Rek se sentó y contempló las estrellas que brillaban en lo alto, sobre el torreón de la fortaleza. Ocasionalmente, alguna nube se cruzaba, y su silueta oscura se recortaba en el brillo del cielo nocturno; nubes que parecían acantilados en el cielo, abruptas y amenazadoras, inexorables y conscientes. Rek apartó la vista de la ventana y se frotó los párpados. Había experimentado fatiga en otras ocasiones, pero nunca de aquella forma; nunca aquel cansancio que le embotaba el espíritu y lo deprimía profundamente. La habitación estaba sumida en sombras; Rek había olvidado encender las velas, concentrado intensamente en la visión del cielo al oscurecer.
Echó una ojeada a su alrededor. De día, la estancia resultaba abierta y acogedora, pero en aquel momento parecía poseída por la oscuridad y carente de vida, y se sentía un intruso. Se cubrió con la capa. Echaba de menos a Virae, pero su esposa estaba trabajando en el hospital junto al agotado Calvar Syn. Aun así, su necesidad de verla era tan grande que se levantó, dispuesto a ir a buscarla…
Se detuvo y se quedó de pie, inmóvil. Maldijo y prendió las mechas de las velas. Había madera en la chimenea, de modo que se entretuvo encendiéndola, a pesar de que no hacía frío; después se sentó en el sillón de cuero y contempló las llamas mientras crecían, rodeaban la yesca y comenzaban a morder los leños más gruesos. La brisa agitaba las llamas, haciendo danzar las sombras, y Rek comenzó a sentirse más relajado.
—Idiota —se dijo a sí mismo cuando el fuego se volvió más intenso y comenzó a sudar. Se quitó la capa y las botas, y alejó el sillón de la chimenea.
Unos golpes tenues en la puerta lo sacaron de sus pensamientos.
—Adelante —dijo.
Serbitar entró en la habitación. Durante un instante, Rek no fue capaz de reconocerlo; el albino se había despojado de la armadura, iba cubierto con una túnica verde y llevaba el pelo atado a la altura de la nuca.
—¿Te interrumpo, Rek?
—En absoluto. Siéntate.
—Gracias. ¿Tienes frío?
—No; es sólo que me gusta mirar las llamas.
—A mí también; me ayuda a pensar. Supongo que es un recuerdo atávico de los tiempos en que una cueva cálida representaba la seguridad frente a los depredadores del exterior —dijo Serbitar.
—En aquella época aún no había nacido, a pesar de lo que pueda parecer por mi aspecto.
—En eso te equivocas. Los átomos que componen tu cuerpo son tan antiguos como el universo.
—No tengo la menor idea de lo que dices, pero no dudo que tienes razón —le respondió Rek.
Entre los dos hombres se alzó un silencio incómodo, y después comenzaron a hablar a la vez; Rek se echó a reír. Serbitar sonrió y se encogió de hombros.
—No se me da muy bien la charla intrascendente. No estoy acostumbrado.
—Eso le pasa a la mayoría de la gente; es un arte —dijo Rek—. Lo que hay que hacer es relajarse y disfrutar de los silencios. Es lo que ocurre con los amigos: son las personas con las que se puede estar callado.
—¿De verdad?
—Te doy mi palabra de conde.
—Me alegro de ver que conservas el sentido del humor. Habría pensado que sería imposible, dadas las circunstancias.
—Adaptabilidad, mi querido Serbitar. Sólo se puede pasar cierto tiempo meditando sobre la muerte; después se hace aburrido. Y he descubierto que mi mayor temor no es morirme, sino volverme aburrido.
—Raras veces lo eres, amigo mío.
—¿Raras veces? Habría preferido que dijeras nunca.
—Oh, te ruego que me perdones. Nunca es la palabra que pretendía usar, por supuesto.
—¿Tienes idea de qué pasará mañana?
—No sabría decirlo —respondió Serbitar con rapidez—. ¿Dónde está Virae?
—Con Calvar Syn. La mitad de las enfermeras ha huido al sur.
—No puedes culparlas —dijo Serbitar. Se levantó y se acercó a la ventana—. Las estrellas brillan intensamente esta noche. Aunque sería más exacto decir que el ángulo de la Tierra hace que la visibilidad sea mayor.
