VEINTINUEVE

A medianoche, mientras las llamas de la pira funeraria se elevaban hacia el cielo, la horda nadir desenvainó sus armas y las mantuvo en alto en homenaje silencioso al guerrero cuya alma, según creían, estaba ante las puertas del Paraíso.

Rek y sus acompañantes siguieron el ejemplo de los nadir. Después, Rek se giró e hizo una reverencia a Ulric. El señor de la guerra nadir devolvió el gesto, y los drenai se alejaron en dirección al portalón de la quinta muralla. Recorrieron el camino de regreso en silencio, cada uno de ellos sumido en sus pensamientos.

Arquero pensaba en Caessa, y en cómo había muerto peleando junto a Druss. La había amado a su manera, aunque jamás se lo había dicho. Amarla significaba morir.

Los pensamientos de Hogun volvían una y otra vez a la formidable estampa del ejército nadir visto de cerca; poderoso e innumerable. Incontenible.

Serbitar pensaba en el viaje que emprendería junto a los que quedaban de los Treinta, al anochecer del día siguiente. Únicamente faltaría Arberdark, pues en el debate de la noche anterior habían decidido que sería el siguiente abad. Aquella misma noche partiría de Delnoch, solo, y se dirigiría a Ventria para fundar un nuevo monasterio.

Rek luchaba contra la desesperación. Las últimas palabras de Ulric se repetían una y otra vez en su cabeza: «Mañana contemplarás a los nadir como nunca los habías visto antes. Hemos rendido tributo a vuestro valor atacando sólo durante el día, y permitiéndoos descansar por la noche. Pero ahora necesito tomar la fortaleza, y ya no habrá reposo hasta que caiga. Cargaremos contra vosotros día y noche, hasta que no quede nadie con vida para enfrentársenos».

El grupo ascendió en silencio por los escalones de la entrada y se dirigió hacia el barracón del comedor. Rek sabía que no podría conciliar el sueño; era su última noche en la Tierra, y su cuerpo agotado había sacado fuerzas de flaqueza para que pudiera saborear la vida y disfrutara de la dulzura del aire que respiraba.

El grupo se sentó alrededor de una mesa montada sobre caballetes, y Rek sirvió vino. De los Treinta, sólo se habían quedado Serbitar y Vintar. Durante unos minutos, los cinco hombres estuvieron sentados sin hablar, hasta que Hogun rompió el incómodo silencio.

—Ya sabíamos que todo acabaría así, ¿no es cierto? No era posible resistir indefinidamente.

—Es cierto, vieja mula —dijo Arquero—. Aun así, es un poco decepcionante, ¿no os parece? Tengo que reconocer que siempre mantuve viva una pequeña esperanza de que podríamos ganar, pero ahora que ha desaparecido siento una ligera punzada de temor. —Sonrió ligeramente y vació la copa de un trago.

—No estás obligado a quedarte —le dijo Hogun.

—Es cierto. Quizá me marche al amanecer.

—Creo que no te irás, aunque no sé por qué —replicó Hogun.

—Bueno, si quieres que te sea sincero, le prometí a aquel guerrero nadir, Kaska, que tomaría otra copa con él cuando capturasen la fortaleza. Es un buen tipo, aunque se pone algo sensiblero cuando bebe. Tiene seis esposas y veintitrés hijos. Me parece increíble que además tenga el tiempo necesario para ir a la guerra.

—¡Por no hablar de las fuerzas! —añadió Hogun, sonriendo—. ¿Qué hay de ti, Rek? ¿Por qué te quedas?

—Estupidez hereditaria —respondió Rek.

—No es suficiente —dijo Arquero—. Vamos, Rek: di la verdad, por favor.

Rek pasó la mirada por el grupo, observó la fatiga en los rostros de sus amigos y se dio cuenta por primera vez de que los quería. Sus ojos se encontraron con los de Vintar, y entre ellos se tendió un puente de mutua comprensión. El anciano abad sonrió.

