Oleada tras oleada, durante toda la mañana, los hombres aullantes de las tribus treparon por cuerdas y escalas, sólo para descubrir que una muerte fría y terrible los aguardaba bajo las centelleantes espadas y cimitarras de los defensores. Los guerreros caían gritando hacia las rocas del pie de la muralla, o morían pisoteados por los hombres que luchaban en los parapetos. Codo con codo, los sathuli y los drenai repartían la muerte entre los nadir.
Rek daba golpes y mandobles, y la espada de Egel cortaba las filas de los nadir como una guadaña que segara el trigo. A su lado, Joachim combatía armado con dos espadas cortas que giraban y mataban sin pausa.
Abajo, los hombres de Orrin iban siendo empujados poco a poco hacia la sección más ancha del pasadizo, pero los nadir pagaban muy caro cada palmo de terreno que avanzaban.
Orrin bloqueó una lanzada y respondió con un revés dirigido al rostro de un nadir. El guerrero desapareció en la masa de atacantes, y otro ocupó su lugar.
—¡No podemos resistir! —gritó un joven oficial que se batía a la derecha de Orrin.
El gan no tenía tiempo para replicar.
De repente, el guerrero nadir que estaba al frente lanzó un grito de terror y retrocedió, empujando hacia atrás a sus camaradas. Otros nadir siguieron su mirada, dirigida tras los drenai, y contemplaron la boca del pasadizo…
Se abrió un espacio entre los nadir y los drenai, y se ensanchó mientras los nadir se giraban y huían corriendo hacia el terreno despejado que se abría entre Valteri y Gedón.
—¡Por los dioses de Missael! —exclamó el joven oficial—. ¿Qué diablos pasa?
Orrin se dio la vuelta y descubrió qué era lo que había aterrorizado a los nadir…
Tras los soldados drenai, en la oscuridad del túnel, se alzaban Druss el Legendario, Serbitar y los Treinta, acompañados por muchos otros guerreros caídos. Druss empuñaba el hacha, y el ansia del combate ardía en su mirada. Orrin tragó saliva y se humedeció los labios. Consiguió enfundar la espada al tercer intento.
—Creo que les dejaremos a ellos la tarea de guardar el pasadizo —dijo. El resto de sus hombres se agrupó tras él mientras se acercaba a Druss.
Los defensores espectrales no parecieron reparar en su presencia, y observaban fijamente el pasadizo que se abría ante ellos. Orrin intentó hablar con Druss, pero el viejo guerrero se limitó a seguir mirando al frente. Cuando Orrin tendió una mano temblorosa, intentando tocar al hachero, sus dedos no hallaron resistencia; sólo el aire frío, muy frío.
—Vayamos a la muralla —dijo el gan. Cerró los ojos y caminó a ciegas a través de las líneas de espíritus. Cuando por fin llegó a la entrada del pasadizo estaba temblando. Los hombres que lo acompañaban no dijeron nada.
Ninguno miró hacia atrás.
Orrin se unió a Rek en lo alto de la muralla, y la batalla prosiguió. Poco después, durante una breve pausa, Rek se dirigió a él.
—¿Qué está pasando en ese túnel?
—Druss está allí —respondió Orrin. Rek se limitó a asentir y se volvió para enfrentar a la nueva oleada de nadir que coronaba los parapetos.
Arquero, armado con una espada corta y un escudo, luchaba junto a Hogun. Aunque no era tan hábil con la espada como con el arco, no se defendía nada mal.
Hogun bloqueó un hachazo, y su espada se rompió. El hacha se estrelló contra su hombro y se le hundió hasta el pecho. Hogun enterró la espada rota en el vientre de su adversario, y ambos cayeron. De alguna parte surgió una lanza que ensartó por la espalda al general de la Legión mientras se esforzaba por ponerse en pie. La espada corta de Arquero abrió el vientre del atacante, pero la presión de los nadir lo obligó a alejarse, y el cadáver de Hogun se perdió en el tumulto.
