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De entre todas las ventajas que ofrece la profesión de «negro», una de las más importantes es que conoces gente interesante.

ANDREW CROFTS,

Ghostwriting

En el instante en que me enteré de cómo había muerto McAra tendría que haberme marchado. Ahora lo veo claro; tendría que haber dicho: «Mira, Rick, lo siento, esto no es para mí; no me gusta como suena». Tendría que haber terminado mi copa y despedirme allí mismo. Pero Rick es un fenómeno a la hora de contar historias —a menudo pienso que él tendría que ser el escritor, y yo el agente literario— y, tal y como había empezado aquella, era imposible que yo no le prestara atención. Cuando terminó, me había enganchado.

La historia, tal como Rick me la contó en la comida, fue así:

McAra había cogido el último ferry que salía de Woods Hole, en Massachusetts, rumbo a Martha’s Vineyard. De eso hacía dos domingos. Más tarde deduje que debió ser el 12 de enero. En cualquier caso, no estaba claro si el ferry zarparía: un temporal llevaba soplando desde el mediodía, y se habían cancelado todas las salidas. Sin embargo, a las nueve el viento amainó, y el capitán decidió que podía salir. El barco iba lleno. McAra tuvo suerte de encontrar un hueco para su coche. Aparcó bajo cubierta y subió a respirar un poco de aire fresco.

Nadie volvió a verlo con vida.

El trayecto hasta la isla suele durar unos cuarenta y cinco minutos; pero aquella noche en concreto, el estado del mar lo alargó considerablemente. Según Rick, atracar un barco de sesenta metros con un viento de cincuenta nudos no es lo que la gente entiende por diversión. Eran casi las once cuando el ferry llegó a Martha’s Vineyard, y los coches empezaron a desembarcar. Todos salvo un Ford Escape 4 × 4 de color tostado. El sobrecargo hizo una llamada por los altavoces del barco reclamando la presencia del propietario ya que el coche bloqueaba el paso de los vehículos que tenía detrás. Como nadie se presentó, la tripulación comprobó las puertas, que resultaron estar sin cerrar, y empujó el Ford hasta dejarlo en el muelle. A continuación, registraron el barco minuciosamente: bajo las escaleras, en los lavabos, en el bar, incluso en los botes salvavidas. Nada. Llamaron a la terminal de Woods Hole para comprobar si alguien había desembarcado antes de que el ferry partiera o si se había quedado en tierra por despiste. De nuevo, nada. Fue entonces cuando un agente de la Massachusetts Steamship Authority se puso en contacto con el servicio de Guardacostas de Falmouth para informar de un posible caso de «hombre al agua».

Cuando la policía comprobó la matrícula del coche descubrió que estaba a nombre de Martin S. Rhinehart, de Nueva York, a pesar de que, cuando al fin lo localizaron, se encontraba en su rancho de California. En esos momentos era casi medianoche en la costa Este y las nueve en la Oeste.

—¿Hablamos del verdadero Marty Rhinehart? —interrumpí.

—Del auténtico.

Rhinehart confirmó de inmediato a la policía a través del teléfono que aquel coche era suyo. Lo tenía en su casa de Martha’s Vineyard, para su propio uso y el de sus invitados en verano. También confirmó que, a pesar de la época del año, había un grupo de gente en su casa en aquellos momentos. Luego, prometió que llamaría para averiguar si alguien había cogido prestado el coche. Media hora más tarde, telefoneó diciendo que, en efecto, faltaba una persona, un tal McAra.

En esos momentos no se podía hacer nada más hasta que amaneciera. Tampoco importaba mucho; todo el mundo sabía que, si un pasajero había caído por la borda, la búsqueda sería la de un cadáver. Rick es uno de esos estadounidenses irritantemente en forma, que aparenta tener veinte años menos de los cuarenta que tiene y que hace cosas terribles a su cuerpo con canoas y bicicletas. Rick conoce ese mar: en una ocasión pasó dos días remando y dando la vuelta a la isla con su kayak. El ferry de Woods Hole cruza el estrecho, donde el canal Vineyard se encuentra con el canal Nantucket, y esas son aguas peligrosas. Con la marea alta se puede apreciar la fuerza de la corriente intentando arrastrar las grandes boyas de señalización. Rick meneó la cabeza. ¿En pleno enero, con un temporal y nevando? En esas condiciones nadie podría sobrevivir más de cinco minutos.

