A medianoche se conoció el coste del primer día de combate. Cuatrocientos siete hombres habían muerto; ciento sesenta y ocho habían sido heridos, y de ellos, aproximadamente la mitad no podría volver a luchar. Los médicos seguían trabajando, y las cifras se estaban comprobando de nuevo. Muchos soldados drenai habían caído fuera de la muralla durante la lucha, y haría falta una revista completa para conocer su número.
Rek se sentía horrorizado, aunque intentó no demostrarlo cuando se reunió con Hogun y Orrin en el despacho sobre el gran salón de la fortaleza. Había siete personas en la reunión: Hogun y Orrin representaban a los guerreros; Bricklyn, a los habitantes de la ciudad, y además estaban Serbitar, Vintar y Virae. Rek se las había arreglado para disfrutar de cuatro horas de sueño y se sentía un poco mejor; el albino no había dormido, pero seguía teniendo el mismo aspecto.
—Hemos sufrido graves pérdidas en sólo un día de combate —dijo Bricklyn—. A este ritmo, no resistiremos más de dos semanas. —Llevaba el pelo, que ya empezaba a lucir canas, según la moda de la corte de Drenai: alisado y peinado hacia atrás por encima de las orejas, y con rizos apretados por debajo de la nuca. Su rostro, aunque rollizo, no carecía de atractivo, y el burgomaestre tenía mucha práctica en aparentar cordialidad. Rek pensó que aquel hombre era un político y, por consiguiente, no convenía fiarse demasiado de él.
—Las cifras no significan nada el primer día. —Fue Serbitar quien respondió a Bricklyn—. Es cuando se separa el grano de la paja.
—¿Qué significa eso, príncipe de Dros Segril? —preguntó el burgomaestre; la pregunta, en ausencia de la habitual sonrisa del político, resultaba ligeramente mordaz.
—No pretendía sonar irrespetuoso —replicó Serbitar—. Es sencillamente una característica de la guerra; los menos dotados son los primeros en morir. Al principio, el número de bajas es mayor. Los hombres han luchado bien, pero muchos de los que han caído no eran especialmente hábiles… y por eso han caído. En adelante, el número de bajas disminuirá, aunque seguirá siendo alto.
—¿No deberíamos preocupamos de qué es soportable y qué no? —preguntó el burgomaestre, volviéndose a Rek—. A fin de cuentas, si esperamos que los nadir acaben superando las murallas, ¿qué objeto tiene resistir a toda costa? ¿Es que las vidas carecen de valor?
—¿Estás sugiriendo que nos rindamos? —le preguntó Virae.
—No, mi señora —le contestó Bricklyn con tono untuoso—. Eso es algo que han de decidir los guerreros, y apoyaré cualquier decisión que tomen. Pero creo que debemos examinar las alternativas; hoy han muerto cuatrocientos hombres, y su sacrificio ha de ser honrado. Pero ¿qué hay de mañana? ¿Y del día siguiente? Debemos ser cuidadosos y no dejar que el orgullo se anteponga a la realidad.
—¿De qué está hablando? —le dijo Virae a Rek—. No entiendo nada.
—¿De qué alternativas hablas? —le preguntó Rek a Bricklyn—. Tal como lo veo, únicamente existen dos: luchamos y ganamos, o luchamos y perdemos.
—Esos son los planes preponderantes en este momento —dijo Bricklyn—, pero debemos pensar en el futuro. ¿Creemos que podremos resistir? En caso afirmativo, tenemos que seguir luchando, como sea. Pero en caso negativo, deberíamos intentar negociar una paz honrosa, como han hecho otras naciones.
—¿En qué consiste una paz honrosa? —dijo Hogun en voz baja.
—En que los enemigos dejan de serlo y se olvidan las disputas. En que dejamos que Ulric entre en la ciudad como aliado de Drenan, tras obtener de él la promesa de que no hará daño a los habitantes. En última instancia, todas las guerras terminan, como demuestra la presencia de Serbitar, un príncipe vagriano. Hace treinta años estábamos en guerra con Vagria; ahora, somos amigos. Dentro de treinta años, probablemente nos reuniremos en las mismas condiciones con los príncipes nadir. Es necesario tener perspectiva.