—Creo que tan sólo el Abad de las Espadas puede responder a esa pregunta… por todos nosotros —dijo Rek.

Vintar asintió y cerró los ojos durante unos instantes. Los demás supieron que el monje indagaba en sus corazones y en sus pensamientos, pero no sintieron ni miedo ni vergüenza; no deseaban seguir solos más tiempo.

—Todo lo que vive debe morir —dijo Vintar—. Pero sólo el hombre, al parecer, pasa su vida siendo consciente de que morirá. Y aun así, en la vida hay algo más que aguardar la muerte. Para que la vida tenga sentido ha de existir un propósito. Un hombre debe dejar algo tras de sí; de lo contrario, su vida es inútil.

»Para la mayoría de los hombres, tal propósito está relacionado con su matrimonio y sus hijos, quienes portarán su semilla. Para otros se tratará de un ideal; de un sueño, si os parece mejor. Todos nosotros creemos en el concepto de honor, en que la obligación de un hombre es hacer lo que considera justo y necesario. Pero, por sí solo, eso no es suficiente. Todos hemos pecado alguna vez. Hemos robado, mentido, traicionado o incluso asesinado para conseguir nuestros fines. Pero en el momento definitivo hemos regresado a lo que creíamos. No permitimos que pasen los nadir sin encontrar resistencia, porque no podemos; nos juzgamos con más rigor que el que usarían otros; sabemos que la muerte es preferible a traicionar aquello que consideramos más sagrado.

»Hogun, eres soldado y tienes fe en la causa drenai. Se te ha ordenado que resistas, y lo harás sin dudar. No se te pasaría por la cabeza considerar que existen otras alternativas aparte de obedecer, y aun así, comprendes que otros puedan pensar de forma diferente. Eres un hombre de una clase poco habitual.

»Arquero, tú eres un romántico y, a la vez, un cínico. Te burlas de la nobleza de los hombres, porque has visto que en muchas ocasiones se disipa en presencia de otros objetivos menos elevados. Pero en secreto te has fijado unos principios que pocos hombres podrían comprender. Tú, más que nadie, deseas vivir. Sientes con gran intensidad el deseo de huir…, pero no lo harás mientras haya un solo hombre dispuesto a defender estas murallas. Tienes gran valor.

»En tu caso, Rek, la pregunta es mucho más difícil de responder. Eres un romántico, como Arquero, pero hay en ti unas profundidades que no he intentado sondear. Eres inteligente e intuitivo, pero es la intuición lo que te guía. Sabes que lo correcto es permanecer aquí, a pesar de que es una insensatez. El intelecto te dice que esta es una causa perdida, pero la intuición te obliga a rechazar esa decisión. Eres un ser poco corriente, un líder nato. Y no puedes marcharte.

»Todos estáis unidos por unas cadenas miles de veces más fuertes que el acero.

»Por último, hay otro hombre, que viene hacia nosotros en este momento, a quien se puede aplicar todo lo que he dicho. Es un hombre inferior a todos los que estáis aquí, pero a la vez es superior, pues sus miedos son mayores que los vuestros, y aun así se mantiene firme y está dispuesto a morir a vuestro lado.

La puerta se abrió y entró Orrin, con la armadura reluciente y recién pulida. Se sentó con los demás sin decir nada y aceptó la copa de vino que le tendieron.

—Espero que Ulric goce de buena salud —dijo.

—Nunca ha tenido mejor aspecto, vieja mula —dijo Arquero.

—Entonces le romperemos la nariz mañana —dijo el general, con los ojos brillantes.

Al amanecer, el cielo apareció radiante y despejado. Los guerreros drenai tomaron un desayuno frío de pan y queso, acompañado de agua endulzada con miel. Todos los hombres capaces de mantenerse en pie estaban en la muralla con las armas listas. Mientras los nadir se preparaban para avanzar, Rek subió al parapeto y se volvió hacia los defensores.