—Creo que me gusta más «las estrellas brillan intensamente» —dijo Rek, que también se había acercado a la ventana.
Vieron acercarse a Virae, que caminaba lentamente con la capa blanca sobre los hombros y su larga melena flotando libremente en la brisa nocturna.
—Creo que iré a buscarla, si me disculpas —dijo Rek. Serbitar sonrió.
—Por supuesto. Me quedaré aquí sentado ante el fuego, pensando, si puedo.
—Como si estuvieras en tu casa —le dijo Rek mientras se calzaba las botas.
Poco después de que Rek se marchase entró Vintar. El anciano abad también se había cambiado la coraza por una sencilla túnica con capucha de lana blanca.
—Esto ha sido doloroso para ti, Serbitar. Deberías haberme permitido acompañarte —dijo el abad, apoyando la mano en el hombro del joven.
—No he sido capaz de decirle la verdad.
—No le habrás mentido —dijo Vintar con un hilo de voz.
—¿Desde cuándo callarse la verdad es mentir?
—No lo sé. Pero tú los has reunido, como era tu intención. Tienen esta noche.
—¿Debería habérselo contado?
—No. Rek habría intentado alterar lo inalterable.
—¿Lo que no se puede alterar, o lo que no se debe alterar? —preguntó Serbitar.
—No se puede. Podría ordenarle que no luchase mañana, pero ella se negaría, y él no podría encerrarla para mantenerla apartada; es la hija de un conde.
—¿Y si se lo decimos a ella?
—Podría negarse a aceptarlo, o intentaría desafiar al destino.
—Entonces, no tiene salvación.
—No. Va a morir.
—Habría hecho todo lo que estuviera en mi poder para protegerla, Vintar. Lo sabes.
—Yo también, pero fracasaríamos. Mañana por la noche deberás revelar el secreto del conde Egel.
—Rek no estará de humor para apreciarlo.
Rek rodeó con un brazo los hombros de la joven, se inclinó y la besó en la mejilla.
—Te quiero —susurró.
Virae sonrió y se apoyó en él, en silencio.
—No puedo decirlo —comentó por fin, con sus grandes ojos fijos en él.
—No importa. ¿Lo sientes?
—Sabes que sí. Es sólo que me cuesta decirlo; las palabras románticas me suenan… extrañas, hasta torpes, cuando las uso yo. Es como si mi garganta no estuviera hecha para producir esos sonidos. Me siento idiota, ¿me entiendes? —Rek asintió y la besó de nuevo—. Y de todas formas no tengo tanta práctica como tú.
—Es verdad.
—¿Qué diablos significa eso?
—Sólo te daba la razón.
—No me tomes el pelo; no estoy de humor. Para ti es fácil; se te da bien hablar y relatar historias, y tu petulancia te ayuda. A mí me gustaría poder expresar todo lo que siento, pero no puedo. Y cuando tú dices esas cosas, primero se me hace un nudo en la garganta y pienso que debería responderte algo, pero aun así no puedo.
—Escúchame, querida: ¡No importa! Sólo son palabras, como has dicho. A mí se me da bien hablar; a ti, actuar. Ya sé que me amas, y no espero que lo repitas cada vez que yo te digo lo que siento. Antes he estado pensando en una cosa que me dijo Horeb hace años; me dijo que para cada hombre existía una mujer, y que yo sabría cuál era la mía en cuanto la viese. Y así ha sido.
Virae se volvió hacia él y le rodeó la cintura con un brazo.
—Cuando yo te vi supe que eras un presumido. —Se echó a reír—. ¡Deberías haberte visto la cara cuando aquel bandido se abalanzaba sobre ti!
—Estaba concentrándome. Ya te advertí que la puntería no era mi punto fuerte.
—Estabas petrificado.
—Es verdad.
—Pero aun así me rescataste.
—Cierto; soy un héroe nato.
—No, no lo eres, y por eso te quiero. Eres sencillamente un hombre que hace las cosas de la mejor manera que puede e intenta ser honorable. No es muy habitual.
