

—Hablas igual que un viejo, Roy —le contesté—. La gente lleva quejándose de que el nivel de calidad decae desde que Shakespeare empezó a escribir comedias.

—Sí, pero es que ahora está ocurriendo de verdad. Nunca había sido así.

Yo sabía que estaba intentando picarme, al «negro» de las estrellas de fútbol que, de repente pasa a escribir las memorias de un ex primer ministro. Sin embargo, me sentía demasiado satisfecho conmigo mismo para que me importara. Le deseé toda la suerte del mundo en su jubilación y crucé el vestíbulo balanceando aquella maldita bolsa de plástico amarilla.

Creo que debí tardar una media hora en encontrar el modo de volver a la ciudad. Solo tenía una vaga idea de dónde me encontraba. Las calles eran anchas; las casas, pequeñas. Caía una llovizna gélida y persistente, y el brazo me dolía de tanto cargar con el manuscrito de Kroll. A juzgar por su peso, debía tener casi mil páginas. ¿Quién era su cliente, Tolstoi? Al final me detuve bajo la marquesina de una parada de autobús situada frente a un colmado y una funeraria. Alguien había dejado pellizcada en el marco una tarjeta con el teléfono de una empresa de taxis. Llamé.

El trayecto hasta casa duró casi una hora, de modo que dispuse de tiempo sobrado para sacar el manuscrito y examinarlo. El libro se llamaba Uno entre muchos, y eran las memorias de un antiguo senador estadounidense famoso por no haber dejado de respirar hasta los casi ciento cincuenta años. La obra se salía de los parámetros habituales del aburrimiento y alcanzaba nuevas alturas en la estratosfera de la nulidad más absoluta. En el coche hacía calor y olía a comida para llevar. Empecé a marearme. Devolví el manuscrito a su bolsa y bajé la ventanilla. El viaje me costó cuarenta libras.

Acababa de pagar al chófer y cruzaba la calle hacia mi apartamento, cabizbajo por la lluvia y buscando las llaves, cuando noté que alguien me tocaba ligeramente en el hombro. Me di la vuelta y me golpee con una pared o fui embestido por un camión. Esa fue la sensación. Una fuerza de hierro me golpeó de lleno y me lanzó hacia atrás, a los brazos de un segundo hombre. (Más tarde me dijeron que había dos, ambos de unos veinte años. Uno había estado deambulando ante la entrada de mi piso, el otro surgió de la nada y me agarró por detrás.) Me derrumbé, noté la áspera y húmeda piedra de la acera en mi mejilla y jadeé entrecortadamente y lloré como un bebé. Mis dedos debieron aferrar la bolsa de plástico con involuntaria firmeza porque, entre tanto dolor, fui consciente de otro más agudo y breve —la intervención de una flauta durante una sinfonía— cuando un pie me pisó la mano y me arrancaron algo de los dedos.

Sin duda, una de las palabras más equívocas en español es «molido», ya que sugiere algo ligero y suave, casi ingrávido; pero a mí me habían molido de otro modo: me habían machacado, zurrado, arrojado al suelo y humillado. Tenía la sensación de que mi plexo solar había sido alcanzado por una cuchillada. Mientras boqueaba en busca de aire no me cupo duda de que acababa de ser apuñalado. Noté que la gente me cogía por los brazos y me apoyaba contra un árbol para sentarme. Noté la áspera corteza que se me clavaba en la espalda y, cuando por fin logré introducir un poco de oxígeno en mis pulmones, empecé a palparme frenéticamente el estómago, buscando la herida sangrante que sabía que debía haber allí, imaginando mis intestinos desparramándose a mis pies. Pero cuando me miré los dedos, esperando verlos llenos de sangre, lo único que vi fue la sucia lluvia londinense. Creo que tardé algo más de un minuto en comprender que no iba a morir, que me encontraba básicamente intacto, y entonces lo único que deseé fue alejarme de todos aquellos bienintencionados que habían formado un corro a mi alrededor y estaban sacando sus móviles y diciéndome que debía llamar a una ambulancia y a la policía.

La perspectiva de tener que esperar diez horas para conseguir ser examinado de urgencias, seguida de tener que perder un día entero declarando en comisaría de barrio, fue suficiente para que me pusiera en pie y subiera a toda prisa a mi apartamento. Allí cerré la puerta con llave, me quité el abrigo y la americana y me tumbé en el sofá, temblando y tiritando. Estuve casi una hora sin moverme, mientras las frías sombras de aquel mes de enero se apoderaban de la sala. Luego, fui a la cocina y vomité en el fregadero, tras lo cual me serví un generoso whisky.