—Hoy no habrá largos discursos —dijo—; todos sabemos cuál es nuestro deber. Pero quiero que sepáis que me siento orgulloso; más orgulloso de lo que jamás habría imaginado. Desearía encontrar las palabras… —Guardó silencio durante unos instantes; después desenvainó la espada y la alzó—. Por todos los dioses que alguna vez han cruzado el mundo, juro que sois los mejores hombres que he conocido.

Y si hubiera podido escoger el final de esta historia, y poblarla con héroes del pasado, no cambiaría ni una sola coma, pues nadie habría podido dar más de que lo que vosotros habéis dado.

»Y tenéis mi agradecimiento.

»Si alguno de los presentes desea partir en este momento, puede hacerlo. Muchos tenéis esposas, hijos u otros seres queridos que dependen de vosotros. Quienes decidan marcharse tienen mi bendición, pues lo que ocurra a partir de ahora no afectará al resultado de la guerra.

Saltó ágilmente del parapeto y se reunió con Orrin y Hogun.

Desde otra parte de la línea de defensa llegó la pregunta de un joven cul:

—¿Qué hay de ti, Conde de Bronce? ¿Vas a quedarte?

Rek volvió a trepar al parapeto.

—Debo quedarme, pero os doy permiso para partir.

Ningún hombre se movió, aunque muchos lo pensaron.

De repente se oyó el grito de guerra nadir, y comenzó la batalla.

Durante aquel largo día, los atacantes no pusieron pie en los parapetos, y los nadir sufrieron una terrible carnicería. La gran espada de Egel giraba y cortaba, hendiendo armaduras, carne y huesos, y los drenai pelearon como demonios; sus armas cortaban y mataban enconadamente. Aquellos eran, como había predicho Serbitar hacía tantas semanas, los mejores; y ni la muerte ni el miedo a morir tenían lugar en sus pensamientos. Una y otra vez, los nadir fueron obligados a retroceder, cubiertos de sangre y desconcertados.

Pero al acercarse el crepúsculo, el ataque a la muralla se intensificó, y el gran portón de bronce y roble comenzó a combarse. Serbitar y los supervivientes de los Treinta se dispusieron a resistir, tal como Druss había hecho la víspera, a la sombra del pórtico de la entrada. Rek corrió para unirse a ellos, pero una fulminante orden mental de Serbitar le indicó que se quedase en la muralla. Rek estaba a punto de oponerse cuando los guerreros nadir sobrepasaron el parapeto en el lugar donde se encontraba. La espada de Egel centelleó, decapitando al primer atacante, y Rek se encontró de nuevo en el centro de la batalla.

Junto a la entrada, Suboden, el capitán de los guardaespaldas vagrianos, se reunió con Serbitar. De los que habían llegado con él, sólo quedaban sesenta guerreros con vida.

—Regresa a la muralla —ordenó Serbitar.

El rubio vagriano sacudió la cabeza.

—No puedo. Hemos acudido aquí como tu guardia, y moriremos a tu lado.

—No me tienes ningún afecto, Suboden. Lo dejaste muy claro.

—El afecto no tiene nada que ver con el deber, mi señor Serbitar. A pesar de todo, espero que me perdonéis. Siempre creí que vuestros poderes eran de origen demoniaco, pero ningún poseso se dispondría a resistir como lo estáis haciendo.

—No hay nada que perdonar, pero tienes mi bendición —le dijo Serbitar.

De repente, el portón se rompió y, con un rugido de triunfo, los nadir lo cruzaron y se lanzaron sobre los defensores encabezados por el monje de pelo blanco. Serbitar desenvainó su estilizada daga ventriana y luchó a dos manos, alternando bloqueos y estocadas, desvíos y tajos. Los atacantes caían ante él, pero siempre surgían otros dispuestos a cubrir los huecos que abría. Junto al albino, el delgado capitán vagriano descargaba sus golpes contra los salvajes que se acercaban. Un hachazo le rompió el escudo; el capitán tiró la inútil defensa, sujetó la espada con ambas manos y, lanzando un grito desafiante, cargó contra los nadir. Un hacha le rompió varias costillas y una lanza le atravesó un muslo, pero Suboden se introdujo en el centro de la masa de nadir dando tajos a derecha e izquierda. Una patada lo hizo caer de espaldas, y tres lanzas se enterraron en su pecho. Débilmente, Suboden intentó alzar su espada por última vez, pero una bota con puntera de hierro le arrancó el arma de la mano, y el golpe de un garrote terminó con su vida.