—A pesar de mi petulancia, y por increíble que te parezca, los halagos me incomodan.
—Pero quiero decirte lo que siento, es importante para mí. Eres el primer hombre con el que me he sentido realmente a gusto siendo una mujer. Me has hecho sentirme viva. Quizá muera durante el asedio, pero quiero que sepas que ha valido la pena.
—No hables de morir. Mira las estrellas y saborea la noche. Es hermosa, ¿verdad?
—Lo es. ¿Por qué no me llevas a la fortaleza, y te enseño cómo los actos se pueden expresar mejor que las palabras?
—No sé qué estamos haciendo aquí aún.
Hicieron el amor con pasión y ternura, y se quedaron dormidos contemplando las estrellas por la ventana de la habitación.
Ogasi, el capitán nadir, azuzó a sus hombres, entonó la consigna de guerra de la tribu de Ulric, los Cabeza de Lobo, y hundió su hacha en el rostro de un defensor; el soldado se llevó las manos a la herida al tiempo que caía. El terrible canto guerrero los acompañó en su avance mientras abrían una brecha en las filas drenai y ponían pie en la hierba del otro lado de la muralla.
Pero, como siempre, el Mensajero de la Muerte y los monjes blancos corrieron en ayuda de los defensores.
El odio de Ogasi le daba energías mientras lanzaba tajos a diestro y siniestro e intentaba abrirse camino hacia el anciano guerrero. Una espada le hizo un corte en la frente, y el nadir titubeó un instante, pero reaccionó y destripó de un tajo al espadachín drenai. A su izquierda, la línea estaba siendo obligada a retroceder, pero por la derecha estaban adentrándose como el cuerno de un toro.
El poderoso nadir deseó con todas sus fuerzas proclamar a los cielos su triunfo.
¡Por fin los tenían!
Pero los drenai volvieron a la carga. Ogasi se apartó un instante del fragor del combate para limpiarse la sangre que lo cegaba, y vio que el drenai alto y su compañera interceptaban el cuerno y lo obligaban a ceder. Al mando de unos veinte soldados, aquel hombre alto de coraza plateada y capa azul parecía haber enloquecido. Lanzó una carcajada que se oyó por encima del canto de guerra nadir, y los guerreros comenzaron a caer ante él.
La furia bersérker lo arrastró hasta el centro de los atacantes, y no intentaba defenderse. La hoja de su espada, cubierta de sangre, cortaba, golpeaba y segaba las filas nadir. A su lado, la mujer esquivaba y bloqueaba golpes, protegiéndole el flanco izquierdo, y la esbelta hoja que empuñaba era tan letal como la del hombre.
Lentamente, la cuña de atacantes comenzó a replegarse, y Ogasi se vio empujado de vuelta al parapeto, y tropezó con el cadáver de un arquero drenai que aún empuñaba su arco. El nadir se arrodilló, arrancó el arma de la mano muerta y sacó una flecha de asta negra del carcaj. Saltó ágilmente al parapeto y buscó con la mirada al Mensajero de la Muerte, pero el anciano estaba rodeado por una nube de nadir…
No era el caso del bersérker; sus adversarios se dispersaban ante él. Ogasi encajó la flecha en la cuerda, tensó el arco, apuntó, susurró una maldición y disparó.
La flecha rozó el antebrazo de Rek y prosiguió su vuelo.
Virae se había girado hacia Rek. La flecha le atravesó la cota de malla y se hundió profundamente bajo su seno derecho. La joven lanzó un gemido al recibir el impacto, se tambaleó y estuvo a punto de caer. Un guerrero nadir atravesó la línea de defensa y corrió hacia ella. Virae apretó los dientes y se irguió, bloqueó el fiero ataque y segó la yugular del nadir con un tajo de revés.
—¡Rek! —gritó. Virae sintió que el pánico la invadía al notar el burbujeo en los pulmones, a medida que la sangre comenzaba a inundarlos.
Pero Rek no podía oírla. El dolor se hizo más intenso, y la joven se dejó caer, girando para evitar que la flecha penetrara más profundamente.
Serbitar corrió a su lado y le alzó la cabeza.