Una isleña encontró el cuerpo a la mañana siguiente, arrojado a una playa situada a unos siete kilómetros de Lambert’s Cove. El permiso de conducir hallado en su cartera confirmó que se trataba de Michael James McAra, de cincuenta años, residente en Balham, al sur de Londres. Recuerdo haber sentido un impulso de simpatía al oír mencionar aquel deprimente y nada exótico barrio periférico. Sin duda, aquel pobre diablo estaba lejos de casa. En su pasaporte figuraba su madre como pariente más cercano. La policía trasladó el cadáver al pequeño depósito de Vineyard Haven y, acto seguido, se dirigió a la residencia de Rhinehart para comunicar la noticia y recoger a uno de los invitados para que identificara el cadáver.

Según dijo Rick, debió de producirse toda una escena cuando el invitado se presentó al fin a reconocer el cuerpo.

—Supongo que el empleado del depósito sigue hablando del asunto.

Había un coche patrulla de Edgartown, con sus luces azules destellando; un segundo coche con cuatro agentes armados para asegurar el edificio y uno tercero, blindado, destinado al individuo perfectamente reconocible que, dieciocho meses antes, había sido primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

El almuerzo había sido idea de Rick. Yo ni siquiera sabía que él estaba en Londres hasta que me telefoneó la noche antes. Insistió en que nos viéramos en su club, que no era exactamente su club; él era socio de un mausoleo de Nueva York que tenía correspondencia con otro similar de Londres: este. Sin embargo, igualmente le gustaba. A la hora de comer solo admitían caballeros, todos los cuales llevaban el mismo traje oscuro y pasaban de los sesenta; no me había sentido tan joven desde que dejé la universidad. Fuera, el invierno londinense caía sobre la ciudad como una lápida gris. Dentro, la luz amarilla de las tres inmensas arañas se reflejaba en las pulidas superficies de caoba, en la cubertería de plata y en los decantadores de vidrio tallado color rubí. Una pequeña tarjeta situada entre nosotros anunciaba que el torneo anual de backgammon se celebraría aquella noche. Era como el cambio de la Guardia o el Parlamento: la imagen exacta que un extranjero tiene de Inglaterra.

—Resulta increíble que todo esto no haya salido en los periódicos —comenté.

—Pero es que sí ha salido. Nadie lo ha guardado en secreto. Se han publicado esquelas.

Ahora que lo pienso, sí que recuerdo vagamente haber leído algo. Pero llevaba más de un mes trabajando quince horas diarias para terminar mi nuevo libro —la autobiografía de un futbolista—, y el mundo que había más allá de mi estudio se había convertido en un asunto un tanto difuso.

—¿Y se puede saber qué demonios hacía un ex primer ministro identificando el cuerpo de un tipo de Balham que había caído por la borda del ferry de Martha’s Vineyard?

—Michael McAra —anunció Rick con el tono solemne de quien ha viajado cinco mil kilómetros para pronunciar su frase lapidaria— lo estaba ayudando a escribir sus memorias.

Ese era el instante en que, en una vida paralela, yo expresaba mi más sincera comprensión hacia la anciana señora McAra («Qué drama perder a un hijo de esa edad»), doblaba educadamente mi servilleta de hilo, terminaba mi copa, decía adiós y salía al Londres invernal con toda mi carrera profesional desplegada ante mí, a salvo de cualquier contingencia. En cambio, lo que hice fue disculparme, ir al baño del club y contemplar una caricatura sin gracia del Punch mientras orinaba pensativamente.