Vintar luchaba con serenidad, hombro con hombro con el albino, a la espera de la flecha que sabía que lo alcanzaría en cualquier momento. Se inclinó para esquivar la hoja de una espada, destripó a su adversario en la réplica, y se giró. A la sombra de las puertas hendidas, un arquero tensó la cuerda de su arma hasta que los dedos le rozaron la mejilla. La flecha salió disparada y se hundió en el ojo derecho del abad, que cayó contra las lanzas nadir.

El resto de los defensores luchaba en el interior de un círculo que se estrechaba sin cesar mientras el crepúsculo se convertía en noche. Los nadir habían dejado de gritar, y el combate se desarrollaba en una atmósfera tensa y silenciosa a excepción del sonido del acero chocando contra el acero o la carne.

Menahem fue arrancado del suelo por la fuerza del lanzazo que le atravesó los pulmones. Su espada silbó al surcar el aire en dirección al cuello del lancero arrodillado… y se detuvo; perdido el impulso inicial, apenas rozó el hombro del guerrero. Sin acabar de creerse su suerte, el nadir desclavó la lanza y volvió a hundirla en el pecho del monje.

Serbitar estaba solo.

Los nadir se detuvieron momentáneamente, retrocedieron y observaron al albino cubierto de sangre, mucha de la cual le pertenecía. Tenía la capa hecha jirones y la armadura llena de abolladuras, y hacía largo rato que había perdido el casco.

Serbitar inspiró profundamente, examinó su cuerpo y descubrió que se estaba muriendo. Dejó volar su espíritu, y buscó a Vintar y a los demás.

Silencio.

Un terrible silencio.

Todo había sido para nada, pensó, mientras los nadir se disponían a rematarlo. Rió entre dientes con amargura.

No existía la Fuente.

No había un centro del universo.

En su último instante se preguntó si habría desperdiciado su vida…

Supo que no. Incluso aunque no existiera la Fuente, debería existir. La Fuente era belleza.

Un guerrero nadir saltó hacia delante. Serbitar desvió la estocada y enterró su daga en el pecho del guerrero, pero el resto de la jauría cayó sobre él, y una veintena de hojas afiladas se encontraron en su frágil cuerpo. La sangre manó de su boca, y cayó.

Una voz le llegó desde muy lejos.

—Toma mi mano, hermano mío. Hemos de viajar.

Era Vintar.

Los nadir entraron y empezaron a dirigirse hacia los edificios desiertos de Delnoch, el puñado de calles que llevaban hacia Gedón y la fortaleza que se alzaba tras la última muralla. En primera línea, Ogasi levantó la espada y lanzó el grito de victoria nadir. Echó a correr, pero se detuvo de golpe.

Frente a él, en el terreno despejado que se abría ante los edificios, se alzaba un hombre con la barba recortada en forma de tridente, vestido con la túnica blanca de los sathuli. Empuñaba dos cimitarras de aspecto letal. Ogasi avanzó lentamente, desconcertado.

¿Un sathuli en una fortaleza drenai?

—¿Qué haces ahí? —gritó Ogasi.

—Ayudar a un amigo —respondió el hombre—. ¡Retroceded! No os dejaré pasar.

Ogasi sonrió; así que se trataba de un loco. Levantó la espada y ordenó a los hombres de las tribus que siguieran avanzando.

El hombre vestido de blanco avanzó hacia ellos.

—¡Sathuli! —gritó.

De los edificios surgió en respuesta un fuerte rugido, y tres mil guerreros sathuli, con las túnicas blancas que los hacían parecer espectros en la creciente oscuridad, se lanzaron al ataque.