A la altura de la puerta, Joachim cayó con un costado atravesado por una jabalina. Rek lo alejó del parapeto medio a rastras, pero tuvo que dejarlo cuando los nadir estuvieron a punto de romper la línea. Joachim, con la frente empapada de sudor, sujetó la jabalina con las dos manos y examinó la herida. La punta había entrado justo por encima de la cadera derecha, y lo había atravesado hasta el punto de rasgarle la piel de la espalda. Sabía que el arma tenía el extremo dentado, y que no había forma de sacarla. Sujetó firmemente el asta, se tendió sobre un costado y empujó la lanza más aún, hasta que la punta de acero salió totalmente por la espalda. Estuvo inconsciente un buen rato, pero el contacto cuidadoso de una mano lo hizo despertarse. Junto a él estaba Andisim, uno de los guerreros sathuli.
—Quita la punta de la lanza —siseó Joachim—. ¡Deprisa!
Sin decir palabra, el guerrero desenvainó el puñal y, con el máximo cuidado, empezó a separar la punta del astil. Cuando por fin la desprendió, Joachim le dio otra orden:
—Saca el asta.
El guerrero se puso en pie y empezó a tirar lentamente del arma hasta sacarla; Joachim lanzó un gruñido de dolor. Empezó a manar la sangre, pero Joachim se rasgó la túnica y bloqueó el agujero mientras Andisim le taponaba la herida de la espalda.
—Levántame y dame una cimitarra.
Al otro lado de Eldíbar, Ulric, en su tienda, observaba caer la arena del gran reloj. A su lado estaba el mensaje que le había llegado desde el norte, aquella mañana. Jahingir, su sobrino, se había declarado Jan y Señor del Norte. Había matado a Subodi, el hermano de Ulric, y había secuestrado a Hasita, su esposa. Ulric no podía culparlo, y no se sentía enfadado; su familia había nacido para gobernar, y por las venas de todos corría la misma sangre.
Pero no podía perder más tiempo allí, y por eso había sacado el reloj de arena. Si no habían tomado la muralla cuando hubiera caído el último grano de arena, haría que su ejército marchase de nuevo hacia el norte para recuperar su reino, y ya volvería para capturar Dros Delnoch en otra ocasión.
Le había llegado la noticia de que Druss estaba bloqueando el túnel, y se había encogido de hombros. Después, a solas, no pudo evitar sonreír.
—¡Así que ni el Paraíso ha podido mantenerte apartado de la batalla, anciano!
Fuera de la tienda aguardaban tres hombres que portaban cuernos de camero, a la espera de sus órdenes. Y la arena seguía cayendo.
En Gedón, los nadir abrieron una brecha en el flanco derecho. Rek ordenó a Orrin que lo siguiera y se abrió paso sobre la muralla a golpes de espada. A la izquierda, más y más nadir alcanzaban los parapetos, y los drenai comenzaban a retroceder, hasta que tuvieron que saltar a la hierba, al pie de la muralla, para reagruparse. Los nadir avanzaron como un enjambre.
Aquello era el principio del fin.
Los sathuli y los drenai aguardaron con las espadas listas mientras los nadir se agrupaban frente a ellos. Arquero y Orrin flanqueaban a Rek, y Joachim se acercó a ellos cojeando.
—Menos mal que sólo íbamos a quedamos un día —gruñó Joachim, sujetándose el vendaje ensangrentado que le rodeaba la cintura.
Los nadir se desplegaron ante ellos y cargaron.
Rek se apoyó en la espada, respirando lentamente para reservar las fuerzas. Ya no le quedaban energía ni voluntad para convertirse en bersérker.
Toda su vida había temido aquel momento, y cuando se enfrentaba a él parecía tan carente de sentido como barrer una playa. Agotado, fijó la mirada en los guerreros que se acercaban.