—¿Te das cuenta de que no entiendo nada de política? —dije cuando regresé.

—Pero tú lo votaste, ¿verdad?

—¿A Adam Lang? ¡Pues claro! Todo el mundo lo votó. No era un político, era un chiflado.

—Bien, esa es la cuestión. ¿A quién le interesa la política? En cualquier caso, lo que necesita es un «negro», no otro maldito aficionado a la política. —Miró a su alrededor. Era una norma del club no hablar de negocios en sus salones, lo cual para Rick era un problema, porque nunca había hablado de otra cosa—. Marty Rhinehart ha pagado diez millones de dólares por esas memorias, con dos condiciones: primera, tienen que estar en las librerías antes de dos años; segunda, Lang no tiene que guardarse nada en lo referente a la Guerra contra el Terror. Por lo que tengo entendido, está lejos de haber cumplido con alguna de ellas. En Navidad las cosas se pusieron tan feas que Rhinehart ofreció su casa de Martha’s Vineyard para que Lang y McAra pudieran trabajar sin distracciones. Imagino que McAra se dejó afectar por la presión. El forense del estado halló en su sangre alcohol suficiente para retirarle cuatro veces el carnet de conducir.

—Entonces, ¿fue un accidente?

—¿Accidente? ¿Suicidio? —Hizo un gesto despreocupado con la mano—. Quién lo sabe y qué importa. Fue el libro lo que lo mató.

—Resulta reconfortante oírtelo decir.

Mientras Rick seguía hablando, yo me quedé mirando el plato mientras imaginaba al antiguo primer ministro, en el depósito, contemplando el pálido y frío rostro de su colaborador, con los ojos fijos en su «negro», se podría decir. ¿Qué debió sentir? Esa es una pregunta que siempre hago a mis clientes. Durante la fase de entrevistas debo de hacerla un centenar de veces. «¿Qué sintió?» La mayoría de las veces, no saben qué responder. Por eso me contratan, para que les proporcione esos recuerdos. Al final de una fructífera colaboración, soy más ellos que ellos mismos. Para ser sincero, la breve libertad de ser alguien distinto es un proceso que me gusta. ¿Les suena raro? Si es así, permítanme añadir que se necesita verdadero talento. Yo no solo arranco a la gente la historia de su vida, sino que doy a esta una forma que, con frecuencia, no había tenido antes; a veces incluso les otorgo vidas que nunca se han dado cuenta de que han vivido. Si eso no es arte, díganme qué es.

Miré a Rick y le pregunté:

—¿Tendría que haber oído hablar de McAra?

—Sí, de modo que olvidemos que no. Era una especie de ayudante cuando Lang fue primer ministro. Escribía discursos, hacía análisis, preparaba estrategias políticas. Cuando Lang dimitió, McAra se quedó con él para llevarle los papeles.

Hice una mueca.

—Mira, Rick, no sé…

Durante toda la comida había estado observando a un viejo actor de televisión sentado en una mesa cercana. Cuando yo era niño, se había hecho famoso interpretando al padre divorciado de una adolescente en una serie de comedia. En esos momentos, mientras se levantaba de forma vacilante y se dirigía hacia la salida arrastrando los pies, parecía como si estuviera inventándose el papel de su propio cadáver. Ese era el tipo de persona cuyas memorias yo escribía: gente que ya no estaba en la cúspide de la fama, a la que todavía le faltaban unos peldaños para llegar, o a los que habían llegado a lo más alto y estaban desesperados por sacarle jugo mientras todavía tuvieran oportunidad. Bruscamente me sentí abrumado por lo ridículo de la idea de que yo pudiera colaborar en las memorias de un primer ministro.

—No sé, Rick… De verdad… —empecé a decir, pero él me interrumpió.