No tardé en notar que iba pasando del shock a la euforia. La verdad es que un poco de alcohol en el cuerpo hizo que me sintiera francamente alegre. Miré el bolsillo de mi americana y me miré la muñeca: seguía conservando la cartera y el reloj. La única cosa que había desaparecido había sido la bolsa de plástico amarilla con las memorias del Senador Alzheimer. Me reí de buena gana al imaginar a mis ladrones corriendo por Ladbroke Grove y parándose en un callejón para comprobar su botín: «Mi consejo para cualquier joven que desee dedicarse actualmente a la vida pública…». No fue hasta que me hube tomado otra copa que comprendí que la situación se podía poner fea. Puede que el Senador Alzheimer no significara nada para mí, pero quizá Sydney Kroll opinara de otro modo.

Cogí su tarjeta: «Sydney L. Kroll de Brinkerhof-Lombardi-Kroll Asociados. M. Street. Washington DC». Tras pensarlo durante diez minutos más o menos volví al sofá y lo llamé al móvil.

—Sid Kroll —contestó al segundo timbrazo.

Por su tono deduje que sonreía.

—Sydney —dije utilizando su nombre de pila para intentar sonar lo más natural posible—. Nunca adivinarás lo que me ha ocurrido.

—¿Que unos tipos te han robado el manuscrito?

Durante unos segundos me quedé sin habla.

—¡Santo Dios! ¿Acaso hay algo que no sepas?

—¿Qué? —su tono cambió bruscamente—. ¡Por Dios, solo estaba bromeando! ¿De verdad es eso lo que te ha pasado? ¿Te encuentras bien? ¿Dónde estás ahora?

Le expliqué lo ocurrido. Me dijo que no me preocupara. El manuscrito carecía de importancia. Solo me lo había dado porque había creído que me interesaría desde un punto de vista profesional. Haría que le enviaran otro. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Pensaba llamar a la policía? Le dije que lo haría si él lo deseaba, pero que, en lo que a mí se refería, hacer intervenir a la policía suponía más dolores de cabeza que compensaciones. Yo prefería contemplar el incidente como un episodio más del vulgar carrusel de la vida urbana.

—Ya sabes —le dije—. «Que será, será.» Un día te ponen una bomba y al siguiente te roban.

Estuvo de acuerdo.

—Ha sido un placer conocerte esta mañana. Resulta estupendo tenerte con nosotros. Ciao —dijo antes de colgar y nuevamente con una sonrisa en su tono de voz. «Ciao

Fui al lavabo y me abrí la camisa. Una amoratada y enrojecida marca horizontal me atravesaba la piel entre el estómago y la caja torácica. Me situé ante el espejo para verla mejor. Tenía unos ocho centímetros de largo por dos de ancho y unos bordes curiosamente afilados. Me dije que aquello no lo había causado nada de carne y hueso, y pensé que seguramente había sido un puño americano. Muy profesional. Empecé a sentirme raro de nuevo y regresé al sofá.

Sonó el teléfono: era Rick para decirme que había cerrado el acuerdo.

—¿Qué pasa? —se interrumpió—. No me gusta tu voz.

—Acaban de asaltarme en la calle.

—¡No!

Una vez más volví a describir lo ocurrido, y Rick ofreció las obligadas condolencias; pero, en el momento en que supo que me encontraba bien, de su voz desapareció toda nota de inquietud, y su conversación recuperó el asunto que lo interesaba de verdad.

—¿Sigues en condiciones de volar a Estados Unidos el domingo?

—Pues claro. Es solo el efecto del shock. Nada más.

—Muy bien, pues prepárate porque ahí tienes otro shock. Por un mes de trabajo en un manuscrito que se supone que ya está escrito, Rhinehart Inc. está dispuesta a pagarte doscientos cincuenta mil dólares más los gastos.

—¿Qué?

De no haber estado ya tumbado en el sofá me habría desplomado en él. Dicen que todo hombre tiene su precio. Un cuarto de millón de dólares a cambio de cuatro semanas de trabajo equivalía, más o menos, a diez veces el mío.

—Eso supone cincuenta mil a la semana durante las cuatro próximas semanas —explicó Rick—, más un premio de cincuenta si terminas el trabajo a tiempo. Ellos se harán cargo de los gastos del vuelo y de estancia. Y además figurarás como colaborador en los créditos.

—¿En la primera página?

—¡Venga ya! En la de agradecimientos. Pero se hará de manera que lo vean los que están en el negocio. Yo me ocuparé de eso. De todas maneras, por el momento tu participación es estrictamente confidencial. Han sido tajantes en eso. —Lo oí reír por lo bajo en el teléfono y me lo imaginé repantigado en su asiento—. ¡Oh, sí, amigo! ¡Todo un mundo nuevo se abre ante ti!

Estaba totalmente en lo cierto.