Seiscientos guerreros drenai observaron en silencio mientras los nadir se reunían en torno al cadáver de Druss, lo alzaban del suelo con delicadeza y atravesaban con él la entrada que había luchado por defender. Ulric fue el último en cruzar las puertas. A la sombra de la madera rota se detuvo y se giró, y sus ojos violeta observaron a los hombres de la muralla. Detuvo la mirada en la figura cubierta de bronce. Ulric alzó una mano, como si estuviera saludando, y a continuación señaló a Rek. El mensaje era muy claro.
Primero, el Legendario. Después, el Conde de Bronce.
Rek no respondió; se limitó a observar cómo el señor de la guerra nadir se sumergía en las sombras de la puerta y desaparecía de la vista.
—Luchó hasta la muerte —le dijo Hogun a Rek. Se sentó con la espalda apoyada en el parapeto y se levantó la visera del casco.
—¿Qué esperabas? —replicó Rek, frotándose los ojos cansados—. Luchó toda su vida.
—Pronto lo seguiremos —dijo Hogun—. Con los hombres que nos quedan, no aguantaremos ni un día más. La ciudad ha sido abandonada; hasta el cocinero del campamento se ha marchado.
—¿Y el Consejo? —preguntó Rek.
—Se han ido todos. Bricklyn debería regresar en un día o dos con un mensaje de Abalayn. Creo que se lo podrá entregar directamente a Ulric; para entonces ya se habrá instalado en la fortaleza.
Rek no respondió; no hacía falta. Lo que había dicho Hogun era cierto: la batalla había terminado. Sólo quedaba la matanza final.
Serbitar, Vintar y Menahem se acercaron en silencio; tenían las capas blancas salpicadas de sangre, pero no mostraban señales de heridas. Serbitar se inclinó.
—Ha llegado el fin —dijo—. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
Rek se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que te diga?
—Podemos replegarnos hasta la fortaleza —sugirió Serbitar—, pero ni siquiera quedan bastantes hombres para resistir allí.
—Entonces moriremos aquí —dijo Rek—. Es un lugar tan bueno como cualquier otro.
—Es cierto —dijo amablemente Vintar—. Pero creo que tendremos unas horas de gracia.
—¿Por qué? —preguntó Hogun, soltando el broche de bronce del hombro para quitarse la capa.
—Creo que los nadir no volverán a atacar hoy. Ha muerto un poderoso guerrero, que era una leyenda incluso entre ellos. Lo festejarán. Mañana, cuando muramos, tendrán otro festejo.
Rek se quitó el yelmo y agradeció la brisa que le refrescó la cabeza empapada de sudor. El cielo estaba despejado, y en medio del intenso azul brillaba el sol dorado. Inspiró profundamente el aire límpido de la montaña y sintió que algo de energía entraba en sus agotados miembros. Sus pensamientos vagaron hacia los alegres días que había pasado con Horeb en la posada de Drenan; días perdidos mucho tiempo atrás, que no regresarían. Maldijo en voz alta, y después se echó a reír.
—Si no atacan, podemos celebrar una fiesta nosotros —dijo—. ¡Por los dioses, sólo se puede morir una vez! ¿No es algo digno de celebrarse? —Hogun sonrió y meneó la cabeza, pero Arquero, que se había acercado sin que se dieran cuenta, le dio una palmada a Rek en el hombro.
—Ahora hablamos mi idioma —dijo—. Pero ¿por qué no hacerlo como es debido?
—¿Cómo es debido? —preguntó Rek.
—Podemos unimos a la fiesta de los nadir —dijo Arquero—. Así las bebidas correrán a su cargo.
—No os falta razón, Conde de Bronce —asintió Serbitar—. ¿Nos unimos a ellos?
—¿Os habéis vuelto locos? —dijo Rek, pasando la mirada de uno a otro.
—Como has dicho, Rek, sólo se muere una vez —señaló Arquero—. No tenemos nada que perder y, en cualquier caso, nos protegerán las leyes de hospitalidad nadir.
—¡Esto es una locura! —dijo Rek—. ¿De verdad habláis en serio?