—Comprendo tu argumento —le dijo Rek—, y es bueno…
—¡Quizá tú pienses eso, pero otros no! —espetó Virae.
—Es un buen argumento —prosiguió Rek sin hacer caso del estallido de Virae—. Estas reuniones no son el lugar adecuado para arengas enardecedoras. Como dice Bricklyn, debemos examinar los datos reales. El primer dato real es este: estamos bien entrenados y bien abastecidos, y resistimos en la fortaleza más poderosa jamás construida. Segundo dato: Magnus el Lacerador necesita tiempo para reunir y entrenar un ejército capaz de hacer frente a los nadir si cae Delnoch. No tiene sentido hablar de rendición en este momento, pero lo tendremos en cuenta en futuras reuniones.
»Y ahora. —Rek se volvió hacia el burgomaestre—, se está haciendo tarde y te hemos mantenido aquí demasiado tiempo, mi querido Bricklyn. ¿Hay algún otro asunto relativo a la ciudad que sea necesario tratar?
—No, mi señor; creo que hemos terminado por ahora —respondió Bricklyn.
—Entonces, permitidme que os agradezca vuestra ayuda y vuestros sabios consejos, y que os desee buenas noches.
El burgomaestre se levantó, hizo una reverencia a Rek y a Virae, y abandonó la estancia. Durante unos instantes, el resto de los reunidos escuchó el sonido de los pasos que se alejaban. Virae, roja de cólera, estaba a punto de hablar, pero fue Serbitar quien rompió el silencio.
—Habéis actuado bien, mi señor conde; ese hombre será una espina en nuestro costado.
—Es un político —dijo Rek—. No le interesan en absoluto la moral, el honor ni el orgullo. Pero tiene su lugar y su utilidad. ¿Qué piensas de mañana, Serbitar?
—Los nadir comenzarán su ataque bombardeándonos con las catapultas, al menos durante unas tres horas. Ya que el ejército no podrá atacar mientras tanto, mi sugerencia es que repleguemos las tropas en Musif, exceptuando a cincuenta hombres, una hora antes del amanecer. Cuando cese el bombardeo volverán a ocupar sus posiciones.
—¿Y qué ocurriría si lanzan el segundo ataque al amanecer? —dijo Orrin—. Estarán en lo alto de la muralla antes de que nuestras tropas hayan alcanzado los parapetos.
—No son esos sus planes —se limitó a responder el albino.
Orrin no estaba muy convencido, pero se sentía incómodo en presencia de Serbitar. Rek percibió la preocupación del general.
—Amigo mío, créeme si te digo que los Treinta tienen poderes que sobrepasan el entendimiento de los hombres normales. Si dice que el ataque se desarrollará de cierta forma, así será.
—Ya lo veremos, mi señor —replicó Orrin, dubitativo.
—¿Cómo está Druss? —preguntó Virae—. Cuando lo he visto al anochecer parecía agotado.
—Caessa, la joven de Skultik, lo ha estado atendiendo —dijo Hogun—. Dice que se pondrá bien. Ahora mismo está descansando en el hospital.
Rek se acercó a la ventana, la abrió e inspiró el fresco aire de la noche. Desde aquel lugar podía contemplar el valle y las hogueras del campamento nadir. Posó la mirada en el hospital de Eldíbar, donde aún seguían encendidas las luces.
—¿Quién querría ser médico en estas condiciones? —se preguntó.
En Eldíbar, Calvar Syn, cubierto con un delantal de cuero manchado de sangre, se movía como un sonámbulo. El cansancio lo calaba hasta los huesos mientras se desplazaba de un lecho al siguiente y repartía medicinas.
