Los días sangrientos se sucedieron sin tregua, en una serie interminable de ataques, carnicerías y muertes. Grupos de nadir se enzarzaban en escaramuzas en el terreno que se abría ante Musif, y amenazaban con desbordar al ejército drenai que resistía en la muralla, pero siempre acababan siendo rechazados, y la línea de defensa aguantaba. Poco a poco, tal como había predicho Serbitar, los fuertes fueron separados de los débiles. Era muy fácil darse cuenta de la diferencia: a la sexta semana, sólo los fuertes sobrevivían. Tres mil guerreros drenai habían muerto o habían sido apartados de la batalla tras haber sufrido terribles heridas.
Día tras día, Druss se movía como un gigante por la muralla, desoyendo todos los consejos que le daban sobre tomarse un descanso, desafiando a su cansado cuerpo a que lo traicionase, y sacando reservas ocultas de su alma de guerrero. También Rek se estaba labrando una reputación, aunque no le importaba; en dos ocasiones, sus ataques bersérker habían acobardado a los nadir y destrozado sus líneas. Orrin seguía combatiendo junto a lo que quedaba del grupo Karnak, cuya fuerza se limitaba a dieciocho soldados; Gilad luchaba junto a él, a su derecha, y a su izquierda peleaba Bregan, que seguía usando el hacha que había capturado. Hogun había reunido a cincuenta legionarios, con quienes permanecía ligeramente por detrás de la línea de defensores, dispuestos siempre a cubrir cualquier hueco que se abriese.
Los días se llenaban constantemente con el dolor y los gritos de los moribundos, y la lista del Muro de los Muertos se alargaba cada amanecer. El dun Pinar cayó, con el cuello seccionado por un puñal. El bar Britan fue hallado bajo una pila de cadáveres nadir, con una lanza rota clavada en el pecho. Anaheim, el alto monje de los Treinta, fue alcanzado en la espalda por una jabalina. El legionario Elicas se vio atrapado junto a una torre de la muralla mientras cargaba contra los nadir, y cayó bajo una docena de filos. A Jorak, el gigantesco forajido, le abrieron la cabeza con un golpe de maza, y aun así, moribundo, agarró a dos guerreros nadir y saltó con ellos del parapeto, precipitándolos hacia la muerte contra las rocas de la base.
En medio del caos de espadas centelleantes, numerosos actos de heroísmo individuales pasaron desapercibidos. Un joven soldado, que luchaba espalda contra espalda junto a Druss, vio que un lancero enemigo cargaba contra el anciano guerrero; sin pararse a pensarlo se interpuso en el camino de la lanza, y quedó entre los demás cadáveres destrozados que cubrían los parapetos. Otro soldado, un oficial llamado Portitac, saltó hacia la brecha que se había abierto cerca de la puerta de la muralla, subió al parapeto, se aferró al extremo de la escalera de asedio y saltó hacia fuera, apartando la escalera apoyada en la muralla y haciendo que una veintena de nadir murieran junto a él al caer sobre las rocas, y otros cinco quedasen heridos. Hubo muchas muestras de valor semejantes.
Y los combates eran cada vez más encarnizados. Rek lucía una cicatriz sesgada que corría desde una ceja hasta el mentón, y que cobraba un tono rojo intenso en el calor de la batalla. Orrin había perdido tres dedos de la mano izquierda, pero tras pasar sólo dos días detrás de las líneas se había reunido de nuevo con sus hombres.
Desde Drenan, la capital, seguían llegando mensajes: «Resistid», «Ganad tiempo para el Lacerador», «Sólo un mes más»…
Los defensores sabían que no podrían aguantar.
Pero seguían peleando.
En dos ocasiones, los nadir intentaron lanzar ataques nocturnos, pero Serbitar advirtió a los defensores en ambos casos, y los asaltantes pagaron cara su osadía. En la oscuridad de la noche era difícil encontrar asideros, y la larga escalada hasta los parapetos resultaba increíblemente peligrosa; cientos de hombres de las tribus perecieron sin haber sido alcanzados por el acero drenai ni las flechas de asta negra.
