La luz de la última vela parpadeó y se apagó cuando el viento otoñal agitó las cortinas. Rek se había dormido con la cabeza apoyada en los brazos, en la mesa ante la que había ordenado a Bricklyn ir junto a los nadir, apenas una hora antes. Su sueño era ligero, y dormía sin soñar. Se estremeció cuando la habitación se enfrió, y se despertó sobresaltado, rodeado de oscuridad. Sintió una punzada de miedo y llevó la mano a la empuñadura de su daga. Se estremeció de nuevo; estaba fría… muy fría.
Miró hacia el fuego. Estaba encendido, pero el calor no llegaba hasta él. Se levantó y se acercó a la chimenea, se agachó frente a las llamas y acercó las manos. Nada. Desconcertado, se levantó de nuevo y volvió a la mesa, pero se quedó helado de asombro.
El conde Regnak, con la cabeza apoyada en los brazos, seguía dormido allí. Luchó por contener el pánico que lo invadió y observó su figura dormida. Se fijó en el cansancio que mostraba el rostro demacrado, en las profundas ojeras y en las arrugas de las comisuras de los labios, causadas por la tensión.
Entonces reparó en el silencio. Incluso a aquella hora, la de mayor oscuridad, deberían oírse ruidos hechos por los centinelas, o por los criados, o los pocos cocineros que seguían allí mientras preparaban el desayuno, pero no se oía nada. Se dirigió a la puerta, salió al pasillo oscuro y lo recorrió hasta llegar al portón de entrada.
Estaba solo.
Al otro lado de la puerta se alzaban las murallas, pero ningún centinela las recorría. Rek caminó en la oscuridad; las nubes se apartaron, y la luna brilló con intensidad en el cielo.
La fortaleza estaba desierta.
Llegó a lo alto de Gedón y miró hacia el norte. La llanura estaba vacía. Ninguna tienda nadir se alzaba en ella.
De modo que estaba completamente solo. El pánico lo abandonó, y una profunda sensación de paz rodeó su espíritu como una cálida manta. Se sentó en el parapeto y dirigió la mirada hacia la fortaleza.
Se preguntó si aquello era un anticipo de la muerte o se trataba sólo de un sueño, y descubrió que no le importaba. Era irrelevante que se tratara de un adelanto de la realidad del día siguiente o de un producto de la fantasía; se limitó a disfrutar del momento.
Y entonces, con una intensa sensación de calidez, supo que no estaba solo. Sintió que se le henchía el corazón, y las lágrimas inundaron sus ojos. Se volvió y ella estaba allí: vestida como la primera vez que la vio, con un grueso jubón de piel de oveja y calzas de lana. Virae abrió los brazos, corrió hacia él y se sumergió en su abrazo. Rek la estrechó con fuerza y hundió el rostro en el pelo de la joven. Permanecieron así durante largo tiempo, mientras profundos sollozos sacudían el cuerpo del hombre. Poco a poco, remitió el llanto, y la soltó con delicadeza. Ella lo miró y sonrió.
—Lo has hecho bien, Rek —le dijo—. Estoy tan orgullosa de ti…
—Pero sin ti no tiene sentido.
—Eso no cambia nada, Rek. Si me ofrecieran de nuevo la vida, a costa de no haberte conocido, rehusaría. ¿Qué importa que sólo hayamos tenido algunos meses? ¡Qué meses fueron!
—Nunca amé a nadie como te he amado —dijo él.
—Lo sé.
Conversaron durante horas, pero la luna permaneció fija en el mismo lugar, y las estrellas no se movieron; la noche era eterna. Por último, Virae lo besó e interrumpió sus palabras.
—Debes ver a otros.
Rek intentó protestar, pero la joven le puso un dedo en los labios.
—Volveremos a encontrarnos, amor mío. De momento, habla con los demás.
Alrededor de la muralla se alzó una niebla, espesa y remolineante. En lo alto, la luna brillaba en el cielo despejado. Virae caminó hacia la niebla y desapareció. Rek aguardó, y pocos instantes después apareció una figura cubierta con una armadura plateada que se le acercó. Como siempre, el guerrero parecía fresco y alerta; la armadura reflejaba la luz de la luna, y la capa blanca lucía impoluta. El hombre sonrió.
—Me alegro de verte, Rek —dijo Serbitar. Los dos hombres se estrecharon la mano a la manera de los guerreros.
—Vinieron los sathuli —dijo Rek—. Protegisteis la puerta durante el tiempo justo.
—Lo sé. Mañana será un día duro, y no te mentiré: de todos los futuros que he contemplado, sólo en uno sobrevives a la jornada. Pero intervienen fuerzas que no puedo explicarte, e incluso ahora, su magia está trabajando. ¡Pelea con valor!
—¿El Lacerador llegará a tiempo? —preguntó Rek.
Serbitar se encogió de hombros.
—No llegará mañana.
—Entonces, ¿seremos derrotados?
—Es probable. Pero si no ocurre así, quiero que hagas una cosa por mí.
—Sólo tienes que pedirlo —dijo Rek.