Aquel día había sido una pesadilla para el médico tuerto… No, peor que una pesadilla. En treinta años había presenciado la muerte en numerosas ocasiones. Había visto morir a hombres que deberían haber vivido, y había visto a otros sobrevivir a heridas que deberían haber acabado con ellos. Y muy a menudo, sus habilidades habían burlado a la muerte en casos en que médicos menos hábiles no habrían podido ni restañar la sangre de la herida. Pero aquel día había sido el peor de su vida; cuatrocientos hombres jóvenes, fuertes, sanos y en la flor de la vida eran en aquel momento carne putrefacta. Otros, por docenas, habían perdido brazos o piernas. Aquellos que habían sufrido las heridas más graves habían sido trasladados a Musif. Los muertos habían sido llevados más allá de la sexta muralla para ser enterrados fuera de las puertas de la ciudad.
En torno al agotado médico, los enfermeros arrojaban cubos de agua salada sobre las manchas de sangre del suelo, limpiando los rastros visibles del dolor que se había padecido en aquel lugar.
Calvar Syn entró en silencio en la habitación de Druss y observó la figura durmiente del hachero. Snaga, la muerte gris, reposaba junto a la cama.
—¿Cuántos más, carnicero? —dijo Calvar. El anciano guerrero se agitó, pero no llegó a despertarse.
El médico salió al pasillo y se dirigió con paso vacilante a su habitación. Una vez en ella, dejó el delantal en una silla y se dejó caer en la cama, sin fuerzas siquiera para taparse. El sueño no llegó; sus pensamientos estaban saturados de imágenes de pesadilla, sufrimiento y horror, y el anciano médico comenzó a sollozar. De repente, un rostro amable entrado en años apareció en su mente; creció, irradiando tranquilidad, y absorbió su angustia del médico. El rostro se hizo más y más grande, hasta convertirse en una cálida manta que cubrió el dolor, y Calvar Syn cayó en un sueño profundo y sin pesadillas.
—Ya descansa —dijo Vintar. Rek se apartó de la ventana de la fortaleza.
—Me alegro —dijo Rek—. No tendrá mucho tiempo para descansar mañana. Serbitar, ¿se te ha ocurrido algo sobre el traidor?
El albino sacudió la cabeza.
—No sé qué podemos hacer. La comida y los pozos están vigilados, y no puede afectarnos de otro modo. Tú estás avisado, al igual que Druss y Virae.
—Tenemos que encontrarlo —dijo Rek—. ¿No puedes entrar en la mente de todos los hombres de la fortaleza?
—¡Por supuesto! Seguramente lo habremos descubierto dentro de unos tres meses.
—Capto la indirecta —le respondió Rek, sonriendo con expresión de disculpa.
Jitan estaba en pie, en silencio, y contemplaba las nubes de humo que se alzaban desde las torres de asedio. Su rostro permanecía inexpresivo; su mirada, sombría y velada. Ulric se le acercó y le puso una mano en el hombro.
—Sólo es madera, amigo mío.
—Sí, mi señor. Estaba pensando que en lo sucesivo habrá que colocarles una cubierta rellena de pieles empapadas. No debería ser muy difícil, aunque el aumento de peso puede ser un problema en cuanto a la estabilidad.
Ulric se echó a reír.
—Yo creía que estabas abrumado por el dolor y me encuentro con que estás haciendo nuevos planes.
—Me siento estúpido —le respondió Jitan—. Debería haber previsto que usarían aceite. Sabía que las torres no arderían si se les arrojaban flechas incendiarias, y no me paré a pensar que podrían usar combustible. Nadie volverá a tener éxito con ese truco.
—Estoy seguro, mi sabio ingeniero —le dijo Ulric, inclinándose.
Jitan rió entre dientes.
—Me estoy volviendo petulante con el paso de los años, mi señor. El Mensajero de la Muerte ha actuado hábilmente hoy; es un digno adversario.
—Lo es, sin duda. Pero no creo que fuera suyo el plan que ha acabado con las torres. Entre los defensores se encuentran los monjes blancos, los que derrotaron a Nosta Jan y a sus acólitos.
—Sabía que había algo diabólico en la forma en que estaba preparada la defensa —musitó Jitan—. ¿Qué haréis con los defensores cuando tomemos la fortaleza?
—He dicho que serán ejecutados.