—¡Maldita sea! —dijo Virae—. ¡Me estoy muriendo!
El monje le tocó la mano, y el dolor se desvaneció.
—Gracias, amigo mío. ¿Dónde está Rek?
—Se ha vuelto bersérker, Virae. No puedo alcanzarlo ahora.
—¡Dioses! Escúchame… No permitas que se quede solo durante cierto tiempo, después de… Ya sabes. Es un idiota romántico, y podría intentar alguna estupidez. ¿Me entiendes?
—Te entiendo. Me quedaré con él.
—No, tú no. Envía a Druss. Es mayor, y Rek lo adora. —Virae volvió los ojos al cielo. Una nube de tormenta solitaria flotaba allá, perdida y furiosa—. Me dijo que me pusiera una coraza, pero son tan condenadamente pesadas… —La nube parecía más grande; intentó comentárselo a Serbitar, pero la nube cayó sobre ella y la oscuridad la envolvió.
Rek estaba asomado a la ventana, aferrado a la barandilla de la balconada; las lágrimas caían de sus ojos, y unos sollozos incontrolables pugnaban por salir de entre sus dientes apretados. A su espalda yacía Virae, inmóvil, fría y en paz; su rostro estaba blanco; el pecho, rojo en el lugar donde la flecha había perforado el pulmón. La sangre ya había dejado de manar.
Rek inspiró entrecortadamente mientras intentaba controlar el dolor. La sangre goteaba de la herida olvidada que tenía en el antebrazo. Se frotó los ojos y fue hasta el lecho, se sentó al lado de la joven y le tomó un brazo; le buscó el pulso, pero no había nada.
—¡Virae! —dijo en voz baja—. Vuelve. Vuelve. Escúchame; ¡te quiero! Tú eras la única… —Se inclinó sobre ella y le examinó el rostro. Apareció una lágrima; luego, otra…, pero le pertenecían a él. Alzó la cabeza de la joven y la acunó entre sus brazos—. Espérame —susurró—. Ya voy.
Buscó a tientas en su cinturón, desenfundó el puñal lentriano y se apoyó la punta en la muñeca.
—Suéltalo, chico —le dijo Druss desde la entrada—. No serviría de nada.
—¡Márchate! —exclamó Rek—. Déjame.
—Se ha ido, chico. Cúbrela.
—¿Cubrirla? ¿Cubrir a mi Virae? ¡No! No; no puedo. Por los dioses de Missael, no me pidas que cubra su rostro.
Rek se dejó caer hacia delante, con lágrimas en los ojos. Unos sollozos silenciosos agitaron su cuerpo.
—Yo también tuve que hacerlo —dijo el anciano—. Mi esposa murió. No eres la única persona que ha tenido que enfrentarse a la muerte.
Druss aguardó en silencio en el umbral durante largo rato, acongojado. Después entró en la habitación y cerró la puerta.
—Déjala durante un rato y habla conmigo, chico —le dijo a Rek, cogiéndolo del brazo—. Vamos a la ventana y cuéntame cómo os conocisteis.
Y Rek le habló del ataque en el bosque, de la muerte de Reinard, de cómo llegaron al monasterio y del viaje a Delnoch.
—¡Druss!
—Dime.
—Creo que no podré vivir así.
—He conocido a hombres que no pudieron, pero no es necesario que te cortes las venas. Ahí fuera hay una horda de salvajes que estarán encantados de ayudarte.
—No me importan los nadir; se pueden quedar con la puta fortaleza. Ojalá no hubiéramos venido nunca.
—Lo sé —dijo Druss con voz amable—. Hablé con Virae en el hospital. Me dijo que te amaba. Dijo…
—No quiero oírlo.
—Sí, porque es un recuerdo que querrás conservar y mantener vivo en tu memoria. Dijo que si moría habría valido la pena, sólo por haberte conocido. Te adoraba, Rek. Me dijo lo orgullosa que se sintió el día que te enfrentaste por ella a Reinard y sus hombres. Y yo también me sentí orgulloso al oírlo. Has tenido algo que pocos hombres logran, chico.
—Y ahora lo he perdido.
