El cielo amaneció despejado; en la atmósfera fresca y limpia, dos mil soldados drenai se preparaban para resistir el asalto a Kania. Más abajo, en el desfiladero, el chamán nadir recorría las filas de hombres de las tribus y salpicaba con sangre de pollo y cordero las hojas de las armas que los guerreros sostenían ante él.
De repente, de las filas nadir empezó a ascender un cántico que surgía de miles de gargantas; la horda avanzó portando escalas de asalto y cuerdas con nudos rematadas con garfios. Rek los observó desde el centro de la línea drenai; alzó el yelmo de bronce, se lo puso y ató el barboquejo. A su derecha estaba Serbitar; a su izquierda, Menahem. El resto de los Treinta había tomado posiciones a lo largo de la muralla.
Y comenzó la masacre.
Los defensores rechazaron tres ataques antes de que los nadir lograsen poner pie en los parapetos, e incluso en aquella ocasión, el avance de los atacantes fue breve; menos de medio centenar de nadir rompieron la defensa sólo para encontrarse frente a un loco cubierto de bronce y dos espectros plateados que se abrieron paso entre ellos dispensando muerte. No había defensa posible contra aquellos hombres, y la diabólica espada de bronce atravesaba los escudos y las armaduras; los guerreros morían bajo aquella hoja terrible, gritando como si su alma estuviera en llamas.
Aquella noche, los capitanes nadir presentaron sus informes en la tienda de Ulric, y sólo se habló de la nueva fuerza que había aparecido en los parapetos. Incluso el legendario Druss parecía más humano cuando reía a carcajadas ante las espadas de los nadir; más humano que aquella máquina de destrucción dorada.
—Nos sentíamos como perros a los que se alejase a bastonazos —murmuró uno de los oficiales—. O como chiquillos desarmados a los que un adulto quitase de en medio.
Ulric estaba preocupado. Aunque consiguió animar a sus hombres señalándoles que sólo se trataba de un hombre con una armadura de bronce, cuando sus capitanes se marcharon mandó llamar a Nosta Jan, el anciano chamán. Agachado frente a un brasero encendido, el viejo escuchó a su amo sin dejar de hacer gestos de asentimiento. Después, se inclinó y cerró los ojos.
Rek estaba durmiendo, agotado por la batalla y por el peso de su dolor. La pesadilla llegó lentamente, envolviéndolo como humo negro. Abrió los ojos y distinguió la entrada de una cueva, oscura y atroz, de la que emanaba un tangible hálito de terror. Ante él se abría un pozo que se hundía en las entrañas ardientes de la tierra, y de su interior surgían sonidos extraños, sollozos y gritos. En las manos de Rek no había armas, y ninguna armadura protegía su cuerpo. Del pozo llegó un sonido deslizante, y Rek contempló cómo surgía un gigantesco gusano cubierto de limo putrefacto. El hedor lo obligó a retroceder.
El gusano tenía una boca inmensa, capaz de engullir a un hombre, bordeada de tres hileras de dientes puntiagudos. Entre dos de ellos había un brazo humano enganchado, roto y cubierto de sangre. Rek retrocedió hacia la entrada de la cueva, pero un siseo lo hizo volverse; de las profundidades emergió una araña cuyas enormes fauces goteaban veneno. Dentro de la boca de la araña había un rostro, verdoso y reluciente, y de la boca de aquel rostro brotaban palabras de poder. Rek se debilitaba con cada palabra, hasta que casi no pudo mantenerse en pie.
—¿Te vas a quedar ahí todo el día? —dijo una voz.
Rek se volvió y vio a Virae a su lado, vestida con una túnica blanca vaporosa. La joven le sonrió.
—¡Has vuelto! —dijo Rek, tendiendo una mano hacia ella.
—¡No hay tiempo para eso, idiota! ¡Toma! ¡Coge tu espada!
La joven extendió los brazos hacia él, y en sus manos apareció la espada de bronce de Egel. Una sombra cayó entre ambos cuando Rek empuñó la espada, y se giró para hacer frente al gusano. La boca del gusano descendió hacia ellos; Rek golpeó, y la hoja de la espada segó tres palmos del cuello de la criatura; sangre verdosa brotó de la herida. Rek siguió golpeando, una y otra vez, hasta que aquel ser retrocedió hacia el pozo, casi cortado por la mitad.
—¡La araña! —gritó Virae.
