VEINTIDÓS

Fue la primera vez que todos los integrantes de los Treinta se reunían en Eldíbar simultáneamente. Los nadir se preparaban para atacar; Serbitar había advertido a Rek y a Druss que aquel día sería diferente a los anteriores: no habría bombardeo de catapultas, sino una serie interminable de cargas destinadas a sobrepasar a los defensores. Druss se había negado tajantemente a seguir el consejo de descansar, y permanecía en el centro de la muralla flanqueado por los Treinta, con sus armaduras de acero pulido y sus capas blancas. Hogun estaba con ellos; Rek y Virae estaban con los soldados del grupo Fuego, a unos cuarenta pasos a la izquierda. Orrin permanecía con el grupo Karnak, a la derecha.

Cinco mil guerreros aguardaban empuñando la espada, con el escudo sujeto y el casco calado.

El cielo oscuro presagiaba tormenta; grandes nubes se acumulaban al norte, y el resto de cielo azul sobre las murallas parecía aguardar a que lo alcanzasen. Rek no pudo evitar sonreír ante lo poético de la comparación.

Los nadir comenzaron a avanzar; una masa poseída por una furia hirviente. Los millares de pies que golpeaban el suelo levantaban un sonido atronador.

Druss se inclinó sobre el parapeto.

—¡Venid, hijos de puta! —les gritó a los nadir—. ¡El Mensajero de la Muerte os está esperando!

Su voz resonó por el valle, ampliada por el eco de las paredes de granito del paso. Un relámpago rasgó el cielo en aquel instante; una lanza retorcida que se abrió paso sobre el Dros. Después llegó el trueno.

Y después comenzó la matanza.

Tal como había predicho Serbitar, el centro de la línea sufrió los ataques más duros: oleada tras oleada de hombres de las tribus se estrellaba contra la muralla para morir bajo el acero de los defensores, encabezados por los Treinta. Los monjes eran guerreros consumados.

Un golpe de garrote hizo caer a Druss, y un corpulento nadir le lanzó un hachazo a la cabeza. Serbitar se adelantó de un salto e interceptó el golpe, y Menahem liquidó al nadir con un tajo en el cuello. Druss, agotado, tropezó con un cadáver y cayó a los pies de tres atacantes. Arberdark y Hogun acudieron en su ayuda mientras el anciano guerrero intentaba recuperar su hacha.

Los nadir rompieron la línea defensiva a la derecha de la muralla, obligando a retirarse del parapeto a Orrin y al grupo Karnak, que tuvieron que retroceder hasta la zona de hierba situada entre las murallas mientras los refuerzos nadir superaban el parapeto sin encontrar resistencia. Druss se percató del peligro; lanzó un grito de alarma, derribó a dos atacantes que se interponían en su camino y echó a correr hacia la brecha. Hogun intentó seguirlo desesperadamente, pero le cerraron el paso. Tres jóvenes culs del grupo Karnak se unieron al anciano mientras se abría paso a hachazos, pero enseguida fueron rodeados. Orrin, que había perdido el casco y tenía el escudo roto, consiguió mantener el terreno con ayuda de lo que quedaba de su grupo; interceptó el tajo que le lanzaba un nadir barbudo y le atravesó el vientre con una estocada. Entonces vio a Druss, y supo que si no se producía un milagro, el viejo guerrero estaba condenado.

—¡Karnak, a mí! —gritó mientras se lanzaba contra la masa de atacantes. Justo tras él avanzaron Bregan, Gilad y otros veinte soldados, a los que se unieron el bar Britan y un grupo de los escoltas de los camilleros. Serbitar y quince de los Treinta se abrieron camino a lo largo de la muralla.

El último de los soldados que luchaban junto a Druss cayó con el cráneo roto, y el viejo guerrero quedó aislado mientras un círculo de nadir se cerraba en torno a él. Druss se agachó para esquivar el golpe de una espada, agarró a su atacante y le aplastó la nariz de un cabezazo, pero recibió una herida en un brazo, y el filo de otra espada le rasgó el jubón de cuero a la altura de la cadera. Retrocedió hasta el parapeto usando como escudo al aturdido nadir, pero el filo de un hacha se le hundió en el torso, y un tirón lo arrancó de las manos de Druss. Sin salida, el hachero se impulsó desde el parapeto y cargó contra la masa de atacantes; su gran peso empujó a muchos hacia atrás, y unos cuantos cayeron al suelo con él, pero se vio obligado a soltar a Snaga.

