Caessa estaba sentada junto al lecho, en silencio atento, sin apartar la mirada del dormido Druss. Treinta puntos de sutura habían cerrado la herida de las anchas espaldas del hachero; le recorría la paletilla y llegaba hasta el hombro, donde era más profunda. El anciano estaba sumido en un sueño inducido por el vino opiado y la pérdida de sangre; se había derrumbado de camino al hospital. Caessa permaneció junto a Calvar Syn mientras suturaba la herida. No dijo una palabra. En aquel momento se limitaba a estar sentada.
No lograba entender la fascinación que sentía hacia el guerrero. Desde luego, no lo deseaba; los hombres nunca habían despertado ningún deseo en ella. ¿Podría ser amor? No tenía forma de saberlo, carecía de referencias con que valorar lo que sentía. Sus padres habían sufrido una muerte atroz cuando ella tenía siete años: su padre, un granjero pacífico, había intentado evitar que unos bandidos robasen los alimentos almacenados en el granero, y lo habían matado sin pestañear. La madre de Caessa había cogido a la chiquilla, y habían huido al bosque que crecía junto al acantilado, pero las vieron, y la persecución fue breve: la mujer no podía llevar a su hija en brazos, pues estaba embarazada, y tampoco estaba dispuesta a abandonarla. Había peleado como una tigresa, pero se había visto superada; la violaron y la mataron a continuación, todo ante la mirada de la chiquilla sentada al pie de un roble, paralizada de terror e incapaz de gritar. Después, un tipo barbudo al que le apestaba el aliento se había acercado a ella, la había levantado con un violento tirón del pelo, la había arrastrado hasta el borde del acantilado y la había arrojado al mar.
La niña no cayó en las rocas, aunque en la caída se golpeó la cabeza y se rompió la pierna derecha. Un pescador la encontró y la rescató.
A partir de aquel día, Caessa había cambiado.
No volvió a reír, ni a danzar ni a cantar; se convirtió en una criatura huraña y salvaje. Los otros niños no querían jugar con ella, y conforme había ido creciendo se había vuelto más y más solitaria. A los quince años había matado por primera vez, un viajero que se dirigió a ella a la orilla de un río, para pedirle indicaciones sobre el camino. Caessa se había acercado a hurtadillas al campamento del aquel hombre, lo había degollado mientras dormía y se había sentado a su lado para verlo morir.
Fue el primero de muchos.
La muerte de los hombres la hacía llorar, y en medio del llanto se sentía viva. Para Caessa, sentirse viva era lo más importante, así que los hombres seguían muriendo.
Años más tarde, cuando cumplió los veinte, Caessa puso en práctica otro sistema para seleccionar a sus víctimas: aquellos que se sentían atraídos hacia ella. Les permitía dormir a su lado, pero más tarde, mientras soñaban, quizá con los placeres que acababan de disfrutar, les pasaba una hoja afiladísima por el cuello.
No había matado a nadie desde que se unió al grupo de Arquero, seis meses antes, pues Skultik se había convertido en el último lugar donde poder refugiarse.
Y en aquel momento se hallaba sentada junto al lecho de un hombre herido, deseando que viviera, y no entendía por qué. Desenvainó su puñal y se imaginó hundiendo el filo en el cuello del anciano. Normalmente, fantasear con el asesinato la hacía arder de deseo, pero en aquella ocasión le despertaba un sentimiento de pánico. Se imaginó a Druss sentado junto a ella en una habitación oscura, con los leños ardiendo en la chimenea, el brazo del hombre rodeándole la espalda y ella con la cabeza apoyada en su ancho pecho. Se había imaginado aquella escena muchas veces, pero en aquel instante le llegó con renovada intensidad; en su fantasía, Druss era grande, un gigante. Y Caessa sabía por qué.
Lo observaba con los ojos de una chiquilla de siete años.
Orrin entró en la habitación sin hacer ruido. Estaba más delgado, y unas profundas ojeras le surcaban el rostro demacrado, pero era más fuerte. En sus rasgos había aparecido algo indefinible; el cansancio le había marcado líneas que lo envejecían, pero el cambio era más sutil, y se le notaba ante todo en los ojos. Había sido un soldado que deseaba convertirse en guerrero; se había convertido en un guerrero que anhelaba ser algo diferente. Había visto guerra, crueldad, heridas y muerte. Había contemplado cómo los picos afilados de los cuervos se hundían en las cuencas de los ojos de los muertos, y cómo medraban los gusanos en las heridas infectadas. Y se había encontrado a sí mismo, y había dejado de cuestionarse.