Tras aquellos intentos, las noches eran silenciosas y, en algunos aspectos, tan malas como los días, pues la paz y la calma que acompañaban a la luz de la luna contrastaban extrañamente con la brutalidad carmesí iluminada por el sol. Los soldados tenían tiempo para pensar; para soñar con sus mujeres, sus hijos, sus granjas y, sobre todo, con el futuro que podrían haber tenido.
Hogun y Arquero habían adquirido la costumbre de dar un paseo nocturno por los parapetos, juntos; el adusto general de la Legión y el alegre e ingenioso bandolero. Hogun había descubierto que la compañía de Arquero lo ayudaba a paliar la sensación de pérdida tras la muerte de Elicas; a veces, incluso, hasta lograba reír. Por su parte, Arquero sentía cierta afinidad con el gan, pues él mismo poseía un lado serio que mantenía cuidadosamente oculto.
Aquella noche, Arquero estaba de un humor ligeramente melancólico, y su mirada se perdía en la distancia.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Hogun.
—Recuerdos… —respondió Arquero, apoyándose en el parapeto y contemplando las hogueras del campamento nadir.
—Tienen que ser muy malos o muy buenos para afectarte así.
—Son malos, amigo mío. ¿Crees en los dioses?
—A veces. Normalmente, cuando estoy entre la espada y la pared y estoy rodeado por el enemigo —respondió Hogun.
—Yo creo en los Poderes Gemelos del Crecimiento y la Malevolencia. Y creo que en algunas ocasiones, esos poderes eligen a un hombre y lo destruyen de formas diversas.
—¿Y tú has sido afectado por esos poderes, Arquero? —le preguntó Hogun con suavidad.
—Quizá. Piensa en la historia reciente; encontrarás varios ejemplos.
—No es necesario; ya sé adonde va a parar esta historia —dijo Hogun.
—¿Qué sabes? —le preguntó Arquero, girándose y haciendo frente al oficial cubierto por la capa oscura. Hogun le dirigió una sonrisa amable, aunque se había dado cuenta de que la mano de Arquero se había cerrado en torno a la empuñadura de su daga.
—Sé que tu vida ha sido marcada por alguna tragedia que mantienes en secreto. Una esposa muerta, un padre asesinado… Algo por el estilo. Quizá se trate de algún acto deshonroso que perpetraste y que no consigues olvidar. Pero aunque fuera así, que lo recuerdes y sufras de tal modo significa que cuando lo hiciste no eras dueño de ti mismo. ¡Supéralo! ¿Quién puede cambiar el pasado?
—Me gustaría poder contártelo —le dijo Arquero—. Pero no… Lo siento. Hoy no soy buena compañía. Márchate si quieres; yo me quedaré aquí un rato.
Hogun quiso apoyar una mano en el hombro de su amigo y decir algo ingenioso que sirviera para despejar el ambiente, tal como Arquero había hecho muchas veces por él, pero no fue capaz. Había momentos en que un guerrero de expresión torva era necesario, incluso deseado, pero aquel no era uno de ellos. Hogun se maldijo y se marchó en silencio.
Arquero permaneció en los parapetos alrededor de una hora, contemplando el valle y escuchando el débil sonido de las canciones de las mujeres nadir, que el viento arrastraba desde el campamento lejano.
—¿Te preocupa algo? —dijo una voz.
Arquero se giró y se encontró con Rek. El joven conde llevaba las mismas ropas con las que había llegado a la fortaleza: las botas altas de cuero, la túnica de cuello alto con bordados dorados y el jubón de piel de oveja. De su cinto colgaba la espada.
—Sólo estoy cansado —dijo Arquero.
—Yo también. ¿Te parece que mi cicatriz empieza a notarse menos?