Rek giró de nuevo. La bestia estaba casi encima de él; la boca inmensa, a pocos pasos de distancia. Rek lanzó la espada hacia las fauces abiertas; el arma voló como una flecha, y el rostro se rajó como un melón maduro. La araña alzó las patas delanteras y trastabilló hacia atrás. De repente sopló una brisa, y la bestia se convirtió en un humo negro que fue arrastrado por el aire antes de desaparecer.
—¿Te habrías quedado ahí pasmado si no hubiera aparecido? —preguntó Virae.
—Creo que sí —le respondió Rek.
—Idiota —dijo ella, sonriendo.
Rek se adelantó, vacilante, extendiendo las manos.
—¿Puedo tocarte? —preguntó.
—Es una petición curiosa, viniendo de mi marido.
—¿No vas a desaparecer?
La sonrisa de Virae se desvaneció.
—Todavía no, amor mío.
Rek la abrazó con fuerza; de sus ojos fluían las lágrimas.
—Creí que te habías ido para siempre. Creí que no volvería a verte.
Guardaron silencio durante un rato, abrazados. Después, Virae lo apartó de sí con suavidad.
—Debes volver —le dijo.
—¿Volver?
—A Delnoch. Te necesitan allí.
—Y yo te necesito a ti más que a Delnoch. ¿No podemos quedarnos juntos aquí?
—No. No hay ningún «aquí». No existe; sólo tú y yo somos reales. Pero ahora debes regresar.
—¿Te volveré a ver?
—Te quiero, Rek. Y siempre te querré.
Rek se despertó sobresaltado, con la mirada fija en las estrellas que se veían por la ventana. Aún podía ver el resto de la joven, que se iba desvaneciendo en el cielo nocturno.
—¡Virae! —gritó—. ¡Virae!
La puerta se abrió, y Serbitar entró corriendo en la habitación.
—Estás soñando, Rek. ¡Despierta!
—Estoy despierto. La he visto. Ha venido a mí en un sueño y me ha salvado.
—De acuerdo, pero ahora ya se ha marchado. Mírame. —Rek fijó la mirada en los ojos verdes del monje. Vio en ellos la preocupación, pero desapareció enseguida, y el albino sonrió.
—Estás bien —dijo Serbitar—. Háblame del sueño.
Un poco después, Serbitar le preguntó sobre el rostro y le pidió que le diera todos los detalles que recordase. Al final, sonrió.
—Creo que has sido víctima de un truco de Nosta Jan, pero has resistido. Es una proeza poco habitual, Rek.
—Virae ha acudido en mi auxilio. ¿No era un sueño?
—Creo que no. La Fuente la ha liberado durante unos instantes.
—Me gustaría creerlo, de verdad.
—Deberías. ¿Has buscado tu espada?
Rek saltó de la cama y se acercó a la mesa donde reposaba la armadura. La espada había desaparecido.
—¿Cómo es posible? —musitó. Serbitar se encogió de hombros.
—Regresará, no te preocupes.
Serbitar encendió unas velas y avivó el fuego de la chimenea. Cuando terminó, sonaron unos ligeros golpes en la puerta de la habitación.
—Adelante —dijo Rek.
Un joven oficial entró en la estancia con la espada de Egel en la mano.
—Lamento molestaros, mi señor, pero he visto luz. Un centinela ha encontrado vuestra espada junto al parapeto de Kania, así que la he traído. Antes he limpiado la sangre que cubría la hoja, señor.
—¿Sangre?
—Sí, mi señor. Estaba cubierta de sangre, todavía húmeda. Era extraño.
—Te lo agradezco. —Rek se volvió hacia Serbitar—. No lo entiendo.
La llama de las velas oscilaba en la tienda de Ulric. El señor de la guerra estaba paralizado de asombro, contemplando el cadáver decapitado caído en el suelo ante él. Era una visión que lo perseguiría el resto de su vida. Un instante antes, el chamán estaba sentado ante el brasero, sumido en trance. Y de repente había aparecido una línea roja a lo largo del cuello del anciano, y la cabeza había caído en las brasas.
Cuando reaccionó, Ulric llamó a los guardias y les ordenó retirar el cadáver, no sin antes empapar la hoja de su espada en la sangre del cuello cortado.
—Me ha enfurecido —les dijo a los guardias.