—Los de Rhinehart se están poniendo frenéticos. Mañana por la mañana han organizado un desfile de belleza en su oficina de Londres. Maddox en persona viene de Nueva York para representar a la empresa. Lang envía al abogado que negoció el acuerdo en su nombre. Se trata de uno de los abogados de moda de Washington, un tipo muy listo llamado Sydney Kroll. Mira, tengo otros clientes a quienes se lo podría ofrecer, de manera que, si no te apetece, dímelo ahora. De todas maneras, por lo que hemos hablado, creo que eres el más cualificado.

—¿Yo? ¡Bromeas!

—No. Te lo prometo. Necesitan hacer algo radical, correr un riesgo. Para ti es una gran oportunidad. Y el dinero te irá muy bien. Tus hijos no se morirán de hambre.

—No tengo hijos.

—Tú no —dijo Rick guiñándome el ojo—. Pero yo sí.

Nos despedimos en los peldaños de la entrada del club. Rick tenía un coche esperándolo con el motor en marcha. No me ofreció dejarme en alguna parte, lo cual me hizo pensar que se dirigía a ver a otro de sus clientes para hacerle la misma oferta que acababa de hacerme a mí. ¿Cuál es el nombre colectivo que recibe un grupo de «negros»? ¿Un «tren»? ¿Una «ciudad»? ¿Un «cargamento de esclavos»? Fuera lo fuese, Rick tenía una larga lista con nuestros nombres. No hay más que echar un vistazo a la lista de los libros más vendidos. Se sorprenderían ustedes al saber la cantidad de ellos que han sido escritos por «negros», ya sea novela o ensayo. Somos la mano invisible que hace funcionar el negocio editorial, igual que los trabajadores del Disney World que nadie ve. Como ellos, merodeamos por los túneles subterráneos de la fama, asomándonos aquí y allá, disfrazados de este personaje o de aquel, manteniendo viva la ilusoria visión del Reino de la Magia.

—Nos vemos mañana —me dijo, antes de desaparecer teatralmente envuelto en una nube de humo: Mefistófeles con una comisión del quince por ciento.

Me quedé de pie un momento, indeciso. Si me hubiera encontrado en otra parte de Londres, puede que las cosas hubieran salido de forma diferente. Sin embargo, estaba en esa zona donde el Soho se arrima a Covent Garden: un lugar lleno de teatros vacíos, oscuros callejones, cafeterías y librerías; tantas librerías que uno acaba mareado con solo mirarlas; desde el pequeño especialista de Cecil Court en libros descatalogados hasta las grandes superficies de Charing Cross Road que trabajan con descuento. A menudo me dejo caer por estas últimas para ver cómo han expuesto mis últimos libros. Y eso fue lo que hice aquella tarde. Una vez dentro, solo tuve que caminar unos pocos pasos por la gastada moqueta roja hasta la sección de «Biografías y memorias» y, de repente, había pasado de «Celebridades» a «Política».

Me sorprendió ver la cantidad de cosas que tenían de nuestro anterior primer ministro: todo un estante, desde las primeras hagiografías —Adam Lang, un estadista para nuestro tiempo— hasta uno de los últimos trabajos, sucios pero necesarios —La manzana de Adam: una recopilación de sus mejores embustes—, todos del mismo autor. Cogí la biografía más voluminosa que encontré y la abrí por las páginas de fotografías: Lang de pequeño, dando el biberón a un corderito, junto a un muro de piedra; Lang haciendo el papel de lady Macbeth en una función del colegio; Lang disfrazado de gallina en una revista musical de la Universidad de Cambridge; Lang en los años setenta, convertido en banquero de negocios con expresión de ir claramente colocado; Lang junto a su mujer y su hijo, frente a su nueva casa; Lang, con una escarapela en la solapa, saludando desde lo alto de un autobús descubierto, el día en que fue elegido para el Parlamento; Lang con sus colegas; Lang con los líderes mundiales, con las estrellas del pop, con los soldados en Oriente Próximo. Un tipo calvo que estaba cerca echó un vistazo al libro que yo tenía entre manos y se tapó la nariz con una mano mientras con la otra hacía ademán de tirar de la cadena del váter.