Arquero observó de cerca la línea roja sesgada que iba desde una ceja hasta el mentón.
—Tuviste mucha suerte de no perder un ojo —comentó.
—Hay gente que nace fea —dijo Rek—. No es culpa suya, y yo nunca he tenido nada en contra de nadie por el hecho de que fuera feo. Pero hay otros, y me cuento entre ellos, que han nacido con rasgos agraciados. Es un don que no debería perderse con tanta facilidad.
—Doy por supuesto que quien lo hizo pagó por ello.
—Por supuesto. Y ¿sabes?, creo que sonreía incluso mientras lo atravesaba con la espada. Pero, por otro lado, se trataba de un tipo feo. Verdaderamente feo. No es justo.
—La vida puede ser muy injusta —convino Arquero—. Pero mira el lado bueno, mi señor conde. Ten en cuenta que, a diferencia de mí, nunca has sido increíblemente atractivo; tenías meramente un rostro bien parecido. Las cejas eran demasiado espesas; la boca, un poco más ancha de la cuenta. Y tu pelo empieza a ralear. Si hubieras sido bendecido con unos rasgos milagrosamente agraciados, como los míos, sí que tendrías motivos para lamentarte.
—Quizá tengas algo de razón —replicó Rek—, eres increíblemente apuesto; probablemente es la forma que ha tenido la naturaleza de compensar tu baja estatura.
—¿Bajo? Soy casi tan alto como tú.
—Ah, pero casi es una palabra que representa tanta diferencia… ¿Puede un hombre estar casi vivo? ¿Ser casi bueno? En materias de estatura, amigo mío, no tratamos con sutiles matices de gris. Yo soy más alto; tú eres más bajo. Pero estoy de acuerdo en que no hay ningún retaco más atractivo en toda la fortaleza.
—Las mujeres siempre han encontrado perfecta mi estatura —dijo Arquero—. Al menos, cuando bailo con ellas puedo susurrarles lindezas al oído. Tú, con esos zancos… Sus rostros habrán estado siempre a la altura de tus sobacos.
—¿Tenías mucho tiempo para los bailes en el bosque? —le preguntó Rek afablemente.
—No he vivido siempre en el bosque. Mi familia… —Arquero guardó silencio.
—Sé de dónde procede tu familia —le dijo Rek—, pero ya va siendo hora de que hables de ello. Es una carga que has llevado durante demasiado tiempo.
—¿Cómo te has enterado?
—Me lo dijo Serbitar. Como ya sabes, estuvo dentro de tu mente… Cuando llevaste su mensaje a Druss.
—¿Y he de suponer que ya lo sabrá toda la maldita fortaleza? Me marcharé al amanecer.
—Sólo Serbitar y yo conocemos la historia y sabemos la verdad. Pero puedes marcharte si lo deseas.
—La verdad es que maté a mi padre y a mi hermano. —El rostro de Arquero estaba pálido y tenso.
—¡Fueron accidentes, y lo sabes muy bien! —le dijo Rek—. ¿Por qué te torturas?
—¿Por qué? Porque no creo en los accidentes. ¿Cuántos supuestos accidentes son causados por deseos ocultos? Hubo una vez un corredor, el mejor que he visto nunca. Se estaba entrenando para los Grandes Juegos, para correr por primera vez contra los hombres más rápidos de muchos países. Un día antes de la carrera se cayó y se torció un tobillo. ¿Fue realmente un accidente, o lo causó su temor a pasar aquella prueba?
—Sólo lo sabrá él —respondió Rek—. Pero ahí está el secreto: él lo sabía, y también deberías saberlo tú. Serbitar me dijo que habías salido de caza con tu padre y con tu hermano; tu padre iba a tu izquierda, y tu hermano, a tu derecha, mientras seguíais a un ciervo entre la espesura. Ante ti se agitó un arbusto, apuntaste y dejaste volar la flecha. Pero se trataba de tu padre, que se había acercado sin hacerse notar. ¿Cómo podrías haberte figurado que haría tal cosa?