El jefe nadir abandonó la tienda y caminó bajo las estrellas. Primero, el hachero legendario; luego, los guerreros plateados. Y para rematar las cosas, un diablo cubierto de bronce cuya magia superaba la de Nosta Jan. Sintió que se le helaba el espíritu. El Dros era sólo otra fortaleza, como un centenar más que había conquistado antes. Una vez hubiera cruzado las puertas de Delnoch, el imperio de Drenai sería suyo. ¿Cómo podrían resistir contra él? La respuesta era muy sencilla: ¡No podían! Ni un hombre, o un diablo, cubierto de bronce podía impedir el paso de las tribus nadir.
Se preguntó qué otras sorpresas guardaría el Dros.
Volvió la mirada a los muros almenados de Kania.
—¡Caerás! —gritó. Su voz resonó en el valle—. ¡Yo te derribaré!
A la luz espectral del amanecer, Gilad se abrió paso desde el barracón del comedor con un cuenco de caldo caliente y un trozo de pan negro duro. Avanzó lentamente entre las filas de guerreros que bordeaban la muralla hasta llegar a su puesto, sobre el pasadizo de entrada bloqueado. Togi ya estaba allí, sentado, con los hombros encorvados y la espalda contra la muralla. Le hizo un gesto a Gilad cuando lo vio acercarse, escupió en la piedra de afilar que sostenía en la mano callosa y continuó trabajando la hoja de su largo sable de caballería.
—Parece que va a llover —dijo Gilad.
—Sí. Hará que tengan que trepar más despacio.
Togi nunca empezaba una conversación, pero siempre se fijaba en algún detalle que otros habían pasado por alto.
Era una extraña amistad: Togi, un taciturno miembro de los Jinetes Negros con quince años de servicio a sus espaldas, y Gilad, un voluntario que antes había sido granjero en la llanura de Sentran. Gilad no conseguía recordar exactamente cómo habían entrado en contacto, pues Togi no tenía un rostro especialmente memorable; simplemente, había acabado siendo consciente de la presencia de aquel hombre. Los soldados de la Legión se habían distribuido por la muralla y se habían unido a otros grupos; nadie había explicado por qué, pero para Gilad era evidente: se trataba de guerreros de élite, y servían para reforzar la defensa en cualquier punto donde estuvieran situados. Togi era un feroz luchador que peleaba en silencio. No lanzaba gritos de guerra; se limitaba a mostrar una despiadada economía de movimientos y una increíble habilidad que dejaba a su paso un rastro de nadir muertos o desmembrados.
Togi no sabía cuántos años tenía, sólo sabía que cuando era joven se había unido a los Jinetes y había trabajado de mozo de cuadra, y más tarde había ganado su capa negra en las guerras sathuli. Tuvo una esposa años atrás, pero la mujer lo había abandonado y se había llevado a su hijo. Togi no tenía idea de adonde habían ido, y no parecía preocuparle demasiado. No tenía amigos, y no respetaba mucho la autoridad. Gilad le había preguntado en cierta ocasión qué pensaba de los oficiales de la Legión.
—Luchan como los demás soldados —había contestado Togi—, pero es lo único que llegamos a hacer juntos.
—¿Qué quieres decir? —le había preguntado Gilad.
—Nobles. Podemos luchar o morir por ellos, pero nunca estaremos entre ellos. Para ellos no existimos; no somos personas.
—A Druss lo aceptan —había señalado Gilad.
—Sí. Y yo también lo acepto —le había respondido Togi, con un brillo fiero en sus ojos oscuros—. Es todo un hombre, pero eso no cambia nada. Fíjate en esos tipos cubiertos de plata que luchan a las órdenes del albino: ni uno de ellos es de una aldea humilde. Están a las órdenes del hijo de un conde, y todos son nobles.
—¿Y por qué luchas por ellos, si tanto los odias?
—¿Odiarlos? No los odio, es que las cosas son así. Yo no odio a nadie, y ellos no me odian a mí; entendemos cuál es el lugar de cada uno, eso es todo. Para mí, los oficiales no son distintos de los nadir; pertenecen a especies diferentes. Y lucho porque es lo que sé hacer; soy soldado.
—¿Siempre quisiste ser soldado?
—¿Qué iba a ser si no?
Gilad había abierto las manos.
—Lo que quisieras.
—Me habría gustado ser rey.
—¿Qué clase de rey?
—¡Un tirano sangriento! —le había respondido Togi, guiñándole un ojo, pero sin sonreír. Raramente sonreía, y sólo con la sombra de un fruncimiento de la piel en torno a los ojos.
El día anterior, cuando el Conde de Bronce había efectuado su aparatosa aparición en la muralla, Gilad había dado un codazo a Togi y lo había señalado.