—Escucha, vieja mula —musitó Arquero—. ¿Crees que es demasiado tarde para rendirse?
Rek sonrió.
—Un poquillo —dijo. Cerró las manos en torno a la empuñadura de la espada, hizo girar la muñeca, y la hoja siseó al cortar el aire.
La vanguardia nadir estaba a menos de veinte pasos cuando desde el valle llegó el sonido distante de los cuernos.
La carga se ralentizó…
Y se detuvo.
Separados por una franja de menos de diez pasos, los dos bandos escucharon el insistente gemido.
Ogasi profirió una maldición, escupió, envainó la espada y dirigió una hosca mirada a los asombrados ojos del Conde de Bronce. Rek se quitó el yelmo y clavó la espada en el suelo cuando se le acercó Ogasi.
—Se acabó —dijo. Alzó un brazo para indicar a los nadir que regresaran a la muralla y se volvió—. Quiero que sepas, bastardo de ojos redondos, que fui yo, Ogasi, quien mató a tu mujer.
Rek tardó unos segundos en procesar las palabras; después inspiró profundamente y se quitó los guanteletes.
—¿Crees que tiene importancia, después de todo esto, saber quién disparó una flecha? —le dijo al nadir—. ¿Quieres que te recuerde? Lo haré. ¿Quieres que te odie? No puedo. Quizá mañana. O dentro de un año. Quizá nunca.
Ogasi guardó silencio durante unos instantes; después se encogió de hombros.
—La flecha te apuntaba a ti —dijo, sintiendo que el cansancio lo envolvía como una capa oscura. Giró en redondo y siguió a los guerreros que se alejaban. En silencio, los nadir bajaron por las cuerdas y las escalas. Ninguno salió por el pasadizo.
Rek se desprendió de la coraza y caminó lentamente hacia la entrada del túnel. Hacia él se acercaban Druss y los Treinta. Rek levantó una mano en un gesto de saludo, pero sintió un golpe de aire, y los guerreros se convirtieron en niebla y desaparecieron.
—Adiós, Druss —dijo en voz baja.
Aquella tarde, Rek se despidió de los sathuli y durmió durante varias horas; esperaba encontrarse de nuevo con Virae. Se despertó descansado, pero decepcionado.
Arshín le llevó algo de comer, y cenó acompañado de Arquero y Orrin. Ninguno habló mucho. Calvar Syn y los camilleros habían encontrado el cadáver de Hogun, y el médico estaba haciendo todo lo posible por salvar a los cientos de heridos que habían sido llevados al hospital de Gedón.
Hacia medianoche, Rek regresó a sus aposentos y se quitó la armadura, y entonces recordó el regalo de Serbitar. Estaba demasiado cansado para que le importase, pero no conseguía conciliar el sueño, de modo que se levantó, se vistió, cogió una antorcha del pasillo y descendió lentamente a las entrañas de la fortaleza. La puerta de la sala de Egel estaba cerrada, pero se abrió a su paso como en la otra ocasión.
En el interior brillaban las luces; Rek apoyó la antorcha en la pared y entró en la estancia.
Se le cortó la respiración al observar el bloque de cristal: en su interior yacía Virae. El cuerpo de la mujer no mostraba ninguna señal; ninguna herida de flecha. Yacía desnuda y serena, flotaba en el interior del cristal y parecía dormida. Rek se acercó al bloque, introdujo la mano y la tocó. La joven no se movió, y tenía la piel fría. Rek se inclinó, la sacó y la acostó en una mesa cercana; después se quitó la capa, envolvió con ella a Virae y la alzó de nuevo. Salió de la estancia, recogió la antorcha y regresó lentamente a su habitación, encima del gran salón de la fortaleza.
Llamó a Arshín. El anciano sirviente palideció al contemplar la figura inmóvil de la esposa del conde. Miró a Rek y después bajó los ojos.
—Lo siento, mi señor. No sé por qué colocó el albino su cadáver en el cristal mágico.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Rek.