Los nadir estaban estupefactos. Ogasi no podía creer lo que veían sus ojos. Los sathuli y los drenai eran enemigos ancestrales. Ogasi sabía que aquello estaba sucediendo, pero su cerebro era incapaz de procesarlo.

La primera línea de sathuli chocó contra los nadir como una ola coronada de espuma contra una playa de arenas negras.

Joachim buscó a Ogasi, pero el fornido nadir había desaparecido entre el caos.

El brusco giro de los acontecimientos, el paso de una victoria segura a una muerte igualmente segura, desmoronó el ánimo de los hombres de las tribus que, presas del pánico, empezaron un lento retroceso que instantes después se convirtió en desbandada. Tropezando con sus camaradas, los nadir se giraron y echaron a correr mientras el ejército blanco les pisaba los talones y caía sobre ellos con unos gritos tan bestiales como cualquiera que se hubiera oído en las estepas nadir.

En lo alto de la muralla, Rek sangraba por las heridas recibidas en los antebrazos, y Hogun había sufrido un corte en el cuero cabelludo; la sangre brotaba de la herida, y un colgajo de piel se agitaba en el aire mientras el general de la Legión golpeaba a los atacantes. En aquel momento, los guerreros sathuli alcanzaron los parapetos y, de nuevo, los nadir cayeron bajo las terribles cimitarras, retrocedieron y comenzaron a descolgarse por las cuerdas enganchadas en la muralla.

Minutos más tarde, todo había acabado. Aquí y allá, en el terreno abierto, pequeños grupos de nadir se encontraban rodeados y estaban siendo liquidados.

Joachim de los Sathuli, con sus blancos ropajes manchados de rojo, subió lentamente los escalones que llevaban a los parapetos seguido por sus siete tenientes, se acercó a Rek y se inclinó ante él. Se volvió y le pasó las cimitarras ensangrentadas a un guerrero de barba negra, y otro hombre se le acercó y le entregó una toalla perfumada. Se limpió lenta y ritualmente la sangre de la cara y las manos y, por último, habló:

—Ha sido una cálida bienvenida —dijo con expresión seria, aunque con un brillo de humor en la mirada.

—Desde luego —dijo Rek—. Ha sido una suerte que los otros huéspedes se hayan marchado; de lo contrario no habríamos tenido bastante espacio.

—¿Estás sorprendido de verme?

—No, no estoy sorprendido. Más bien estupefacto.

Joachim se echó a reír.

—¿Tan poca memoria tienes, Delnoch? Dijiste que deberíamos separamos como amigos, y me mostré de acuerdo. Y ¿dónde si no debería estar un amigo en un momento de necesidad?

—Tiene que haberte resultado endiabladamente difícil convencer a tus hombres para que te siguieran.

—En absoluto —replicó Joachim, con un destello burlón en los ojos—. Se han pasado casi toda la vida deseando luchar dentro de estas murallas.

El guerrero sathuli estaba erguido en lo alto de la gran muralla Gedón, y contemplaba el campamento nadir que se extendía más allá de los parapetos abandonados de Valteri. Rek estaba durmiendo, y el príncipe barbudo paseaba en solitario por la muralla. A su alrededor había centinelas y soldados de ambos pueblos, pero Joachim no se les unió.

Durante semanas, los exploradores sathuli acampados en la cordillera de Delnoch habían estado observando la batalla que transcurría a sus pies. A menudo, el propio Joachim había escalado los picos para ver los combates. Cuando un destacamento nadir asaltó un poblado sathuli, Joachim logró convencer a sus hombres para que lo siguieran a Delnoch. Además, el sathuli tenía información sobre el traidor que colaboraba con los nadir, pues había sido testigo de un encuentro entre este y Ogasi, el capitán nadir, en uno de los estrechos desfiladeros. Dos días más tarde, los nadir habían intentado enviar una fuerza a través de la montaña, y los sathuli los habían rechazado.

Joachim recibió con tristeza la noticia de la pérdida de Rek. Fatalista como era, también era capaz de acompañar en el sentimiento a un hombre cuya esposa había fallecido. Su propia esposa había muerto al dar a luz dos años antes, y la herida aún estaba fresca.