—Lo sé, pero me preguntaba si no habrías cambiado de idea. Son valerosos.
—Sí, y los respeto. Pero los drenai han de aprender qué destino aguarda a quienes se me oponen.
—Y entonces, mi señor, ¿qué haréis?
—Arderán todos en una inmensa pira funeraria. Todos menos uno, que vivirá para contar lo ocurrido.
Una hora antes del amanecer, Caessa entró silenciosamente en la habitación de Druss y se acercó a la cama. El guerrero dormía profundamente, tendido boca abajo y con la cabeza apoyada en los musculosos brazos. Mientras lo observaba, Druss se estiró, abrió los ojos y posó la mirada en las esbeltas piernas de la joven, cubiertas con unas botas de cuero que le llegaban a los muslos. El anciano guerrero alzó la mirada; la mujer llevaba una túnica verde ceñida a la cintura por un cinturón ancho de cuero con remaches plateados que le resaltaba los pequeños senos. De un lado del cinturón colgaba una espada corta con empuñadura de ébano. Druss se puso boca arriba, y su mirada se cruzó con la de la joven; sus ojos castaños brillaban de ira.
—¿Has terminado la inspección? —espetó ella.
—¿Qué te pasa, chica?
La emoción desapareció del rostro de Caessa, esfumándose como un gato entre las sombras.
—Nada. Date la vuelta; quiero ver cómo tienes la espalda.
La joven comenzó a masajear hábilmente los músculos de alrededor de los omóplatos de Druss; sus dedos se hundían como clavos de acero, haciendo que el guerrero lanzase gruñidos ocasionales entre los dientes apretados.
—Vuélvete.
Con Druss tendido de nuevo sobre la espalda, Caessa le levantó el brazo derecho, lo sujetó con fuerza entre los suyos y dio un tirón brusco a la vez que lo hacía girar. Sonó un fuerte chasquido y, durante un instante, Druss pensó que le había roto el hombro. Caessa le soltó el brazo y se lo colocó sobre el hombro izquierdo; después le puso el brazo izquierdo sobre el hombro derecho. Hizo que el hachero se girase sobre un costado, le puso el puño cerrado en la columna, justo entre los omóplatos, y lo hizo tenderse de nuevo boca arriba. A continuación, y de repente, la joven dejó caer todo su peso sobre el pecho de Druss, haciendo que su columna vertebral se oprimiese violentamente contra su puño. Druss volvió a dejar escapar un gruñido mientras se oía un sonido alarmante, como el de algo que se rompía. Unas gotas de sudor cubrieron la frente del guerrero.
—Eres más fuerte de lo que pareces, chica.
—Cállate y siéntate de cara a la pared.
En aquella ocasión, Druss tuvo la impresión de que Caessa le rompía el cuello cuando le puso una mano bajo la barbilla y la otra en una oreja, y le giró bruscamente la cabeza hacia la izquierda. Cuando la joven repitió el proceso hacia el otro lado, el sonido que se produjo fue como el de una rama al romperse.
—Mañana descansarás —le dijo Caessa, mientras comenzaba a marcharse.
Druss se estiró y giró el hombro herido. Se sentía bien, mejor que en muchas semanas.
—¿Qué han sido todos esos chasquidos? —le preguntó a la joven, que se detuvo junto a la puerta.
—Tienes artritis. Las tres primeras vértebras están casi soldadas, y la sangre no circula como es debido. Además, el músculo de debajo del omóplato está demasiado contraído, y causa una tensión que reduce la fuerza de tu brazo derecho. Pero hazme caso, viejo: mañana debes descansar. Si no, estarás muerto.
—Todos morimos —replicó Druss.
—Cierto. Pero te necesitan.
—¿No te caigo bien, o no te caen bien los hombres? —le preguntó Druss mientras la mano de la joven empezaba a girar el pomo de la puerta.
Caessa se volvió, lo miró y sonrió. Volvió a cerrar la puerta y cruzó la habitación. Se detuvo a apenas unos dedos del musculoso cuerpo desnudo del guerrero.