—¿Cómo está? —le preguntó a Caessa.
—Se recuperará, pero no podrá luchar en semanas.
—Entonces no volverá a luchar; sólo nos quedan días. Prepáralo para trasladarlo.
—No se puede mover —replicó la mujer, volviéndose hacia Orrin por primera vez.
—No hay más remedio. Vamos a entregar la muralla y nos retiraremos esta noche. Hoy hemos perdido casi cuatrocientos hombres. La cuarta muralla mide apenas un centenar de pasos, y podremos resistir en ella varios días. Prepáralo.
Caessa asintió y se levantó.
—Tú también estás agotado, general —dijo—. Deberías descansar.
—Pronto —respondió Orrin, sonriendo. Aquella sonrisa hizo que Caessa sintiera un escalofrío—. Creo que todos descansaremos pronto.
Unos enfermeros trasladaron a Druss a una camilla, lo levantaron con delicadeza, lo taparon con mantas blancas para protegerlo del frío nocturno, y se unieron a la línea que llevaba al resto de los heridos a la cuarta muralla, desde la que se descolgaron cuerdas por las que los camilleros treparon en silencio. No habían encendido antorchas, y sólo la luz de las estrellas bañaba la escena. Orrin trepó por la última cuerda hasta alcanzar el parapeto; una mano se tendió hacia él y lo ayudó a superarlo. Se trataba de Gilad.
—Siempre pareces estar cerca para ayudarme, Gilad. No es que me queje.
Gilad sonrió.
—Con todo el peso que habéis perdido, mi general, creo que ahora seríais capaz de ganar la carrera.
—¡Ah, la carrera! Parece que ocurrió en una era pasada. ¿Qué ha sido de tu amigo, el del hacha?
—Volvió a casa.
—Un tipo listo. ¿Por qué te has quedado tú?
Gilad se encogió de hombros. Había empezado a cansarse de que le hicieran aquella pregunta.
—Hermosa noche —dijo Orrin—. Es extraño. Antes, cuando me acostaba, tenía por costumbre contemplar las estrellas; siempre me ayudaban a conciliar el sueño. Pero ahora no tengo necesidad de dormir, me da la impresión de estar desperdiciando tiempo de vida. ¿No sientes nada parecido?
—No, mi señor. Duermo como un bebé.
—Eso está bien. Buenas noches, pues.
—Buenas noches, mi señor.
Orrin empezó a alejarse despacio, pero de pronto se detuvo y se volvió.
—No lo estamos haciendo muy mal, ¿verdad? —dijo.
—No —le respondió Gilad—. Creo que los nadir no nos recordarán con mucho cariño.
—Así es. Bien, te dejo dormir. —Orrin empezó a descender por la corta escala de la muralla. Gilad se adelantó.
—¡Mi señor!
—¿Sí?
—Quería…, quería deciros… Bueno, sólo que me siento orgulloso de haber servido a vuestras órdenes. Eso es todo, mi señor.
—Gracias, Gilad, pero soy yo quien debe sentirse orgulloso. Buenas noches.
Togi no dijo nada cuando Gilad regresó junto al parapeto, pero el joven oficial sintió fija en él la mirada del jinete.
—Está bien, suéltalo —le dijo Gilad—. Quítatelo de encima.
—¿A qué te refieres?
Gilad observó el rostro inexpresivo de su amigo y escrutó sus ojos en busca de alguna señal de burla o desdén. No la encontró.
—Creía que pensarías… No sé —dijo, inseguro.
—El tipo ha mostrado su nivel y su valor, y tú se lo has dicho. No hay nada de malo en ello, aunque no te correspondiese hacerlo. En tiempo de paz podría parecer que estabas lisonjeándolo, que intentabas ganarte su favor con un comentario así; pero aquí, no. No tienes nada que ganar, y él lo sabe, así que bien dicho ha estado.
—Gracias —dijo Gilad.
—¿Por qué?
—Por comprenderlo. ¿Sabes? Creo que es un gran hombre; quizá superior a Druss. Orrin carece del valor de Druss y de la habilidad de Hogun, pero sigue aquí. Sigue poniéndose a prueba.
—No durará mucho más.
—Ninguno de nosotros durará mucho más —replicó Gilad.
—En efecto. Pero Orrin no llegará a ver el último día. Está demasiado cansado. Cansado hasta aquí. —Togi se dio unos golpecitos en la sien con un dedo.