—La cuestión es que él nos enseñó a no disparar hasta ver el blanco.
—De acuerdo, cometiste un error. Ni que fuera algo inaudito en la historia del mundo.
—¿Y mi hermano?
—Vio lo que habías hecho, lo malinterpretó y corrió hacia ti lleno de furia. Lo apartaste de un empujón, cayó y se golpeó la cabeza contra una roca. Nadie desearía tener tal peso sobre sus hombros, pero tú has alimentado ese sentimiento, y ya es hora de que te lo quites de encima.
—Nunca quise a mi padre ni a mi hermano —dijo Arquero—. Mi padre mató a mi madre; la abandonaba durante meses y se marchaba con cualquiera de sus muchas amantes, y en la única ocasión en que ella le fue infiel, él le arrancó los ojos y la mató… de una manera espantosa.
—Lo sé. No te tortures con ello.
—Y mi hermano era igual que él.
—También lo sé.
—¿Y sabes lo que sentí cuando los dos yacían muertos a mis pies?
—Sí. Una alegría rebosante.
—¿Y eso no es horrible?
—Hay algo que no sé si te has parado a pensar, Arquero, pero tenlo en cuenta: has culpado a los dioses por dejar caer sobre ti una maldición, pero en realidad cayó sobre los dos hombres que lo merecían. No sé si creo del todo en el destino, pero a veces ocurren cosas en la vida de un hombre… Cosas que no tienen explicación. Como que yo esté aquí, por ejemplo. La certidumbre de Druss de que morirá en este lugar, pues así lo ha pactado con la muerte. Y tú… Creo que fuiste sencillamente el instrumento de… ¿quién sabe? Alguna especie de justicia natural, quizá. Sea lo que sea lo que pienses de ti mismo, ten esto en cuenta: Serbitar contempló tu corazón y no encontró maldad en él. Y él sabe de estas cosas.
—Quizá —dijo Arquero. De repente sonrió—. ¿Te has fijado en que cuando Serbitar se quita el casco con el penacho de crines es más bajo que yo?
La estancia tenía un mobiliario austero: una alfombrilla, un cojín y una silla, todo ello bajo la pequeña ventana junto a la que el albino estaba de pie, desnudo y solo. La luz de la luna bañaba su piel pálida, y la brisa nocturna le agitaba el pelo. Tenía la espalda encorvada y los ojos cerrados. El cansancio lo cubría de una forma que jamás había experimentado en toda su vida, pues era un cansancio nacido del espíritu y del conocimiento de la verdad.
Los filósofos decían a menudo que las mentiras se pegaban bajo la lengua como miel especiada. Serbitar sabía que aquel símil era adecuado. Pero con frecuencia, las verdades ocultas eran peores incluso. Mucho peores. Se asentaban en el vientre y crecían hasta ahogar el espíritu.
Bajo su ventana se alzaban los barracones vagrianos en los que se alojaban Suboden y los trescientos hombres que habían acudido desde Dros Segril. Durante varios días, Serbitar había combatido junto a su guardia personal y se había convertido de nuevo en el príncipe de Dros Segril, el hijo del conde Drada. Pero aquella experiencia había resultado dolorosa; sus propios hombres realizaban el signo del Cuerno Protector cuando se acercaba a ellos; rara vez le dirigían la palabra, y sólo brevemente, para responder a alguna pregunta directa. Suboden, crudamente franco, como siempre, había solicitado al albino que regresara junto a sus amigos.
—Hemos venido, príncipe Serbitar, porque es nuestro deber. Lo cumpliremos mejor si no estás a nuestro lado.
Más dolorosa aún había sido la larga discusión que había mantenido con el Abad de las Espadas; el hombre a quien reverenciaba y adoraba como a un padre, su mentor y amigo.