—Yo sí —dijo Arquero—. Me gustaría presentarle mis respetos a Druss, y será algo sobre lo que los bardos nadir cantarán durante los próximos años. Creo que hasta a los bardos drenai les tentará usarlo. Me gusta la idea; tiene cierta belleza poética. Cenar en la guarida del dragón.
—Entonces, estoy con vosotros, maldita sea —dijo Rek—. Aunque creo que deberían revisarme la cabeza. ¿Cuándo salimos?
El trono de ébano de Ulric había sido sacado de su tienda, y el señor de la guerra nadir estaba sentado en él vestido con ropajes orientales de seda con bordados de oro. En la cabeza llevaba la corona forrada de piel de cabra de la tribu de los Cabeza de Lobo, y tenía el cabello negro trenzado a la manera de los reyes ventrianos. A su alrededor, en un inmenso círculo de miles de hombres, estaban sus capitanes. Más allá había otros círculos de guerreros. En el centro de cada uno, las mujeres nadir danzaban con movimientos frenéticos al ritmo marcado por centenares de tambores. En el círculo de los capitanes, las mujeres bailaban en torno a una pira funeraria de cinco varas de altura sobre la que yacía el cadáver de Druss el Legendario, con los brazos cruzados y el hacha sobre el pecho.
En el exterior de los círculos ardían innumerables hogueras, y el olor de la carne asada inundaba el aire. Por todo el campamento, las mujeres cargaban pértigas de las que colgaban barriles de lyrrd, un brebaje alcohólico producido a partir de la leche de cabra. Ulric bebía tinto lentriano en honor de Druss. La bebida no le agradaba; era demasiado suave y aguada para una persona acostumbrada a los fuertes licores que se destilaban en las estepas del norte, pero lo bebió de todos modos. Cualquier otra cosa habría sido una falta de respeto, pues el espíritu de Druss había sido invitado al festejo: junto a la de Ulric había otra copa llena de vino, y se había dispuesto un segundo trono a la diestra del señor de la guerra nadir.
Ulric miraba con ánimo taciturno por encima de su copa; tenía la mirada fija en el cadáver que yacía sobre la pira.
—Elegiste un buen momento para morir, viejo —dijo en voz baja—. Serás recordado en nuestras sagas, y los guerreros hablarán de ti en torno a los fuegos de campamento durante generaciones.
La luna brillaba intensamente en el cielo despejado, y las estrellas relucían como velas lejanas. Ulric se recostó en su asiento y dejó que su mirada se dirigiese al infinito. No entendía por qué se sentía de humor tan sombrío. Quizá fuera el peso que soportaba su espíritu. Pocas veces se había sentido de aquel modo y, desde luego, nunca tras haber logrado una victoria tan notable.
¿Por qué se sentía así?
Volvió la mirada al cadáver del hachero.
—Tú me has hecho esto, Mensajero de la Muerte —dijo—. Tus hazañas han arrojado sobre mí la sombra oscura.
Ulric sabía que en todas las leyendas había héroes luminosos y maldad sombría. Era el material que constituía las historias.
—No soy malvado —prosiguió—. Soy un guerrero nato, con un pueblo al que proteger y una nación que construir.
Bebió otro trago de tinto lentriano y volvió a llenar la copa.
—Mi señor, ¿algo va mal? —le preguntó Ogasi, uno de sus capitanes, el fornido jinete de las estepas que había matado a Virae.
—Me culpa —dijo Ulric, señalando al cadáver de Druss.
—¿Encendemos la pira?
Ulric meneó la cabeza.
—No hasta medianoche. Las Puertas han de estar abiertas cuando él llegue.
—Le hacéis un gran honor, mi señor. ¿De qué os culpa?
—De su muerte. Nogusha llevaba un arma envenenada; me he enterado por el criado de su tienda.
—Pero vos no lo ordenasteis, mi señor. Yo estaba allí.
—¿Acaso importa? ¿No soy responsable de aquellos que están a mis órdenes? He mancillado mi leyenda para terminar con esto. Es un acto muy, muy siniestro, Ulric Cabeza de Lobo.