Cogió por el cuello a un atacante y le aplastó la garganta, tras lo cual se cubrió con él y esperó la llegada del golpe que lo remataría. El cadáver del nadir fue apartado casi de inmediato, y Druss lanzó una patada, haciendo caer al hombre que se alzaba ante él.

—¡Eh, Druss! ¡Que soy yo! ¡Hogun!

El anciano giró y vio a Snaga, en el suelo, a pocos pasos. Se levantó y la recogió.

—Por los pelos —le dijo el general de la Legión.

—Sí —le respondió Druss—. ¡Gracias! Buen trabajo.

—Me encantaría llevarme el mérito, pero es de Orrin y de los hombres de Karnak. Se han abierto paso luchando hasta llegar a tu lado, aunque no tengo ni idea de cómo han podido conseguirlo.

Empezó a llover y Druss lo agradeció; levantó el rostro hacia el cielo con la boca abierta y los ojos cerrados.

—¡Vuelven! —gritó alguien. Druss y Hogun regresaron al parapeto y observaron la nueva oleada de nadir que se acercaba. Apenas se veía nada con la cortina de agua.

A su izquierda, Serbitar y los Treinta se alejaban de la muralla, dirigiéndose en silencio hacia Musif.

—¿Adonde diablos van? —dijo Hogun.

—No tenemos tiempo de preocupamos de eso —masculló Druss, maldiciendo para sus adentros a causa del dolor abrasador del hombro.

La horda nadir avanzó. De repente sonó un trueno y se produjo una gran explosión en el centro de las filas nadir. En medio de la confusión subsiguiente, la carga se detuvo.

—¿Qué ha pasado? —dijo Druss.

—Les ha caído un rayo —le respondió Hogun, quitándose el casco y desatándose la coraza—. El siguiente podría caer aquí; es todo este maldito metal.

En la lejanía sonó un cuerno, y los nadir retrocedieron y regresaron a sus tiendas. En el centro de la llanura destacaba un enorme cráter rodeado de cadáveres carbonizados. Del interior se alzaba una columna de humo.

Druss se volvió y vio a los Treinta, que ya cruzaban la puerta de Musif.

—Lo sabían —dijo en voz baja—. ¿Qué clase de hombres son?

—No lo sé —le respondió Hogun—. Pero pelean como demonios, y en este momento es lo único que me importa.

—Lo sabían —repitió Druss, sacudiendo la cabeza.

—¿Y?

—¿Qué más saben?

—¿Puedes echar la buenaventura?

Un soldado se había dirigido a Antaheim mientras ambos se refugiaban bajo un refugio provisional de lona junto a otros cinco hombres del grupo Fuego. La lluvia golpeaba la lona, y el agua corría sin pausa por las piedras del suelo. La cubierta, levantada a toda prisa, estaba sujeta al parapeto que se alzaba tras ellos, y se sostenía sobre picas en los extremos delanteros; bajo ella, los soldados se arracimaban. Habían visto a Antaheim, que caminaba solo bajo la lluvia, y uno de ellos, el cul Rabil, lo había llamado haciendo caso omiso de las objeciones de sus camaradas. En aquel momento, una atmósfera de incomodidad llenaba el pequeño refugio.

—¿Y bien? ¿Puedes? —preguntó Rabil.

—No —le respondió Antaheim. El monje se quitó el casco y se desató el cordel que le había sujetado el largo cabello durante la batalla. Sonrió—. No soy ningún mago; sólo un hombre, como vosotros. Simplemente, he sido entrenado de otra forma.

—Pero podéis conversar sin hablar —dijo otro soldado—. Eso no es natural.

—Para mí lo es.

—¿Puedes ver el futuro? —le preguntó un guerrero delgado, haciendo bajo la capa el signo del Cuerno Protector.

—Existen muchos futuros. Yo puedo ver algunos, pero no puedo saber cuál de ellos es el real hasta que llega.

—¿Cómo puede haber muchos futuros? —le preguntó Rabil.