Serbitar cerró los ojos y dejó volar su espíritu, libre del cuerpo que lo aprisionaba, y atravesó flotando los velos del tiempo.
Viajó hacia atrás, alejándose más y más; trece años largos, monótonos y dichosos fluyeron sobre el monje, hasta que vio de nuevo la caravana que lo había llevado ante el Abad de las Espadas. Cabalgando al frente de diez guerreros iba Drada, el gigante de la barba roja, el joven conde de Segril, endurecido en la batalla, voluble, enemigo implacable y amigo sincero. Tras él cabalgaban diez de sus mejores guerreros, los más dignos de confianza; hombres que morirían por él sin vacilar ni un instante, puesto que lo amaban más que a sí mismos. Cerraba la marcha un carro en el cual, sobre un lecho de paja y cubierto con sábanas de seda, yacía el joven príncipe; una cubierta de lona protegía del sol su rostro pálido y fantasmal.
Drada hizo girar a su montura negra y retrocedió hasta llegar al carro. Se inclinó sobre el pomo de la silla y echó una ojeada al muchacho, que le devolvió la mirada; a contraluz, el chico sólo alcanzaba a distinguir las alas relucientes del yelmo de batalla de su padre.
El carro se puso en marcha y entró en la sombra bajo las ornamentadas puertas negras, que se abrieron para dar paso a un hombre.
—Sé bienvenido, Drada —dijo. La voz contrastaba con la armadura plateada; era una voz suave, como la de un poeta.
—Te traigo a mi hijo —respondió el conde con voz áspera y marcial.
Vintar se acercó al carro y observó al muchacho. Le puso una mano en la pálida frente, sonrió y le dio una palmada en la cabeza.
—Ven conmigo, chico —le dijo.
—No puede andar —dijo Drada.
—Puede —replicó Vintar.
El muchacho dirigió una mirada interrogante a Vintar, y por primera vez en su solitaria vida sintió el contacto de otra mente. No hubo palabras. El rostro amable de Vintar entró en sus pensamientos con la promesa de fuerza y amistad. Los débiles músculos del cuerpo huesudo de Serbitar comenzaron a estremecerse, como si una inyección de energía regenerase las células atrofiadas.
—¿Qué le pasa al chico? —La voz de Drada tenía un tono de preocupación.
—Nada. Despídete de tu hijo.
El guerrero de barba roja hizo girar a su caballo, poniéndolo de cara al norte, y dirigió la mirada al muchacho de pelo blanco.
—Haz lo que te digan. Pórtate bien… —Titubeó. Fingió que su caballo se ponía nervioso y lo atendió. Intentaba encontrar las palabras adecuadas para despedirse, pero no era capaz. Siempre le había resultado difícil dirigirse al muchacho de ojos rojos—. Pórtate bien —repitió. A continuación, alzó un brazo y abrió la marcha hacia el norte, y emprendió con sus hombres el largo viaje a casa.
Cuando el carro avanzó, un brillante rayo de luz alcanzó el lecho de paja, y el muchacho reaccionó como si le hubieran asestado un lanzazo. Su rostro se crispó de dolor, y cerró los ojos con fuerza. Vintar penetró en su mente con suavidad.
—Levántate y sigue las imágenes que pondré en tus ojos.
El dolor cesó, y el muchacho pudo ver, con más nitidez de la que nunca había sido capaz. Y sus músculos lograron levantarlo; era una sensación que había olvidado desde hacía casi un año, cuando se derrumbó sobre la nieve en las montañas de Delnoch. Desde entonces y hasta aquel momento había estado postrado, incapaz de hablar.
Y en aquel momento se encontraba de pie, y aunque tenía los ojos fuertemente cerrados, era capaz de ver con nitidez. Se dio cuenta, sin sentir ningún pesar, de que se había olvidado de su padre, cosa que lo alegraba.