—Habría muerto mañana de todas formas —dijo Ogasi—. Sólo perdió un día.
—Pregúntate, Ogasi, qué habría significado ese día. Los hombres como el Mensajero de la Muerte nacen sólo una vez cada veinte generaciones. Son muy escasos. Así pues, ¿a qué equivaldría tal día para un hombre normal? ¿A un año? ¿A diez? ¿A toda una vida? Ogasi, ¿lo viste morir?
—Sí, mi señor.
—¿Y podrás olvidarlo?
—No, mi señor.
—¿Por qué? Has visto morir a otros hombres valientes.
—Era especial —dijo Ogasi—. Incluso al final, cuando cayó definitivamente, creí que volvería a levantarse. Incluso ahora, los hombres dirigen miradas temerosas hacia la pira, como si pensaran que puede volver a levantarse.
—¿Cómo pudo salir a enfrentarse contra nosotros? —preguntó Ulric—. Tenía el rostro azul a causa de la gangrena. Su corazón debería haberse detenido mucho antes. Y el dolor…
Ogasi se encogió de hombros.
—Mientras los hombres combatan en las guerras, habrá guerreros. Y mientras haya guerreros, habrá príncipes entre los guerreros. Entre los príncipes habrá reyes, y entre los reyes, un emperador. Vos mismo lo dijisteis, mi señor: sólo aparece un hombre como él cada veinte generaciones. ¿Esperaríais que muriese en un lecho?
—No. Pensé en dejar morir su nombre. Pronto controlaré el imperio más poderoso que haya existido; la historia será tal como yo la escriba. Podría borrarlo de la memoria de los hombres o, peor aún, manchar su nombre hasta que su leyenda apestase. Pero no lo haré. Ordenaré que se escriba un libro que narre su vida y explique cómo estuvo a punto de frustrar mis planes.
—No habría esperado menos de Ulric —dijo Ogasi. Sus ojos oscuros brillaban a la luz de la hoguera.
—Ah, pero tú me conoces, amigo mío. Entre los drenai habrá quienes den por supuesto que hoy tomaré de cena el poderoso corazón de Druss. Comeniños; la Peste que Camina; el Bárbaro de Gulgothir.
—Esos nombres los habéis inventado vos mismo, mi señor.
—Es cierto. Pero un líder ha de conocer las armas que se emplean en la guerra, y existen algunas que no tienen nada que ver con las lanzas, las espadas, los arcos y las hondas. Las palabras capturan el espíritu de los hombres, mientras que el acero sólo destruye su cuerpo. Los hombres me ven y sienten miedo; es un poderoso instrumento.
—Algunas armas se vuelven contra aquellos que las empuñan, mi señor. He…
El guerrero se interrumpió de repente.
—¡Habla, Ogasi! ¿Qué diablos te pasa?
—¡Los drenai, mi señor! ¡Están en el campamento! —dijo Ogasi, con los ojos desorbitados por el asombro.
Ulric giró en su asiento. Por todas partes, los círculos se rompían mientras los guerreros se levantaban para observar al Conde de Bronce, que caminaba hacia el señor de los nadir. Tras él, en filas, marchaban dieciséis guerreros con armadura plateada, y tras ellos iba un gan de la Legión acompañado por un guerrero rubio que portaba un arco largo.
Los tambores quedaron en silencio, y todas las miradas pasaron del grupo de drenai al señor de la guerra. Ulric entrecerró los ojos al observar que aquellos hombres iban armados. Sintió un repentino golpe de pánico, pero se obligó a mantener la calma mientras su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Se limitarían a acercarse a él y matarlo? Ulric oyó el sonido siseante de la hoja de Ogasi que salía de la funda, y alzó una mano.
—No, amigo mío. Deja que se acerquen.
—¡Es una locura, mi señor! —susurró Ogasi mientras los drenai se aproximaban.
—Prepara vino para nuestros huéspedes. La hora de matar llegará tras el banquete. Pero mantente alerta.