—Es un poco difícil de explicar, pero lo intentaré. Suponed que mañana un arquero dispara una flecha. Si el viento se detiene, atravesará a un hombre; pero si arrecia, acertará a otro. El futuro de los dos hombres depende del viento, pero yo no puedo predecir cómo soplará, pues depende de muchas cosas. Cuando observo el día de mañana puedo distinguir la muerte de los dos hombres, pero a la hora de la verdad sólo morirá uno de ellos.

—Entonces, ¿para qué sirve todo eso? Tu talento, quiero decir —le preguntó Rabil.

—Buena pregunta. Yo mismo me la he estado haciendo durante muchos años.

—¿Moriremos mañana? —preguntó otro soldado.

—¿Cómo voy a saberlo? —le respondió Antaheim—. A la larga, todos los hombres mueren. El don de la vida no es permanente.

—Has dicho «don» —intervino Rabil—. ¿Eso significa que nos lo da alguien?

—Desde luego.

—¿A qué dioses seguís?

—Creemos en la Fuente de todas las cosas. ¿Cómo os sentís después de la batalla de hoy?

—¿A qué te refieres? —le preguntó Rabil, cubriéndose mejor con la capa.

—¿Qué emociones has sentido mientras se retiraban los nadir?

—Es difícil de describir. Fuerza. —Se encogió de hombros—. Me sentía lleno de energía. Encantado de estar vivo… —Los otros soldados asintieron.

—¿Jubiloso? —propuso Antaheim.

—Supongo que sí. ¿Por qué lo preguntas?

Antaheim sonrió.

—Estamos en Eldíbar, la primera muralla. ¿Sabes qué significa Eldíbar?

—¿No es sólo una palabra?

—No; es mucho más. Egel, el constructor de la fortaleza, puso nombre a todas las murallas. Eldíbar significa «júbilo». Es aquí donde tiene lugar el primer encuentro con los enemigos; donde se descubre que se trata de hombres. La energía recorre las venas de los defensores. El enemigo cae bajo el peso de nuestras espadas y la fuerza de nuestros brazos. Sentimos, como todos los héroes, la excitación del combate y la llamada de nuestros ancestros. ¡Nos sentimos jubilosos! Egel conocía bien el corazón de los hombres; me pregunto si no conocería también el futuro.

—¿Qué significan los nombres de las otras murallas?

Antaheim se encogió de hombros.

—Dejemos eso para otro día. Hablar de Musif mientras nos acogemos a la protección de Eldíbar traería mala suerte.

Antaheim apoyó la espalda en el parapeto, cerró los ojos, y escuchó el rumor de la lluvia y el silbido del viento.

«Musif. La muralla del desaliento. Si no ha habido fuerzas suficientes para mantener Eldíbar, ¿cómo se podría defender Musif? Si no podemos resistir en Eldíbar, no podremos resistir en Musif. Seremos presas del miedo. Muchos de nuestros amigos habrán muerto en Eldíbar, y volveremos a ver, en nuestro pensamiento, sus rostros sonrientes. No querremos unirnos a ellos. Musif es la prueba, y no la superaremos. Retrocederemos hasta Kania, la muralla de la esperanza renovada. No habremos muerto en Musif, y Kania tiene menos espacio para combatir; el enemigo no podrá atacar con tanta fuerza. Además, aún quedan tres murallas más. Los nadir no podrán usar sus catapultas allí, y eso es algo, ¿no? Y, en cualquier caso, ya sabíamos que perderíamos algunas murallas…

»Después vendrá Sumitos, la muralla de la desesperación. Estaremos cansados; mortalmente agotados. Lucharemos por instinto, mecánicamente. Sólo los mejores serán capaces de contener la marea salvaje…

»Valteri, la quinta muralla, es la muralla de la serenidad. Habremos hecho las paces con nuestro destino. Habremos aceptado la inevitabilidad de la muerte, y encontraremos en nuestro interior un valor que no habríamos creído que existiera. Mejorará la moral, y cada uno de los hombres que esté a nuestro lado será como un hermano. Tendremos que resistir unidos contra el enemigo común, escudo junto a escudo, y le haremos sufrir. En esa muralla, el tiempo transcurrirá más despacio; saborearemos cada sensación como si la descubriésemos de nuevo. Las estrellas se convertirán en joyas de una belleza nunca vista, y la amistad poseerá una calidez que jamás habíamos sentido.

»Y por último, Gedón, la muralla de la muerte…

»No llegaré a ver Gedón», pensó Antaheim.