—El príncipe Serbitar y su amigo el abad vinieron a verme el día en que ella murió. El abad había tenido un sueño, me dijo. No me lo explicó, pero dijo que era imprescindible que el cadáver de mi señora fuese colocado en el interior del cristal. Dijo algo sobre la Fuente… algo que no entendí. Sigo sin entenderlo, mi señor. ¿Está viva o muerta? ¿Cómo la habéis encontrado? La dejamos sobre el bloque de cristal, y se hundió lentamente en él, pero cuando lo toqué, era sólido. No lo entiendo… —Las lágrimas se acumularon en los ojos del anciano. Rek se le acercó y le puso la mano en un escuálido hombro.
—Es difícil de explicar. Busca a Calvar Syn; yo esperaré aquí con Virae.
Un sueño de Vintar… ¿Qué significaba aquello? El albino había dicho que había numerosos mañanas y nadie sabía cuál sería el que tendría lugar, pero era evidente que había visto uno en el que Virae estaba viva, y había ordenado que se preservase su cadáver. De algún modo, la herida había sanado en el interior del cristal. Pero… ¿significaba eso que viviría?
¡Virae, viva!
La cabeza le dio vueltas. Era incapaz de pensar ni sentir nada, y tenía el cuerpo entumecido. La muerte de Virae lo había destrozado, pero en aquel momento, de nuevo junto a ella, le daba miedo albergar esperanzas. Si la vida le había enseñado algo, era que todos los hombres tenían un punto de ruptura; y sabía que en aquel momento se enfrentaba al suyo. Se sentó junto al lecho, tomó la fría mano de Virae y le buscó el pulso; su propia mano temblaba a causa de su nerviosismo. Nada. Recorrió la habitación, encontró otra manta, cubrió con ella a Virae, y a continuación encendió la chimenea.
Casi una hora más tarde oyó que Calvar Syn subía por las escaleras; el médico maldecía a voces a Arshín. Envuelto en una sucia túnica azul y un mandil de cuero cubierto de sangre, el médico entró en la habitación.
—¿Qué estupidez es esta, conde? —gritó al entrar—. Hay hombres muriéndose que me necesitan. ¿Qué…? —Enmudeció al ver a la joven acostada—. Así que el viejo decía la verdad. ¿Por qué, Rek? ¿Por qué has traído su cadáver?
—No lo sé. De verdad. Serbitar se me apareció en un sueño y me dijo que me había dejado un regalo. Esto es lo que he encontrado. No sé qué ha ocurrido… ¿Está muerta?
—Pues claro que está muerta. La flecha le atravesó un pulmón.
—Mírala, ¿quieres? No tiene ninguna herida.
El médico apartó la sábana y sujetó la muñeca de la joven. Durante unos instantes guardó silencio.
—Tiene pulso —musitó—. Pero es débil, y muy, muy lento. No puedo quedarme a tu lado; hay hombres que se mueren. Pero volveré por la mañana. Mantenla caliente; es todo lo que puedes hacer.
Rek se sentó junto al lecho sosteniendo la mano de Virae. En algún momento, sin darse cuenta, se quedó dormido. El amanecer llegó, luminoso y despejado, y los rayos del sol naciente entraron por la ventana del este, bañando el lecho con su luz dorada. Con su contacto, las mejillas de Virae adquirieron color, y su respiración se hizo más profunda. Un débil gemido surgió de sus labios, y Rek se despertó de inmediato.
—¿Virae? Virae, ¿puedes oírme? —La joven abrió los ojos y los volvió a cerrar. Sus pestañas se agitaron—. ¡Virae!
Virae volvió a abrir los ojos y sonrió.
—Serbitar me ha traído —dijo—. Estoy tan cansada… Debo dormir.
Se giró, se abrazó a la almohada y se quedó dormida. En aquel instante se abrió la puerta y entró Arquero.
—Por los dioses, es cierto —dijo.