Joachim sacudió la cabeza. La guerra era una amante salvaje y una mujer enérgica; podía causar en el espíritu de un hombre más estragos que el tiempo.

Los sathuli habían llegado en el momento preciso, y habían pagado un precio. Habían muerto cuatrocientos guerreros, una pérdida casi insoportable para una nación de montañeses cuya población total ascendía apenas a treinta mil personas, muchas de las cuales eran ancianos y niños.

Pero una deuda era una deuda.

Joachim sabía que aquel tipo llamado Hogun lo odiaba, pero era comprensible, pues pertenecía a la Legión, y los sathuli habían derramado sangre de la Legión durante años. Reservaban las torturas más sofisticadas para los jinetes capturados, lo que era un honor, pero Joachim sabía que los drenai no lo veían de esa forma. Cuando un hombre moría, era sometido a una prueba; cuanto más dura fuese la muerte, mayor sería la recompensa en el Paraíso. La tortura aumentaba la categoría del alma de un hombre, y los sathuli no podían ofrecer una recompensa mayor a un enemigo capturado.

El jefe sathuli se sentó en el parapeto y contempló la fortaleza que había anhelado capturar durante innumerables años. Muchos de sus sueños se habían llenado de imágenes de aquella fortaleza envuelta en llamas.

Y en aquel momento la estaba defendiendo a costa de la vida de sus súbditos.

Se encogió de hombros. Un hombre con la vista fija en el cielo no ve el escorpión que se agazapa a sus pies. Un hombre que sólo observa el suelo no ve el dragón en el aire.

Echó a andar por la muralla y llegó a la puerta de la torre, donde leyó la inscripción grabada en la piedra: GEDÓN.

La Muralla de la Muerte.

La atmósfera estaba saturada del hedor de la muerte, y cuando amaneciese se podrían ver las bandadas de cuervos volando hacia el festín. Pensó que debería haber matado a Rek en el bosque; una promesa hecha a un infiel carecía de valor, así que no entendía qué lo impulsaba a mantenerla. Joachim se echó a reír de repente, aceptando la respuesta: porque a aquel hombre le daba igual.

Y le caía bien a Joachim.

El sathuli pasó frente a un centinela que lo saludó y sonrió. Joachim hizo un gesto con la cabeza y se dio cuenta de la inseguridad que se escondía bajo aquella sonrisa. Le había dicho al Conde de Bronce que sus hombres y él permanecerían en Delnoch un día más, y después regresarían a las montañas. Esperaba oír la petición para que se quedasen más tiempo; alguna oferta, o promesas, o tratados… Pero Rek se había limitado a sonreír.

—Es más de lo que habría pedido —le había dicho el conde.

Joachim se quedó asombrado y no fue capaz de responder. Le habló a Rek del traidor y de la tentativa de los nadir de atravesar las montañas.

—¿Sigues bloqueando el paso?

—Por supuesto; son tierras sathuli.

—¡Bien! ¿Me acompañas a comer?

—No, pero gracias.

Un sathuli no podía compartir el pan con un infiel.

Rek asintió.

—Creo que me retiraré a descansar —dijo—. Te veré de nuevo al amanecer.

En su habitación en lo alto de la fortaleza, Rek dormía y soñaba con Virae; siempre con Virae. Se despertó horas antes del alba y tendió la mano, buscándola; pero a su lado, la sábana estaba fría y, como siempre, se renovó en él el sentimiento de pérdida. Aquella noche lloró en silencio largo tiempo. Al final se levantó, se vistió y descendió las escaleras hasta un pequeño salón. Arshín, el mayordomo, le sirvió el desayuno: jamón frío y queso, y una jarra de agua fría endulzada con hidromiel. Rek comió mecánicamente, hasta que un joven oficial se acercó y le notificó que Bricklyn habría regresado con mensajes de Drenan.