—¿Quieres acostarte conmigo, Druss? —le preguntó con voz suave, rozándole el hombro con la mano izquierda.
—No —le respondió él, mirándola a los ojos. Las pupilas de la joven estaban contraídas de una forma antinatural.
—Muchos hombres querrían —susurró Caessa, acercándose más.
—Yo no soy como muchos hombres.
—¿Es que ya estás seco?
—Quizá.
—¿O acaso prefieres a los muchachos? En nuestro grupo hay algunos que se prestarían.
—No. Nunca me han interesado los hombres. Pero ya tuve una auténtica mujer una vez, y desde entonces no he vuelto a necesitar otra.
Caessa se levantó.
—He ordenado que te preparen un baño caliente, y quiero que permanezcas en él hasta que el agua se enfríe. Ayudará a que tu sangre circule por esos músculos cansados.
Se volvió y se marchó sin decir nada más. Druss se quedó mirando la puerta por un momento; después se sentó en la cama y se rascó la barba.
La joven lo perturbaba; había algo en aquellos ojos… A Druss nunca se le habían dado bien las mujeres; carecía de la naturalidad que tenían otros hombres. Para él, las mujeres pertenecían a otra especie, extraña y prohibida. Pero en aquella muchacha había algo más, cierta locura en su mirada; locura y miedo. Druss se encogió de hombros e hizo lo que siempre había hecho cuando un problema escapaba a su comprensión: se olvidó del asunto.
Tras el baño se vistió con rapidez, se peinó el cabello y la barba, engulló apresuradamente el desayuno en el barracón de Eldíbar, y se unió a los cincuenta voluntarios del parapeto mientras la luz del amanecer comenzaba a despejar la niebla matinal. Era una mañana fresca que amenazaba lluvia. En la llanura, ante él, los nadir comenzaban su actividad; carros cargados con rocas avanzaban lentamente hacia las catapultas. En torno al hachero, los hombres no hablaban demasiado; en días como aquel, los pensamientos tendían a la introspección: «¿Moriré hoy? ¿Qué estará haciendo mi esposa ahora? ¿Por qué estoy aquí?».
En otra sección de los parapetos, Orrin y Hogun paseaban entre los soldados. Orrin no hablaba demasiado; dejaba para el general de la Legión la tarea de gastar bromas y hacer preguntas. Sentía una punzada de envidia ante la facilidad con que Hogun se desenvolvía entre los soldados, pero no demasiada; quizá se trataba más de pesar que de envidia.
Un joven cul hizo que Orrin se sintiese mejor cuando pasaron por delante del pequeño grupo reunido cerca de la puerta de la torre de la muralla.
—¿Lucharéis hoy con el grupo de Karnak, mi señor? —le preguntó.
—Sí.
—Gracias, mi señor. Será un honor para nosotros.
—Eres muy amable al decir eso —le respondió Orrin.
—Lo digo de todo corazón —le dijo Bregan—. Estuvimos hablando de ello anoche.
Orrin, entre azorado y complacido, le sonrió y siguió andando.
—Esta es una responsabilidad mayor que la de estar al cargo de las líneas de suministro —le dijo Hogun.
—¿Cómo?
—Te respetan. Aquel hombre de antes prácticamente te adoraba; no es una carga fácil de soportar. Se quedarán a tu lado cuando todos huyan, o huirán a tu lado si te marchas, aunque todos los demás resistan.
—No voy a huir, Hogun —le dijo Orrin.
—Ya lo sé; no es eso lo que quería decir. Como cualquier hombre, algunas veces no querrás volver a levantarte, o querrás rendirte o escapar. Normalmente es algo que atañe al individuo, pero ahora ya no eres un hombre más. Eres cincuenta; eres Karnak. Es una gran responsabilidad.
—¿Y qué hay de ti? —le preguntó Orrin.
—Yo soy la Legión —le respondió sencillamente Hogun.
—Sí, supongo que así es. ¿Estás asustado?
—Por supuesto.
—Me alegro de oírlo —le dijo Orrin, sonriendo—. No me gustaría ser el único.