—Armadura nueva. Le sienta bien —había dicho el Jinete,
—Parece antigua.
Togi se había encogido de hombros.
—Mientras haga su trabajo…
Aquel día, el sable de Togi se había roto a seis dedos de la empuñadura. El soldado se había lanzado sobre el nadir que encabezaba la carga y le había hundido el acero roto en el cuello, había arrancado la espada corta de la mano del atacante y había seguido golpeándolo fieramente. Su velocidad de reacción y su increíble agilidad de movimientos habían asombrado a Gilad. Más tarde, durante una pausa entre dos ataques, Togi había cogido el sable de un soldado muerto.
—Luchas bien —le había dicho Gilad.
—Sigo vivo —había sido la respuesta.
—¿Es lo mismo?
—Lo es en estas murallas, aunque han caído buenos guerreros. Pero eso es una cuestión de suerte. Ni los malos luchadores ni los torpes necesitan mala suerte para que los maten, y ni siquiera la buena suerte los puede mantener a salvo mucho tiempo.
Togi se guardó la piedra de afilar en un bolsillo y limpió la hoja curva con un trapo empapado de aceite. El acero lanzó destellos blancoazulados a la luz del amanecer.
En otro lugar de la muralla, Druss charlaba con los guerreros y los animaba con sus bromas. Después se acercó hacia donde estaban, y Gilad se levantó, pero Togi siguió sentado. Druss, con la barba agitada por la brisa, se detuvo y se dirigió a Gilad.
—Me alegro de que te hayas quedado —le dijo.
—No tenía adonde ir.
—No. No son muchos los que se han dado cuenta de ello —dijo el viejo guerrero. Bajó la mirada hacia el Jinete agachado—. Veo que estás aquí, Togi, cachorrillo. ¿Aún vivo?
—Por ahora —respondió Togi, levantando la mirada.
—Sigue así —le dijo Druss. El hachero continuó su camino.
—Es un gran hombre —dijo Togi—. Alguien por quien se puede morir.
—¿Lo conocías de antes?
—Sí.
Togi no dijo nada más, y Gilad estaba a punto de seguir haciéndole preguntas cuando el escalofriante sonido del cántico guerrero de los nadir señaló el comienzo de un nuevo día carmesí.
Al pie de la muralla, en medio de los nadir, se hallaba un gigante llamado Nogusha, que durante los diez últimos años había sido el adalid de Ulric. Lo habían enviado con la primera oleada de atacantes, y como guardia personal lo acompañaban veinte guerreros Cabeza de Lobo, cuya misión consistía en proteger al campeón hasta que pudiera enfrentarse al Mensajero de la Muerte y matarlo. En una vaina, a la espalda, portaba una espada de más de una vara de largo, con una hoja de seis dedos de ancho; en los costados, dos puñales en sendas fundas. Con su altura de más de dos varas, Nogusha era el guerrero más alto de las filas nadir, y el más letal; veterano invicto de más de trescientos combates singulares.
La horda alcanzó la muralla. Las cuerdas volaron sobre el parapeto, y las escaleras golpearon contra la piedra gris. Nogusha gritó unas órdenes a los hombres que lo rodeaban, y tres guerreros treparon por delante de él mientras el resto se arremolinaba a su alrededor. Los cadáveres de los dos primeros se estrellaron contra las rocas de abajo, pero el tercero logró abrir un hueco suficiente para Nogusha antes de ser ensartado. Nogusha se sujetó al parapeto con una mano enorme, y su espada surcó el aire a ambos lados mientras se acercaban sus guardaespaldas. La inmensa espada abrió una senda para el grupo, que penetró como una cuña entre los defensores y se encaminó directamente hacia Druss, que combatía unos veinte pasos más adelante. Aunque los drenai se cerraron tras el grupo de Nogusha y cortaron la brecha abierta en la muralla, ninguno pudo acercarse al gigantesco hombre de las tribus, y los guerreros morían bajo la espada relampagueante. A los lados del nadir, sus guardaespaldas corrían peor suerte; uno tras otro fueron cayendo hasta que sólo Nogusha quedó en pie, ya a pocos pasos de Druss. El hachero se volvió y lo vio, luchando a solas y a punto de caer, y en aquel instante se encontraron sus miradas.
Druss lo reconoció de inmediato: Nogusha el de la Espada, el verdugo de Ulric; el hombre en cuyas hazañas se basaban las leyendas nadir más recientes. El equivalente de Druss, y más joven.