Fui hasta el otro lado de la estantería y busqué alfabéticamente «McAra, Michael». Solo había cinco o seis inocuas referencias. En otras palabras: ninguna razón para que alguien, aparte de la gente del partido o del gobierno, hubiera oído hablar de él. Por lo tanto, pensé: «A la mierda contigo, Rick». Volví a la fotografía del primer ministro sonrientemente sentado a la mesa del gabinete, con su personal de Downing Street de pie tras él. El pie de página identificaba al fornido sujeto del fondo como McAra. Aparecía ligeramente desenfocado: una mancha de cabellos oscuros, pálida y nada sonriente. Lo examiné con atención y me pareció exactamente la clase de individuo desagradable que se siente congénitamente atraído por la política y hace que los tipos como yo no vayamos más allá de las páginas deportivas. Encontrarán a un McAra en cualquier país, en cualquier sistema, de pie tras cualquier líder y donde haya una maquinaria política que hacer funcionar. Un grasiento maquinista en la sala de calderas del poder. ¿Y a un tipo así le habían encomendado escribir para otro unas memorias de diez millones de dólares? Me sentí profesionalmente ofendido. Compré un poco de material de investigación y salí de la librería con la creciente convicción de que quizá Rick estuviera en lo cierto: puede que yo fuera la persona adecuada para la tarea.

Tan pronto como puse el pie en la calle se me hizo evidente que había estallado otra bomba. La gente salía de las cuatro bocas de la estación de metro de Tottenham Court Road como el agua por una alcantarilla atascada. Un altavoz avisaba de «un incidente en Oxford Circus». El conjunto sonaba como una chirriante comedia romántica: Breve encuentro conoce a la Guerra contra el Terror. Enfilé calle arriba sin saber cómo llegaría a casa. Los taxis, igual que los falsos amigos, suelen desaparecer a la menor señal de problemas. La gente se amontonaba ante el escaparate de una gran tienda de electrónica y contemplaba el mismo boletín de noticias que aparecía en una docena de pantallas a la vez: imágenes aéreas de Oxford Circus, humo negro saliendo a borbotones de la estación entre lenguas de fuego anaranjadas. La cinta de texto que corría por la parte inferior de la imagen hablaba de un posible terrorista suicida, de muchos muertos y heridos y facilitaba un número de teléfono de emergencia al que llamar. Un helicóptero volaba en círculos por encima de los tejados. Me llegó el olor del humo: una acre e irritante combinación de gasoil y plástico quemándose.

Tardé dos horas en llegar caminando hasta casa, cargado con mi pesada compra de libros, primero subiendo por Marylebone y después girando al oeste hacia Paddington. Como de costumbre, todo el sistema de metro había quedado paralizado mientras buscaban otros artefactos explosivos, y lo mismo había ocurrido con las principales estaciones de tren. El tráfico a ambos lados de la avenida estaba parado y así seguiría hasta bien entrada la noche. «¡Si Hitler hubiera sabido que no necesitaba toda una fuerza aérea para paralizar Londres! —pensé—. Le habría bastado con un adolescente pasado de vueltas y cargado con una botella de lejía y una bolsa de herbicida.» De tanto en cuanto, aparecía un coche de policía que se metía a toda velocidad por la acera en un intento de salvar el atasco.

Seguí caminando hacia la puesta de sol.

Debían de ser alrededor de las seis cuando llegué a mi apartamento. Tuve que subir dos plantas de una alta casa de estuco en el barrio cuyos habitantes conocen como Notting Hill, y que el servicio de correos se empeña tozudamente en llamar North Kensington. Las aceras estaban llenas de jeringas vacías, y los carniceros halal mataban el ganado in situ. El conjunto resultaba siniestro, pero desde el sobreático que me servía de oficina tenía una vista del oeste de Londres digna de un rascacielos: azoteas, andenes de ferrocarril, autopistas y cielo; un amplio paisaje de cielo urbano salpicado por las luces de los aviones que descendían hacia Heathrow. Había sido aquella vista la que me había hecho comprar el apartamento, y no la cháchara del agente inmobiliario acerca de lo distinguido del barrio. Al fin y al cabo, la burguesía acomodada ha vuelto por aquí tanto como al centro de Bagdad.