Tal como Druss había anunciado, se renovaron los horrores del día anterior. Los proyectiles de piedra destrozaron secciones enteras de los parapetos, y fueron seguidos por los gritos de guerra y la carga repentina de los atacantes y sus escalas de asedio; la horda aullante escaló la defensa de piedra dispuesta a enfrentarse al acero drenai. Aquel día era el turno de los tres mil guerreros de Musif, la segunda muralla, que relevaron a los soldados que habían luchado el día anterior. El chocar de las espadas, los gritos de los hombres, las bajas y el caos se extendieron durante largas horas. Druss recorría la muralla como un gigante, siniestro y salpicado de sangre, segando con su hacha las filas de los nadir, a los que maldecía e insultaba, haciendo que se centrasen en él. Rek combatió junto a Serbitar, igual que el día anterior, aunque aquel estaban acompañados por Menahem, Antaheim, Virae y Arberdark.
A la caída de la tarde, junto a los parapetos y en los diez pasos del ancho de la muralla, el suelo estaba resbaladizo a causa de la sangre derramada y cubierto de cadáveres. Aun así, la batalla arreciaba. Orrin, junto a la puerta de la torre, luchaba como un poseso flanqueado por los hombres del grupo Karnak. A Bregan se le había roto la espada y había recogido un hacha nadir, de mango largo y doble filo, y la manejaba con una habilidad asombrosa.
—¡Una auténtica arma de granjero! —le había dicho Gilad en un breve instante de calma.
—¡Díselo a Druss! —había respondido Bregan, dándole una palmada en la espalda.
Cuando llegó el crepúsculo, los nadir se retiraron de nuevo, perseguidos por las burlas y abucheos de los defensores; pero habían pagado un precio elevado. Druss, cubierto de sangre de los pies a la cabeza, pasó sobre los cadáveres y se acercó a Rek y Serbitar, que estaban limpiando sus armas.
—La muralla es demasiado larga para que podamos defenderla durante mucho tiempo más —les dijo mientras se inclinaba para limpiar a Snaga en la túnica de un nadir caído.
—Es cierto, por desgracia —le dijo Rek, secándose el sudor del rostro con el borde de la capa—. Pero tenías razón: no podemos rendirla todavía.
—En este momento estamos eliminando a los nadir en una proporción de tres a uno —intervino Serbitar—. No es suficiente. A este ritmo nos derrotarán.
—Necesitamos más hombres —dijo Druss. Se sentó en el parapeto y se mesó la barba.
—Anoche envié un mensaje a mi padre, a Dros Segril —dijo Serbitar—. Deberíamos recibir refuerzos en unos diez días.
—Drada odia a los drenai —dijo Druss—. ¿Por qué iba a mandar guerreros?
—Debe enviar a mi guardia personal. Es la ley de Vagria, y aunque mi padre y yo no hemos hablado en doce años, sigo siendo su primogénito; tengo ese derecho. Vendrán trescientas espadas a reunirse conmigo; no es demasiado, pero serán de ayuda.
—¿Por qué discutisteis? —le preguntó Rek.
—¿Discutir? —replicó el albino.
—Tu padre y tú.
—No fue una discusión. Mi padre consideraba que tu talento era un «don de la oscuridad», e intentó matarme. Yo no lo permití. Vintar me rescató.
Serbitar se quitó el yelmo, se desató la cinta que le sujetaba el pelo y sacudió la cabeza. La brisa del anochecer le agitó el cabello. Rek cruzó una mirada con Druss y cambió de tema.
—Ulric ya se habrá dado cuenta de que tiene una batalla entre manos.
—Ya lo sabía —dijo Druss—. No creo que se esté preocupando aún.
—No sé por qué no; yo me preocupo —dijo Rek. Se irguió cuando Virae se acercó a ellos, acompañada por Menahem y Antaheim.
Los tres miembros de los Treinta se alejaron sin decir nada, y Virae se sentó junto a Rek, lo abrazó y le apoyó la cabeza en el hombro.
—Ha sido un día duro —le dijo Rek, acariciándole el pelo.