Rek lo hizo salir de la habitación y lo acompañó al pasillo.
—Sí. De alguna forma, Serbitar la ha salvado. No sé cómo explicarlo. Ni siquiera me importa saber cómo es posible. ¿Qué ocurre fuera?
—¡Se han marchado! Todos ellos. Todos y cada uno de los condenados nadir, vieja mula. El campamento está desierto; Orrin y yo hemos estado en él. Lo único que queda es un estandarte de los Cabeza de Lobo, y el cadáver de Bricklyn. ¿Tú entiendes algo?
—No. El estandarte significa que Ulric regresará. ¿El cadáver? No lo sé. Yo le ordené que fuera allí. Era un traidor, y es evidente que ya no les servía de nada.
Un oficial subió corriendo por la escalera de caracol.
—¡Mi señor! Hay un jinete nadir al pie de Eldíbar.
Rek y Arquero se dirigieron a la primera muralla. Ante ellos, montado en un pinto de las estepas, estaba Ulric, el señor de los nadir, con su casco ribeteado de piel, un jubón de lana y unas botas de cuero de cabra. Alzó la mirada hacia Rek, que se había inclinado por encima del parapeto.
—Has luchado bien, Conde de Bronce —gritó—. He venido a despedirme. Hay una guerra civil en mi propio reino, y tengo que dejarte durante una temporada. Quiero que sepas que volveré.
—Aquí estaré —dijo Rek—. Y la próxima vez serás recibido con mayor calidez aún. Dime, Ulric: ¿Por qué se retiraron tus hombres cuando estábamos a punto de ser derrotados?
—¿Crees en el destino? —preguntó Ulric.
—Sí.
—Entonces considéralo una jugarreta suya. O quizá no sea más que una inmensa broma, un juego al que juegan los dioses; me da igual. Eres valiente, y tus hombres también lo son. Y has vencido. Puedo con ello, Conde de Bronce; sería bastante ruin si no pudiera. Pero, por ahora… ¡Adiós! Nos vemos en primavera.
Ulric agitó la mano a modo de despedida, hizo girar a su montura y emprendió el galope en dirección al norte.
—¿Sabes? —dijo Arquero—. Por raro que pueda sonar, me cae bien ese tipo.
—Creo que hoy me podría caer bien todo el mundo —dijo Rek, sonriendo—. El cielo está despejado, la brisa es fresca y la vida tiene buen sabor. ¿Qué harás ahora?
—Creo que me haré monje y dedicaré el resto de mi vida a los rezos y a las buenas acciones.
—No; quiero decir qué harás hoy.
—¡Ah! Me emborracharé y me iré de putas —respondió Arquero.
Durante el resto del día, Rek visitó periódicamente a la dormida Virae. Su color había mejorado, y su respiración era profunda y tranquila. Por la tarde, mientras Rek estaba sentado a solas en la pequeña sala, ante las brasas de la chimenea, Virae se le acercó, vestida con una ligera túnica verde de lana. Rek se levantó, la estrechó en sus brazos y la besó; luego se sentó en el sillón de cuero y la arrastró a su regazo.
—¿Es cierto que se han ido los nadir? —le preguntó ella.
—Así es.
—Rek, ¿morí de verdad? Ahora todo me parece un sueño confuso. Creo recordar que Serbitar me traía, y que mi cuerpo estaba dentro de un bloque de cristal, en lo más profundo de la fortaleza.
—No fue un sueño —dijo Rek—. ¿Recuerdas haber venido a mi lado cuando luchaba contra un gigantesco gusano y una gran araña?
—De forma vaga. Pero es un recuerdo que se desvanece mientras pienso en él.
—No te preocupes. Ya te lo contaré todo durante los próximos cincuenta años, más o menos.
—¿Sólo cincuenta años? —dijo Virae—. ¿Así que piensas abandonarme cuando sea vieja y peine canas?
El sonido de sus risas recorrió la fortaleza.