—Creo que te equivocas.
—No, no lo crees. Por eso has hablado con él y le has dicho lo que le has dicho. Tú también lo sientes.
Druss flotaba en un océano de dolor ardiente que le desgarraba el cuerpo. Apretaba con fuerza la mandíbula, y los dientes le rechinaban a causa del intenso suplicio, como una lenta quemadura de ácido, que le causaba la herida de la espalda. Le resultaba casi imposible hablar; apenas podía sisear a través de los dientes apretados, y los rostros de los que rodeaban su lecho parecían temblar y flotar, tan borrosos que era imposible reconocerlos.
Perdió el conocimiento, pero el dolor lo siguió a las profundidades del sueño. Lo rodeaban paisajes desolados y acosados por sombras, y montañas escarpadas se alzaban hacia un cielo gris y opresivo. Druss se dejó caer en la ladera de la montaña, incapaz de moverse a causa del dolor, y fijó la mirada en un pequeño grupo de árboles heridos por rayos, que se alzaba apenas a una veintena de pasos del lugar en el que yacía. En el borde de la arboleda se alzaba una figura vestida de negro, enjuta y de ojos oscuros. Se acercó adonde estaba Druss, se sentó en una roca y bajó la mirada hacia el hachero.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo. Su voz tenía un timbre hueco, como el del viento que soplara a través de una caverna.
—Me recuperaré —siseó Druss, parpadeando para eliminar el sudor que le entraba en los ojos.
—No; esta vez no —dijo su interlocutor—. Ya deberías estar muerto.
—Ya me habían herido otras veces.
—Ah, pero la hoja estaba envenenada, cubierta de savia verde de las fronteras del norte. Tu herida se ha gangrenado.
—¡No! Yo moriré con el hacha en las manos.
—¿Eso crees? Te he estado esperando, Druss, durante todos estos años. He visto cruzar el río oscuro a legiones de viajeros, enviados allí por tus manos. Y te he observado. Tu orgullo es colosal; tu presunción, inmensa. Has saboreado la gloria y valorado tu fuerza por encima de cualquier otra cosa. Y ahora morirás. Sin hacha. Sin gloria. Nunca cruzarás el río oscuro para alcanzar los Salones Eternos. Me resulta satisfactorio, ¿lo comprendes? ¿Eres capaz de entenderlo?
—No. ¿Por qué me odias?
—¿Por qué? Porque has vencido al miedo. Y porque tu vida es una afrenta para mí. No es suficiente con que mueras; todos los hombres mueren, sean reyes o campesinos, y todos son míos al final. Pero tú, Druss, tú eres especial. Y si murieses tal como deseas, aun entonces te burlarías de mí. Así que he desarrollado esta exquisita tortura especialmente para ti.
»Deberías haber muerto ya por tu herida, pero no te he reclamado aún. Y ahora, el dolor crecerá. Te retorcerás… Gritarás… Tu mente se acabará quebrando, y rogarás. Rogarás que yo llegue. Y acudiré, tomaré tu mano y me pertenecerás. Lo último que recordarán de ti es que te habrás convertido en una ruina sollozante. Te despreciarán, y en tus últimos instantes mancillarás tu leyenda.
Druss tensó sus musculosos brazos y luchó por ponerse en pie, pero el dolor lo hizo caer una vez más, arrancándole un gruñido de entre los dientes apretados.
—Así, hachero. Lucha. Inténtalo con más fuerza. Deberías haberte quedado en tus montañas para disfrutar de la senilidad. ¡Hombrecillo arrogante! No pudiste resistir la llamada de la sangre… Sufre, y hazme feliz.
En el hospital de campaña, Calvar Syn apartó las toallas húmedas de la espalda desnuda de Druss, y aunque las sustituyó rápidamente por otras limpias, el hedor llenó la habitación. Serbitar se había acercado a examinar la herida.
—No hay nada que hacer —dijo Calvar Syn, frotándose con una mano el brillante cráneo pelado—. No entiendo cómo es posible que siga con vida.
—No lo sé —dijo el albino en voz baja—. Caessa, ¿ha hablado?
La mujer, sentada junto al lecho, alzó la mirada; tenía los ojos hinchados por el cansancio. Sacudió la cabeza.
La puerta se abrió, y Rek entró silenciosamente. Alzó las cejas, en un gesto interrogante dirigido hacia el médico; Calvar Syn negó con la cabeza.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Rek—. Esa herida no es peor que las que ha sufrido en otras ocasiones.