Ulric, desde su trono elevado, bajó la mirada y la fijó en los ojos gris azulado del Conde de Bronce. Se había quitado el yelmo, pero seguía completamente armado, y la gran espada de Egel colgaba de su costado. Sus acompañantes se mantuvieron ligeramente retrasados, esperando el desarrollo de los acontecimientos. No mostraban signos de tensión, aunque el general de la Legión, el llamado Hogun, si Ulric no recordaba mal, tenía la mano apoyada con descuido en la empuñadura de su espada y observaba a Ogasi con atención.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Ulric—. No sois bienvenidos en mi campamento.
El conde desvió ligeramente la mirada, por encima de él, y después volvió a fijarla en el señor de la guerra nadir.
—Es extraña la forma en que una batalla puede cambiar las perspectivas de un hombre —dijo—. En primer lugar, no estoy en tu campamento; estoy en territorio de Delnoch, que es mío por derecho, y eres tú quien está en mis posesiones. Que así sea, pues esta noche eres bienvenido.
»En cuanto a qué hago aquí: mis amigos y yo hemos acudido a despedirnos de Druss el Legendario, el Mensajero de la Muerte. ¿Tan escasa es la hospitalidad nadir que no se nos ofrecerá algo de beber?
La mano de Ogasi volvió a dirigirse a la empuñadura de su espada; el Conde de Bronce no se movió.
—Si esa espada sale de su funda, le cortaré la cabeza —dijo en voz baja. Ulric hizo un gesto a Ogasi, que retrocedió.
—¿Creéis que saldréis de aquí con vida? —le preguntó a Rek.
—Desde luego, si así lo deseo —respondió el conde.
—¿Y yo no tengo nada que decir en eso?
—Nada.
—¿De verdad? Me intrigas. Estás rodeado de arqueros nadir; un gesto mío, y tu reluciente armadura será invisible bajo las astas negras de las flechas. ¿Y afirmas que no tengo nada que decir?
—Si puedes, da la orden —dijo el conde. Ulric dirigió la mirada a los arqueros; las flechas estaban listas; muchos arcos habían sido ya tensados, y las puntas de acero brillaban a la luz de las hogueras.
—¿Por qué no iba a dar la orden? —preguntó Ulric.
—¿Por qué no la has dado ya? —replicó Rek.
—Simple curiosidad. ¿Cuál es el auténtico propósito de esta visita? ¿Habéis venido a matarme?
—No. Si lo hubiera querido, podría haberte matado igual que maté a tu chamán: en silencio y sin que nadie me viera, y tu cabeza sería ahora un criadero de gusanos. No nos trae ninguna intención oculta: hemos venido a honrar a mi amigo. ¿Me ofrecerás tu hospitalidad, o debo regresar a la fortaleza?
—¡Ogasi! —llamó Ulric.
—¿Mi señor?
—Trae algo de beber para el conde y sus acompañantes. Ordena a los arqueros que regresen a sus hogueras, y que siga el festín.
—Sí, mi señor —dijo Ogasi con desconfianza.
Ulric hizo un gesto al conde y le señaló el trono que había a su lado. Rek asintió y se volvió hacia Hogun.
—Id a disfrutar de la fiesta. Volved a buscarme dentro de una hora.
Hogun saludó, y Rek contempló a su pequeño grupo mientras se dispersaba por el campamento. Sonrió al ver que Arquero se agachaba junto a un nadir y cogía una copa de lyrrd. El nadir lo observó mientras su bebida desaparecía, y se echó a reír cuando Arquero vació la copa por completo sin pararse a respirar.
—Es bueno, ¿eh? —dijo el guerrero—. Mejor que ese vinagre tinto que hacéis en el sur.
Arquero asintió, se sacó una petaca de la bolsa y se la ofreció al nadir. La forma vacilante en que la aceptó mostraba su desconfianza, pero sus amigos lo estaban observando.
Quitó el tapón lentamente y tomó un pequeño trago, al que siguió inmediatamente otro mayor.
—Esto es bueno también —dijo—. ¿Qué es?
—Lo llaman fuego lentriano. ¡Cuando se ha probado, no se olvida jamás!
El guerrero asintió y se hizo a un lado, dejando espacio para que Arquero se sentase.
—Únete a nosotros, Arco Largo. Esta noche no hay guerra. Hablamos, ¿sí?