El espíritu del Serbitar adulto saboreó la sensación de felicidad que lo había inundado de joven, aquel día, cuando andando junto a Vintar, el Alma, había cruzado el patio hasta que llegaron a una esquina bañada por el sol donde se había plantado un delicado esqueje de rosal junto al muro de piedra.
—Esta es tu rosa, Serbitar. Ámala. Cuídala y crece con ella. Un día, de esta pequeña planta brotará una flor, y su aroma será sólo para ti.
—¿Es una rosa blanca?
—Es lo que tú quieras que sea.
En los años que siguieron, Serbitar había encontrado la paz y la alegría del compañerismo, pero nunca fueron tan intensas como las que experimentó en aquel momento de auténtica satisfacción, junto a Vintar el Alma, aquel primer día.
Vintar lo había enseñado a identificar la hierba lorasio, y le había hecho ingerir sus hojas. Al principio le provocaban somnolencia, y sus pensamientos se inundaban de colores, pero según fueron pasando los días, su poderosa mente joven logró controlar las visiones, y el jugo verdoso reforzó su débil sangre. Incluso los ojos le cambiaron de color, en respuesta al poder de la planta.
Aprendió a correr de nuevo, a saborear el placer de sentir el viento en la cara, de trepar, de luchar, de reír y de vivir.
Aprendió a hablar sin palabras, a moverse sin movimiento y a ver sin mirar.
A lo largo de aquellos años felices, la rosa de Serbitar había crecido y florecido.
Una rosa blanca.
¡Y todo para llegar a aquel instante! Una ojeada al futuro había destruido trece años de entrenamiento y fe. Un rápido vistazo a través de las nieblas del tiempo había cambiado su destino.
Serbitar había contemplado con horror la escena que se mostraba ante él, en las murallas destrozadas por la batalla del Dros. Su mente había retrocedido ante la violencia que contemplaba y había volado, rápida como un rayo, a un rincón lejano en un universo distante, perdiéndose a sí mismo y a su cordura entre las estrellas que estallaban y los nuevos soles que nacían.
Y Vintar lo había encontrado.
—Has de regresar.
—No puedo. He visto.
—Yo también.
—Entonces sabrás que prefiero morir antes que contemplar esa escena de nuevo.
—Pero debes. Es tu destino.
—Rechazo mi destino.
—¿Y tus amigos? ¿También los rechazarás a ellos?
—No puedo volver a verte morir, Vintar.
—¿Por qué no? Yo mismo he contemplado esa escena cientos de veces. Hasta he escrito un poema sobre ello.
—Tal como somos ahora… ¿Volveremos a ser así después de morir? ¿Almas libres?
—No lo sé; me gustaría. De momento regresa a cumplir tu deber. He convocado a los Treinta; mantendrán tu cuerpo con vida todo el tiempo que puedan.
—Siempre lo han hecho así. ¿Por qué he de ser el último en morir?
—Porque así lo deseamos. Te queremos, Serbitar, siempre te hemos querido. Eras un chiquillo tímido que nunca había conocido la amistad. Desconfiado ante el más leve contacto… Un espíritu que sollozaba a solas en un páramo de dimensiones cósmicas. Incluso ahora estás solo.
—Pero yo os quiero a todos.
—Porque necesitas nuestro amor.
—¡No es cierto, Vintar!
—¿Quieres a Rek y a Virae?
—Ellos no forman parte de los Treinta.
—Y tú tampoco, hasta que nosotros te aceptamos.
Serbitar regresó a la fortaleza y se sintió avergonzado. Pero aquella vergüenza no era nada en comparación con lo que estaba experimentando en aquel momento.
¿Sólo había pasado una hora desde que había paseado con Vintar por la muralla, se había quejado de unas cuantas cosas y había confesado unos cuantos pecados?
—Estás equivocado, Serbitar. Muy equivocado. Aún siento el ansia del combate, ¿quién no? Pregúntales a Arberdark y a Menahem. Mientras sigamos siendo hombres, tendremos los mismos sentimientos que los demás hombres.