Kate ya había llegado y estaba viendo las noticias en la televisión. Kate. Me había olvidado de que esa noche iba a venir. Era mi… nunca he sabido cómo llamarla. Decir que era mi novia resulta absurdo: nadie que haya pasado de los treinta tiene «novia». «Pareja» tampoco era correcto porque no vivíamos bajo el mismo techo. ¿«Amante»? Imposible decirlo sin reír. ¿«Querida»? ¡Por favor! ¿«Prometida»? Desde luego que no. Supongo que tendría que haberme dado mala espina que cuarenta mil años de evolución del lenguaje humano no hubieran logrado producir la palabra adecuada a nuestra relación. (Dicho sea de paso: Kate no es su verdadero nombre, pero es que no veo la necesidad de meterla en todo esto; además, le sienta mejor que su nombre verdadero. No sé si me entienden, pero es que tiene aspecto de Kate; ya saben: juiciosa pero espontánea, femenina pero siempre haciendo piña con los chicos. Trabaja en la televisión, pero no hay que tenérselo en cuenta.)

—Gracias por llamar interesándote por mí —le dije—. La verdad es que estoy muerto, pero no te preocupes. —Le di un beso en la coronilla, dejé los libros en el sofá y fui a la cocina para servirme un whisky—. Todo el metro está colapsado. He tenido que venir caminando desde Covent Garden.

—¡Pobrecito mío! —la oí decir—. Y además has estado de compras.

Llené un vaso con agua del grifo, bebí la mitad y volví a llenarlo, esa vez con whisky. Recordé que se suponía que debía haber reservado una mesa en un restaurante. Cuando volví al salón vi que Kate estaba sacando libro tras libro de la bolsa.

—¿Qué es todo esto? —preguntó mirándome—. A ti no te interesa la política, ¿no? —Entonces se dio cuenta de lo que ocurría porque era lista, más lista que yo. Sabía cómo me ganaba la vida, sabía que había tenido una reunión con un agente y lo sabía todo de McAra—. No irás a decirme que quieren encargarte que seas el negro de este individuo del libro… —Rió—. No hablarás en serio, ¿verdad?

Incluso intentó tomárselo a broma y poner acento americano y la voz de aquel tenista —«No lo dirá en serio, ¿verdad?»—, pero yo me di cuenta claramente de lo disgustada que estaba. Kate odiaba a Lang. Se sentía traicionada en lo más íntimo por él. Había sido miembro de su partido. Sí, también me había olvidado de eso.

—Lo más probable es que quede en nada —le contesté, y bebí otro trago de whisky.

Ella volvió su atención a las noticias, solo que esta vez con los brazos cruzados sobe el pecho, señal ominosa donde las haya. La cinta de texto anunció que la cifra de muertos era de siete y que seguramente aumentaría.

—Pero si te lo ofrecen lo aceptarás, ¿me equivoco? —preguntó sin mirarme.

Fui eximido de contestar cuando apareció un locutor anunciando que iban a conectar en directo con Nueva York para conocer la reacción el ex primer ministro y, de repente, apareció Adam Lang ante un atril con el logotipo del Waldorf Astoria, como si estuviera lanzando uno de sus discursos. «Ya habrán oído todos ustedes las trágicas noticias que nos llegan de Londres —decía—, donde una vez más, las fuerzas del fanatismo y la intolerancia…»

Nada de lo que dijo Lang merece ser reproducido. Fue casi una parodia de lo que debe decir todo político tras un ataque terrorista. Sin embargo, contemplándolo, uno habría dicho que su mujer y sus hijos acababan de morir reventados en la explosión. Ahí radicaba su talento: en reverdecer los viejos estereotipos de su profesión con la fuerza de sus interpretaciones. Hasta Kate calló durante unos momentos. Solo cuando Lang hubo acabado —y su público, esencialmente femenino y de cierta edad, se levantó para aplaudir—, murmuró:

—¿Se puede saber qué demonios está haciendo en Nueva York?