Se quedó dormido.

—¡Pruebas! Lo único que nos dicen es que la auténtica prueba llegará al día siguiente. ¿Cuántas malditas pruebas tendremos que pasar? —estalló Elicas. Rek alzó una mano ante el joven guerrero que había interrumpido a Serbitar.

—¡Cálmate! —le dijo—. Deja que acabe. Dentro de un momento llegarán los miembros del Consejo de la ciudad.

Elicas se enfrentó a Rek, pero guardó silencio después de mirar a Hogun en busca de apoyo y ver el gesto de negativa casi imperceptible. Druss se frotó los párpados y aceptó la copa de vino que le tendía Orrin.

—Lo siento —dijo Serbitar en voz baja—. Sé lo irritantes que son estas palabras; hemos contenido a los nadir durante ocho días, y sigo hablando de pruebas. Pero debéis tener en cuenta que Ulric es un estratega magistral. Observad el ejército que nos ataca: unos veinte mil hombres de las tribus. Durante toda la semana hemos cubierto las murallas con su sangre, pero no son la élite de sus tropas. Mientras entrenamos a los reclutas, él hace lo mismo. No tiene prisa. Se ha pasado estos días podando de sus filas a los débiles, porque sabe que tiene más batallas por delante cuando por fin tome el Dros, si lo consigue. Nosotros lo hemos hecho bien; de forma excelente, incluso. Pero hemos pagado un precio elevado; ya han muerto unos mil cuatrocientos hombres, y un número parecido no podrá volver al combate.

»Pero mañana atacarán sus guerreros veteranos.

—¿Y de dónde has sacado esa información? —espetó Elicas.

—¡Ya basta, chico! —bramó Druss—. Te basta con saber que hasta ahora ha acertado siempre. Cuando se equivoque, ya hablarás.

—¿Qué sugieres que hagamos, Serbitar? —dijo Rek.

—Ceder la muralla —respondió el albino.

—¿Qué? —dijo Virae—. ¿Después de tanta lucha y tantas muertes? Es una locura.

—No, mi señora —dijo Arquero, interviniendo por primera vez. Todas las miradas se volvieron hacia el joven bandolero, que se había desprendido de su indumentaria habitual, la túnica y las calzas verdes. En aquella ocasión lucía un espléndido tabardo de gamuza, con correas con flecos y el dibujo de un águila remachado en la espalda. Su larga melena rubia estaba sujeta por una tira de cuero, y portaba en un costado una daga plateada con empuñadura de ébano tallada en forma de halcón, cuyas alas extendidas formaban la guarda.

El joven se levantó.

—Es lo más sensato. Todos sabíamos que caerían algunas murallas. Eldíbar es la más larga y, por ello, la más difícil de defender; allí tenemos que dispersar nuestras fuerzas. En Musif necesitaremos menos guerreros, y hay una buena zona de terreno despejado entre las murallas; mis arqueros pueden provocar una masacre entre los veteranos de Ulric antes de que hayan podido descargar un solo golpe.

—Hay que tener en cuenta otra cosa; algo igual de importante —dijo Rek—. Más tarde o más temprano nos veremos obligados a abandonar la muralla, y sufriremos pérdidas cuantiosas a pesar de los fosos incendiables. Si nos retiramos durante la noche se salvarán muchas vidas.

—Tampoco tenemos que olvidarnos de la moral —señaló Hogun—. La pérdida de la muralla por la fuerza de las armas afectaría seriamente al Dros. Pero si la abandonamos como parte de un plan estratégico, podremos presentar la situación de una forma ventajosa.

—¿Qué dices tú, Orrin? ¿Qué opinas? —preguntó Rek.

—Dispondremos de unas cinco horas. Será mejor que empecemos ya —le respondió el gan.

Rek se volvió hacia Druss.

—¿Y tú?

El anciano guerrero se encogió de hombros.

—Parece buena idea —dijo.

—Decidido, pues —concluyó Rek—. Comenzad a dirigir la retirada; yo iré a hablar con el Consejo.