—Entonces ¿nos hemos hecho monjes para nada? —había protestado Serbitar—. Hemos dedicado gran parte de nuestra vida al estudio de la locura que es la guerra, el ansia de poder de los hombres, la necesidad de derramar sangre. Nos hemos elevado por encima de los hombres corrientes y poseemos poderes casi divinos, y al final todo se reduce a esto: a sentir ansia por el combate y la muerte. ¡Todo es fútil!
—Eres increíblemente presuntuoso, Serbitar —le había dicho Vintar, con un toque de irritación en la voz; una sombra de ira asomaba en la mirada del anciano—. Hablas de «casi divinidad». Hablas de los «hombres corrientes». ¿Dónde está la humildad a que aspiramos? Cuando llegaste al monasterio eras débil y estabas solo, y eras el más joven, con muchos años de diferencia. Aprendiste con más rapidez que nadie y fuiste elegido como la Voz. ¿Te limitaste a aprender las habilidades y pasaste por alto su objetivo?
—Eso parece —había respondido Serbitar.
—Te equivocas de nuevo. En el conocimiento hay dolor; ahora no estás sufriendo porque no crees, sino porque crees. Volvamos a los fundamentos: ¿Por qué hemos viajado para unirnos a una guerra lejana?
—Para morir.
—Y ¿por qué hemos elegido este sistema? ¿Por qué no nos hemos limitado a morir mediante el ayuno?
—Porque es en la guerra donde es más fuerte la voluntad de vivir. Hay que luchar duramente para mantenerse con vida. Se aprende a amar la vida de nuevo.
—¿Y qué es lo que tenemos que afrontar?
—Nuestras dudas —musitó Serbitar.
—¿Es que nunca creíste que esas dudas te alcanzarían a ti? ¿Tan seguro estabas de tus poderes «casi divinos»?
—Sí, estaba seguro. Pero ahora no. ¿Es un pecado tan grave?
—Sabes que no. ¿Por qué estoy vivo yo, hijo mío? ¿Por qué no morí con los Treinta de Magnar hace veinte años?
—Fuiste el elegido para fundar el nuevo monasterio.
—¿Y por qué fui elegido?
—Eras el mejor; tuvo que ser así.
—Pero entonces, ¿por qué no fui el jefe?
—No te entiendo.
—¿Cómo se elige al jefe?
—No lo sé. Nunca lo has explicado.
—Piensa un poco, Serbitar.
—Porque es la mejor elección. Es…
—¿El mejor?
—Es lo que habría dicho, pero ya veo adonde quieres ir a parar. Si tú eras el mejor, ¿por qué el jefe era Magnar?
—Has contemplado el futuro. Ya has visto y escuchado esta conversación. ¿Tú qué crees?
—Sabes que no he visto esto —replicó Serbitar—. No tuve tiempo de pararme en cada detalle trivial.
—Oh, Serbitar, sigues sin comprender. Lo que ves y eliges examinar es precisamente lo trivial, las minucias. ¿Qué importancia tiene en la historia de este planeta que caiga este Dros? ¿Cuántas fortalezas han caído a lo largo de las eras? ¿Cuál ha sido la importancia cósmica de esas derrotas? ¿Qué importancia tiene nuestra muerte?
—Respóndeme entonces, mi señor abad: ¿cómo se elige al jefe?
—¿Aún no te lo imaginas, hijo mío?
—Creo que sí.
—Explícalo, pues.
—Es el más imperfecto de los acólitos —dijo Serbitar en un susurro. Sus ojos verdes escrutaron el rostro de Vintar; le rogó con la mirada que lo negase.
—Es el más imperfecto —repitió Vintar con tristeza.
—Pero… ¿Por qué?
—Porque su misión será la más difícil; la más exigente. Para darle la oportunidad de crecer y ser digno del puesto que ocupa.
—¿He fracasado?
—Aún no, Serbitar. Aún no.