—Gangrena. La herida no se ha cerrado, y el veneno se ha extendido por su cuerpo; no tiene salvación. Mis cuarenta años de experiencia me dicen que ya debería estar muerto; su cuerpo se está pudriendo a una velocidad asombrosa.
—Es un viejo duro. ¿Cuánto crees que aguantará?
—No creo que llegue a mañana —respondió el médico.
—¿Qué tal van las cosas en la muralla? —preguntó Serbitar. Rek se encogió de hombros. Tenía la armadura cubierta de sangre, y su mirada mostraba su cansancio.
—Por el momento aguantamos, pero han entrado en el pasadizo y la puerta no resistirá. Ha sido una condenada mala suerte que no hayamos tenido tiempo para cegar el túnel, y creo que habrán pasado antes de que anochezca. Ya han conseguido quemar un portón, pero Hogun y varios de los suyos siguen bloqueando la escalera. Por eso he venido, Calvar. Me temo que tendrás que organizar otra evacuación. A partir de ahora, el hospital estará en la fortaleza. ¿A cuántos podrás trasladar?
—¿Cómo puedo saberlo? No paran de llegar heridos.
—Empieza con los preparativos, de todas formas. Habrá que despachar a los que estén demasiado heridos para ser trasladados.
—¿Qué? —estalló el médico—. ¿Quieres que los matemos?
—Exactamente. Traslada a los que puedan ser movidos. El resto… ¿Cómo crees que los tratarán los nadir?
—Los trasladaré a todos. Si algunos mueren durante la evacuación… Seguirá siendo mejor que degollarlos en el lecho.
—Empieza ya; estamos perdiendo el tiempo —le ordenó Rek.
En la muralla, Gilad y Togi se unieron a Hogun en el pozo de la escalera del portón. Los escalones estaban cubiertos de cadáveres, pero no cesaban de llegar guerreros nadir que subían la escalera espiral saltando por encima de los cuerpos de sus compañeros. Hogun se adelantó, bloqueó una estocada y destripó de un tajo al nadir que encabezaba la carga, que cayó e hizo tropezar al guerrero que iba tras él. Togi lanzó un mandoble al cuello del segundo hombre mientras caía. Otros dos guerreros avanzaron, cubriéndose con escudos redondos de cuero de buey. Más nadir los empujaban desde atrás.
—¡Es como pretender frenar la marea a cucharadas! —exclamó Togi.
Por encima de ellos, los nadir habían puesto pie en el parapeto e introducido una cuña en la formación drenai. Orrin se percató del peligro y corrió hacia el enemigo al frente de cincuenta hombres del nuevo grupo Karnak. Más abajo, un ariete embestía las enormes puertas de roble y bronce; hasta aquel momento habían resistido, pero unas ominosas grietas habían empezado a extenderse por las viguetas centrales, y la madera crujía a cada golpe.
Orrin se abrió camino luchando hasta la avanzadilla nadir, sosteniendo la espada con ambas manos y lanzando tajos y estocadas sin intentar cubrirse. A su lado, un guerrero drenai cayó con el cuello desgarrado. Orrin lanzó un golpe de revés al rostro del atacante y a continuación bloqueó un ataque a su izquierda. Faltaban tres horas para la puesta de sol.
Arquero se arrodilló en la hierba que crecía tras la muralla, con tres carcajes repletos de flechas en el suelo, ante sí. Fría, mecánicamente, encajaba las flechas en la cuerda, tensaba el arco y disparaba. Un atacante, a la izquierda de Orrin, cayó con una flecha atravesándole la sien; otro nadir fue derribado por la espada de Orrin, y un tercero fue detenido por la flecha siguiente. La cuña nadir se disgregaba a medida que los drenai recuperaban el terreno perdido.
En la escalera, Togi se vendaba un largo corte en el antebrazo mientras un grupo de refresco de la Legión defendía la entrada. Gilad se recostó sobre una roca y se limpió el sudor de la frente.
—Un día largo —dijo.
—Será más largo aún —murmuró Togi—. Se han dado cuenta de lo cerca que están de capturar la muralla.
—Sí. ¿Cómo tienes el brazo?
—Aguantará —le respondió Togi—. ¿Qué hacemos ahora?
—Hogun ha dicho que acudamos a cualquier sitio donde se nos necesite.
—Eso puede ser cualquier parte. Iré a la puerta. ¿Vienes?