El repliegue se realizó durante la larga noche. Los heridos fueron trasladados en camillas; los suministros médicos se cargaron en carros, y los objetos personales se empacaron apresuradamente en los morrales. Hacía tiempo que los heridos más graves habían sido llevados al hospital de Musif, y los barracones de Eldíbar no se habían utilizado mucho desde que comenzó el asedio. A la luz espectral del amanecer, los últimos soldados cruzaban la puerta de Musif y subían por las largas escaleras que llevaban al parapeto. A continuación comenzó la tarea de acarrear piedras y escombros para bloquear las entradas de la muralla. Los hombres cargaban y se esforzaban mientras la luz se hacía más intensa. Por último se vaciaron sacos de cemento sobre los escombros y se rellenaron los últimos huecos. Otros trabajadores, cargados con cubos de agua, se dedicaron a empapar la mezcla.

—Dentro de un día, esta masa será casi impenetrable —dijo Maric, uno de los albañiles.

—Nada es impenetrable —le replicó su compañero—. Pero les llevará semanas abrir un hueco, y hasta las escaleras están diseñadas de forma que sea posible defenderlas.

—Mañana o dentro de semanas, no estaré aquí para verlo —dijo Maric—. Me marcho hoy.

—Un poco pronto, ¿no? —le dijo su amigo—. Marrissa y yo también planeamos marchamos, pero no antes de que caiga la cuarta muralla.

—La primera muralla, la cuarta… ¿Qué diferencia hay? Cuanto antes me vaya, más distancia pondré entre esta guerra y yo. En Ventria hacen falta albañiles, y su ejército es bastante fuerte para resistir a los nadir durante años.

—Es posible. Pero yo voy a esperar.

—No esperes demasiado, amigo mío —le dijo Maric.

En la fortaleza, Rek estaba tumbado, contemplando los ornamentos del techo. La cama era cómoda, y Virae, desnuda, estaba a su lado y apoyaba la cabeza en el hombro de Rek. La reunión había terminado dos horas antes, pero no había conseguido dormir. Su cabeza bullía de planes, alternativas y los mil problemas a los que tenía que enfrentarse una ciudad asediada. Las discusiones habían sido intensas, y sacar algún tipo de compromiso de todos aquellos políticos había sido como intentar enhebrar una aguja bajo el agua. La opinión generalizada era que Delnoch debería rendirse.

Sólo Malfar, el rubicundo lentriano, había apoyado a Rek. Shinell, aquella víbora escurridiza, se había ofrecido a encabezar personalmente una delegación que acudiese ante Ulric. Beric, que procedía de una larga línea de gobernantes de Delnoch, y que a pesar de no tener ninguna oportunidad por no haber sido primogénito se sentía traicionado por el destino, sólo se concentraba en el resentimiento que lo embargaba. Backda, el leguleyo, no había dicho gran cosa; cuando por fin habló, sus palabras estaban cargadas de veneno.

—Es como enfrentar a un león contra un gato tuerto.

Rek había tenido que hacer un esfuerzo para contenerse. No había visto a ninguno de ellos en la muralla, empuñando una espada. Ni los vería. Horeb repetía a menudo una frase que encajaba perfectamente con aquellos individuos: «Cuando hierve el caldo, la morralla sale a flote».

Rek les había dado las gracias por sus sugerencias y había acordado organizar otra reunión pasados cinco días, para responder a sus propuestas.

A su lado, Virae se estiró. La manta se apartó y dejó a la vista un seno redondeado. Rek sonrió, y por primera vez en muchos días, pensó en algo distinto de la guerra.

Arquero y un centenar de sus hombres permanecían en lo alto de Eldíbar, observando a la masa de nadir que se preparaba para atacar. Todos tenían una flecha preparada en el arco, y se habían inclinado la visera para mantener el ojo derecho a la sombra, protegido de los rayos del sol naciente.

De la horda surgió un grito de odio, y los nadir avanzaron.

Arquero aguardó. Se humedeció los labios.

—¡Ahora! —gritó.

Con un movimiento rápido tensó la cuerda de su arco hasta tocarse con ella la mejilla derecha. La flecha emprendió el vuelo, acompañada de otro centenar, y desapareció en el torbellino de guerreros. Los arqueros dispararon una y otra vez hasta que los carcajes se vaciaron. Caessa subió al parapeto de un salto y disparó su última flecha contra un guerrero que apoyaba una escala contra la muralla; la flecha le dio en el hombro desde arriba, atravesó el jubón de cuero, perforó un pulmón y se hundió hasta el vientre del nadir, que cayó sin emitir ningún sonido.