—No sé. Puede que dando alguna conferencia.

—¿Qué pasa? ¿Es que no puede darlas aquí?

—No creo que aquí hubiera nadie dispuesto a pagarle cien mil dólares por una.

Apretó el botón de «Silencio» del mando a distancia.

—Hubo una época —empezó a decir Kate tras lo que me pareció un interminable silencio— en que se suponía que el príncipe que llevaba a su pueblo a la guerra debía estar dispuesto a arriesgar su vida en la batalla. Ya sabes, a enseñar con el ejemplo. Sin embargo, los príncipes de ahora viajan en coches blindados, acompañados por guardaespaldas armados hasta los dientes, y ganan fortunas a cinco mil kilómetros de distancia mientras el resto de nosotros nos tenemos que enfrentar con las consecuencias de sus decisiones. Mira, la verdad es que no te entiendo —prosiguió mirándome a los ojos por primera vez—. Después de todas las cosas que he contado de él, lo de «criminal de guerra» y todo eso, y que tú has escuchado asintiendo, ¿me dices ahora que vas a escribirle este libro de propaganda, un libro que va a hacerlo aún más rico? ¿Es que todo lo que te dije te entró por un oído y te salió por el otro?

—Espera un momento —repliqué—. No eres la más indicada para hablarme así, tú que llevas meses intentando que te conceda una entrevista. ¿Qué diferencia hay?

—¿Que cuál es la diferencia? ¡Santo Dios! —Sus manos, aquellas delgadas manos que yo conocía tan bien, se convirtieron en puños que se agitaron en el aire, con los tendones marcados bajo la piel—. ¿Que cuál es la diferencia? ¡Pues que nosotros queremos que afronte sus responsabilidades! ¡Esa es la diferencia! ¡Nosotros queremos hacerle las preguntas pertinentes, nada de «¿cómo se sintió cuando…?»! ¡Por amor de Dios, eso sí que es una pérdida de tiempo!

Entonces se levantó y fue al dormitorio a recoger la bolsa que siempre llevaba consigo las noches en que pensaba quedarse. La oí llenarla ruidosamente con el cepillo de dientes, el lápiz de labios y el frasco de perfume. Yo sabía que, si entraba, podría recomponer la situación. Seguramente era eso lo que ella esperaba, porque habíamos tenido discusiones peores. Solo habría tenido que reconocer que ella tenía razón, admitir mi poca idoneidad para el caso y, por último, asegurar su superioridad moral e intelectual en ese asunto y en todos los demás. Ni siquiera habría hecho falta una manifestación verbal. Un significativo abrazo seguramente me habría conseguido la suspensión de la sentencia. Sin embargo, lo cierto era que, en esos momentos, entre tener que escoger una noche en compañía de su pretenciosa moralina de izquierdas o pasarla con un presunto criminal de guerra, prefería el criminal. Así pues, seguí mirando la televisión.

A veces me asalta una pesadilla en la que se reúnen todas las mujeres con las que me he acostado. Se trata de una cifra más respetable que impresionante. Si el asunto consistiera en una fiesta de copas en mi sala de estar, cabrían todas cómodamente. Y si, Dios no lo quiera, semejante reunión llegara a producirse, Kate sería la indiscutida invitada de honor. Sería a ella a quien llevarían una silla, a quien llenarían amablemente la copa y la que ocuparía el centro de atención mientras mis defectos físicos y morales eran diseccionados. Kate es la que más tiempo me ha aguantado.

No dio un portazo al marcharse, sino que cerró la puerta con mucho cuidado. Pensé que había sido un detalle elegante. En el televisor, la cifra de muertos se incrementó hasta ocho.