—¿Por qué no? —respondió Gilad, sonriendo.
Rek y Serbitar despejaron una sección del parapeto y corrieron para reunirse con Orrin y su grupo. A lo largo de todo el muro, la línea de defensores se combaba, pero resistía.
—Si podemos aguantar hasta que se reagrupen para la siguiente carga, aún habrá tiempo para que todo el mundo se retire tras Valteri —le dijo Orrin a Rek, cuando el conde se abrió paso luchando hasta llegar a su lado.
La batalla prosiguió durante otra hora, hasta que la enorme cabeza de bronce del ariete logró destrozar las puertas. La gran viga del centro se dobló por una grieta, y con un crujido desgarrador se desprendió de sus soportes. El ariete fue retirado lentamente para dejar paso a los, guerreros que aguardaban tras él.
Gilad envió un mensajero a los parapetos para informar a Rek, o a cualquiera de los gans, desenvainó la espada y esperó junto a cincuenta drenai, dispuestos a resistir en la entrada. Giró la cabeza a los lados para desentumecerse los músculos del cuello y los hombros, y echó un vistazo a Togi. El jinete sonreía.
—¿Qué te divierte tanto?
—Mi propia estupidez —le respondió—. Te he sugerido que viniéramos a las puertas para tener un rato de descanso, y ahora me voy a encontrar con la muerte.
Gilad no replicó. ¡La muerte! Su amigo tenía razón; para los hombres de la puerta, no habría retirada a la quinta muralla. Sintió la tentación de darse la vuelta y echar a correr, pero la reprimió. ¿Qué importaba, en cualquier caso? Había visto suficientes muertes en las últimas semanas.
Y si sobrevivía, ¿qué haría? ¿Adonde iría? ¿De vuelta a la granja y a su aburrida esposa? ¿Para envejecer en alguna parte, perder los dientes y la sesera, y contar batallitas interminables y aburridas de cuando era joven y valiente?
—¡Por los dioses! —dijo Togi de repente—. ¡Mira eso!
Gilad se volvió. Acercándose lentamente hacia ellos, caminando sobre la hierba, Druss avanzaba apoyándose en la joven bandolera, Caessa. Cuando se acercaron, Gilad tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar el espanto que lo invadió. El rostro del anciano tenía una expresión ausente, y estaba pálido y moteado de azul, como el de un cadáver de dos días. Los hombres se hicieron a un lado mientras Caessa ayudaba al hachero a colocarse en el centro de la línea, para después desenvainar la espada corta y situarse junto a él.
Las puertas se abrieron y los nadir entraron como una riada. Druss, con un gran esfuerzo, desenfundó a Snaga. Apenas alcanzaba a ver a través de la niebla de dolor, y cada paso que había dado apoyado en la joven había sido una tortura. Caessa lo había vestido con cuidado, sin dejar de llorar, y lo había ayudado a ponerse en pie. Él mismo había comenzado a derramar lágrimas, pues el dolor que sentía era insoportable.
—No seré capaz —había gemido.
—Serás —le había dicho la joven—. Es necesario.
—El dolor…
—Has sufrido dolor otras veces. Resiste.
—No puedo. Estoy acabado.
—¡Escúchame, maldita sea! Eres Druss el Legendario, y ahí fuera están muriendo hombres. Lucha una vez más, Druss, por favor. No puedes rendirte como cualquier hombre normal; eres Druss. Puedes hacerlo. Detenlos. ¡Debes detenerlos! ¡Mi madre está ahí fuera!
La visión de Druss se aclaró durante un instante, y distinguió la locura en los ojos de la joven. No podía entenderlo, porque no sabía nada de su vida, pero percibió su necesidad. Con un esfuerzo que le hizo lanzar un grito de dolor, extendió la piernas y se puso en pie, aferrándose con una de sus grandes manos a un estante sujeto a la pared para mantenerse erguido. El dolor se había intensificado, pero en aquel momento se sentía furioso y aprovechó el dolor para reunir ánimos.
Inspiró profundamente.
—Vamos, pequeña Caessa. Vamos a buscar a tu madre —le había dicho—. Pero tendrás que ayudarme; mis piernas no están muy firmes.
Los nadir atravesaron la puerta y se lanzaron hacia los filos de los drenai, que los esperaban. Más arriba, Rek había recibido la noticia del desastre; en aquel instante, el ataque a la muralla se había interrumpido mientras los nadir se dirigían en masa hacia la entrada del pasadizo.