El anciano guerrero saltó del parapeto a la hierba del pie de la muralla y aguardó, sin hacer ningún intento de interrumpir el ataque a que sometían al guerrero nadir. Nogusha vio a Druss, esperando; se abrió camino a golpe de espada y saltó al pie de la muralla. Varios guerreros drenai se dispusieron a seguirlo, pero Druss les hizo un gesto para que se mantuvieran alejados.
—Te saludo, Nogusha.
—Te saludo, Mensajero de la Muerte.
—No vivirás para cobrar la recompensa de Ulric —dijo Druss—. No hay vuelta atrás.
—Todos los hombres mueren. Y este instante es para mí lo más cercano al paraíso que puedo desear. Toda mi vida has ido por delante de mí, ensombreciendo mis hazañas.
Druss asintió con expresión seria.
—Yo también he pensado en ti.
Nogusha atacó con velocidad pasmosa. Druss desvió la espada, se adelantó y, con la izquierda, le dio al nadir un puñetazo de increíble potencia. Nogusha se tambaleó, pero se recobró con rapidez y bloqueó el tajo del revés del hacha de Druss. El combate fue breve y encarnizado; al margen de las habilidades de los luchadores, un enfrentamiento entre un hachero y un espadachín nunca podía durar demasiado. Nogusha hizo un amago hacia la izquierda, y a continuación lanzó una estocada por debajo de la guardia de Druss. Sin tiempo para pensar, el hachero esquivó el arco que trazaba la espada, se lanzó contra el nadir y embistió con un hombro el estómago de Nogusha, que salió despedido hacia atrás. El filo de la espada cortó la parte trasera del jubón de cuero de Druss, rasgando piel y carne.
El anciano guerrero hizo caso omiso del dolor repentino y se lanzó sobre el espadachín caído. Su mano izquierda sujetó la muñeca armada de su adversario, y Nogusha hizo lo mismo.
La lucha fue titánica; cada uno de los guerreros intentaba liberarse de la presa del otro. Su fuerza era casi idéntica, y mientras Druss tenía la ventaja de estar encima del guerrero caído, y podía usar su peso para mantenerlo así, Nogusha era más joven y Druss estaba herido. La sangre corrió por la espalda del hachero y se encharcó en el ancho cinturón de cuero que le rodeaba el jubón.
—No… puedes resistir… contra mí —siseó Nogusha entre los dientes apretados.
Druss, con el rostro lívido por el esfuerzo, no respondió. El nadir tenía razón; podía sentir cómo disminuían sus fuerzas. El brazo derecho de Nogusha comenzó a alzarse; la hoja de la espada brillaba bajo el sol de la mañana. El brazo izquierdo de Druss empezó a temblar por el esfuerzo, y cedería en cualquier instante…
De repente, el anciano alzó la frente y descargó un fuerte cabezazo contra el rostro indefenso de Nogusha. La nariz del guerrero se rompió cuando el casco de su adversario se estrelló contra ella. Druss golpeó tres veces más, y Nogusha comenzó a sentir pánico; tenía la nariz y un pómulo completamente aplastados. Se retorció, soltó el brazo derecho de Druss y le lanzó un puñetazo a la mandíbula, pero Druss encajó el golpe y descargó a Snaga contra el cuello del nadir. La sangre manó de la herida, y Nogusha dejó de forcejear. Sus ojos se encontraron con los del anciano guerrero, pero no hubo palabras: Druss estaba sin aliento, y Nogusha no tenía cuerdas vocales. El hombre de las tribus desvió la mirada hacia el cielo y murió.
Druss se levantó lentamente, cogió a Nogusha por los pies y lo arrastró por los escalones que llevaban al parapeto. Los nadir habían sido obligados a retroceder y se preparaban para otro ataque. Druss llamó a dos soldados, les ordenó que subieran el cadáver de Nogusha y trepó al parapeto.
—Sujetadme por las piernas, pero que no os vean los nadir —les dijo en un susurro.
A plena vista de los nadir que se amontonaban abajo, Druss cargó con el cadáver de Nogusha, sujetándolo con un abrazo de oso. Después lo agarró por el cuello y la cintura y, con un esfuerzo sobrehumano, lo alzó sobre su cabeza. Tomó impulso, gritó y lo arrojó al otro lado de la muralla.
De no haber sido por los hombres que lo sostenían, habría caído. Los soldados lo ayudaron a bajar del parapeto, observándolo llenos de preocupación.
—Llevadme al hospital antes de que me desangre —les dijo con un hilo de voz.