—Han estado cuidando de mí —dijo Virae en un susurro—. Como les dijiste, supongo.
—¿Estás enfadada?
—No.
—Me alegro. Apenas acabamos de conocemos, y no quiero perderte todavía.
—Deberíais ir a comer algo —les dijo Druss—. Ya sé que no os apetece, pero seguid el consejo de un viejo guerrero.
El anciano se levantó, echó un último vistazo al campamento nadir y se alejó caminando lentamente en dirección al barracón del comedor. Estaba cansado. Increíblemente cansado.
Haciendo caso omiso de su propio consejo, pasó junto al barracón y se dirigió al hospital. En el interior del largo edificio interrumpió su camino y escuchó los lamentos procedentes de las salas. El hedor de la muerte lo invadía todo. Los camilleros pasaban a su lado cargando con cadáveres ensangrentados; algunos enfermeros arrojaban cubos de agua al suelo, y otros, con trapos o con cubos de arena, preparaban el lugar para el día siguiente. Druss no habló con ellos.
El hachero abrió la puerta de su habitación y se detuvo al ver a Caessa sentada en el interior.
—Te he traído comida —dijo la joven, esquivando su mirada.
Druss cogió el plato de carne, habas y pan negro, y comió en silencio.
—Tienes un baño preparado en la habitación de al lado —le dijo Caessa cuando Druss terminó de comer. El viejo guerrero asintió y se quitó la ropa.
En la bañera, con el agua cubriéndole hasta la cintura, Druss se lavó la sangre que le cubría el pelo y la barba. Una corriente de aire frío lo alcanzó en la espalda, y supo que Caessa había entrado en la habitación. La joven se arrodilló junto a la bañera, se puso en la mano un líquido aromático y empezó a lavarle el pelo. Druss cerró los ojos, disfrutando de la sensación de los dedos que le recorrían el cuero cabelludo. Caessa le enjuagó el pelo con agua caliente y se lo secó con una toalla limpia.
Cuando volvió a su habitación, Druss descubrió que la joven le había dejado ropa interior limpia y unas calzas negras de lana, y le había limpiado el jubón de cuero y las botas. Antes de marcharse, le llenó una copa de vino lentriano. Druss bebió el vino y se acostó, con la cabeza apoyada en un brazo. Desde Rowena, ninguna mujer lo había atendido de aquel modo, y sus pensamientos volvieron al pasado.
Rowena, su joven esposa, raptada por esclavistas poco después de la boda bajo el gran roble. Druss había partido en su busca sin detenerse siquiera a enterrar a sus padres. Había encontrado el campamento de los esclavistas, donde averiguó que Rowena había sido vendida a un comerciante que viajaba hacia el este, mató al jefe y se puso en marcha de nuevo. Había viajado durante meses hasta que acompañado de Sieben, el poeta, había dado con su pista. Había recorrido el continente durante cinco años, como mercenario, labrándose una reputación como el más temible guerrero de la época, y llegó a ser el adalid de Gorben, el reydios de Ventria.
Al fin había encontrado a su esposa en un palacio oriental, y había llorado; sin ella se sentía incompleto, y sólo ella lo volvía totalmente humano, haciéndole contener durante cierto tiempo el lado oscuro de su naturaleza; convirtiéndolo en una persona íntegra, enseñándolo a apreciar la belleza de un campo cubierto de flores cuando él buscaba la perfección en un filo acerado.
Rowena acostumbraba a lavarle el pelo, y era capaz de aliviar tanto la tensión de sus músculos como la furia de su corazón.
Pero se había marchado, y el mundo había quedado vacío; una imagen borrosa de grises difusos donde antes había habido colores de intensidad deslumbrante.
Comenzó a llover suavemente. Druss escuchó las gotas que golpeaban en el tejado del hospital durante un rato, hasta que se durmió.
Caessa estaba sentada en el exterior, abrazándose las rodillas. Si alguien la hubiera observado, no habría podido distinguir dónde terminaban las gotas de lluvia y dónde comenzaban las lágrimas.