—Acude de nuevo a la sala de Egel; allí hay un último obsequio para ti. Arshín, el criado, te lo explicará.
—¿De qué se trata? Si es un arma, podría usarla mañana.
—No es ninguna arma. Ve allí mañana por la noche.
—¿Serbitar?
—Dime, amigo mío.
—¿Era todo como soñaste que sería? Hablo de la Fuente.
—¡Sí! Era eso y mucho más, pero ahora no puedo hablarte de ello. Espera un poco más; hay otra persona que debe hablar contigo.
La niebla se espesó, y la figura blanca de Serbitar retrocedió hasta mezclarse con ella y desaparecer…
Y Druss estaba allí.
Fuerte y poderoso, con el negro jubón brillante y el hacha en un costado.
—Me concedieron una excelente despedida —dijo Druss—. ¿Cómo estás, chico? Pareces cansado.
—Estoy cansado, pero me siento mejor al verte.
Druss le dio una palmada en el hombro y se echó a reír.
—Ese perro de Nogusha usó una hoja envenenada. Y créeme, chico, dolía como mil demonios. Caessa me vistió, pero no sé cómo se las apañó para ponerme en pie. Aun así… lo consiguió.
—Lo vi —dio Rek.
—Sí. Fue una despedida gloriosa, ¿eh? Aquel chico, Gilad, luchó bien. Aún no me lo he encontrado, pero espero dar con él. Tú eres un buen tipo, Rek. ¡Eres digno! Me alegro de haberte conocido.
—Y yo a ti, Druss. Nunca encontré a nadie mejor.
—Por supuesto que sí, chico. ¡A cientos! Pero eres muy amable al decir eso. Sin embargo, no he venido para intercambiar cumplidos. Sé a qué te enfrentas, y sé que el día de mañana será duro; duro de cojones. Pero no cedas terreno. No te retires a la fortaleza. Pase lo que pase, resiste en la muralla; todo depende de ello. Mantén a tu lado a Joachim; si él muere, estás acabado. Ahora debo irme, pero recuerda: mantén la muralla; no te retires a la fortaleza.
—Lo recordaré. Adiós, Druss.
—No te despidas por ahora —replicó Druss—. Pronto.
La niebla avanzó, envolvió al hachero y rodeó a Rek. La luz de la luna se fue apagando, y la oscuridad descendió sobre el Conde de Bronce…
En la fortaleza, Rek se despertó. El fuego aún ardía, y se sentía hambriento.
En las cocinas, Arshín preparaba el desayuno. El anciano estaba agotado, pero su expresión se animó cuando entró Rek; apreciaba al nuevo conde, y recordó a Delnar, el padre de Virae, cuando era joven, fuerte y orgulloso. Había cierto parecido entre ellos, pero Arshín pensó que quizá se debiera sólo a que la edad distorsionaba sus recuerdos.
Le tendió al conde un trozo de pan tostado cubierto de miel. Rek lo devoró y lo hizo bajar con vino aguado; después regresó a sus aposentos, se puso la armadura y fue a los parapetos. Hogun y Orrin ya estaban allí, supervisando la construcción de una barricada en el pasadizo de la entrada.
—Este es el punto débil —dijo Orrin—. Deberíamos retiramos a la fortaleza; allí, al menos, las puertas aguantarán algunas horas.
Rek negó con la cabeza.
—Resistiremos en Gedón; no habrá retirada.
—Entonces moriremos aquí —dijo Hogun—. Esta barricada no contendrá a los nadir.
—Quizá —dijo Rek—. Ya veremos. ¡Buenos días, Joachim de los Sathuli!
El guerrero barbudo inclinó la cabeza y sonrió.
—¿Has dormido bien, Conde de Bronce?
—A decir verdad, sí. Os agradezco que nos concedáis este día.
—No tiene importancia; no es más que el pago de una pequeña deuda.
—No me debes nada, pero escucha esto: si sobrevivimos a este día, no habrá más guerra entre nosotros. Los derechos sobre los pasos de Delnoch son míos, aunque vosotros lo discutís. Así pues, ante estos testigos, te los entrego. En la fortaleza hay un documento con mi sello; llévatelo cuando os marchéis esta noche. Enviaré una copia a Drenan, a Abalayn. Sé que es un pequeño gesto que no servirá de mucho si los nadir nos derrotan hoy, pero es todo lo que puedo hacer.
Joachim se inclinó.
—Vuestro gesto tiene valor por sí mismo.
La conversación fue interrumpida por el sonido de los tambores nadir, y los guerreros de Dros Delnoch se desplegaron a lo largo de la muralla para recibir a los atacantes. Rek se bajó la visera del yelmo y desenvainó la espada de Egel. Abajo, ante la barricada del pasadizo, aguardaban Orrin y cien guerreros. El pasadizo medía sólo diez pasos de ancho por el centro, y Orrin calculaba que podrían mantenerlo bloqueado durante la mayor parte de la mañana. Después, cuando cayeran las barricadas, la mera presión de la horda nadir la empujaría al terreno abierto tras la muralla.
Y así comenzó el último día sangriento en Dros Delnoch.