—¡Pero lo has tenido! Es algo que nunca podrán quitarte. Lo único que lamentaba fue no haber sido capaz de decirte nunca lo que sentía realmente.
—Oh, me lo dijo. No necesitaba palabras. ¿Qué pasó cuando murió tu esposa? ¿Cómo te sentiste?
—Creo que no necesito explicártelo; ya sabes cómo me sentí. Y no creas que es más soportable después de treinta años; si acaso, es más duro aún. Pero ahora, Serbitar te está esperando en el gran salón; dice que es importante.
—Nada es importante ya, Druss. ¿Me harás el favor de cubrirle el rostro? Yo no puedo.
—Lo haré. Pero después iremos a ver al albino; tiene una cosa para ti.
Serbitar esperó al pie de las escaleras mientras Rek bajaba lentamente hasta el gran salón. El albino vestía la armadura completa y llevaba el casco rematado con el penacho de crines blancas, con la visera bajada ocultándole los ojos. Rek pensó que parecía una estatua de plata. Sólo las manos del monje estaban descubiertas, y eran tan blancas como el marfil pulido.
—¿Querías verme? —dijo Rek.
—Sígueme —le dijo Serbitar.
El monje giró en redondo y cruzó el salón en dirección a la escalera redonda de piedra que llevaba a las mazmorras de los sótanos de la fortaleza. Rek estaba dispuesto a negarse a cualquier petición, pero se veía obligado a seguir al albino, y su irritación fue en aumento. Serbitar se detuvo al principio de la escalera y descolgó una antorcha encendida de un soporte de cobre de la pared.
—¿Adonde vamos? —preguntó Rek.
—Sígueme —repitió el monje.
Lenta y cuidadosamente, los dos hombres descendieron por los peldaños desgastados hasta llegar al primer nivel de celdas. Hacía mucho que no se usaban, y la luz de la antorcha arrancaba reflejos de los arcos cubiertos de moho y las telarañas húmedas que cubrían el pasadizo. Serbitar abrió la marcha hasta que llegaron a una puerta de roble cerrada con un pestillo oxidado. Serbitar forcejeó un momento con el pestillo hasta que consiguió moverlo, y los dos hombres tuvieron que empujar la puerta hasta que sonó un chasquido. Tras ella comenzaba otra escalera que se hundía en la oscuridad.
Serbitar emprendió el descenso una vez más. La escalera terminaba en un largo pasadizo inundado; el agua les llegaba por los tobillos. Lo vadearon hasta llegar a otra puerta con forma de hoja de roble, en la cual había una placa de oro con palabras grabadas en la lengua de los Antiguos.
—¿Qué pone? —preguntó Rek.
—«Sean bienvenidos los dignos. Aquí yace el secreto de Egel, y el alma del Conde de Bronce».
—¿Y qué significa eso?
Serbitar empujó la manija, pero la puerta estaba cerrada; desde el interior, al parecer, pues no se distinguía ningún pestillo, ni cadenas, ni cerradura alguna.
—¿La rompemos? —dijo Rek.
—No. Ábrela.
—Está cerrada. ¿A qué juegas?
—Inténtalo.
Rek empujó la manija suavemente, y la puerta se abrió sin emitir ningún sonido. Unas luces suaves brillaron en el interior de la estancia; burbujas de cristal brillantes encajadas en huecos, en las paredes. La habitación estaba seca, pero el agua del pasillo había comenzado a correr hacia el interior y se extendía por las alfombras que cubrían el suelo.
En el centro de la estancia, sobre un atril de madera, había una armadura distinta de cualquier otra que Rek hubiera visto antes. Era de bronce, exquisitamente elaborada; estaba compuesta de escamas de metal superpuestas que lanzaban destellos a la luz de las lámparas. La coraza tenía grabada un águila de bronce, cuyas alas abiertas cubrían el pecho y llegaban hasta las hombreras. En lo alto había un yelmo alado rematado con una cabeza de águila. También encontraron unos guanteletes de piezas móviles y unas espinilleras. En una mesa, al lado de la armadura, había una cota de malla de bronce forrada de napa, y unas calzas de malla con rodilleras de bronce. Pero lo que atrajo la atención de Rek fue un bloque de cristal con una espada dentro. La hoja era dorada y de una vara de largo; la empuñadura, apta para dos manos. La guarda consistía en dos alas desplegadas.