Los garfios de hierro repiquetearon en los parapetos.

—¡Atrás! —gritó Arquero, y echó a correr hacia el campo abierto entre las murallas, hacia las pasarelas que cruzaban los fosos rellenos de broza empapada de aceite.

Desde lo alto de Musif se descolgaron cuerdas, y los arqueros comenzaron a subir por ellas. En Eldíbar, el primer nadir acababa de coronar la muralla. Durante unos instantes, los atacantes se detuvieron, sorprendidos, y observaron cómo los arqueros trepaban para ponerse a salvo.

Pocos minutos después, la fuerza nadir alcanzaba varios millares de guerreros; pasaron las escalas de asalto sobre Eldíbar y avanzaron hacia Musif.

Las flechas incendiarias volaron sobre el terreno despejado y se hundieron en los fosos llenos de leña. Una espesa nube de humo cubrió el desfiladero, seguida de inmediato por las llamas rugientes que se alzaron hasta una altura de dos hombres.

Los nadir retrocedieron, y un grito de júbilo surgió de la línea drenai.

El fuego ardió durante una hora, y los cuatro mil guerreros que guarnecían Musif aprovecharon para descansar. Algunos permanecían en grupos, sobre la hierba; otros habían acudido a alguno de los tres barracones para comer. Muchos estaban sentados a la sombra de los parapetos.

Druss paseó entre los soldados, deteniéndose aquí y allá para bromear con ellos, aceptando un trozo de pan de alguno, una naranja de algún otro… Vio a Rek y a Virae, sentados a solas cerca de la pared oriental del desfiladero, y se acercó a ellos.

—¡Por ahora el plan funciona! —les dijo, acomodando su inmensa figura sobre la hierba—. No saben muy bien qué hacer. Les habían ordenado tomar la muralla, y ya lo han conseguido.

—¿Qué crees que pasará ahora? —le preguntó Rek.

—Vendrá el gran jefe en persona —le respondió Druss—. Y querrá hablar.

—¿Debo bajar?

—Será mejor que vaya yo. Los nadir me conocen. Soy el Mensajero de la Muerte; formo parte de sus leyendas. Creen que soy un antiguo dios de la muerte que se pasea por el mundo.

—Y no sé si no tendrán razón —le dijo Rek, sonriendo.

—Quizá la tengan. No era mi intención, desde luego. Sólo quería recuperar a mi mujer; si no la hubieran raptado unos esclavistas podría haber sido granjero, estoy seguro, aunque Rowena lo dudaba. A veces no me gusta mucho ser quien soy.

—Lo siento, Druss. Sólo bromeaba —le dijo Rek—. No creo que seas un dios de la muerte, sólo un hombre y un guerrero. Ante todo, un hombre.

—No pasa nada, chico; tus palabras sólo han despertado un eco de lo que yo ya sentía. No tardaré mucho en morir… Aquí, en este Dros. ¿Y qué he logrado en la vida? No tengo hijos ni parientes… Pocos amigos. En mi lápida se leerá: «Aquí yace Druss. Mató a muchos y no engendró a ninguno».

—Se leerán más cosas —dijo Virae de repente—. Pondrá: «Aquí yace Druss el Legendario, que nunca fue malvado, ni mezquino, ni innecesariamente cruel. Aquí yace un hombre que nunca se rindió, que nunca abandonó sus principios, nunca traicionó a un amigo, nunca abusó de una mujer y nunca usó su fuerza contra los débiles». Pondrá: «Nunca tuvo descendencia, pero muchas mujeres durmieron tranquilamente junto a sus hijos sabiendo que Druss estaba junto a los drenai». Se dirán muchas cosas, y se dirán durante muchas generaciones, y hombres que carecen de fuerzas las encontrarán cuando oigan lo que se dirá.

—Eso estaría bien —dijo el anciano guerrero, sonriendo.

Transcurrió la mañana, y el Dros quedó inundado por la cálida luz del sol. Un soldado sacó una flauta y empezó a tocar una melodía cuyos ecos llegaron hasta el valle, una canción alegre en un momento de guerra y muerte.

A mediodía llamaron a Rek y a Druss desde la muralla. Los nadir se habían replegado en Eldíbar, pero en el centro de la zona que se extendía entre las murallas había un hombre, sentado en una alfombra morada. Estaba comiendo dátiles y queso, y bebía vino de una copa de oro.