—¡Atrás! —ordenó—. Alcanzad la quinta muralla.
Los hombres echaron a correr por la hierba, atravesando las calles desiertas de los arrabales de Delnoch, las calles que Druss había vaciado tantos días atrás. Allí no había terreno despejado entre las murallas; los edificios seguían en pie, embrujados y vacíos.
Los guerreros corrieron hacia la relativa seguridad de la quinta muralla, sin pensar en la retaguardia que todavía guardaba el portón roto. Gilad no los culpó. Y, extrañamente, no sentía el menor deseo de ir con ellos.
Únicamente Orrin, mientras corría, se fijó en el grupo de retaguardia. Se volvió para unirse a él, pero Serbitar, a su lado, lo sujetó por un brazo.
—No —le dijo—. Sería inútil.
Continuaron su carrera. Tras ellos, los nadir superaron la muralla y se lanzaron en su persecución.
En la puerta proseguía la matanza. Druss, luchando por puro reflejo, golpeaba y segaba los cuerpos de los atacantes. Togi murió cuando una lanza corta le atravesó el pecho; Gilad no lo vio caer. Para Caessa, la escena era distinta: ante ellos había diez bandidos, y Druss peleaba contra todos. Cada vez que el hachero mataba a un hombre, ella sonreía. Ocho… Nueve…
El último bandido, un hombre al que nunca olvidaría porque era el que había matado a su madre, se adelantó. Tenía un pendiente de oro y una gran cicatriz que le cruzaba el rostro desde una ceja hasta el mentón. Caessa alzó la espada, se lanzó hacia delante y hundió la hoja en el vientre del hombre…
El rechoncho nadir cayó hacia delante y arrastró a la joven. Un cuchillo se hundió en el centro de la espalda de Caessa, pero no lo sintió. Los bandidos habían muerto, y por primera vez desde su infancia se sintió a salvo. Su madre podría salir de su escondrijo entre los árboles y llevarla a casa, y le servirían una abundante comida a Druss, y los tres reirían. Y Caessa cantaría para él. Podría…
Sólo quedaban en pie siete drenai, en torno a Druss, completamente rodeados de nadir. Una lanza golpeó de improviso, atravesó las costillas de Druss y se le hundió en un pulmón. Snaga ejecutó una réplica letal y cortó el brazo del lancero a la altura del hombro; mientras el nadir caía, Gilad le cortó el cuello, pero entonces él también cayó tras recibir una estocada por la espalda, y Druss se quedó solo. Los nadir se apartaron mientras un capitán se adelantaba.
—¿Me recuerdas, Mensajero de la Muerte?
Druss se desclavó la lanza del costado y la arrojó a un lado.
—Te recuerdo, barrigón; eres el heraldo.
—Dijiste que me arrancarías el alma, pero yo estoy aquí y tú te mueres. ¿Qué te parece?
Con un movimiento relampagueante, Druss alzó el brazo y arrojó a Snaga. El filo acerado hendió la cabeza del nadir como a una calabaza.
—Me parece que hablas demasiado —dijo el hachero. Cayó de rodillas, bajó la mirada y vio cómo se le escapaba la vida del cuerpo por el costado. A su lado, Gilad se estaba muriendo, pero tenía los ojos abiertos—. Fue bueno estar vivo, ¿verdad, chico?
Los dos estaban rodeados de nadir, pero ninguno intentó atacarlos. Druss alzó la mirada y se dirigió a un guerrero.
—Tú, chico —dijo en la gutural lengua nadir—. Tráeme mi hacha…
Durante un instante, el nadir no se movió. Después se encogió de hombros y desclavó a Snaga de la cabeza del heraldo. Mientras el joven guerrero se acercaba, Druss se dio cuenta de que tenía intención de matarlo con su propia arma, pero se oyó una orden, y el guerrero se detuvo en seco, le tendió el hacha a Druss y se retiró.
Los ojos de Druss estaban velados por nieblas, y no consiguió distinguir la figura que se inclinaba hacia él.
—Has luchado bien, Mensajero de la Muerte —dijo Ulric—. Ahora puedes descansar.
—Si aún me quedase una brizna de fuerza acabaría contigo —musitó Druss, esforzándose por alzar el hacha; pero pesaba demasiado.
—Lo sé. No sabía que Nogusha hubiera envenenado el filo de, su arma. Me parece increíble…
Druss inclinó la cabeza y cayó hacia delante.
Druss el Legendario había muerto.