—Es la armadura de Egel, el primer Conde de Bronce —anunció Serbitar.
—¿Por qué estaba abandonada aquí?
—Nadie había sido capaz todavía de abrir la puerta —respondió el albino.
—No estaba cerrada.
—No para ti.
—¿Qué significa eso?
—Está claro: tú, y nadie más, eras el destinado a abrir la puerta.
—No me lo creo.
—¿Quieres que te coja la espada? —preguntó Serbitar.
—Como gustes.
Serbitar se acercó al bloque de cristal, desenvainó su propia espada y lo golpeó. No ocurrió nada; la hoja rebotó tras el impacto sin haber dejado marca alguna en el cristal.
—Inténtalo —dijo Serbitar.
—¿Me prestas tu espada?
—Simplemente, sujeta la empuñadura.
Rek se adelantó y acercó la mano al cristal, esperando sentir un contacto frío que no llegó; su mano se hundió en el bloque, y sus dedos rodearon la empuñadura. Sacó la espada sin esfuerzo.
—¿Es un truco? —preguntó.
—Probablemente, pero no es mío. ¡Observa! —El albino apoyó las manos en el bloque de cristal, ya vacío, y se colocó sobre él—. Pasa la mano por debajo de mí.
Rek obedeció. Para él, el cristal parecía no existir.
—¿Cómo…?
—No lo sé, amigo mío. De verdad que no lo sé.
—¿Cómo sabías que esto estaba aquí?
—Es difícil de explicar. ¿Recuerdas aquel día, en el bosquecillo? ¿Cuando no pudisteis despertarme?
—Sí.
—Viajé por todo el planeta, e incluso más lejos, pero me dejé llevar por las corrientes del tiempo y visité Delnoch. Era de noche, y me vi guiándote a través de los pasadizos hasta esta habitación. Te vi coger la espada y te oí preguntar lo que acabas de preguntar. Y me oí responder.
—Entonces, ¿en este mismo momento estás por encima de nosotros, escuchándonos?
—Así es.
—Te conozco lo suficiente para creerte, pero hay algo… Eso puede explicar por qué estás aquí conmigo, pero ¿cómo sabía el primer Serbitar que la armadura estaba aquí?
—De verdad que no puedo explicarlo, Rek. Es como mirar el reflejo entre dos espejos y contemplar cómo la imagen se aleja hasta el infinito. En mis estudios he aprendido que, a menudo, en nuestra vida intervienen más cosas de las que creemos.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el poder de la Fuente.
—No estoy de humor para hablar de religión.
—Dejémoslo entonces en que, hace siglos, Egel contempló el futuro y vio esta invasión, así que dejó aquí la armadura, protegida por una magia que sólo tú, como conde, podías romper.
—¿Tu espíritu está observándonos aún?
—Sí.
—¿Sabe lo que he perdido?
—Sí.
—Entonces, ¿sabías que ella iba a morir?
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Habríais perdido la alegría.
Rek sintió que la ira crecía en su interior y apartaba a un lado el dolor que sentía.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si hubieras sido un granjero que esperaba tener una larga vida por delante te habría advertido, para prepararte. Pero no lo eres; eres alguien que está luchando contra una horda salvaje y arriesga la vida a diario. Y Virae, también. Sabías que ella podía morir. Si te hubiera dicho esto, y la posibilidad se hubiera convertido en certeza, no sólo no habría servido de nada, sino que os habría robado los últimos momentos felices que pasasteis juntos.
—Podría haberla salvado.
—No.
—No te creo.
—¿Por qué iba a mentirte? ¿Por qué iba a desear que estuviera muerta?
Rek no respondió. La palabra muerta lo golpeó como un mazazo e hizo añicos su ánimo. Las lágrimas intentaron fluir de nuevo, y luchó para contenerlas; se concentró en la armadura.
—Mañana me la pondré —dijo entre dientes—. Me la pondré y moriré.
—Quizá —replicó el albino.