El burgomaestre entró en el salón, hizo una breve reverencia y se acercó a la mesa; depositó ante Rek unos cuantos paquetes y un gran rollo lacrado, y a continuación se sentó frente al conde y pidió permiso para servirse algo de beber. Rek asintió y desenrolló el pergamino; lo leyó una vez, sonrió, lo dejó a un lado y dirigió la mirada hacia el burgomaestre. Estaba más delgado y, aparentemente, tenía más canas que la última vez que lo había visto. Aún vestía las ropas de montar, y su capa verde estaba cubierta de polvo. Bricklyn se bebió el agua de dos tragos y volvió a llenarse la copa; después se percató de que Rek lo estaba observando.

—¿Habéis leído el mensaje de Abalayn? —preguntó.

—Sí; gracias por traerlo. ¿Te quedarás?

—Por supuesto. Es necesario redactar los acuerdos de rendición, y hay que darle la bienvenida a Ulric a la fortaleza.

—Ulric ha jurado no perdonarle la vida a nadie —dijo Rek en tono suave.

Bricklyn agitó una mano.

—¡Tonterías! Aquello era charla guerrera, pero ahora se mostrará magnánimo.

—¿Qué hay del Lacerador?

—Ha sido llamado a Drenan, y su ejército será desmantelado.

—¿Y eso te satisface?

—¿Que termine la guerra? Por supuesto. Lamento que hayan tenido que morir tantas personas. Me enteré de que Druss cayó en Sumitos; una gran desgracia. Era un hombre excelente y un magnífico guerrero… Pero estoy seguro de que murió como deseaba. ¿Cuándo queréis que vaya a ver al señor Ulric?

—Tan pronto como desees.

—¿Me acompañaréis?

—No.

—Entonces, ¿quién vendrá? —preguntó Bricklyn, observando con placer que el rostro de Rek mostraba una expresión resignada.

—Nadie.

—¿Nadie? Pero eso no sería cortés, mi señor. Habría que enviar una delegación.

—Irás solo.

—Muy bien. ¿Qué condiciones debo negociar?

—No hay nada que negociar. Sólo acude ante Ulric y dile que yo te envío.

—No entiendo, mi señor. ¿Qué queréis que diga?

—Que has fracasado.

—¿Fracasado? ¿En qué? Habláis en enigmas, mi señor. ¿Habéis perdido la razón?

—No; sólo estoy cansado. Nos has traicionado, Bricklyn, pero no esperaba menos de alguien de tu calaña, así que no estoy furioso ni siento deseos de venganza. Has recibido el dinero de Ulric y ahora irás ante él. La carta de Abalayn es una falsificación, y el Lacerador estará aquí dentro de cinco días, acompañado de cincuenta mil guerreros. Ahí fuera tengo a tres mil sathuli, y podremos defender la muralla. Ahora, ¡márchate! Hogun sabe que eres un traidor, y ha dicho que te matará si te pone los ojos encima, así que vete ya.

Durante algunos instantes, Bricklyn siguió sentado, pasmado de asombro; después sacudió la cabeza.

—¡Esto es una locura! ¡No podéis resistir! Ha llegado el momento de Ulric, ¿no os dais cuenta? Los drenai están acabados, y la estrella de Ulric asciende. ¿Qué esperáis lograr?

Rek desenfundó lentamente un largo puñal y lo dejó en la mesa, ante sí.

—Vete ya —repitió con voz serena.

Bricklyn se levantó y se dirigió a grandes pasos hacia la salida. Se volvió en la puerta.

—¡Loco! —espetó—. Usa el puñal contigo mismo, porque lo que te harán los nadir cuando te atrapen va a ser algo digno de verse —dijo antes de salir.

Cuando el burgomaestre se hubo marchado, Hogun salió de una pequeña estancia oculta por un tapiz y se acercó a la mesa. Llevaba la cabeza vendada, estaba pálido, y empuñaba su espada.

—¿Cómo has podido dejarlo marchar, Rek? ¿Cómo?

Rek sonrió.

—Me da pereza matarlo.