Tras él, clavado en el suelo, se alzaba un estandarte con una cabeza de lobo.

—Desde luego, tiene clase —dijo Rek, sintiendo una admiración instantánea hacia aquel hombre.

—Debería bajar antes de que acabe de comer —dijo Druss—. Quedaremos mal si esperamos.

—¡Ten cuidado! —le dijo Rek.

—Sólo son un par de millares —le respondió Druss, sonriendo.

El viejo guerrero bajó por una cuerda y caminó hacia el hombre que comía.

—Soy un extraño en tu campamento —le dijo.

El hombre alzó la mirada. Tenía un rostro ancho, rasgos bien definidos y mandíbula firme. Bajo unas cejas castañas, sus ojos rasgados eran de color violeta; eran ojos que mostraban poder.

—Sé bienvenido, extraño, y come —dijo el nadir.

Druss se sentó con las piernas cruzadas frente a él. Lentamente, el hombre se desabrochó las correas de la coraza negra, se la quitó, y la dejó a su lado cuidadosamente. Después se quitó las espinilleras negras y los brazaletes. Druss se fijó en los fuertes músculos de los brazos del nadir, y en la forma lenta, felina, en que se movía. Era un guerrero nato.

—Soy Ulric de los Cabeza de Lobo.

—Soy Druss del Hacha.

—¡Sé bienvenido! Come.

Druss cogió un puñado de dátiles de la bandeja de plata y comió lentamente. Después masticó el queso de cabra y lo bajó con un trago de vino. Alzó las cejas.

—Tinto lentriano —dijo Ulric—. Sin veneno.

Druss sonrió.

—Soy duro de matar; es un don.

—Has luchado bien, y me alegro por ti.

—Sentí enterarme de la muerte de tu hijo. Yo no tengo hijos, pero sé lo que es perder a un ser querido.

—Fue un duro golpe —dijo Ulric—. Era un buen muchacho. Pero la vida es dura, ¿no es cierto? Un hombre debe superar su pena.

Druss guardó silencio y cogió unos dátiles.

—Eres un gran hombre, Druss, y lamento que tengas que morir aquí —añadió Ulric.

—Sí. Estaría muy bien poder vivir para siempre. Por otro lado, estoy empezando a volverme lento. Algunos de tus guerreros se han podido acercar lo suficiente para dejarme marcas… Me da vergüenza admitirlo.

—Hay una recompensa para el hombre que te mate; cien caballos escogidos de mis propias cuadras.

—¿Cómo debe demostrar tal hombre que ha acabado conmigo?

—Debe traerme tu cabeza y dos testigos.

—Que mis hombres no se enteren de eso; lo harían ellos mismos por cincuenta caballos.

—¡Creo que no! Has combatido bien… ¿Cómo se porta el nuevo conde?

—Habría preferido una bienvenida menos ruidosa, pero creo que se lo está pasando bien. Es bueno.

—Todos lo sois. Sin embargo, eso no será suficiente.

—Ya veremos —dijo Druss—. Estos dátiles son una maravilla.

—¿Crees que podrás detenerme? Dime la verdad, Mensajero de la Muerte.

—Me habría gustado luchar a tus órdenes —dijo Druss—. Te he admirado durante años. He servido a muchos reyes; algunos eran débiles; otros, testarudos. Unos cuantos eran tipos excelentes. Pero tú… Posees la marca de la grandeza. Creo que acabarás consiguiendo lo que te propongas… Pero no mientras yo viva.

—No vivirás mucho tiempo, Druss —dijo Ulric amablemente—. Tengo un chamán que sabe de estas cosas. Me dijo que te vio ante las puertas de la cuarta muralla… Sumitos, creo que se llama, y el sonriente rostro de la muerte flotaba sobre tus hombros.

Druss soltó una carcajada.

—¡La muerte siempre flota sobre mis hombros, Ulric! Soy el que camina con los muertos. ¿No conoce tu chamán vuestras propias leyendas? Quizá elija morir en Sumitos; quizá en Musif. Pero sea donde sea que elija morir, toma nota de esto: Cuando camine por el Valle de las Sombras me llevaré a unos cuantos nadir para que me hagan compañía en el paseo.

—Estarán orgullosos de caminar a tu lado. Marcha en paz.