—Muy amable por tu parte, vieja mula. Creo que acepto.
Sentado en el trono, Rek tomó la copa de tinto lentriano destinada a Druss y la alzó en un gesto de saludo dirigido a la pira. Ulric alzó su copa, y brindaron en silencio en homenaje al hachero caído.
—Fue un gran hombre —dijo Ulric—. Mi padre me contó las historias sobre él y su esposa. Se llamaba Rowena, ¿no?
—Sí. Él la amó con todo su corazón.
—Tiene sentido que un hombre tan grande conociese un amor igual de grande —dijo Ulric—. Lamento que se haya marchado. Sería estupendo si la guerra pudiera ejecutarse como un juego en el que no se perdieran vidas. Al final de la batalla, los combatientes podrían reunirse, tal como estamos haciendo ahora, para beber y charlar.
—A Druss no le habría parecido bien —dijo el conde—. Si esto fuera un juego en que las probabilidades tuviesen importancia, Dros Delnoch ya sería tuyo. Pero Druss era capaz de alterar las probabilidades sin prestar ninguna atención a los dictados de la lógica.
—Sólo hasta cierto punto, pues ha muerto. Pero ¿qué hay de ti? ¿Qué clase de hombre eres, conde Regnak?
—Sólo un hombre, señor Ulric. Igual que tú.
Ulric se inclinó hacia Rek y apoyó la barbilla en una mano.
—Pero yo no soy un hombre corriente. Nunca he perdido una batalla.
—Ni yo.
—Me intrigas. Apareces salido de ninguna parte, sin pasado, casado con la hija del conde moribundo. Nadie ha oído hablar de ti, y nadie ha podido relatarme tus hazañas. Y sin embargo, los guerreros mueren por ti como lo harían por un monarca muy querido. ¿Quién eres?
—El Conde de Bronce.
—No acepto esa respuesta.
—Entonces, ¿qué quieres que te diga?
—Está bien, de acuerdo. Eres el Conde de Bronce. No importa. Mañana regresarás a tu tumba, acompañado de todos los que decidan seguirte. Emprendiste esta batalla con diez mil hombres, y ya no te quedan más de setecientos. Depositaste tus esperanzas en Magnus el Lacerador, pero no llegará a tiempo. E incluso si llegase, no importaría. Mira a tu alrededor; este ejército se nutre de victorias, y sigue creciendo. Y dispongo de cuatro ejércitos como este. ¿Crees que pueden ser detenidos?
—Detenerte no es importante —dijo Rek—. Nunca lo fue.
—Entonces ¿qué estáis haciendo?
—Estamos intentando detenerte.
—¿Y se supone que debo entender ese acertijo?
—Que lo entiendas o no, no importa. Es posible que la intención del destino sea que triunfes. Quizá un imperio nadir sea bueno para el mundo. Pero piensa una cosa: si a tu llegada no te hubieras encontrado aquí a un ejército, sino a Druss, esperando a solas, ¿te habría abierto las puertas?
—No. Habría luchado y habría muerto —respondió Ulric.
—Y supongo que no habría esperado vencer, ¿no es cierto? Entonces, ¿por qué lo estaría haciendo?
—Ya entiendo tu acertijo, conde. Pero me parece una lástima que tantos hombres deban morir cuando la resistencia es fútil. A pesar de todo, te respeto. Tu pira funeraria será tan alta como la de Druss.
—No, gracias. Si me matas, entiérrame en un jardín que hay al otro lado de la fortaleza. Allí ya hay una tumba, rodeada de flores, en la que yace mi esposa. Pon mis restos junto a los suyos.
Ulric guardó silencio durante unos instantes, dejando pasar el tiempo mientras volvía a llenar las copas.
—Se hará como deseas, Conde de Bronce —dijo finalmente—. Acompáñame a mi tienda; comeremos algo, beberemos vino y seremos amigos. Te contaré mi vida y mis sueños, y tú me hablarás de tu pasado y tus momentos de alegría.
—¿Por qué sólo del pasado, Ulric?
—Porque es lo único que te queda, amigo mío.